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Diario habanero. Miércoles 15 de julio, 2009

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Una amiga que se ha ido de viaje me dejó anoche su Fiat Punto. No más taxis. Nevermore.

Almendrones de a diez pesos
Quoth the raven, “Nevermore”.

Cubataxis sin taxímetro
Quoth the raven, “Nevermore”.

Panataxis marca Lada
Quoth the raven, “Nevermore”.

Cocotaxi en Coco Solo
Quoth the raven, “Nevermore”.

Aunque, por otra parte, perderé práctica en la fina esgrima del regateo y esa fuente inagotable de sabiduría que son los taxistas.

Mi primer acto como conductor en La Habana (durante este viaje) fue menguar el ecosistema. Bajaba anoche por 60, tenebrosa como los malos pensamientos, riéndome aún de los randys azules y rosados, cuando un perro suicida, harto quizás de su vida de idem, se lanzó a cruzar la calle a veinte centímetros de mi rueda delantera derecha. Sólo vi una mancha amarilla y el perro debió ver menos que yo.

Esta mañana Nury se ha ido al aeropuerto. Justamente hoy, cuando cumple 89 años, llega de Estados Unidos su abuela Xiomara, quien enviudó cuando tenía más de 70, tras toda una vida como ama de casa, casada desde los 14 años con Don Librado Bolívar, patriarca de la familia. Pasado el duelo y el natural extrañamiento, lejos de languidecer, Xiomara se fabricó una nueva vida.

Yo no he podido acompañar a Nury al aeropuerto. Estoy citado para entrevistarme con el consejero político de la embajada española, y Daniel me acompaña.
Tras dejar en la entrada los pasaportes, el salón de espera es un remanso de aire acondicionado.

A mediados de los 70, mientras estudiaba en la universidad, me encontraba de prácticas en la Sierra Maestra haciendo unos perfiles de radiometría. Llevaba al cuello un radiómetro conectado al detector, un largo bastón de metal, y mis orejas estaban cubiertas por unos auriculares extrovertidamente soviéticos (como recordarán, lo suyo no era la nanotecnología) que con su crepitar me indicaban las fluctuaciones del fondo radioactivo. Mientras hacía una medición en la ladera de un monte, sentí que alguien me observaba. Al volver la mirada, descubrí a un niño de unos 8 o 10 años, descalzo, sin camisa, en pantalones cortos. Me estudiaba intrigado. Lo saludé y sin responder a mi saludo, se acercó con prudencia y preguntó:

—Señor, ¿usted es extranjero?

—No, mijo. Soy estudiante. Estudiante de la Universidad.

El niño permaneció unos minutos dubitativo, hasta que una idea brillante, el súbito resultado de una ecuación muy compleja, iluminó su rostro.

—Pero usted está estudiando para extranjero, ¿no?

Este aire acondicionado, los impecables corredores, los ujieres solícitos que cruzan de vez en vez, me indican que si aquel niño hubiera tenido razón, la lista de espera para matricular esa carrera habría sido muy muy larga. Yo hice un master tardío a los 40 años, pero Daniel sí empezó su carrera desde primer grado. Y Claudia, mi hija mayor, a los 12 años. La Licenciatura en Extranjería tiene eso: mientras más temprano matricules, más fácil es aprobar y asimilar sus múltiples asignaturas, empezando por Responsabilidad Personal I y II. Tanto si te va bien como si te va mal, eres dueño de tu destino. No podrás culpar al imperialismo, al cambio climático, a la crisis financiera o a los rusos, porque “me abandonaste en las tinieblas de la noche / y me dejaste sin ningura orientación”, como cantaba José Tejedor. Al león del circo le aseguran su piltrafa si salta por el aro. El de la selva tiene que cazarla. Y el circoselva es cuando el león tiene que entrar por el aro y salir luego a buscarse los féferes en las Alturas de Bejucal-Madruga-Limonar.

Tras el saludo, le pido al consejero político que, de ser posible, me entregue algunos ejemplares de los últimos números de Encuentro. (A eso he venido, ¿no?). Pero, según él, es imposible. No queda ni un solo ejemplar. Llegan y se agotan de inmediato.

—¿Por qué me ha citado entonces?

Simplemente, quería saber mi opinión sobre la situación cubana y mis primeras impresiones del país al cabo de muchos años sin venir. Nueve, para ser exactos.
El diálogo es fluido, largo, interesante. En general, concidimos en casi todo. Esta es su segunda estancia como diplomático en Cuba y conoce perfectamente el terreno (minado) que pisa. No se limita a la versión oficial, aunque tampoco acepta acríticamente las visiones alternativas.

Coincidimos en que el país se encuentra en una encrucijada. Después de las recientes destituciones, la cúpula del poder se ha encerrado en sus castillos de invierno. Tras ella, un foso muy profundo y vacío. Más allá, el pueblo llano, la sociedad civil incipiente, la disidencia minada de agentes y cuyo vínculo con las bases es continuamente cercenado, de modo que sea una disidencia flotante, más visible desde el exterior que desde su propia tierra. Como los globos sonda. Un problema de perspectiva.

Más allá del foso, la paciencia del pueblo ha sido tensada hasta extremos que juegan peligrosamente con su coeficiente de elasticidad. El exabrupto es posible. El futuro sigue siendo una ecuación con demasiadas variantes incluso para los cubanólogos más temerarios.

(Durante la conversación, me percato de que él no menciona ni un nombre, ni mienta a los hermanitos Pon Pon. Cuando el río no suena… Y, de pronto, me siento como una pulga de circo a la que un dios, tan omnipresente como invisible, estuviera estudiando bajo el microscopio. La grabación será editada por Palmiche Films y estrenada en Tecogí Channel. Tampoco me importa demasiado, así que seguimos conversando).

Tras la tímida apertura de Obama –abolición de límites a viajes y remesas, voluntad de diálogo y la autorización a las compañías de comunicaciones e Internet para negociar con Cuba el establecimiento de la banda ancha, lo que no ha recibido del raúlfidelismo respuesta ni comentario (la excusa para el monopolio estatal de Internet quedaría derogada)—, el obamismo se ha vuelto peligrosamente conciliador. Razón por la que un día sí y otro también, el reflexivo en jefe lo culpe de las guerras carlistas, la extinción del tigre de Tasmania y la erupción del Krakatoa. Pero en ocasiones similares eso no ha bastado. Circulan fuertes rumores de que estaríamos en vísperas de una contundente respuesta: un nuevo maleconazo, un nuevo Mariel, un exabrupto de cubanos navegando hacia el norte que matara dos pájaros de un tiro: exportar el descontento y torpedear la distensión. El bombardeo de cubanos, esa arma de la que siempre dispone el gobierno de la Isla. Aunque quizás el bombardero mayor ya no tenga fuerzas para ponerla en práctica. Y la nueva junta militar o paramilitar encabezada por Castro II sabe que su confortable permanencia en el poder requerirá mejoras económicas que, a su vez, requieren distensión y bienllevancia con Estados Unidos. La batalla personal de Fidel Castro contra el único enemigo que él considera a su altura no es ya la guerra de un estamento castrense retóricamente fidelista, pero que “en vísperas de su largo viaje no estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en mí”. No es raro que sean cordiales las periódicas reuniones entre militares cubanos y norteamericanos en la Base Naval de Guantánamo para tratar no sobre Derechos Humanos ni democracia, sino sobre los temas que al “enemigo” verdaderamente le interesan (narcotráfico, emigración ordenada, lucha antiterrorista y tranquilidad en las aguas del Estrecho). Como los taxistas y los diplomáticos, los militares del mundo entero podrían hacer un sindicato universal.

Yo comprendo que en el plano simbólico la pelea se presenta complicada, a quince rounds y con guantes de ocho onzas.

En la esquina azul, defendiendo un sistema que representa el pasado político de la humanidad, y un país agresivo, militarista, obeso y con un 12% de negros, un mulato joven, carismático y deportivo, sin grados militares ni de soldado raso, ecologista y empeñado en implantar un sistema universal de salud.

En la esquina roja, defendiendo el futuro de la humanidad, la justicia, la paz, y un país joven y esbelto, con un 60% de negros y mestizos, una gerontocracia blanca de generales empeñados en durar en sus puestos hasta que la muerte nos separe.

Hablamos también de la(s) políticas españolas hacia Cuba, sus aciertos y sus errores aznarianos y zapateriles. Mis opiniones no son ningún secreto. Las he puesto en blanco y negro en más de una ocasión. El consejero político pone cara de póker: ni asiente, ni disiente, ni todo lo contrario. Como corresponde.
Concluimos la entrevista con la misma cordialidad que la empezamos y yo me voy con los mismos ejemplares de Encuentro con que vine.

Allá lejos los dioses posiblemente opriman el Stop.

Daniel se la ha pasado leyendo y mirando de soslayo, casi lujurioso, las revistas de economía y geopolítica apiladas sobre una mesita.

Quince días más tarde, me enteraré de que la embajada solicitó a Madrid la corroboración de que yo era yo, y se lo confirmaron. Es más de lo que yo podría asegurar de mí mismo, que algunos días me despierto bastante otro.

A la salida de la embajada, nos muerde de nuevo el calor, implacable, impertinente como una guasasa. Acabamos de salir de un oasis, me comenta Daniel. Yo no tengo saliva ni para responderle.

Justo al doblar, subimos al edificio de Morro 9 donde yo nací. La pintura en las paredes de la escalera y en el pasamanos debe ser la misma de cuando yo era niño. No hay mucho que ver. El apartamento está cerrado. No sé quiénes contarán cada noche los destellos del Morro en la pared de mi cuarto.

En casa de mi hermana, tras subir (de nuevo de nuevo de nuevo) a pie las cinco plantas, porque el elevador (de nuevo de nuevo de nuevo) está averiado, hilamos tres vasos de agua fría cada uno. Durante el almuerzo, recordamos cuando éramos jóvenes e indocumentados, cuando a ella le rompían los dobladillos de la saya a la entrada de la secundaria y a mí me pelaban al cero en la beca, sin barruntar que, pasados los años, me pelaría Dios en persona con una maquinilla irreversible de ADN. Cuando soñábamos con un mundo para todos repartido (ya la repartición se había efectuado, pero no lo sospechábamos), confiábamos en el futuro anunciado, en el advenimiento de la felicidad universal e, ilusos de nosotros, creíamos que las carencias de aquellos años eran el abono del porvenir. No sé si creíamos o queríamos creer, o queríamos creer que creíamos.

De regreso a Miramar, transitamos paisajes de ruinas. Habitadas

Y desiertas

En el cine Metropolitan es evidente que el HOY se cae a pedazos y proyectan la película Esto no tiene nombre.

Claro que El Encanto se quemó hace mucho. Sólo nos queda

En la tarde, tenemos que hacer una expedición de intendencia a la tienda del Comodoro y a 3ª y 70. Un taxista le ha aconsejado a Nury que compremos lo que encontremos. No se ponga demasiado exigente, que la cosa está de mala pa peor. Cuba no le paga a sus proveedores y las tiendas están desabastecidas. Como decía aquello de que “el presente es de lucha y el futuro también”. Acapare papel higiénico, señora, que esto va a ser una cagástrofe.

Camino al Comodoro, nos detiene un policía. Llevo un pasajero de más en el asiento trasero. Le entrego la documentación del carro y mi carné de conducir español (el cubano venció con el fin del milenio y se me olvidó venir a renovarlo). El policía me pregunta por mi pasaporte, pero no lo traigo conmigo. Sólo puedo mostrarle mi DNI, el documento de identidad español. Indulgente, me dice que por esta vez continúe, pero que para la próxima no exceda el cupo permitido. Muchas gracias, agente. Y sigo mi camino.

La abuela Xiomara apaga las velitas de su 89 cumpleaños con un soplido enérgico, y uno de sus nietos, que es barman, nos prepara los que posiblemente sean los mejores mojitos del viaje. De paso, le da un curso a Daniel. A ver si nos saca de pobres con su arte.

Le recordamos a Xiomara los once meses que pasó viviendo con nosotros en Sevilla. El mejor año de mi vida, dice. Por el contrario que en Estados Unidos, el modelo urbanístico de la ciudad le permitía caminar por el barrio, ir al super de la esquina, llevar a Daniel al parque. Cuando Xiomara llegó a Sevilla en 1998, primer viaje fuera de la Isla en los 78 años de su vida, Daniel, que tenía 8, le tocaba las arrugas con cuidado, no se fueran a romper. Ningún viejo había estado tan cerca de él desde que tenía memoria. Cuando la bisabuela se sacó por primera vez la dentadura postiza, pegó un salto. Esta vieja debe ser muy peligrosa. Es capaz de sacarse los dientes y morderme a distancia. Pero pasados unos días, entró en confianza, y se nos apareció en la sala con la dentadura de Xiomara puesta. El tiburón del Guadalquivir.

A su regreso de aquel viaje, Xiomara se preguntó en Luyanó ¿qué hago yo aquí, donde no hay nada grande que hacer?, y se marchó a Estados Unidos, donde vive medio año en La Florida con una de sus nietas, y medio año en Houston con la otra, malcriando bisnietos y apuntándose a cuanto sarao, paseo, cumbancha, viaje, excursión o guateque aparezca. No decir a nada que no. Ese es su lema. Con una salud de hierro y su pelo como nieve, fuerte y tupido, hace planes para los próximos 120 años. Su Medicare le quita preocupaciones y la pensión no contributiva que le ha otorgado el Tío Sam la ha dotado, por primera vez en su vida, de una pequeña independencia económica. Puede planear viajes como éste, traer regalos e irse de compras sin pedir permiso.

Bolívar, mi suegro, le pregunta:

—Mamá, me dijeron que en este viaje venías para quedarte definitivamente en Cuba.

—¿Quién dijo eso? Yo me voy dentro de un mes.

Cuando empieza a caer la noche, salimos hacia El Vedado, y Xiomara (qué jet lag ni jet lag) se apunta. Las primera parada es en La Piragua, en Malecón, al pie del Hotel Nacional, donde han armado dos hileras de chiringuitos: a la derecha, en CUC, a la izquierda, en pesos cubanos. Al cambio, viene siendo más o menos lo mismo. Una cerveza más tarde, abandonamos este ecosistema que se está nublando a medida que cae la noche. La fauna que comienza a aparecer quizás sean bellísimas personas, trabajadores ejemplares, madres amantísimas y catedráticos universitarios, pero con esos disfraces carcelarios no hay quien los reconozca.

Este año, por razones presupuestarias, han anunciado que no habrá carnavales. Para dar salida a la alegría sobrante de los cubanos, han creado estos espacios y convierten parte del Malecón en zona peatonal los fines de semana.

Hacemos escala en casa de unos amigos a los que no veíamos desde hacía muchos años y de ahí nos reunimos con mi hermana & family en la Taberna de La Muralla, situada en la esquina de San Ignacio y Muralla, en la remozada Plaza Vieja. Ocupa una casona del siglo XVIII, donde la empresa austríaca Salm ha instalado la fábrica y una hermosa barra. Las cervezas de barril, rubias, negras y tostadas, son delicadas al paladar, pero con cuerpo. El local se abre a la calle, ocupando las mesas al aire libre una esquina de la plaza. Pedimos algo de comer y lo regamos con dos probetas de cerveza tostada de seis jarras cada una. Como en algunas cervecerías europeas, las probetas son dispensadores en forma de tubos transparentes de 60 centímetros de altura. Ya es cerca de la medianoche y las cervezas hacen el efecto de La Calabacita, aquel dibujo animado un tanto ñoño que invitaba a los niños a dormir, porque mañana hay que levantarse temprano para ir a la escuela, o algo así. Su homólogo en la televisión española es mucho menos eufemístico: dice a los niños que se vayan a dormir “porque sus padres quieren vivir”.

Me pregunto por qué estoy tan cansado. Pero la respuesta es obvia: llevo todo el día manejando de un lado a otro de la ciudad con Daniel de copiloto y hablando sin parar, como de costumbre. Aunque aquí la densidad del tráfico es como la de Madrid a las cuatro de la madrugada, hay que estar muy atento. Casi todas las líneas que delimitan los carriles en el asfalto se han borrado. Es difícil saber por qué carril vas, y si circulas contrario en las doblevías. Muchas señales, incluso los stops, están cubiertas por la vegetación. El alumbrado público tiene un valor puramente escultórico. Hay que cuidar a los ciclistas, Patrimonio Nacional, aunque son mucho menos numerosos que en los 90. Cuidarse de los perros suicidas y de los peatones kamikaze, esos que cruzan sin mirar y hasta de espaldas al tráfico en un alarde de guapería. Mátame, mátame si te atreves, bobito. Cuidarse de los baches y de los que te vienen de frente para eludir un bache. En Cuba ya está en proyecto incluir un bache, al pie de la palma, en el escudo nacional. Más difícil es ver un tocororo o una mariposa, esa flor nacional prodecedente del sudeste asiático, y son símbolos patrios. Los baches, en cambio, se han multiplicado con éxito en el país con el racionamiento más largo de la historia, y constituyen, junto a los taxistas y los gastronómicos, la principal materia prima del humorismo criollo.

Por si fuera poco, hoy Daniel inventó el contador de baches. Cada vez que cogíamos uno gritaba “patria o muerte”. Y otro, “viva la revolución”. Y otro, “venceremos”. Hasta que le pedí que se callaba, porque corría el riesgo de quedarse afónico.