Diario habanero. Domingo 12 de julio, 2009
Luis Manuel García Méndez | 13/08/2009 21:01
A las siete menos cuarto salimos de la casa con la hora pegada a los talones. Debemos estar a las siete en la calle 112, a la entrada del Círculo Social Obrero Gerardo Abreu Fontán, desde donde saldrá la guagüita de la excursión. Por suerte, atrapamos un Lada que milagrosamente si muove, y que por dos CUC se aviene a dejarnos allí a tiempo. Durante el corto trayecto, el chofer nos cuenta su historia atropelladamente: primero se ponchó sin goma de repuesto y tuvo que gastarse 8 CUC en ir a buscar otra. Cuando ya venía de regreso, se despistó hablando por teléfono, subió el Lada a la acera y partió el radiador contra el bordillo. Lo reparó como pudo y cuando lo abordamos se dirigía a casa del mecánico. Al llegar a nuestro destino, el Lada se apaga y no hay modo de que arranque. Desde el autobús que se aleja lo vemos enfrascado en algún misterio mecánico, con el capó abierto. El hombre nos despide con expresión de qué coño le pasará ahora a este Lada fabricado cuando Leonid Brezhniev brillaba en todo su esplendor, si se me permite la expresión.
Para un viaje de un día, el autobús es confortable; el guía, locuaz, y el chofer, prudente. Una excursión convencional de turistas convencionales empaquetados y transportados de paisaje en paisaje. Justo el turismo que nunca solemos hacer. Lo inolvidable no puede ser premeditado. Pero ¿qué más se puede pedir por 21 CUC con almuerzo incluido? Un precio módico de acuerdo a los estándares internacionales pero impagable para un trabajador cubano. Es el doble del salario medio mensual. Aun así, todos los excursionistas somos cubanos. La mitad residimos fuera de la Isla.
La Autopista Nacional hacia Pinar del Río está en mejor estado de lo que imaginábamos. El chofer mantiene una velocidad moderada. Un bache imprevisto (no excepcional) podría concluir la excursión como la fiesta del Guatao.
El tráfico en esta autopista haría las delicias de cualquier chofer europeo.
Dada la intensidad de su uso, bien podría considerarse una autopista de estreno.
El propio guía nos advierte que la autopista está atravesada por numerosos puentes hacia ninguna parte. En los años 80 se proyectaron diferentes carreteras que cruzarían el trazado de la Autopista Nacional. Al parecer, la brigada de puentes era más eficiente, y los levantaron todos en espera de que los fabricantes de carreteras les otorgaran algún sentido. Pero llegó el Período Especial, que aquí se invoca como el Diluvio Universal, la erupción del Vesubio que asoló Pompeya, el terremoto de México o un evento asociado a la extinción masiva, como el meteorito que exterminó a los dinosaurios. Las carreteras se quedaron en planos y bocetos por los que sólo circulan las polillas, a velocidad moderada, porque el papel tiene baches. Y los puentes han quedado como monumentos a la economía planificada socialista. Metáforas de este medio siglo: puentes hacia ninguna parte.
Al acercarnos, podemos leer en la barandilla del puente: “Nor y gloria eterna al pueblo”. Del “Honor” sólo quedó la segunda sílaba. Debe ser el premio de consolación (Consolación del Sur, en todo caso): al pueblo, gloria y honor en lugar de carretera.
La naturaleza es de un verdor extraordinario y casi virgen, salpicada por aislados campos de cultivo. En Cuba permanecen “ociosas” el 51% de las tierras cultivables, mientras el país importa el 80% de los alimentos. Una solución sería convencer a esas tierras para que abandonasen el ocio y se cultivasen ellas mismas.
Antes de ayer, comentaba Granma (¿o Juventud Rebelde?, estoy Confucio) que en lo que va de año, en Villa Clara, “19.139 fincas pertenecientes a las cooperativas de Producción Agropecuaria, y de Crédito y Servicios” desbrozaron de marabú 12.000 hectáreas, mientras de las 50.162 hectáreas entregadas en usufructo desde enero a particulares fueron desbrozadas más de 24.500. El doble. Aunque el 70% de las 108.000 hectáreas improductivas restantes, propiedad del Estado, están infectadas de marabú, al ritmo que llevan en la aplicación de la Resolución 259, demorarán otro año en entregarlas y, con buen tiempo, dos años para que estén en producción. Eso, si no desestimulan a los agricultores, sancionan la creatividad, e imponen precios y condiciones que parecen dictados por los exportadores norteamericanos de alimentos. Será culpa del embargo, que no nos ha permitido en medio siglo acceder a la más alta tecnología agropecuaria: entregar la tierra al que la trabaja, dejarle sembrar lo que quiera y vender sus productos en un mercado abierto y libre. Una tecnología que data del Neolítico. Y que se puede mejorar con créditos y subvenciones al campo, mucho más rentables, seguramente, que los 4.400 millones de dólares gastados en comprar alimentos a Estados Unidos desde 2001.
Hacemos un breve alto para tomarnos un café en Las barrigonas, por el nombre de esas palmas que crecen aquí por todas partes.
Cuando nos sirven el café, descubrimos una simpática innovación: en lugar de cucharillas para remover la infusión, colocan junto a cada taza un trocito pelado de caña de azúcar: un bastoncito de un centímetro de diámetro y diez de largo, que se empapa de café al removerlo. Por el contrario que la cucharilla, te lo puedes comer. Hacía años que no probaba el guarapo ni la textura del bagazo entre los dientes.
Bordeamos la estribación sur de la Sierra del Rosario. Bajo cada puente hacia la nada, un ramillete de pinareños se resguardan del sol a la espera de que algún vehículo los lleve. La brigada vanguardia de los puenteros nunca sospechó que en realidad estaban construyendo toldos.
Subimos hacia Viñales por la sinuosa carretera de siempre. Desaparecen prácticamente los transportes automotores y pululan los carros tirados por caballitos famélicos donde se agolpan familias completas, lomas de heno, fardos. Pasamos junto a una vieja rastra tirada por un buey. La “rastra” es uno de los medios de transporte más primitivos, ni siquiera tiene ruedas: un triángulo de madera dura compuesto por tres troncos de unos veinte centímetros de diámetro y un metro a metro veinte de largo, arrastrado por un buey, único capaz de vencer la enorme fricción de la madera contra el suelo.
Medio siglo después, los mismos bohíos que la Revolución prometiera erradicar, salpican el paisaje.
Llegamos al mirador que se encuentra junto al hotel Los Jazmines: la mejor vista sobre el Valle de Viñales. No ha habido consigna, ni plan, ni campaña, ni batalla capaz de alterar su paciencia geológica. China, Vietnam y Puerto Rico tienen paisajes cársicos muy parecidos, pero me atrevería a afirmar que ninguno es tan espectacular.
Me refiero al paisaje del fondo. El que aparece en primer plano lo vengo observando con idéntico fervor desde hace veinte años.
Ahora sí. Geografía pura:
El pueblo de Viñales impresiona por lo atildado: casas pintadas de diferentes colores, jardines cuidados y en casi todas las puertas carteles de “Rooms for rent”. Un pueblo shooping.
Enrumbamos hacia el norte. Al oeste de la planta de sulfometales de Santa Lucía, alcanzamos el pedraplén a Cayo Jutía: cinco kilómetros sobre el mar hasta el pequeño cayo donde nos espera una hermosa playa flanqueada de manglares. Las únicas construcciones que rompen la armonía intocada de la naturaleza son el restaurante, la caseta de los baños y otra donde se alquilan catamaranes y equipos de buceo. Todo está perfectamente organizado: disponemos de dos horas para darnos un chapuzón. A las dos horas, deberá reunirse todo el grupo para que una joven que está sentada ante la caseta de los baños, la administradora de las aguas, la Ochún de Cayo Jutía, nos abra el grifo y podamos tomar una ducha.
Y así mismo ocurrió. Sólo que (ah turistas indisciplinados) algunos rezagados llegan una vez que la diosa de las aguas ha cerrado el grifo. La auxiliar hidráulica, la personificación de la llave de paso, empieza a rezongar porque tiene que descender de nuevo desde su silla hasta el grifo, situado a tres metros de distancia. Nury monta en cólera y la conmina a mover el esqueleto y poner el agua, que aquí la gente paga en CUC, mijita, y eso es lo único que tú haces en todo el día. La administradora del líquido será Sulis o Bachué en las mitologías antiguas, pero le está cayendo una descarga olímpica. Al fin, baja con un pasito de “voy pero no quiero” y abre el grifo, mascullando que ella no está aquí para poner el agua cada vez que alguien quiera, sin percatarse de que si no hubiera alguien no tendría trabajo.
El almuerzo no es un acontecimiento culinario, pero es correcto y la agilidad y calidad del servicio permiten suponer que aquí los dioses de los sólidos pertenecen a una mitología diferente que la diosa de las aguas.
Al regreso, con la tarde agrisándose por momentos y el olor a tierra mojada flotando en el aire, hacemos un alto frente a un fresco de 120 metros de alto por 180 de ancho.
En el “mural de la prehistoria” aparecen, pudorosamente escondidos tras una palma, los guanahatabeyes o su foto robot, los más primitivos habitantes del archipiélago a la llegada de los españoles, según fray Bartolomé de las Casas. No sirva esto de excusa para ninguna tesis regionalista contra los pinareños. Aparece el megalocnus rodens, una especie de perezoso gigante que vivió durante el Pleistoceno; amonites del Jurásico o del Cretásico, y algo parecido a plesiosaurios del Jurásico Superior. Fue pintado en los 60 por Leovigildo González, director de Cartografía de la Academia de Ciencias de Cuba y discípulo del muralista mexicano Diego de Rivera, a instancias de Fidel Castro, con su especial sensibilidad hacia el arte y la naturaleza. Por encima de los mayores exabruptos del land art, éste es el peor graffiti cometido contra el paisaje.
Para rematar la faena, como dirían los toreros, nos adentrarnos en la Cueva del Indio, trasegada por miles de turistas. Un Disneyland bonsái de la espeleología. Pero es una cueva de verdad, no la réplica de Altamira, con estalactitas, estalagmitas y hasta un río. La visita dura veinte minutos y está en el all included. El guía nos recita los nombres que le han asignado a las estalactitas: el pez, el caimán (lampiño).
Cuando bajamos del bote, Gabriel, el hermano de Giovanni (el cowboy más pequeño, que ha amenizado el viaje con sus pantomimas),
tan políticamente correcto como corresponde a un hermano mayor, se acerca a Nury y le dice que necesita su ayuda. “Quiero escogerle un regalo a Roxana”. Es una amiga que nos ha atendido como una gran anfitriona. Escogen el regalo y
--Bueno, Gabi, puedes regalarle esto. Le va a gustar. ¿Tienes dinero?
--Tía, para eso mismo necesitaba tu ayuda.
Me gustaría comprar una botella de guayabita del pinar en honor a Willy Chirino, pero las tiendas, salvo las de artesanía, están cerradas. ¿A qué turista se le ocurre un domingo visitar una tienda turística en un lugar turístico?
Durante el trayecto de vuelta a La Habana, conversamos largo con el guía, graduado del Pedagógico en Holguín y aficionado al teatro. Sus explicaciones sobre el origen de la Sierra del Rosario, la formación de los mogotes y las cavernas (más cerca de García Márquez que de Alfred Wegener) ya permitían sospechar que lo suyo no eran las geociencias. Su exquisita atención a los excursionistas, y la prudente conducción del chofer, los hace acreedores de nuestro agradecimiento.
(Continuará)
Publicado en: Habanerías | Actualizado 16/08/2009 18:28