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Diario habanero. Jueves 9 de julio, 2009.

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Como de costumbre, soy el primero en despertarme. Tengo hambre. Desde una especie de merienda ayer en el avión, cuando serían en La Habana las cinco de la tarde, no como nada.

En 13 y 84 descubro un timbiriche donde venden sándwiches de jamón y queso a 18 pesos, unos 60 centavos de euro. Un cubano que gane el salario medio puede comprarse al mes 14 sándwiches si invierte en ello todos sus ingresos. Para el turista no demasiado melindroso en asuntos de higiene y manipulación, es una ganga. Yo he pateado todas las sierras de la Isla, y he bebido de ríos, arroyos, charcas y bebederos públicos. Compro cuatro.

Al regreso, todavía la familia está combatiendo a ronquidos el jet lag.

Despliego un diario Juventud Rebelde de ayer que encontré abandonado sobre un murete. Entonces me percato de que en el portal contiguo hay un artilugio que sería risible si no fuera trágico.

Echo a un lado el periódico y miro de nuevo la silla de ruedas de Frankenstein: la silla plástica de cañón recortado atornillada a la estructura de tubos metálicos. Alguien con un humor más negro que el mío podría proponerla como logotipo de la “potencia médica”.

Daniel amanece registrando parte de mi biblioteca que, al irme, he tenido que abandonar a su suerte, a la humedad y los insectos. Aun aireada cada cierto tiempo, hay ediciones que no han resistido el abandono. Los volúmenes de mi colección Huracán parecen incunables. Escarba algunos libros de filosofía, novelas y ensayos. No encuentra la edición del Rubaiyat que venía buscando.

Vacío mi equipaje de mano donde traía unas sandalias, una camiseta y unos calzoncillos de repuesto, cepillo y pasta de dientes, por si acaso los porteros de la Isla decidían que aún no estaba preparado para ingresar al país y me confinaban en “la escuelita” hasta mi vuelo de regreso. Ya le ha sucedido a algunos cubanos, entre ellos a un conocido pintor, quien viajó a la Isla en compañía de su mujer y de su hija, ambas norteamericanas. Esposa e hija pasaron la aduana sin problemas. Al ser norteamericanas, no eran sospechosas. Él fue recluido en una dependencia del propio aeropuerto, “la escuelita”, donde permanecería hasta la salida de su vuelo de regreso. Durante su estancia en ese limbo que no es ni libertad ni cárcel, todo lo que el “alumno” coma o beba deberá pagarlo en dólares u otra moneda libremente convertible. Deduzco que es una de las pocas escuelas privadas que quedan en la Isla. Yo pasé muchos años becado. Sé que en esos casos el “alumno” debe ir preparado. Por suerte, alguien decidió que ya yo había aprendido lo suficiente.

Durante la mañana, recorremos el barrio. Muestro a Daniel el balcón del apartamento donde vivía su abuela antes de mudarse a Houston, y en ese momento una mulata jovencísima, casi niña, y esbelta como un junco, me saluda, me pregunta de dónde somos. “De aquí mismito”, le respondo. E indaga si Daniel es mi hijo. Efectivamente, ¿quieres adoptarlo? Se pierde calle abajo envuelta en una risa contagiosa.

Bordeamos el antiguo Cander College, la panadería del barrio donde comprábamos cada día los 80 gramos de pan que nos correspondían (cifra mágica que algún genio de la Oficoda debió rescatar de un manual de supervivencia del Ejército Coreano). Vemos el Eklo convertido en un flamante (y flameante, no hay aire acondicionado) supermercado en CUC, frente a la Primera Iglesia de Cristo, Científico. 41 y 42 sigue siendo una encrucijada, el último repecho antes de que la ciudad se precipite al mar. Durante el trayecto, los manantiales y riachuelos de aguas albañales se alternan en las aceras, calles y contenes cariados de baches, huecos inundados y montículos. La geografía de la desidia ha empezado a parecerse a la otra: ríos, lagos, cavernas y colinas. Si en 1961 cantaban que “por valles y montañas el brigadista va”, según el himno de los alfabetizadores, hoy podrían hacer senderismo sin salir de la ciudad y cantando el mismo himno.

En 50 y 43 descubrimos que su parque predilecto de la infancia es un hierbazal de donde emergen los hierros desnudos de antiguos columpios, canales y cachumbambés. Han desaparecido las cadenas, las maderas y las láminas de aluminio. Es el plató de una película apocalíptica de Hollywood tras la epidemia mundial o el ataque de los extraterrestres.

Poco después de la una, tengo mi primer encuentro con la CADECA: un antiguo contenedor metálico reconvertido en casa de cambio y tiendecita de apaño tras dividirlo en dos compartimentos mediante un mamparo. Como sólo pueden poner el aire acondicionado entre una y cinco de la tarde, ese es su horario de apertura. Al urbanista que plantó estos contenedores metálicos en el trópico deberían encerrarlo en uno de ellos a 45º centígrados con 98% de humedad. Cada CADECA está custodiada por un policía quien impide que se aproxime a la ventanilla más de una persona a la vez. Sólo para esto, La Habana dispone de un cuerpo de policía equivalente al de una pequeña ciudad europea. El euro está a 1,267 CUC. En el resto del planeta, se cotiza a más de 1,4 dólares.

Nos encaminamos hacia La Habana Vieja, que expone en todo su esplendor la biodiversidad del transporte cubano.

Hay guaguas, taxibuses, bicitaxis, cocotaxis, CUCtaxis, pesotaxis, más conocidos como almendrones, y los taxiables, porque cualquiera, billetes mediante, convierte en taxi su Chevrolet particular, su Honda del Estado, la guagüita de los niños con síndrome de down, el carro fúnebre o el jeep blindado de la comandancia. Con los días, iremos descubriendo que el tradicional gesto de pedir botella, hacer autostop, con el brazo extendido y la palma abierta, o con el pulgar señalando la dirección deseada, va siendo sustituido por la mano sacudiendo un abanico de pesos convertibles. Es el moneystop.

A media tarde me encuentro, por primera vez en nueve años, con mi hermana. Trabajo nos cuesta desabrazarnos.

Nos esperan mi cuñado y mis sobrinos: dos jóvenes bien plantados que han resistido la tentación de internarse por cualquiera de los hatajos que se aproximan al dólar. Estudian en la Universidad. Su futuro es incierto.

Hacemos el paseo de rigor por La Habana Vieja: la Iglesia del Ángel donde intentó casarse Cecilia Valdés y nos bautizaron a Martí y a mí (salvando las distancias, que yo soy más joven). La calle Cuarteles, por donde me tiraba en bicicleta, hasta un día. El vigía que apostábamos al pie de la loma, en el cruce con Peña Pobre, se entretuvo mirando el duelo entre una rata y un perro callejero, y mis ocho años se empotraron contra un camión de hielo de tracción por cadena, puro hierro. Salí ileso, pero la bicicleta murió en combate. Bajamos por Cuarteles, una sucursal de Port-Au-Prince, hasta Tacón, y doblamos a la derecha en dirección al Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Frente al claustro, una feria de artesanía ocupa la calle. ¡El horror! ¡El horror!, diría Conrad en versión libre de Yoyi Arcos. Bordeamos la Catedral, El Patio, donde me dediqué durante varios meses, cuando salía de mi trabajo en el Centro de Investigaciones Geológicas, a escribir mi primer libro. Por entonces, uno podía pasarse toda la tarde escribiendo, sin que nadie lo molestara, en una de las diminutas mesas de mármol, al costo de dos tazas de té en moneda nacional.

Descubro los sitios de la vieja ciudad esmerilados por Eusebio Leal: nuevas fachadas, restaurantes, bares, hoteles y hostales, como el de Cuba y Peña Pobre, que un día fue mi policlínico. Hay herboristerías, perfumerías, coquetos restaurantes y tiendas. Ya no alquilan bicicletas en Cuba 8. Venden cervezas, ron y cigarros, lo único que hay en casi todas partes. Seis o siete hombres beben rodeados por una atmósfera densa de reggaetón a todo volumen, que el caminante puede ir empatando por toda la ciudad: emerge por las ventanas y las puertas de casas, bares y establecimientos de todo tipo. A cierta distancia, frente al Museo de la Música, antigua estación de policía, un enorme cartel anuncia que “Vivimos en un país libre”.

La dirección nacional de la UJC, la Unión de Jóvenes Comunistas, sigue en su sitio de costumbre, aunque ha sido derogada la renovación de imagen que impuso en su día el defenestrado ministro de Exteriores cuando aún era secretario general de la ujotacé, como fue rebautizada por Robertico Robaina para hacernos creen que la raza del perro dependía del estilo y la línea de diseño del collar. Relumbra ahora el tradicional medallón con los perfiles de Mella, Camilo y Ché (“los amados de los dioses mueren jóvenes”, decían los griegos. Mucho deben odiar a la gerontocracia cubana).

A lo largo de toda la ciudad vieja el ruido es ensordecedor. En las lagunas de relativo silencio que deja el reggaetón cuando escampa, cada bar o restaurante deja filtrarse hacia la calle los sonidos de un trío o de un cuarteto interpretando el mismo repertorio de clásicos cubanos. Cada establecimiento intenta vender por decibelios las delicias de su gastronomía.

Recalamos en La Bodeguita del Medio para abrevar unos mojitos ni mejores ni peores que en otro sitio pero, eso sí, baratos y consagrados por la mística de sus orígenes.

En la calle Mercaderes, entre Empedrado y O`Reilly, la tapia de la casa del marqués de Arcos, sede del Liceo Artístico Literario de La Habana hacia 1844, está ocupada por un enorme mural (25,5 x 14,4 m, 300 metros cuadrados) de Andrés Carrillo. Los colores sepia y rosa viejo le otorgan un hermoso empaque de daguerrotipo.

Representa a 67 figuras de la cultura cubana, entre ellas Carlos Manuel de Céspedes, Gertrudis Gómez de Avellaneda, el Obispo Espada y la Condesa de Merlín. En el Liceo Artístico Literario de La Habana sólo entraban “blancos que tuvieran buenos modales”. Los dos únicos negros representados, el poeta Plácido y Brindis de Salas --quien una sola vez, a los diez años, tocó en sus salones-- se encuentran en el extremo inferior derecho, como quien pide el último, a punto de salirse del mural. Plácido parece cuchichear algo al oído de Brindis. A cierta distancia hacia la izquierda, el personaje más cercano les da la espalda.

Por la ciudad vieja deambulan los locos fotogénicos (pelucas, plumeros, escobas, collares fabricados con latas de cerveza, barbas estrafalarias, atuendos disparatados). Su “locura” consiste en dejarse fotografiar con los turistas a cambio de una propina. Es una locura libremente convertible. Ignoro si trabajan por cuenta propia o son empleados de la Oficina del Historiador de la Ciudad.

Cenamos, y no mal, en La Torre de Marfil, aunque quizás nos inflaron la cuenta, práctica habitual que descubriríamos en días sucesivos. Pero esta noche somos tan inocentes como turistas noruegos. A la salida, se desploma sobre nosotros un aguacero macondiano y tenemos que refugiarnos en un mojito del Bar París de la calle Obispo. Intentamos conversar, pero el cuarteto de sones y guarachitas lleva la voz cantante, nunca mejor dicho. ¿Habrá algún bar de La Habana donde no sea necesario hablar en lengua de signos?

Daniel descubre que su prima Patricia es una interlocutora excelente. Aunque no domina la lengua de signos (es la primera vez que intenta comunicarse con un sordo), cuaderno mediante entablarán en los próximos días conversaciones de veinte páginas.

Rayando la medianoche, atravesamos El Prado y la calle Zulueta en tinieblas —las guías turísticas deberían recomendar visores nocturnos para estas incursiones— hasta que conseguimos, frente al Parque Central, un taxi que, ¡oh, milagro!, enciende el taxímetro. El chofer, alto y macizo como una caja fuerte esmaltada de negro, nos advierte de Prado y Neptuno en adelante los sitios menos recomendables, las calles donde el bombardeo sin bombardeo ha sido más feroz. Podríamos hundirnos en un bache tan hondo como la boca del Snæfellsjökull y terminar pastoreando brontosaurios. Tras pasar el túnel de Línea comienza a detallarnos los sitios donde se ofrece carne para turistas: los travestis que se prostituyen en dos calles transversales y discretas a la salida del túnel de Quinta Avenida, a espaldas del Kasalta. Cuenta su experiencia de turistas acaramelados en el asiento trasero con niños y niñas de 14 o 15 años; la muchacha que le ha pagado los quince a su hermanita con el sudor de su cintura. Y lo que más lo enfurece: los jóvenes efebos que rejuvenecen a viejos pedófilos europeos, canadienses, sudamericanos, como aquellos dos italianos que montaron un trío en el asiento posterior del taxi con un pinguero jovencísimo. “La culpa, toda la culpa la tiene esa Mariela”, exclama. “Si no les hubiera dado tanta ala”.

Siete CUC más tarde llegamos a nuestro destino. Le dejo ocho por la clase magistral.

Asciendo por mi cuadra sorteando un arroyo de aguas albañales, algo que no ha cambiado en los últimos 20 años. La fosa séptica de los edificios construidos en 56 y 43 se desborda desde su inauguración. Basta mirar fijamente los residuos que fluyen calle abajo para enterarse de qué han vendido últimamente por la libreta o qué productos de estación ofrece la bolsa negra.

Por suerte, hoy es día de agua y podemos darnos una ducha larguísima que nos borre una por una las muchas capas de sudor superpuestas.

(Como en las telenovelas… Continuará)