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Diario habanero. Domingo 19 de julio, 2009

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El barrio despierta con una actividad inusual.

 

Mientras bebo mi café en el portal, observo a cinco o seis miembros del CDR (supongo, por experiencia) que se afanan en chapear la hierba, ya casi sabana, que crece en los canteros de las aceras. Con un rastrillo cuyo sonido contra el cemento me pone la piel de gallina van apilando la hierba cortada, hojas, basura, y dos de ellos se encargan con un serón de irla echando al tanque de la esquina. Después untan con una lechada desvaída el bordillo de la acera.

 

Venezuela ya ha adoptado los CDR bajo el nombre de consejos comunales, y en Ecuador son los Comités de Defensa de la Revolución Ciudadana. ¿Por qué los malos ejemplos siempre cunden más rápido que los buenos?

 

Continúo observando a los cederistas en su tarea de embellecimiento y ornato. Mi casa alegre y bonita. Y voy notando algo extraño, pero aún no estoy seguro.

 

Este es el costado amable de los CDR: trabajos voluntarios para embellecer la cuadra, campañas de vacunación a los niños y prueba citológica a las mujeres, reciclado de materias primas, apoyo a los médicos de la familia. El costado tenebroso es la vigilancia, el acoso a los disidentes, los mítines de repudio. Quién hace qué y cómo. El que entra y el que sale. La actitud de cada vecino ante las guardias, las movilizaciones, la votación y cualquier otro llamado de la patria. Quién tiene amigos extranjeros. Hasta los olores de las cocinas: tufo a libreta de abastecimiento o aroma a bolsa negra. ¿Cuántos viajes, becas de estudios, promociones, ascensos o la simple permanencia en un puesto de trabajo habrán frustrado los “informes del CDR”? La maledicencia y el chisme elevados a políticas de Estado.

 

Y el caso contrario. En mi barrio vivía un joven que desde los 16 años entraba y salía de la cárcel con breves vacaciones interpenitenciarias, lo suficiente para cometer otro robo con fuerza, a mano armada, con intimidación, hurto, receptación… Pero su tío era el presidente del CDR. Cada vez que venía la policía o los servicios sociales para preguntar por él, declaraba solemnemente que su sobrino había sido un muchacho díscolo, mala cabeza, pero se estaba rehabilitando y en ese momento su comportamiento era ejemplar. En 1980, los agentes fueron cuadra por cuadra preguntando por los delincuentes habituales para enrolarlos directamente y sin escala en las embarcaciones que estaban llegando por cientos al puerto del Mariel. Cuando preguntaron directamente por el que llamaremos X, dada su larga hoja de servicios delictivos, de nuevo el tío declaró solemnemente que había sido un muchacho díscolo, mala cabeza, pero se estaba rehabilitando y en ese momento su comportamiento era ejemplar. Cuando X llegó por la tarde y se enteró, le metió a su tío un mitin de repudio que se escuchó en todo el vecindario, y corrió a Mariel a declararse delincuente, antisocial, vago, lumpen, homosexual y lo que hiciera falta para enrolarse como grumete en aquellas travesías.

 

Tampoco los CDR son homogéneos, como corresponde a este clima tropical y aciclonado. A veces el presidente y el de vigilancia aceptan el cargo compulsados por sus vecinos, pero “no están en na” y en las comprobaciones resulta que “toel mundo e gueno”. Otras veces son los delincuentes del barrio los que dirigen el CDR. En cierta cuadra, la compañera de vigilancia era una solterona que merecía un puesto en el combinado lácteo, porque le hizo la vida un yogurt a toda la parroquia. Un día, encontró marido, y se obró el milagro. Canturreaba camino a la bodega, no salía de noche a comprobar si el del cuarto piso había faltado a la guardia y saludaba afectuosa a los traficantes de los bajos. Todos ponían caramelos a Eleguá, el que abre los caminos, para que el vigilante consorte siguiera por muchos años como el logotipo de los CDR: enarbolando el machete y con la guardia en alto. Pero el hombre no le duró ni cuatro temporadas. En su velorio lloraron todos los vecinos. Nadie se postuló para cubrir la vacante.

 

Y ahora me percato de que, efectivamente, hay algo extraño. Ni un solo joven, ni un solo medio tiempo, ni un solo subtembo se ha incorporado a esta movilización dominguera. El menor de los cederistas andará por los 65. El más viejo se apoya en la guataca para no caerse. Es la Revolución de la tercera edad. Me recuerda a esos aniversarios nostálgicos en la Plaza Roja de Moscú donde octogenarios cargados de medallas portan banderas rojas y retratos de Stalin. No hay nadie en los balcones. La gente, pudorosa, se ha acogido a las habitaciones interiores. Tampoco de trata de mirar a los viejitos como si fuera un juego de hockey sobre césped categoría senior. Los jóvenes desmayan, dicen que “ese no es su maletín”. Prefieren la maleta. Ya podarán el césped en su jardín de Hialeah.

 

Al terminar el trabajo voluntario, arman una mesa en medio de la calle, traen algunas botellas de refrescos, dulces y caramelos. Hoy se celebra el día de los niños y los chamas del barrio acuden en tropel. Algunos ya se habían incorporado a las postrimerías del trabajo voluntario para garantizar su participación en la posdata. Organizan una cola que desemboca en la mesa con una rapidez premonitoria de las miles de colas que les depara el futuro. (Claudia, mi hija mayor, llegó a España con 12 años y se intoxicó de Coca-Cola tras beberse durante semanas tres o cuatro litros diarios. A Daniel, que llegó a los 4, tuvimos que racionarle los caramelos, gominolas, snacks, helados, chupa chups. No tenía fin). La UNICEF debería consignar el inalienable derecho de los niños a las chucherías. Mientras el fiñerío espera su turno ante la mesa, camino hasta la gasolinera de la esquina. A mi regreso, coloco sobre la mesa una caja de helados. La viejita que reparte las chuches me mira sorprendida y yo apenas le doy tiempo a dar las gracias. Ocupo de nuevo mi observatorio en el portal, a la espera de que los míos resuciten. Les advertiré que ya terminó la chapea. Pueden despertarse.

 

 

Cerca del mediodía acudimos al Pabellón Cuba, donde debemos encontrarnos con una editora amiga. Es una especie de feria cultural. Pero la cola es imponente y ya hemos perdido el entrenamiento de los niños del barrio. Imposible entrar. Daniel, alérgico a las aglomeraciones, es el primero en desertar de la cola.

 

La Rampa sigue siendo ese río de asfalto que desemboca al mar.

 

 

Aunque casi desierto a esta hora.

 

 

Salvo un par de nativos que se alejan, y un par de especímenes migratorios que miran a la cámara o a los celajes.

 

 

En el costado del Habana Libre hay un enorme cartel convocando a la unión ante la crisis del capitalismo mundial. Una vez concluida la crisis, podremos desunirnos.

 

 

Y el llamado a la unión contrapuntea alegremente con otro cartel situado a escasos metros. Leerlos de conjunto puede prestarse a equívocos.

 

 

Tras un café claro y caro en el Habana Libre, nos acercamos a la cafetería que está frente a Coppelia, junto a la parada de la guagua. La han dividido en dos cafeterías independientes. En la primera, compramos perros calientes de a diez pesos. En la segunda, sólo venden café. Por respeto al personal que se aglomera, no tomo la foto. La cafetería se llama Batalla de las Ideas, lo cual no nos ofrece ni una mínima pista sobre la calidad del café.

 

Cruzamos la calle hasta Coppelia, pero no disponemos de dos horas para esperar disciplinadamente nuestro turno. En los jardines se encuentra el área donde se paga en CUC. Sin cola. Una zona apartada donde en ese momento tiene lugar una reunión del Partido. (¿El PC-CUC?). Pero son sólo tres los comensales de la bandera roja. Queda mucho espacio disponible. Para nuestro asombro, me preguntan cuántos gramos de helado queremos, a razón de 9 céntimos de CUC por gramo. Jamás he sabido cuántos gramos de helado tiene una bola. Pesan la copa en una balanza, añaden el helado y calculan la diferencia. Tres bolas de helado y un agua mineral, 4,40 CUC. La memoria gustativa no reconoce este chocolate desvaído, levísimo, olvidable. ¡Ah, Haguen Dass! Quizás la venta de helado al peso sea la contramedida para neutralizar una rara habilidad de los heladeros cubanos. Con un rápido giro de la muñeca, conseguían que la cuchara obtuviera una bola perfectamente esférica y sin fisuras. A primera vista, era una bola de helado maciza, pero cuando hundías la cuchara, descubrías que era hueca: rizado de aire, globos de vainilla chip.

 

 

En busca de unos tenis baratos para que Nury pueda bañarse en la costa, parqueamos junto al hotel Riviera y entramos a Galerías Paseo, pero nada de nada. Con lo que cuestan los tenis más baratos nos sobraría gasolina para llegar a Varadero.

 

Al regreso, entramos al Riviera y pedimos unos mojitos. Al barman debió acalambrársele la mano, porque uno de los cocteles tiene todo el ron que le falta a los otros. Como si hubiéramos pedido un carta plata doble a la roca y dos limonadas. Trasvasamos líquidos de un vaso a otro hasta obtener mezclas más o menos aceptables.

 

Los servicios de siempre, a la entrada del cabaret Copa Room, están clausurados, y bajo a los sótanos. Al entrar al servicio de caballeros, me golpea como un mazazo un hedor insoportable a fosa. Como si hubiera descendido más de la cuenta, hasta las alcantarillas de la ciudad. En una esquina del baño, salen a borbotones por un registro las aguas albañales. Ya han formado un pequeño lago de aguas negras que debo bordear para entrar en una de las cabinas. A la salida, me dirijo a dos personas armadas con servilletas de papel que, presuntamente, cuidan los baños.

 

—¿Ustedes saben que en el baño de los hombres hay un lago de aguas negras?

 

—Sí. Lo sabemos.

 

La escuetísima respuesta me desarma. No hay ninguna posdata al estilo de “ya viene hacia acá el personal de mantenimiento”, “lo arreglaremos en breve”, “habilitaremos otro baño mientras se repara”. Sólo “lo sabemos”. Conocimiento y paz espiritual, el nirvana, como ante las cucarachas en los estantes de 3ª y 70.

 

 

Regresamos a casa para ducharnos y cambiarnos de ropa. Esta noche tenemos una cena en casa de un escritor amigo, de la (no tan) vieja guardia. Pero antes deberemos dejar a Daniel en casa de mi hermana. Su prima ha acordado con él llevarlo esta noche a conocer la fauna nocturna de la calle G, donde se reúnen, particularmente los fines de semana, los jóvenes de la ciudad que (son) (se creen) (aspiran a ser) (son considerados) diferentes.

 

 

La cena es excelente, pero el mejor plato del menú es la amistad. A nuestro anfitrión lo vemos con bastante frecuencia a su paso por Madrid, no así a la sorpresa que me tiene preparada: ha invitado a otro colega a quien no veía desde hace quince años, cuando coincidimos en un tren italiano rumbo a Milán. El encuentro es formidable. Y la sintonía en que discurre la conversación, como si la hubiéramos interrumpido ayer por la tarde, demuestra que en la mayoría de los casos, el humus del diálogo sólo espera por la semilla.

 

Hablamos de nuestras vidas y proyectos, del país y su incierto destino. Todos coincidimos en que ponerlo al día en el plano económico puede tardar no menos de tres lustros. Y Nury toca el punto más doloroso: reconstruir el país moral puede tardar varias generaciones.

 

Contamos nuestras experiencias durante estos días. El robo modelo yihad en la Asociación Árabe de Cuba. Y todos los que hemos podido abortar. Un gasolinero me insistía en que entrara a pagar mientras llenaba el tanque, pero en otra gasolinera ya había visto el procedimiento de hurtar un par de litros en ausencia del chofer. Las cuentas rápidas y verbales en las pequeñas tiendas, que deberás rectificar también al vuelo. El bar donde, tras una consumición de quince minutos, intentaron añadirnos un Red Bull. A ritmo de raeggetón, los intentos de robo se han sucedido tres o cuatro veces al día.

 

El socialismo, particularmente el cubano, tradicionalmente finge pagar un salario y, a cambio, sus empleados, casi todo el país, finge trabajar. Desde muy temprano, timar al Estado es algo admitido, incluso meritorio. Ya ha recibido nombre. Cuando alguien va en busca de trabajo, no pregunta por el salario (siempre es una cifra simbólica), sino por las “búsquedas”. Si no hay “búsquedas” (gasolina, comida, propinas, productos que anexar o servicios que es posible prestar contra reembolso sin que el patrón se entere), no vale la pena entregar tu tiempo al Estado por el equivalente a 14 sandwiches ó 10 cervezas mensuales. Pero ya no se trata sólo de timar al Estado. Incluso en el sector turístico, donde un buen servicio suele ser recompensado con una propina, el engaño al cliente no escampa. Productos de más en la cuenta, sumas erróneas, siempre por exceso, “errores” al devolver el cambio. Y nunca hay una protesta cuando el cliente rectifica la cantidad. Sólo un neutro “disculpa, fue un error”, repetido maquinalmente decenas de veces al día, cada vez que algún pichón de matemático descubre el engaño.

 

Se cuenta que un nórdico fue engañado en la vuelta y regresó desde la calle para exigir cinco centavos. El dependiente se los entregó sin discusión, y el turista los colocó de nuevo en el mostrador. “Yo te los doy. Tú no me los quitas. ¿Do you understand?”.

 

Otra anécdota es más indignante: un cubano acudió a un establecimiento acompañado de varios extranjeros. Por el trato entre ellos, se supone que eran sus amigos. Tras varias rondas de cervezas, el camarero les entregó la cuenta. Mientras esperaban por el vuelto, el cubano se excusó para ir al baño. Entró a la cocina del establecimiento y se encaró con el camarero: “Sé que nos has metido ocho cervezas de más en la cuenta. Si no repartes la ganancia conmigo, llamo a la policía”. Y la ganancia fue equitativamente repartida.

 

Tras cincuenta años de “moral socialista”, una buena parte de la sociedad cubana, entrenada en la noción de que el trabajo es la peor fuente de ingresos, se aproxima a una moral elástica, utilitaria —ser “pobre, pero honrado” ya no es un mérito—, que relativiza la ideología y pondera el éxito, pero no el conseguido con nuestra laboriosidad o inteligencia. El éxito. Sin apellidos. Empresarios del mercado negro, fauna nocturna al servicio del turista, policías e inspectores que recaudan sobornos, funcionarios que agilizan trámites contra reembolso, comerciantes a costa del patrimonio estatal confiado a su custodia o dejado a su alcance. Gracias a ellos, ya se puede comprar un carné de conducir, un pasaporte, cirugía estética o a corazón abierto, un título universitario o un AK-47.

 

Coexisten la Cuba oficial de los viejos patriarcas y la Cuba desesperanzada que espera, ansía (y teme) el cambio. La Cuba de los jubilados condecorados con pensiones de seis dólares al mes, que para sobrevivir bucean en la basura o trafican con lo que encuentran, y la Cuba de los nuevos empresarios, los teléfonos móviles, los autos occidentales y la corrupción (la burguesía de mañana en su crisálida roja). La Cuba nocturna de jineteras y pingueros, chulos y tahúres, alcahuetas y policías, y la Cuba diurna de hambreados cirujanos, ingenieros y matemáticos, que pedalean sus bicicletas cada mañana hacia el trabajo a cambio de quince dólares mensuales; profesionales de alto nivel que sólo aspiran a cenar esta noche y se conformarían con que sus hijas fuesen camareras, siempre que eludan la tentación de convertirse en putas.

 

 

Es casi la una de la mañana cuando recogemos a Daniel tras su expedición a frikiland. Durante el camino de regreso, nos cuenta sobre la variopinta fauna de G: emos, frikis, satánicos (una especie de góticos tropicalizados); rockeros, trovadores, hombres lobos (para escarnio de las mitologías, algunos son lampiños); vampiros (de las tres subespecies: los biológicos, tradicionales chupasangre; los astrales, chupaenergía, y los sexuales, que se nutren directamente de la gozadera); reguetoneros, punkies de buen talante; mickies (niños bien que, al parecer, descienden de Micky Mouse), y repas (abreviatura de reparteros), una especie que, como los partidos nacionalistas, desciende de la geografía. Y, sobre todo, policías.

 

Daniel habla de todo aquello como un desfile de antimodas; las tribus con sus rituales; la búsqueda de un espacio gregario que no sea el CDR de la cuadra o la Ujotacé; la necesidad de sentirse más distintos que los demás en la sociedad de los iguales por decreto. Pero él tiene la sensación de que no reivindican nada, no quieren cambiar nada, no desean imponer nada. Sólo aspiran a que les concedan el mínimo espacio para respirar sin acoso, a que las autoridades los toleren como a una micosis persistente: pica un poco, pero de eso no va a morir el comunismo tropical. Uno de los jóvenes, entrevistado hace algunos meses, decía que ellos no tienen una agenda política. Vienen a divertirse. “Sublevarse no tiene sentido”, apostilla. Bastante tenemos con luchar cada día la comida, el trasporte, las necesidades elementales. Además, “nadie en su país está del todo contento, ¿no?”. Por menos que esas mínimas aspiraciones, en los años 60 muchos fueron a parar en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las tristemente célebres UMAP.

 

Aun así, los muchachos de la calle G están bajo constante vigilancia. Los policías piden carné continuamente y, de vez en vez, ponen multas por pisar el sitio donde debía estar el césped.

 

Los ejemplares más raros son los pastores protestantes que acuden a hacer proselitismo. Pero la Biblia no tiene banda sonora. Y los policías de paisano. Es ridículo su intento de pasar por jóvenes alternativos. El disfraz les queda como un disfraz, parecen siempre a punto de cuadrarse en atención al paso de un superior, tuercen la mirada como matones de barrio y tuercen los oídos ante el rock que sale de las bocinas. Los de uniforme pasan más inadvertidos.

 

Dice Daniel que Patricia le preguntó en G: ¿Qué tal si te enamoraras de una emo lánguida y depresiva? Y él no pudo contener la carcajada cuando se pensó a sí mismo con la barba cuajada de lacitos rosados.

 

 

Al llegar a casa no consigo dormirme. Regresa una y otra vez a mi memoria la frase de un turista español. Tras beberse un par de copas, pagó lo consumido. Al traerle el vuelto, el camarero le había hurtado un dólar. Lo llamó y reclamó que se lo devolviera. Con el habitual “disculpe, fue un error”, y sin inmutarse, el camarero devolvió el dólar. Pero el turista no había terminado. “No. No fue un error”, le dijo. “Lo que ocurre es que ustedes quieren robarle al turista lo que no tienen huevos de exigirle al gobierno”.