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El crepúsculo de un sueño

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Cierto taxista de Ciudad México me preguntó “cuándo expulsarían a ese Castro de la Isla”. Enterado de que yo vivía en La Habana, dio un giro de 180 grados a su curiosidad: “¿Y los yanquis no pensarán levantar nunca el embargo?”. El cliente siempre lleva la razón.
Como en un western, los fans de indios y cowboys suelen abundar cuando se toca el tema de Cuba: ¿El embargo o Castro? ¿El lobo feroz o la Caperucita Roja? Pero hay preguntas más arduas: ¿Por qué se mantiene en pie el único gobierno comunista del hemisferio Occidental tras la caída del Este? ¿Por qué, a pesar de la profunda crisis, no ha habido un levantamiento popular?
En 1990, ante la inminente desintegración de la Unión Soviética, se habló por primera vez del “Período Especial en Tiempos de Paz”, eufemismo para nombrar la crisis más profunda en la historia de Cuba, que se haría realidad meses más tarde: drástica disminución del transporte público, reducción o eliminación de todo combustible, cierre de empresas y masificación del paro, cortes de electricidad que alcanzan ritmos de 8 por 8 horas, paralización de las construcciones sociales y de infraestructura, reducción del suministro alimentario a 0,4 kg por día por habitante (sólo 27 g ricos en proteína); enfermedades propiciadas por avitaminosis y aproteinosis, como neuritis y beriberi, agravadas por la falta de medicamentos. El peso, la moneda nacional, disminuye entre 50 y 100 veces su poder adquisitivo en apenas unos meses, y el salario de un ingeniero, que rondaba los 300 dólares mensuales hace cinco años, se desploma a menos de tres. La crisis, entronizada ya como modus vivendi, va mutando hasta crisis de valores: se multiplica geométricamente la prostitución (una muchacha gana por turista-noche lo que sus padres, dos profesionales, no ganarían en un año), crece la delincuencia, la malversación y la economía subterránea. El mercado negro ocupa el lugar del mercado y se hace realidad lo que algún cubano bautizó como “La Era de las Tres R” (Resistir, Robar o Remar). Dado que el trabajo (salvo excepciones) deja de ser una vía digna y segura de subsistencia, se instaura una nueva picaresca de la supervivencia: dólares a toda costa para acceder a la red comercial en divisas. Los padres aspiraron a un título universitario; los hijos, a ser camareros para agenciarse unos dólares de propina. Cuando no, se echan al mar en una balsa, añorando alcanzar el Miami Paradise (si los tiburones del Canal no se interponen). Porque al cabo de cuatro años, sin otra solución para rebasar la crisis que las continuas apelaciones al “espíritu de resistencia”, el artículo más deficitario es la esperanza.
¿Cuáles fueron los polvos que trajeron estos lodos? En desigual medida, tres factores: la ineficiencia crónica del modelo, el embargo norteamericano y la desaparición de las excepcionales relaciones comerciales con la antigua Unión Soviética.
Según estimados del gobierno cubano, el embargo ha costado 40.000 millones de dólares, al eliminar a la Isla como posible destino del turismo norteamericano, impedir el intercambio comercial y la adquisición de tecnología, derivando su comercio hacia regiones más alejadas u onerosas transacciones a través de terceros, así como las presiones a empresas internacionales. El principal exportador mundial de azúcar no tiene acceso a la Bolsa de Azúcar de Nueva York y un barco que toque puerto cubano, no podrá ni acercarse a puertos norteamericanos durante seis meses. Ese es el embargo, paliado desde inicios de los 60 por el intercambio con la antigua URSS: relación de precios estables y a largo plazo muy favorables a la Isla; suministro prácticamente gratuito de todo el armamento; asesoría técnica, préstamos e inversiones. Incluso durante los 70, con la autorización de Moscú, la segunda fuente de ingresos de la Isla fue revender parte del petróleo que recibía a precios de convenio.
De modo que el costo del embargo se eleva al 7,6% del PNB cubano durante estos 35 años y, políticamente, contribuye a cohesionar al pueblo cubano alrededor del líder, según la tesis “Ahí viene el lobo”; pero Norteamérica es demasiado prepotente con Latinoamérica para retractarse. Mientras, la desaparición de la URSS despeña la Isla en un típico modelo tercermundista de relaciones, agravadas por el atraso tecnológico heredado de la URSS y un cuarto de siglo descansando sobre relaciones paternalistas y escasa eficiencia. Ahora bien, nada de eso explicaría un colapso sin ápice de recuperación durante cuatro años. Lo explica la ineficiencia crónica del modelo cubano: ultra centralización, supresión de la iniciativa y manejo de la economía según criterios políticos: la Idea, el Sistema, el Stablishment, son más importantes que el bienestar público, esa desviación pequeñoburguesa y consumista.
Desde 1968, cuando se eliminó toda forma de propiedad privada de los medios de producción (excepto el 30% de las tierras cultivables) es el Estado quien controla desde la gran industria hasta los estanquillos de periódicos. Tenencia absoluta de bienes y recursos. Importación y exportación centralizadas. Aún así, los pequeños campesinos, que cuentan apenas con medios, son hoy el sector agrícola más eficaz, de modo que el problema es básicamente conceptual. En un país que ha tenido un verdadero boom educacional (500.000 profesionales sobre 11 millones de habitantes), la inmensa mayoría de los cuadros de dirección han sido elegidos por razones políticas ajenas a su capacidad profesional. Dado que el modelo exige incondicionalidad al sistema y al líder antes que eficiencia, la estructura piramidal de dirección recaba obediencia antes que iniciativa, premia la adulación y sanciona la indisciplina creadora: en suma: una parálisis generalizada.
Como, por otra parte, se ha sustituido la retribución por diplomas, banderitas y exhortaciones al sacrificio en aras del ideal, cunde una huelga de brazos caídos: descansar durante el horario laboral, para dedicarse fuera, con desesperación, a la picaresca de la supervivencia.
¿Soluciones? Las del Estado: descapitalizar la nación vendiendo los medios de producción al capital extranjero. ¿Y por qué no a los nacionales? Según opiniones, porque el cubano carece de capital. Como si el dinero, ente sin patria, no pudiera arribar desde Miami vía Zúrich. Incluso ante la solicitud de autorización, por parte de exiliados cubanos residentes en países que no sea Estados Unidos, de invertir en la Isla, pero delegando en sus familiares cubanos de adentro el manejo de las empresas, la respuesta fue un rotundo NO. ¿Por qué? Una vez más, razones políticas. El inversionista extranjero aporta capital, permite el funcionamiento de una parte de la economía, pero no tiene ningún derecho político. Los nacionales, en cambio, podrían constituir en breve plazo una capa productiva, eficiente, y ya se sabe que el poder económico se convierte, sin pérdida de tiempo, en poder político que podría discutir espacio al omnipotente y único Partido Comunista de Cuba, empleando incluso los escasos mecanismos democráticos. Y el stablishment no está dispuesto bajo ningún concepto a compartir ese poder.
Entonces, ¿qué mantiene en pie al gobierno?, ¿por qué no ha habido un estallido popular? Los factores son varios y se interdigitan en un complejo entramado: relictos de la vieja popularidad de la Revolución nacionalista, popular, moralizante (el panorama de la república pre revolucionaria hedía por los cuatro costados) y de sus ya precarias conquistas sociales; el carisma de Fidel Castro, operando aún lo que los sociólogos llaman “el síndrome del líder”; la propia idiosincrasia del pueblo cubano, que sólo llega a la sangre in extremis; la inexistencia de una oposición organizada y viable (que el gobierno prohíbe por ley), como no sea la extrema de signo opuesto, en Miami, que el cubano de Cuba tampoco apetece, no sólo porque ya ha prometido tres días de libertad para la revancha después de Castro, sino por el previsible cambiazo: los siervos de LA IDEA convertidos en siervos DEL CAPITAL, sin paliativos. Y el ejemplo de la antigua URSS, despeñada en un capitalismo salvaje donde los menos aptos están peor que antes. De modo que para los cubanos mayores de 50 años el horizonte pos fidelista se barrunta negro, mientras los más jóvenes prefieren huir al paraíso que le ofrecen los enlatados de la TV, antes que intentar uno propio. El resto, espera. Sin desdeñar que una porción del pueblo cubano aún cree en el líder, dado que la equivalencia Fidel=Socialismo=Patria, reiterada durante 35 años, ha calado muy hondo. No es fácil desglosarla.
De ese modo, Cuba es hoy una lección amarga de la historia: el crepúsculo de un sueño compartido de justicia social, moralidad, nacionalismo sin integrismo ni xenofobia, que se empezó a desplomar cuando el poder mudó de medio a fin; cuando la opinión popular se hizo prescindible y su participación en el poder, innecesaria; configurando una clase gubernamental inapelable e inamovible que convirtió en ley los principios de su propia supervivencia: la obediencia al líder, y declaró enemiga toda diferencia, instaurando una intolerancia practicante que será a la larga su propio sepulturero: sin diferencias no hay crítica; sin crítica, no hay mejoramiento posible. La inmovilidad parece perfecta, eterna. Cuando lo único eterno es el tiempo que cambia. De modo que a la larga el juicio de la historia quizás troque aquella frase de Fidel Castro en 1954, “La historia me absolverá”, por “La historia me absorberá”.
1995