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Diario habanero. Miércoles 8 de julio, 2009

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“La patria os contempla orgullosa"

Cuando el Airbus 340 del vuelo 6621 de Iberia se detiene al final de la pista en el Aeropuerto José Martí, a las 8 y 20 de la tarde, estallan los aplausos. Nunca he entendido si aplauden la pericia del piloto, capaz de traernos sanos y salvos a través del aire; si aplauden con alivio el fin de nueve horas enclaustrados en asientos ortopédicos de la clase turista, comprimidos como salchichas dentro de esta lata de aluminio con alas, o si aplauden a su propio miedo, indicándole que ya puede acuartelarse hasta la próxima.

Para mí han sido nueve horas mal que bien administradas entre retazos de sueño, la Historia de la Filosofía Occidental, de Bertrand Russell, y mi penúltimo intento por aprenderme el manual de la cámara fotográfica. En uno de esos ejercicios tomé una foto reveladora de mi hijo Daniel.

En ella asoma el hocico con bastante claridad el fantasma de su infancia. El fantasma que, entre otros sinrecuerdos, él viene a rescatar como si hubiera dejado aquí su niñez bajo custodia, y como si fuera posible recuperarla sin pagar un importante rescate. ¿O viene a recuperar su patria? (del griego patris-otes, o tierra de su padre). Sacado a los cuatro años de la padre patria, terminó en la madre patria. Aunque algo misterioso hay en esto de la geografía portátil, porque Daniel, habiéndose criado entre un mar de españolitos, ha escogido como su mejor amigo a otra isla como él: otro pichón de cubano, hijo de cubanos y llegado a la península a los cuatro años. Sintonía misteriosa.

Pero si la patria es, de acuerdo a La Enciclopedia, el “Estado libre del cual somos miembros y cuyas leyes protegen nuestra libertad”, entonces no será aquí donde la encuentre. Ya decía Rousseau en su Economie politique que “la patria no puede existir sin libertad”. Sin ella sólo hay país. Un tránsito de la Psicología a la Geografía. Y para Cicerón todo ese folklore de lenguaje, costumbres, religión y paisajes era apenas la natio, la nación, mientra la patria era otra cosa más seria: la república, sus instituciones y un modo de vida acorde con ellas. Tampoco esa patria podrá recuperarla aquí. Quizás deba conformarse con aquello de rescatar la infancia o, a lo sumo, la matria, esa que, según Julia Kristeva es “otro espacio” que no tiene que ver con la tierra de nacimiento ni con la legitimación de cualquier Estado, sino con un lugar interior en el que crear una “habitación propia”. Ya eso se acerca más a lo que puede encontrar, precisamente por no encontrarlo. Descubrir que trae consigo su propia matria.

Todo lo anterior no es otra cosa que hacer tiempo, porque deberemos esperar media hora en la pista. Según anuncia el piloto, otro avión ha ocupado el espigón al que debíamos atracar. No sabemos si nuestro vuelo llegó antes de lo previsto o si el otro se coló. Posiblemente lo segundo. Se confirma que hemos aterrizado en Cuba.

En la zona de chequeo de pasaportes, la luz mortecina y el calor crean la sensación de haber entrado a un horno repleto de carne humana e iluminado por la lucecita indispensable para que desde afuera el chef verifique cuándo los pasajeros están en su punto. Más tarde comprobaremos que en todo el aeropuerto sólo encienden la tercera parte de las luces y que no hay aire acondicionado. Son las nuevas medidas para el ahorro energético.

El uniforme carmelita y beige de los funcionarios de aduana, desarmados y comportándose como funcionarios de aduana en cualquier aeropuerto del mundo, dista de las armas y los omnipresentes uniformes verde olivo de otros tiempos. Si antes el viajero tenía la impresión de llegar a un aeropuerto tomado militarmente, ahora la agilidad de los funcionarios y su trato correcto, que incluye una mecánica bienvenida, crea la sensación de estar accediendo a un país “normal”, casi íntimo, a media luz, y cálido, muy cálido.

Tras pasar la barrera aduanal, la zona de equipajes también goza de una iluminación cabaretera y el ambiente es sofocante, anticipo de lo que nos espera durante los próximos días. Entonces llega para el viajero cubano, viva en el patio o en la diáspora, la parte más interesante del viaje: el control de equipajes. Cuba es, posiblemente, el único país del mundo donde se pesa el quipaje a la llegada, cuando ya hemos pagado en origen, si fuera necesario, los excesos pertinentes. Sólo se admite un máximo de 30 kilos por pasajero, descontando alimentos y medicinas. Y quizás libros, aunque no podría asegurarlo. El resto, irá gravado con 10 CUC por kilogramo. Advertidos de antemano, llevábamos las medicinas en un pequeño maletín que no superaba los 10 kilos, y la comida (leche en polvo, conservas, productos deshidratadios y alimentos para diabéticos), que sí estaba en torno a los 19 kilos, en una maleta aparte. Medicinas y alimentos son minuciosamente revisados por aduaneros dizque especializados. El antropobromatólogo aduanal, especialista en alimentos para el consumo humano, y el Farmacéutico de la Aduana (si ya existe el Médico de la Salsa).

Delante de nosotros, en la cola de revisión alimenticia, un cubano residente en España que viene con su hija pequeña, quien pasará dos meses con sus abuelos, es registrado meticulosamente, hasta que descubren chorizos y salchichones, prohibidos por razones fitiosanitarias. Le anuncian que sus embutidos serán destruidos inmediatamente, aunque sin aclarar el método: en rodajas, a la plancha, a la sidra. El hombre monta en cólera, aplica el axioma “mío o de nadie” y comienza a partir chorizos en medio de la aduana, encaja una llave en un grueso salchichón que no puede romper, y echa los trozos al suelo. Salta luego sobre ellos como poseído por los dioses del colesterol. Chorizo macerado en su jugo. Los funcionarios intentan aplacar al hombre con muy buenas maneras cuando aparece un militar de uniforme verde olivo y pregunta al aduanero si no va a “castigar” esta “indisciplina”. El aduanero mueve la cabeza desconsolado ante los embutidos que ya no arderán correctamente en la incineradora y, sin más castigos ni indisciplinas, da luz verde al equipaje deschorizado.

La revisión de mi maleta-mercado es rápida e indolora. Los chorizos vienen perfectamente camuflados. No revelaré el procedimiento, porque quién sabe si los aduaneros tengan acceso a Internet. En 1992, cuando regresaba a La Habana procedente de Madrid, embutí un queso manchego envasado al vacío en una maleta que contenía libros. Al pasar por el escáner me preguntaron qué era aquello tan grueso que aparecía de perfil entre la pila de libros. “Un diccionario”, respondí. “Y lo que pesa el muy cabrón”. Sin más contratiempos, el diccionario ingresó al territorio nacional. Esa noche nos comimos la A y la B con un Rioja de cosecha.

En la zona de las pesas, por el contrario, no nos sonríe la fortuna. Resulta que somos tres viajeros y traemos cuatro maletas. El “pesista”, para decirlo de algún modo, nos obliga a colocar el equipage sobre un carro que pesa 22 kilos, a descontar de la cifra final. Registra mi equipaje de mano y extrae un calzoncillo, una camiseta y unas sandalias de recambio para añadirlos a la pesa. Consulta a otro pesista, quien le aclara que los libros, el grueso de lo que contiene mi mochila, no se pesan. Le insisto en que ponga juntas las cuatro maletas y, si se pasa de los 90 kilos que nos corresponden, pagaremos el resto. Pero, según él, hay una directiva celestial que obliga a pesar individualmante los equipajes de cada pasajero. Me siento tentado a romper el plástico que forra una maleta y repartir su contenido a brazadas entre las demás. Pero sería como hacer un lento strip tease frente al gentío que espera en cola tras nosotros. La directiva gana. Mi mujer y mi hijo, con una maleta cada uno, quedan en 24 y 25 kilos respectivamente. Once kilos de déficit que no se pueden pasar a mi cuenta. Yo, con dos maletas, tengo que pagar 190 CUC de exceso, 150 euros. Más dos CUC por la gestión de caja (debe ser de muy alta tecnología). Mientras pago, creo ver en la pared, tras la muchacha que hace el recibo, un cartel: “Que la patria os contempla orgullosa”. Pero debe ser una ilusión óptica provocada por el calor, porque allí sólo hay un almanaque.

Una vez pagado el impuesto revolucionario, somos autorizados a pisar el suelo sagrado de la patria. Tampoco el lobby del aeropuerto tiene aire acondicionado, pero el sofoco es extrañamente aliviado por el calor de los abrazos.

Con los anocheceres veraniegos de España en la memoria, Daniel piensa que no habrá oscurecido lo suficiente cuando salgamos del aeropuerto y así podremos ver “las ruinas de la ciudad”. “Verás el Partenón custodiado por la estatua de José Martí y el Coliseo frente a la Fontana di Paulina Trevi”, le digo, sabiendo que no verá nada en una ciudad anochecida que parece protegerse de un inminente bombardeo apagando el alumbrado público.

Al fin, llegamos al barrio, abrazamos a vecinos y familiares, bebemos litros y litros de agua fría y café. Bracear en la noche habanera es como nadar en una sopa espesa y humeante. Ya no recordaba esta sensación de que todos tus poros se abran al unísono expulsando chorros de sudor.

Primera noche en La Habana. Daniel insiste en quedarse a dormir en casa de su abuelo. Quiere vivir como los cubanos. Y los cubanos, ¿quieren vivir como los cubanos? Le dejo la pregunta, que intentará responder durante los próximos días.

(Continuará…17 días más)