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Diario habanero. Viernes 10 de julio, 2009

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Temprano en la mañana, salgo a caminar con Daniel. Bajamos por 86 hasta 5ª Avenida y enfilamos en dirección Este por la cuidada zona ajardinada del separador central. Es la única vía de la ciudad donde he visto a una cuadrilla de jardineros tusando cuidadosamente la caballera de los árboles y podando el césped. El asfalto de la calle está en buen estado y (ya esto es más subjetivo) hasta el parque automovilístico que rueda por la avenida parece más moderno que en el resto de la ciudad. Quizás por la cantidad de sedes diplomáticas, o porque esta es la ruta habitual entre La Habana clásica y los cotos de la nueva aristocracia en Miramar.

 

A medio camino, nos aborda un joven que, salido de la nada, ofrece tabacos (legítimos, brother) y chicas (legítimas también, supongo), aunque es demasiado temprano para tanto vicio.

 

No paramos hasta el morrocollo de concreto clavado en el ombligo de Miramar: la embajada rusa, antigua embajada soviética, la “bolera”, dado que los rusos eran más conocidos como bolos. A juzgar por el abismal descenso de las relaciones entre Cuba y Rusia, el enorme edificio debe disponer de espacio vacante para pistas de baile y patinaje, y algún campo de fútbol sala. Cuando lo estaban construyendo, los habaneros comentaban que, una vez concluido el bunker, los rusos declararían la guerra a Cuba.

 

En la costa, a la altura de 70, empiezan a llegar los bañistas tempraneros. En “la barranca de todos” no hay ni arena fina ni Pilar, pero el mar es de una transparencia inmune al Período Especial.

 

Entramos al supermercado de 70 y 3ª, casi tan desvencijado como una bodega, aunque con precios en CUC similares o superiores a los de un supermercado europeo. No hay rebajas de verano, ni 2 x 1, ni 3 x 2. Salvo las omnipresentes cervezas Bucanero y Cristal, algunos licores y puré de tomate, el resto de los productos son importados. Las que sí son 100% cubanas son las cucarachitas que pululan por la estantería de las galletas. Me acerco a una reponedora que descansa sobre unas cajas de acelgas enlatadas, ese clásico de la gastronomía cubana.

 

—Mi amor, ¿tú sabes que ese estante está cundido de cucarachas?

 

—Sí. Ya lo sé —es la escueta respuesta. Conocimiento y espíritu contemplativo. El primer escalón para alcanzar el nirvana.

 

Una vez comprobado que las cucas no han aprendido a masticar vidrio, compramos algunas cervezas Bucanero forte, que anoche un camarero nos declaró extinguidas para siempre. Ya en el exterior, con las cervezas fósiles bajo el brazo, un botero calibra nuestro nivel de estupidez turística y propone cobrarnos 5 CUC por veinte cuadras. En el semáforo de la esquina conseguimos un Lada que nos lleva por dos.

 

Después de almuerzo, bajamos al hotel Comodoro. Queremos reservar una excursión a Viñales y Cayo Jutía. La muchacha del buró de turismo está almorzando. Mientras esperamos en el lobby escasamente climatizado, entramos a la Casa del Tabaco. Los puros disfrutan de un clima ártico. Durante un rato nos hacemos los interesados en las mejores vitolas, hasta que la encargada del buró de turismo regresa de su almuerzo, pero debe ausentarse de nuevo para lavarse los dientes. En consideración a que pagaremos la excusión en CUC, no echa la siesta.

 

El resto de la tarde la invertimos en largas conversaciones familiares y en concertar citas con todas las personas a las que he traído cartas de España. Ese era el nombre de una revistica que ofrecía noticias de la Madre Patria a los emigrantes españoles. De la revista Carta de España no recuerdo ningún artículo memorable. Sólo que sus hojas, de fino papel cebolla, eran el mejor papel de fumar para liar aquellos tupamaros elaborados con picotillo de las brevas Bauzá que vendían por la libreta. Debí fumarme los últimos años de la dictadura franquista. Durante los últimos años de la otra dictadura, he preferido cambiar de marca o abandonar el cigarro.

 

El taxi que atrapamos a las ocho de la noche es un Lada que en cada bache campanillea como si su mecánica no estuviera fijada, sino sólo apoyada en el bastidor. El taxista detecta mi preocupación y, justo cuando nos adelanta un auto nuevo de marca Chery, fabricado en China, con matrícula del Ministerio del Interior, explota:

 

—Míralo. Míralo. Esos carros venían para modernizar la flota de taxis y ¿qué han hecho? Se los han dado a esos que no producen nada. Nosotros recaudamos un dineral al mes —el taxímetro, como de costumbre, está apagado— y le dan los carros nuevos a esos que no producen nada de nada de nada.

 

El análisis del taxista es puro materialismo vulgar. Una lógica más sutil demuestra que no tiene razón. Es cierto que los combatientes del Ministerio del Interior no producen yuca, ni cepillos de dientes, ni bolígrafos. No producen ni siquiera estadísticas, al menos para el consumo de la población. Pero producen mucha tranquilidad para consumo de nuestros dirigentes, y ya se sabe que la tranquilidad no es importable. Escasea en el mercado mundial.

 

Cuando llegamos a G, ante la pregunta de cuánto es, el taxista, todo finezza, responde “lo que quieran”, sabiendo que ante una invitación así el común de los mortales siempre se estira un poco.

 

Bajo por G para visitar a una amiga a la que traigo algunas medicinas que necesita con urgencia. La calle es una tiniebla compacta y desierta. Posiblemente la fauna urbana se reúna más tarde. La UNEAC parece el castillo abandonado de algún cuento y no nos atrevemos a atravesar el parque de 19 sin perro guía ni linterna. En las calles 21 e I no hay un transeúnte ni un vehículo ni un perro callejero. Sólo algunas luces mortecinas se filtran desde los edificios. Con la caída de la noche, hay zonas enteras de la ciudad que parecen deshabitadas.

 

El ambiente de L y 23 me resulta un tanto ajeno. Tengo la equívoca sensación de estar en alguna ciudad de Centroamérica o en República Dominicana.

 

En el hotel Habana Libre hay un desfile de modas. No puede decirse que sea prêt-à-porter, pero las/los jóvenes modelos visten sus propios cuerpos con una elegancia descarada. El volumen de la música casi nos impide ver.

 

Realizo una llamada local desde el locutorio del hotel, a 25 céntimos de CUC (6 pesos criollos) el minuto. La Habana Vieja queda, telefónicamente, tan lejos como Sidney.

 

Tras deambular por la Rampa, donde la mitad de los paseantes son policías, intentamos comer en el TV Café, situado en los bajos del edificio Focsa, que Nury, mi mujer, nos recomienda, pero nos impiden la entrada porque vamos en pantalones cortos. Seguimos hasta El Emperador, tan elegante como siempre, acogedor, con su digestivo fondo musical para piano, tres y violín. El aire acondicionado sin estridencias disipa en breve los sudores. En El Emperador sí nos permiten entrar. Confían en que nuestras piernas queden ocultas por el hermoso mantel rojo, mientras en el TV café los doylers de papel dejan las pantorrillas a la intemperie. Atención esmerada, como de costumbre, y buena cocina a un precio muy razonable, pero el servicio es extraordinariamente lento para sólo tres mesas ocupadas. Cuarenta y cinco minutos más tarde, el maître nos anuncia compungido que se ha acabado el pan, y que han intentado conseguirlo sin resultado en los restaurantes aledaños. Lo consolamos informándole que el pan contiene dióxido de cloro, que destruye la vitamina E; sulfato de calcio y carbonato de magnesio, y lo peor: bromato de potasio, que puede ser cancerígeno y descompone la vitamina B1, provoca arritmias, hipotensión, dificultades respiratorias, espasmos y cianosis, problemas hepáticos y renales. De modo que usted no se preocupe. Al contrario. Nos ha salvado la vida.

 

El taxi de regreso, como es habitual, no pone el taxímetro. Este Lada también emite los más diversos sonidos de metales a punto de desprenderse, golpes, repiqueteos, molto vivace en cada bache. Me pregunto si no será el mismo Lada con diferente chofer. Cruzamos milagrosamente el puente Almendares sin que el auto se desintegre. Por momentos nos hemos visto, como en una comedia silente del domingo con banda sonora de Calderón, sentados en medio de la calle mientras las ruedas huyen en todas direcciones.

 

El pago de la carrera se calcula según una ecuación donde intervienen la distancia, la simpatía y/o chulería del chofer, y la cara de bobo del cliente multiplicada por su ciudadanía (más caro mientras más al norte). Pero aquí todo es negociable. Regateamos como en un bazar de Marrakech. Desde aquella memorable Conferencia Tricontinental, Cuba se ha acercado a nuestros hermanos del mundo árabe. Sólo nos falta el petróleo.

 

(Continuará)