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El Caso Sandra

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Un panadero se levanta muy de madrugada para hacer el pan
nuestro de cada día. Cada pan lleva la huella de su
cansancio. Una muchacha se levanta al mediodía, y al
atardecer sale en busca de un turista a quien venderse por
billetes con rostros de patriotas desconocidos. A eso
se llama en el argot “hacer el pan”. Es muy distinto el sabor
de ambos panes.

Sandra conoció a su padre a los once años. En ese momento, el que hasta entonces había sido un desconocido, se convirtió en un extraño. Aunque ella era la mayor de cinco hermanas, había pasado la mitad de su vida con una tía solitaria que le inculcó su filosofía de la autodefensa: “Aunque sea un varón. Si te da, coges un palo y se lo rompes en la cabeza. Para que te respeten, primero tienes que enseñar que tú sí no eres pan suave. Mira a tu madre: quince años con ese hombre, esperándolo (así sean tres meses o tres años) y lavándole los calzoncillos cuando regresa. Por eso yo vivo sola. A mí nadie me mangonea. Apréndete eso”.
Durante once años, Sandra vivió por temporadas con su madre, que no la dejaba salir a jugar, y menos juntarse con varones, porque el lugar de las mujeres es la casa y, además, tú tienes que ayudarme. Desde los siete lavaba los pañales de los más chiquitos y a los nueve aprendió a cocinarles el almuerzo cuando volvía de la escuela, porque la madre empezó a trabajar y no podía atenderlos. Cuando se barruntaba un regreso del padre, ella sabía que su sitio en la cama matrimonial sería ocupado, y que no quedaba ni más espacio ni más remedio que volver a la casa de su tía, en un pueblecito al oeste de la ciudad. Nadie se lo explicó. No hacía falta. A los once años, Sandra entendía demasiado y había cambiado nueve veces de escuela.
Sandra conoció a su padre gracias a que él fue amonestado en el núcleo del Partido por la falta de atención a sus hijos, y regresó a la casa más o menos definitivamente.
No la dejaban ir a la playa, a los cines por la tarde, a casa de las amigas, ni a las escuelas en el campo, para que pudiera atender a los más chiquitos y al padre cuando su mamá estaba enferma o trabajando. De los once a los quince años, Sandra se ocupó de todas las tareas domésticas, terminó el noveno grado y recibió unas cuantas palizas: por llegar tarde, por pedir dinero en la calle, por robar en una tienda, por ir a una fiesta sin permiso, por escaparse de la escuela para dedicarse en la biblioteca municipal a leer libros que muchas veces no entendía, o ver hasta tres veces seguidas la misma película, porque era capaz de transportarse al país del libro o al país del cine, donde no había que lidiar con la casa y las personas eran más comprensivas;. La segunda vez que robó, los padres no se enteraron. El policía que la detuvo dio varias vueltas por la ciudad con ella, buscando su casa, hasta que llegaron a una secundaria. Sandra le dijo que ella estudiaba allí, y la directora logró que se la dejaran, con el compromiso de que no reincidiría. Cuando el policía se marchó, la directora llevó a Sandra hasta un parque cercano, y estuvieron conversando durante dos horas. Aunque no estudiaba en aquella secundaria y nunca había visto a aquella mujer, y quizás por eso, le contó todo lo que llevaba por dentro, y quizás por eso también rompió todas las barreras de autodefensa inculcadas por su tía, y lloró por primera vez desde que tenía memoria.
A los quince años, el padre la sorprendió en el hueco de la escalera haciendo el amor con su segundo novio. O, al menos, eso supuso. La botó de la casa, a pesar de que ella, por lo nerviosa y asustada, aún era virgen. La segunda hermana ya tenía edad para hacerse cargo de la casa.
Sandra empezó a trabajar en un plan agrícola donde le daban albergue, comida y sueldo. Conoció a un hombre de 35 que la preñó cuando ella había recién cumplido los dieciséis.
El padre lo supo cuando ella ya había donado la sangre para su propio legrado, falsificando el nombre en la tarjeta de donante. Buscó al hombre y la esperó a la salida del hospital. De allí fueron directamente a la notaría. Sandra fue casada con el que todavía es (oficialmente) su marido, aunque nunca más lo ha vuelto a ver.
Regresó a casa de su tía y trabajó durante cierto tiempo en una fábrica. Conoció a Braulio, cuarentón, divorciado y subadministrador de una pequeña empresa. Durante el año que estuvo con él, Sandra cambió cinco o seis veces de trabajo hasta que él le consiguió en la empresa una plaza de cajera. Entre los dos falsificaban las firmas en las nóminas, aprovechando el pago a destajo, lo que les proporcionaba entre 400 y 500 pesos adicionales cada mes. Braulio era habitual del bar Venecia y a través de él Sandra aprendió a beber, a fumar (tabaco negro y marihuana) y conoció la existencia de la pornografía. Varias veces la incitó a establecer relaciones homosexuales con amigas que traía después de sus incursiones al Venecia. Durante ese año, Braulio pagó cien pesos a un vecino para que no lo acusara de mirahuecos. Conversaba mucho con Sandra sobre las cosas de la vida, y se interesaba por sus problemas. Ella comenzó a acostarse con otros hombres y salió embarazada. Aunque Braulio era estéril, le insistió en que se lo dejara. Estaba dispuesto a criarlo como si fuera de él. Sandra recogió sus cosas y se fue a vivir con el autor del embarazo. Se hizo su segundo legrado. Una semana o dos más tarde, el hombre la botó porque le faltaba un mes para casarse y tenía que arreglar la casa.
Entonces transcurrió un período que ella prefiere olvidar: comía a veces en casa de una amiga; otras, le prestaban dinero para la fonda. Se bañaba donde y cuando podía, y dormía en las funerarias o en las guaguas de recorrido largo —la 7, la 20, la 64—. Cinco o seis veces pernoctó en posadas con hombres ocasionales. Uno de ellos la dejó durmiendo y se fue sin pagar. Por la mañana, como no tenía dinero, accedió a acostarse con el posadero para que no llamara a la policía. Fue una de esas noches, en la funeraria de Infanta, cuando conoció a Teté, quien la invitó a su casa, le prestó ropa y le propuso que se quedara con ella el tiempo que quisiera. Durante una semana o dos, Teté fue tanteándola con mucha cautela, y el día que Sandra cumplió diecinueve, la invitó a un restaurant y le regaló un vestido. De regreso, bebieron hasta muy tarde y se acostaron juntas por primera vez.
Sandra empezó a frecuentar el parque de G y 23. Conoció a todas las amigas de Teté y se encargó de la casa mientras ella iba al trabajo. A veces se aburría de tanta soledad y se iba a pasear con alguna amiga reciente. Teté nunca le perdonó esas salidas y los altercados iban subiendo de tono a medida que transcurrían los días. Detenidas por escándalo público varias veces, después de una pelea especialmente violenta, Sandra fue encarcelada por lesiones. Pero Teté levantó la acusación antes que la procesaran y fue a esperarla a la salida de la estación con su brazo izquierdo enyesado.
En esos días, Sandra conoció a Adrián, un jinetero que controlaba a dos putas del puerto. Él le mostró las interioridades del ambiente. La adiestró en ligues de cabaret, cambio de dólares, frases claves para atraer clientes en varios idiomas, compra en tiendas INTUR “Easy free Shopping”, coartadas para evitar actas de advertencia, mercado negro y sistemas de soborno a los guardas de hoteles.
Cuando hubo aprendido lo suficiente, le dijo bien claro a Adrián que ella sería independiente, y él se conformó con ser su punto fijo de cambio.
Aunque empezó a contribuir con su dinero a los gastos de la casa y no abandonó sus relaciones con Teté, la situación allí se hizo cada vez más difícil, porque la otra no soportaba sus incursiones nocturnas, y mucho menos que se acostara con hombres.
Cada noche salía a “hacer el pan” entre el Anfiteatro y la Avenida de Paula. Marinos recién desembarcados eran conducidos a casa de Tomasa, que alquilaba los cuartos por diez o quince dólares la noche, a cuenta del cliente. Los lances rápidos eran resueltos en alguna posada cerca de la terminal de ferrocarriles. Ganancia neta: diez a veinte dólares por noche (de 50 a cien pesos según el cambio). En el Parque de los Mosquitos conoció a Zaida Telegrama. Llevaba más de diez años en el ambiente y había adquirido una enfermedad venérea y dos hijos de un griego. Le contó sus empezares buscando a un extranjero que se casara con ella y la sacara del país, que el griego le había prometido, pero hasta ahora, nada; que estaba hasta aquí de todo eso; que no fuera comemierda, que ella tenía juventud y clase; que se comprara buena ropa y se fuera a hacer el pan, sin apuro, en los hoteles de primera. Que estaba cansada, muy cansada.
Cuando Zaida se suicidó, a sus veintiocho años, Sandra dejó el puerto y reservó una semana en Cienfuegos con sus ahorros. Allí, sola, lejos de Teté, lejos de la ciudad, reconsideró los consejos de Zaida.
A su regreso, Adrián le prestó los doscientos dólares que necesitaba y la conectó con un funcionario de cierta embajada que hizo las compras en una tienda para extranjeros: dos pares de zapatos, vestidos, dos blue jeans, blusas, pulóveres, pantalones Pierre Balmain, accesorios y cosméticos.
Tuvo la pelea final con Teté y se mudó a casa de Caridad La China, que trabajaba en la zona de Coppelia con el marido. El buscaba los puntos, principalmente españoles y mexicanos, y la recogía cuando terminaba. A veces trabajaban juntos, cuando los clientes eran parejas o grupos donde hubiera mujeres, homosexuales o pornógrafos. En esos momentos no les escaseaba el pan, porque en los nuevos grupos de turistas siempre venía alguien que iba a verlos o los telefoneaba, recomendado por viejos clientes.
Le propusieron unirse a ellos, pero Sandra siempre prefirió trabajar sola.
Se levantaba cerca de las cuatro y a las seis, perfumada, bien vestida, amueblada, se encaminaba hacia algún hotel exclusivo para el turismo internacional. A veces un carpetero avisado (y pagado) le suministraba los teléfonos de las habitaciones donde extranjeros solos, presuntos clientes, recibirían minutos después su llamada dándole a entender que era un error, pero que si por casualidad el que hablaba no era el español interesante de las sienes canosas, y que ella lo había visto, y que cómo no, ella estaría en el lobby y... Otras veces se sentaba en el lobby o entraba al bar. Leía una revista o bebía con aire de aburrimiento, mientras estudiaba con cuidado a los posibles clientes. Los más abordables eran los latinoamericanos y, en especial, los mexicanos, que preferían las rubias, los españoles y otros euro occidentales, adictos a las negras; los norteamericanos (escasos), y los africanos, pero a esos les temía por las enfermedades. La experiencia (y las lecciones de Adrián) le aconsejaban hombres de mediana edad, porque los jóvenes frecuentemente no tienen dinero y, por lo general, son tacaños con las mujeres. Los mayores de 60 viajan casi siempre acompañados, o son dados a achacar a la mujer los resultados de su decrepitud sexual, son difíciles de conquistar, susceptibles, irritables, muy escépticos con las motivaciones de la mujer. Porque el quid de la operación está en que no parezca lo que es. El ofrecimiento debe ser muy discreto, y la demanda, muy lastimera, solapada por una deuda a medio pagar, o lo triste que es tener un vestido rojo sin zapatos que le hagan juego, o cualquier otra historia más o menos televisiva. Primero, después de seleccionado el hombre, pedir un cigarro, la hora, o entablar de otro modo la conversación: Cuba, las ofertas turísticas, los lugares más interesantes de la ciudad. Si el hombre invita a cenar o a un trago, entonces se entra en una fase más íntima, de oferta y demanda. Si el pago es en especias, pasan primero por la tienda, efectúan la compra y después Sandra sube a la habitación. Al principio, bastaban diez dólares en el bolsillo del ascensorista. Cierta vez, ya en la habitación, un policía le tocó a la puerta y le pidió que bajara. Lo hizo, pero bien colgada del brazo del turista. En la recepción, el ascensorista la señaló: “Sí, es ésta”. Entonces el propio extranjero le dijo al policía: “Dígale que le hable de los diez dólares que tiene en el bolsillo”. El ascensorista no se había preocuparlo por esconderlo. Y fue preso.
Si el pago era en dinero, se acordaba el precio, que oscilaba entre 40 y 100 dólares. No menos. No más. Dos hombres se negaron a alcanzar cuarenta. Perdió esas noches, porque, de aceptar, habría sentado un mal precedente. También le ocurrió encontrar clientes más sabios, que dejaban el pago para el final y después la amenazaban con la policía.
Tuvo varios altercados con guardas de hoteles. En dos ocasiones le quitaron la compra. Otras, bastó con un obsequio, y una vez se acostó con el guarda. Por lo general, cuando quemaba un lugar, iba a hacer el pan en otro, de modo que un mismo equipo de vigilancia no la tuviera demasiado tiempo a la vista. En tres ocasiones, la detuvieron, y otras tres se libró gracias a la protección del turista, que comenzaba a protestar en nombre de los derechos humanos. Un italiano se montó incluso con ella en la perseguidora y logró que la liberaran en la estación de policía. Salvo una, ella evitó todas las actas de advertencia, porque era muy difícil acusarla de prostitución, a menos que hubiera denuncia, y eso era virtualmente imposible. Las tres veces fue detenida por el mismo policía, uno que cierta vez, en el Hotel Nacional, la llamó a un lado: “¿Por qué tú andas en eso? Eres joven, bonita, inteligente. Tienes todas las oportunidades. Mi hija es de tu edad. Se parece a ti. ¿Por qué?”. “Yo no estoy en nada”. “Eso díselo a otro”. “Oiga, usted la tiene cogida conmigo”. “No, yo la tengo cogida con eso en que tú andas”. “Pero yo no...”. “Mira, yo sé que Tormenta, Candela, La China y todas esas quieren irse del país y andan buscando a alguien que las saque, pero tú... ¿tú también?”. “Ni loca”. “¿Entonces? ¿Tú no te das cuenta, coño, de la imagen que estás dando de tu propio país? Eso me recuerda un refrán: El pato no caga donde come. Y tú estás cagando el lugar donde comes”. “Pero mire, policía, yo...”. “No me digas más nada. Sale de eso, porque si yo te veo, donde quiera que te vea, aunque te estés tomando un helado en Coppelia, te voy a meter presa y me vas a tener que oír. O tú sales de eso convencida, o sales por cansancio”.
Tres veces la detuvo. Al otro día tenía que soltarla.
Aquello de la imagen y del pato le recordó algo que le había sucedido con un francés que empezó a hablar mal de Cuba, de los cubanos. Cuando ella le dijo que no, que la sociedad, que no había pobreza ni mendigos, que la medicina y la educación..., él le respondió: “Mira quién habla: puta y comunista. Tú no te vendes por pesos ni por rublos. Tú te vendes por dólares, ¿te das cuenta?”.Se calló, pero nunca pudo olvidar aquella frase.
Cuando por alguna razón no podía subir a la habitación del cliente, lo llevaba en su taxi —ya para entonces tenía su taxista fijo, que le cobraba entre 20 y 30 pesos diarios— a 11 y 24, 2 y 31, o alguna otra posada donde hubiera buenos cuartos habilitados al efecto y sin cola, por veinte pesos libres de impuestos, más los gastos a costa del turista. A veces, sobre todo después que empezó a extenderse el SIDA, y cuando el cliente era sospechoso, efectuaba la compra y después de “daba línea”. Para eso el taxista tenía que estar bien avisado, y al final se le pagaba en especias: un pitusa, un juego de blúmer. Dar línea consistía en llevar al turista hasta algún sitio de la ciudad (“llegamos, es aquí”), y cuando él ya se había bajado, mientras le tendía la mano para ayudarla, arrancar en segunda dejándolo en la calle. El taxista, a su vez, podía darle línea a ella o amenazarla. Otras, el propio taxista vendía bebida a los extranjeros, marihuana, o prestaba otros servicios, siempre pagaderos en divisas. Había algunos que simultaneaban su trabajo con el jineteo.
Lo más peligroso eran los dólares: tenencia ilegal de divisa cuesta (costaba entonces) hasta ocho años de prisión. El mayor apuro lo pasó un día a la salida del Riviera. Dos policías intentaron detenerla para registrarla. Ella se tragó el billete de 50 dólares. Entonces dejó que la registraran. Ya no valía la pena. Por eso la entrega de los dólares siempre se hacía en el mismo hotel o muy cerca. Cuando no encontraba a alguno de los “puntos” que controlaba Adrián, le cambiaba al primer jinetero conocido que apareciera. A veces prefería un cambio más bajo, pero rápido y seguro, que andar con dólares por la calle. Cuando no le quedaba más remedio, se los introducía en el ano o en la vagina. El punto generalmente entregaba a otro en el baño y el otro era el que hacía la entrega afuera. A veces los dólares cambiaban cuatro o cinco veces de manos antes de llegar al que tenía el pasaporte falso para comprar, el contacto con el extranjero —que cobraba del 15 al 20%. El primer sistema ofrecía mayores ganancias, pero era más arriesgado.
Sandra seguía trabajando independiente; aunque esa independencia era relativa: 20 o 30 pesos diarios al taxista más la pacotilla de las líneas, de 20 a 40 pesos para entrar a cabarets por parejas o sólo para huéspedes. Entre 80 y 130 pesos mensuales por la habitación alquilada en casa de personas que a su vez servían de intermediarios en la bolsa negra, y que por algo más le dejaban traer los clientes a la casa; gastos de ropa y comida, porque ya, la invitaran o no los turistas, ella comía siempre en restaurantes y, con el tiempo, los gastos en bebida, que iban aumentando gradualmente.
En tres de las casas donde estuvo viviendo le robaron todo lo que tenía. No había reclamación posible. La tercera vez, pagó cien pesos a dos hombres para que apalearan al tipo. Casi lo matan. Aunque nunca llegó a la dependencia, como le ocurriría con el alcohol, compraba marihuana de vez en vez, que en ocasiones revendía a los turistas, aunque casi siempre era para su consumo. Probó el hachís por primera vez con unos franceses que conoció en el Floridita. Estaba bebiendo en la barra cuando la muchacha la invitó a su mesa. Su esposo y su cuñado querían que los acompañara esa noche a Tropicana. Después, durmió con el cuñado en el Riviera y, al día siguiente, se fue con ellos medio mes para Varadero. Por las noches se desnudaban, se engrasaban todo el cuerpo y compartían la cama y el hachís los cuatro indistintamente juntos.
Lo mejor era “instalarse”: un turista —varón, hembra, pareja o grupo— quedaba(n) complacido(s) con ella y la instalaba(n) en el hotel o en la Marina Hemingway, donde los controles eran menos rigurosos, de modo que se convertía en acompañante fija durante el tiempo que durara la estancia. Así vivió dos meses en el Riviera, un mes en el Capri, veinte días en la Marina Hemingway, y un mes y medio en casa de un matrimonio de diplomáticos euro occidentales, que ocasionalmente invitaban también a Javier Luis, estudiante de preuniversitario y lindo como una muchacha.
Durante ese tiempo conoció a Bobby, homosexual rentable; a María Luisa, cuya madre había intentado a toda costa salir del país y ahora le buscaba los puntos a la hija; al Dulce, que vivía de complacer la propensión a las aventuras tropicales de algunas turistas viejas y adineradas.
A Sandra y al Dulce los contrató un fotógrafo italiano a razón de 300 dólares per cápita, para una colección de fotos en colores.
Y conoció a Mercedes, una estudiante universitaria inteligente y simpática, que durante mucho tiempo se dijo su amiga, se puso su ropa, vendió alguno de sus pitusas y le sirvió de enlace telefónico con Mejías, un negociante español que instaló a Sandra tiempo después y del que ella aún cree haberse enamorado. Rompieron la amistad, porque Mercedes le pidió a Mejías, en nombre de Sandra, que estaba entonces en Varadero, un videocasete y un sistema estéreo. Después de eso, Mercedes nunca volvió a contestar al teléfono, hasta que un día su madre, ante la insistencia de Sandra, le dijo terminantemente que no la llamara más, que su hija no tenía nada que ver con putas.
Durante bastante tiempo, Sandra creyó que todo lo hacía por ahorrar para comprar la casa que nunca había tenido. Pero entre los gastos excesivos y los robos flagrantes o solapados, no era mucho lo que podía ahorrar. Poco a poco se fue dando cuenta que lo más importante era el gusto por el lujo, el gusto por el placer rápido, la buena ropa y todo lo que complaciera su hambre antigua. Por entonces, ya no le era fácil contenerse con la bebida. Dio varios escándalos en varios hoteles de donde la expulsaron varias veces. En ocasiones, ni siquiera cobraba, sobre todo cuando el turista le caía bien y estaba drogada o borracha.
Cierta vez se asuntó mucho: un turista de nacionalidad poco definible le dio a probar, en el cuarto 607 de un hotel, una marihuana muy fuerte (que quizás no fuera marihuana). Ella, enloquecida, casi se lanza desnuda por el balcón. El hombre la detuvo, la tranquilizó, y comenzó a hacerle preguntas y a grabar. Ella, aunque no poseía ningún dato confidencial de nada, se vistió como pudo y corrió, medio drogada aún, a contárselo a la policía. No supo nada más del asunto.
Otro día se asustó más: se encontró arrugas en las comisuras de los ojos y estuvo llorando sin parar hasta que se durmió. Dos días antes, La China se había dado candela en su cuarto de la Víbora. Tenía treinta años.
Ya no hacía el pan. Ahora era cabaretera. Bastaba la invitación a comer, los tragos y el hotel. Vendió algunas de las cosas que le quedaban y entonces Mejías la salvó instalándola en el Habana Libre. Él le hablaba mucho y la convenció para dejar la calle. Yo te apoyo, no te preocupes. Y cuando se fue, le dejó pagados cuatro meses en un cuarto del Cerro, dinero y algunos equipos para que los vendiera. Consiguió trabajo en un taller, pero no lograba llegar temprano casi nunca. Empezó a salir con un operario del segundo turno y le contó su vida a la compañera del sindicato, para que la ayudara. Ella le dijo que se haría lo posible y advirtió al operario la clase de punto que era Sandra. Pero lo peor fue que, después de algunas dilaciones, cuando por fin se acostaron juntos, Sandra no sintió nada. Le echó la culpa a él de no ser lo suficientemente hombre para hacerla sentir. Él hizo todo lo que pudo, hasta que le empezaron síntomas de impotencia. Entonces Sandra abandonó el trabajo y empezó a cambiar de hombre casi a diario; pero no sintió nada. Durante uno o dos meses volvió a hacer el pan, pero ya lo más importante no era el dinero.
Cuando acudió en busca de ayuda a una institución, la remitieron al sicólogo, que se encargó de hablar con ella tres veces por semana. Siguiendo sus recomendaciones, Sandra se fue de la ciudad, donde encontraba conocidos en cualquier sitio. Ahora trabaja como operaria en una línea de envases de cierta fábrica de la industria alimenticia, por ciento veinte pesos mensuales, y vive con un hombre que no conoce su vida, que no la escucha, que la desea pero no la ama. Un hombre que ella tampoco ama.
Ciertos fines de semana regresa a la ciudad, pasa la noche del sábado con viejas o nuevas amistades ocasionales en algún hotel, y el domingo se impone la obligación de regresar a sus ocho horas de trabajo y al hombre que le lleva veinte años, no bebe, no baila, la mantiene y con el cual tampoco siente nada.
Cree haber abandonado para siempre la prostitución, pero no está segura.
Sandra tiene ahora veintidós años. Aparenta treinta y cinco.
“El caso Sandra”; en: Somos Jóvenes, n.º 93 94, La Habana, septiembre, 1987.
“Der Fall Sandra”; en: Konkret. Hamburg, Alemania. 9 de septiembre, 1988, pp. 36-41.
“Der Fall Sandra”; en: Cuba Libre, n.º 3, Köln, Alemania, septiembre, 1988. pp. 24-29.
“Der Fall Sandra”; en: Adelante Kuba!: Wege einer Revolution Edition Marxistische Blatter; Neuss, Alemania, 1989.