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El Caso del Caso Sandra

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Acabo de recibir por correo, desde una remota ciudad de Arizona, un ejemplar del número 93-94 de la revista Somos Jóvenes, publicada en La Habana en septiembre de 1987. Me la envía un, hasta hoy, desconocido compatriota que al marcharse al exilio le hizo un hueco en su maleta a ese ejemplar.

 

Su carta me devolvió a la historia de aquella historia, es decir, al Caso de “El Caso Sandra”, testimonio de una época que años más tarde sería evocada con nostalgia, aunque por entonces ni lo sospecháramos.

 

Erase una vez un artículo que se llamó “El caso Sandra”... podría comenzar. Narraba las aventuras y desventuras de una jinetera (antes que fueran personajes del folklore patrio). Por entonces, ellas sólo habitaban como personajes literarios en los atestados policiales. Su fe de bautismo data de mucho después, cuando Él en persona blasonó de que en Cuba disponíamos de las putas más cultas del mundo, geishas en tiempo de guaguancó. La que yo interrogué durante largas horas, acompañé en sus cacerías por La Habana, la que invité a comer en casa (para sobresalto de mi mujer y mengua de la libreta de racionamiento) era, posiblemente, la excepción de la regla. Un accidente del sistema educacional.

 

Por entonces, la puta más reciente de la escritura nacional era la mítica Rachel y su bolero, pero el autor, con la prudencia a que nos tenía acostumbrados, hundía su mirada en la noche de los tiempos. A diferencia de mi Sandra, tan contemporánea que, según su propia confesión, se enteró de la publicación de sus aventuras entre un turista sueco y un mexicano de corto alcance.

 

Si en 1959 las putas fueron “reeducadas” a taxistas —los autos llevaban las siglas TP, Taxis Populares, que el vulgo leía como Todas Putas—, la revelación de que treinta años más tarde refloraban como voluptuoso marabú tomó por sorpresa a algunos (seguramente no andaban La Habana en horas de la noche), y otros, menos desinformados, optaron por hacerse los sorprendidos.

 

Ante la publicación de “El Caso Sandra” hubo reacciones encontradas: entusiasmo e irritación. Se comentó que yo estaba preso, que la revista había sido clausurada y que el director fue removido de su cargo. En el extremo opuesto, se dijo que el artículo había sido expresamente encomendado por la dirección del Partido, y una agencia extranjera afirmó que Él en persona lo había aprobado. A la revista llegaron cientos de cartas y llamadas telefónicas, y el número correspondiente (200.000 ejemplares vendidos) recibió inesperadas cotizaciones en el mercado negro.

 

¿Cuáles fueron las causas de esta repercusión? Antes habría que preguntarse ¿qué periodismo consumía (consume) el lector cubano? Un periodismo chato y monocorde, sobrepasado por la Agencia Vox Populi. Salvo excepciones, es común que “la noticia del día” corra de boca en boca, eludida elegantemente por la palabra escrita, desmedida en la alabanza y tímida en la crítica (o viceversa, de acuerdo al objeto de estudio). Una prensa donde el descubrimiento y revelación de problemas no es emanación precursora sino reflejo. Prudente, la prensa aguarda obediente a que el conflicto sea tocado por el discurso político. Ni siquiera se arriesga a una visión alternativa (no necesariamente contestataria). No es raro, por tanto, que a mediados de los 80 el propio Fidel Castro haya alabado la “disciplina” de la prensa, que es como elogiar la prudencia al volante de un piloto de fórmula uno.

 

En lo coyuntural, había tenido lugar entre 1986 y 1987 una ofensiva “crítica” a las deformaciones entronizadas durante tres lustros o poco menos, período durante el cual nada de ello fue observado por la prensa. Para nuestro asombro, Él nos comunicaba desde la tele, con la furia de Ulises a su regreso a Ítaca, que todo lo hecho en los últimos 15 años era un desastre, y que “ahora sí vamos a construir el socialismo”. (Mi padre jamás se recuperó de aquella noticia). Empezó a hablarse por entonces de una “nueva política informativa”, de un “periodismo de opinión” (¿cuál que es no lo es?), del “ejercicio del criterio”, pero lo cierto es que hasta hoy el discurso periodístico no ha ni siquiera igualado al discurso político en profundidad de análisis y novedad informativa. Y es mucho decir. Una especie de culminación de ese período fue el V congreso de la UJC.

 

En ese contexto aparece “El caso Sandra”. El artículo cumplía una premisa noticiosa habitual en cualquier periodismo del mundo: tocaba un tema que no había sido manoseado institucionalmente. Lo trataba sin la timidez tradicional, que necesita disculparse por cualquier verdad incómoda. Desde el reportaje de Homero sobre la batalla de Troya, tampoco esto ha sido excepcional en el periodismo. Narraba los accidentes de una vida real, dolorosa, no hilvanaba un esquema más o menos moralista y maniqueo. Sin pretensiones sensacionalistas —como lo demuestra su lenguaje conciso y la discreción con que traté ciertas aristas—, lo era de algún modo, aunque sólo fuera porque desvelaba un submundo apenas intuido o totalmente desconocido para una buena parte de la población, sobre todo fuera de La Habana. Acto de revelación en que me jugué mucho menos el pellejo que Ryszard Kapuściński en África.

 

Como parte de su “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”, el Periodista en Jefe afirmaba: “Antes que la suciedad nos sepulte, es mucho mejor lavar los trapos al aire libre” (II Pleno del CC del PCC; en Cuba Socialista, La Habana, septiembre‑octubre, 1986). Y que era un error no hacerlo “por temor de que el enemigo se entere allá en Miami, o allá, los imperialistas, y utilicen esto para atacarnos (...) Ningún enemigo nos va a criticar mejor que lo que nos criticamos nosotros. Porque nosotros sabemos mejor que nuestros enemigos dónde están nuestros problemas (...) Incluso al enemigo le quitamos las armas, lo dejamos sin armas”. Más tarde comprenderíamos que esa frase era apenas un puñado de palabras unidas por las leyes de la sintaxis, y que sólo se refería a los trapos previamente señalados por el pret à porter del poder.

 

En abril de 1987, durante el V Congreso de la UJC, muchos delegados se expresaron sin eufemismos. Fue una explosión provocada con mando a distancia. Antes del congreso, Roberto Robaina, por entonces su primer secretario, recorrió la Isla expresando atrevidas críticas, incitando a los jóvenes. Con toda la imprudencia de sus años mozos, ellos lo soltaron más tarde en el Congreso, ante las mismísimas barbas del vecino y, ya de paso, dejaron escapar alguna que otra crítica imprevista de su propia cosecha. Roberto Robaina cedió complaciente la palabra y, por respeto a sus mayores, durante todo el congreso no dijo ni pío, a pesar de lo cual terminó, en el imaginario público, como el héroe de la película. De más está decir que, a su regreso, los delegados “disfrutaron” en sus provincias las bondades del sistema nacional de salud: les fueron aplicadas las más modernas técnicas para sanar su incontinencia verbal y, en la mayoría de los casos, conjuraron futuras recaídas.

 

En esas circunstancias, la revista Somos Jóvenes se propuso una nueva política editorial que arrancó con una entrevista al primer secretario de la UJC, publicada en marzo de 1987 bajo la firma de Mayra Beatriz.

 

En la nueva política editorial, las propuestas de los trabajos centrales eran discutidas por toda la redacción, y los textos terminados se leían y analizaban en un ambiente de compromiso (complicidad) que reinó durante aquellos meses. Transitamos en un par de números desde un periodismo ligero, sonriente, algo farandulero y por momentos infantiloide, hasta el tratamiento de temas nuevos y escabrosos en condiciones de libertad vigilada, lo que nos obligaba a una precisión de lenguaje y construcción digna de funambulistas sin red, y a un rigor milimétrico en la búsqueda de información y en la selección de las fuentes. Cualquier ornitólogo sabe que la verdad tiene alas. Y en la prensa cubana ya era tradición cojear de un ala (con el beneplácito de las autoridades) y estaba completamente contraindicado cojear de la otra: pasarse por defecto era siempre un “acto de buena fe”. Pasarse por exceso te podía costar un auto de fe. Por esa razón, si queríamos que nuestro vuelo fuera mínimamente duradero, el equilibrio entre ambas alas debería ser impecable.

 

Varios trabajos concebidos dentro de esta política habían sido publicados ya y decenas estaban en curso cuando apareció, en el número doble de septiembre de 1987, “El Caso Sandra”. Mientras para algunos aquello era un acto aplaudible de audacia loca, para otros era un artículo contrarrevolucionario que sacaba a relucir, con alevosía y ensañamiento, los trapos sucios (los otros trapos, no aquellos predestinados a la lavadora), ofreciendo armas al enemigo para… etc. etc. Ni unos ni otros tenían razón. No fue un acto temerario, sino parte de una política editorial. Tampoco iba contra la Revolución, sino a favor de la Revolución que debió ser.

 

Yo no fui encarcelado, ni el director fue removido (ya por entonces había sido promovido a subdirector del periódico Granma). Pero sí hubo consecuencias: la primera fue una reunión en el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), del Comité Central del Partido, a la que fuimos convocados una noche de noviembre, creo recordar que bastante fría, todos los trabajadores de la revista, con excepción de Guillermo Cabrera, el director que diseñara el número de la discordia. Dirigía la reunión el entonces todopoderoso Carlos Aldana, director del DOR, quien nos preguntó a todos, uno por uno, nuestra opinión sobre el artículo, con el propósito de separar las papas arrepentidas de las papas podridas y sin remedio. Y uno por uno todos, salvo dos, coincidimos en que, de vernos abocados a la decisión de publicar nuevamente el artículo, volveríamos a hacerlo. Más allá de que haya sido yo el autor material, quince de diecisiete asumimos una responsabilidad que catorce podían haber delegado. Fuenteovejuna, señor. Al cabo de tantos años, no sé si alguno se habrá arrepentido.

 

Como supimos más tarde, Carlos Aldana era el agente transmisor de la ira de Fidel Castro, quien montó en cólera tras leer aquellos trapos no planificados.

 

Ante la prepotencia de Aldana, sentí aquella noche un justo orgullo por mis compañeros, equiparable en intensidad a la lástima que me inspiró otro invitado a la reunión: un Roberto Robaina tembloroso que, con un hilo de voz, se sumó a las acusaciones del Sumo Pontífice de la información cubana. Todos sabíamos que él conocía el artículo desde su fase larval de manuscrito, y que acordó en su momento con Guillermo Cabrera, el director de Somos Jóvenes, un pacto de caballeros: “oficialmente” desconocía el texto pero, una vez publicado, nos apoyaría y protegería de cualquier represalia con todo el peso de la UJC. De modo que en aquella reunión todos, salvo Aldana, sabíamos que él sabía, sabíamos que mentía cuando alegaba sorpresa y desconocimiento, pero ni así nos rebajamos a denunciarlo, de lo que aún me alegro. No por él, sino por nuestra propia integridad moral.

 

El autor intelectual de aquella reunión, cuyo fantasma deambulaba por los pasillos impecables del Comité Central, llamaba por entonces a la prensa a una batalla contra los errores, porque “hace falta más presión sobre los cuadros, sobre los organismos, sobre los ministros, los cuadros políticos, sindicales, administrativos (…) Si existiera más presión yo creo que existirían menos errores”. Aunque ello generara “amargura”, “injusticia”, “incomprensiones”, “interpretaciones erróneas”, porque “si nosotros mismos [los dirigentes de la Revolución] nos hemos equivocado. ¿Qué podemos esperar, que no se equivoquen los periodistas?” (II Pleno del CC del PCC, 1986). Tardamos en comprender que esas palabras no invitaban a la libertad y la responsabilidad, sino a otra forma de obediencia. Él no necesitaba periodistas sino amanuenses, secretarios de actas que llevaran a la página impresa sus nuevos “descubrimientos” políticos —hospitales infectos, escuelas en ruinas, fábricas que no fabricaban, empresas dirigidas por Alí Babá.

 

Y recordé a un escritor amigo que publica sólo mucho después de escribir. Mientras, añeja los papeles en una gaveta. Después, extrae las hojas amarillentas y pasa en limpio el texto, como si fuera ajeno. Fidel Castro estaba pasando el país en limpio quince años más tarde.

 

Y tardamos algo más en comprender que tales “descubrimientos” tenían el don de la oportunidad: coartadas para un desmoche del palmar político: ajuste de cuentas a supuestos tecnócratas que en su día suplantaron con el recetario del Tío Stiopa el inspirado método de la economía espontánea —Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Triángulo Lechero, Brigada Invasora Ernesto Che Guevara, Zafra de los Diez Millones—. El ajuste de cuentas a aquellos sacerdotes del Gosplan, paladines de la economía socialista planificada, devolvería a Fidel Castro el control absoluto de la finquita nacional, que desde entonces administra con una solvencia económica indecisa entre Pyongyang y Las Vegas.

 

Años más tarde, “descubrirían” oportunamente que nuestro fiscal, Carlos Aldana, era propietario de unas tarjetas de crédito, lo suficiente para ganar un ascenso hasta 1.500 metros de altura, donde administró durante muchos años el Sanatorio de Topes de Collantes. Un modo sutil de recordarle que todo el mundo tiene su tope.

 

A Roberto Robaina no lo salvó su miedo, ni hablar por boca de otros. Robaina fue acusado de incurrir en prácticas deshonestas como ministro de Relaciones Exteriores (1993-1999) y de mantener una “estrecha amistad” con Mario Villanueva Madrid, ex gobernador de Quintana Roo, encausado por sus vínculos con el narcotráfico. Se le expulsó “deshonrosamente” del Partido, fue inhabilitado como diputado y vetado para ocupar cargos de dirección. Ahora, como nos cuenta Raúl Rivero, “pinta muchachas desnudas, tersas y sensuales; altos gallos de lidia con sus espuelas de carey; caballos al galope en las llanuras, entre palmas reales y misteriosas figuras del reino negro de Oloffi y Babalú Ayé”.

 

Tras aquellos sucesos, comprendimos que la prensa que intentamos durante algunos meses podría ser deseable para el sistema imaginado por Karl Marx en sus tardes de la British Library, o para el socialismo libertario, democrático, que merecían los cubanos. Pero la hacienda nacional no podía permitir a unos entrometidos enjuiciar a capataces, mayorales, jefes de lote y, menos aún, al hacendado. Una finquita sólo necesita un instrumento de propaganda, un amplificador de ideas pre empacadas que cumpliera una función meramente pedagógica. O, cuando más, echarle unas piltrafas a los hambrientos chicos de la prensa: pizzerías, baches, taxistas y guagüeros. “Hemos hecho muchas cosas que no han dado resultado”—dijo Él por entonces, en una imprecisa acusación sin culpables—. Comprendimos que en el escalafón divino, Dios está sujeto exclusivamente a la autocrítica.

 

A la salida de aquella reunión con el hoy montañero Carlos Aldana, sabíamos que desde el día siguiente “se acabaría la diversión”, y siempre era el mismo el que mandaba a parar.

 

La primera medida fue nombrar directora a la única redactora que en la reunión de marras se libró de toda culpa por el método de “allí fumé”. La directora Yonofui conservaría el (merecido) puesto durante muchos muchos años. El siguiente número de la revista —200.000 ejemplares recién salidos de la imprenta y empacados para su distribución— hizo su viaje a la semilla: fue convertido en pulpa y se sustituyó por un número armado a parches con trabajos de la reserva. Debidamente esterilizado en el autoclave de la UJC, se imprimió con una agilidad que presagiaba a la poligrafía cubana un futuro luminoso. El propósito de nuestros pícaros funcionarios era que los lectores no notaran el cambiazo. Para su mal, un paquete de revistas se salvó de la hoguera y fue distribuido por algunos trabajadores de la imprenta. Hoy es una pieza de colección. Tiene idéntica fecha y número que el distribuido, pero su interior es más perverso (incluía, entre otros, un artículo mío sobre la nueva clase privilegiada, la aristocracia verde olivo, corroborada por entrevistas a 135 jóvenes estudiantes, trabajadores y militares. Sus lectores entusiastas fueron los tipógrafos).

 

Desde ese momento, la línea editorial y decenas de trabajos en curso fueron postergados, “endulzados” (la industria azucarera era aún la primera del país) o confinados en la misma gaveta donde se añejan los cuentos de mi amigo. Se estimó que “ese no era el periodismo que el momento histórico demandaba”. Y ya se sabe que el momentómetro es un instrumento muy delicado.

 

A mí me condenaron a escribir sobre planetas distantes, curiosidades e historia antigua. Cualquier acontecimiento posterior al Renacimiento era de candente actualidad y no confiaban en que yo podría abordarlo con la prudencia recomendable. La revista recuperó un público adicto a las misceláneas que había cultivado con esmero durante años. Perdió un público distinto que había conquistado en apenas unos meses.

 

Tres años después, en una reunión con todos los periodistas de la Editora Abril, el nuevo secretario de la UJC diría de uno de aquellos artículos proscritos:

 

—Qué falta nos hubiera hecho este trabajo en su momento.

 

Claro que en su momento él, en persona, se ocupó de vetarlo. Yo me limité a mandarlo al carajo con mis mejores modales.

 

Otro de mis reportajes, sobre la homosexualidad en Cuba y fechado en 1987, apareció en la misma revista en 1994, tras enterarnos por Fresa y Chocolate que existían homosexuales criollos. Mis entrevistados estaban ya en fase de prejubilación. Otros artículos, casi todos de Mayra Beatriz, fueron rehechos y actualizados, constituyendo lo más digno de lectura en la Somos Jóvenes de los 90. Los menos afortunados, permanecerán en sus gavetas per secula seculorum. En mi caso, 140 páginas, 4.200 líneas de silencio.

 

En catorce años fuera de Cuba, he conversado con muchos que en su día creyeron en la posibilidad de un mundo más justo a nuestro alcance, en la pureza de los fines a pesar de la precariedad de los medios (¿miedos?). Hasta que comprendieron y se desencantaron. Precoz o tardíamente, no importa. Mi credulidad fue un error, piensan algunos. Yo insisto en lo contrario. El día que triunfó la Revolución, yo cumplí cinco años. El día que salí de Cuba había cumplido 40. Cuando me quité la pañoleta de pionero, dejé de creer en los Tres Reyes Magos, en la cigüeña y en la infalibilidad de los hombres. Pero me empeciné en que bastaría una dosis colectiva de cerebro, corazón y cojones para evitar que unos pocos vampirizaran el sueño de muchos. Sobreestimé la anatomía. Tuve que presenciar lobotomías, sacrificios rituales y compatriotas capados a mandarria. Jamás impuse a nadie mi sueño a punta de pistola ideológica (o de la otra). Y quizás por eso no me arrepiento de haber soñado. Más vale caerse de la mata que nunca haber trepado. Y duele menos cuando no te caes de golpe. Durante muchos años, fui un comemierda ornamental sentado entre las ramas. Mientras, recostados al tronco, ellos se comían, uno por uno, todos los mangos maduros. Este artículo es, en parte, la historia de ese descenso.

 

Quienes se asombraron alguna vez ante las aventuras de una prostituta, vieron luego prostituirse a generales y altos oficiales, narcotraficantes por encargo —quien conozca la pirámide del poder cubano sabe que no eran una empresita privada, que traficaban por cuenta ajena—. Los que se escandalizaron con una Sandra de barrio, presenciaron más tarde la degradación de un Héroe de la República; asistieron a la primera huelga de putas, cuando les negaron la entrada a la (Pu)Tasca, a menos que fueran acompañadas por su Pepe; asistieron a la insurrección de Cojímar, al hundimiento del buque Trece de Marzo, a las reyertas tumultuarias en el Maleconazo, convertido después en astillero espontáneo por quienes se echarían a la mar sobre cuatro tablas y una esperanza. Verían incluso a José Martí abochornado, agachando la mirada en los billetes de a peso, ante la socarrona sonrisa de George Washington.

 

Del barullo original sólo recuerdo hoy con nitidez el rostro de una muchacha al mismo tiempo procaz e intimidada por la grabadora, mientras los dedos de sus manos improvisaban un repiqueteo, casi guaguancó, en los brazos del butacón. Y también recuerdo aquella fría noche de noviembre cuando salimos del Comité Central a la Plaza de la Revolución desierta (o a la Plaza desierta de la Revolución, como quieran). Ni antes ni después he sentido, como aquel día, el privilegio de pertenecer a un equipo. La palabra “compañeros”, maltratada y manoseada a su pesar, recuperó esa noche su auténtico calibre.

 

2007 (Inédito)