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Los excedentes del talento (Cultura y crisis en los 90)

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Las siglas del Partido Comunista de Cuba son PCC, pero también, y no por casualidad, las de «Plástica Cubana Contemporánea», una exposición que reunió en México, a inicios de los 90, a pintores cubanos residentes o no en la Isla. Comenzaba un proceso que en los treinta años anteriores no había pasado de balbuceos abortados por la intolerancia: la comprensión de que la cultura cubana, una y múltiple, no es monopolio de ninguna facción o geografía. Y si estos encuentros son posibles (imprescindibles, perentorios) es porque Cuba, país endotérmico durante siglos de historia, alimentado por una inmigración por momentos masiva; ha devenido Isla exotérmica, generadora de oleadas emigratorias cuya preparación profesional sobrepasa ampliamente la media de los millones que cada año buscan al norte la tierra prometida. Así puede hablarse, ya hoy, de la “órbita” de la cultura cubana. Una órbita cada día más imprecisa y cambiante, porque el “centro” puede estar con Zaida del Río en La Habana, con Triana en París, o con Fraginals en Nueva York. Y no escasean las fronteras: amaneceres caribeños sobre basurales mexicanos, novelas cubanas en inglés y francés, músicas precursoras, como de costumbre, entronizándose en una mulatez planetaria.
¿Cómo y por qué se ha producido este éxodo? ¿Político, económico, mixto? ¿Será que el sistema educacional cubano facturó más talento del necesario para el funcionamiento óptimo del país?
En los años 50 publicó lo mejor de su obra Onelio Jorge Cardoso. Cuentos de ambiente rural donde los personajes, campesinos iletrados, hacían uso de una sabiduría intuitiva. Habitantes de un mundo de creencias mágicas y diálogo con la naturaleza que la Revolución subvirtió con la Reforma Agraria y los tractores, la alfabetización y la enseñanza, hasta tal punto que alguien, en frase que devendría célebre, advirtió a Onelio: “La Revolución te mató los personajes”. Y era cierto. El déficit de profesionales, consecuencia del primer éxodo, alentado por Estados Unidos a inicios de los 60, fue subsanado con creces en una década. Cuba pasó de 6 universidades a 43, de escasos miles de profesionales a cientos de miles. El país que completó su alfabetización en 1961, tiene hoy 3,5 millones de estudiantes sobre una población de 11millones. Más allá de las cifras, se generalizó el acceso a la cultura —alentado por los precios irrisorios o la gratuidad de los bienes y espectáculos culturales—, se creó una industria editorial y cinematográfica que respondiera al fuerte incremento de la producción cultural. La creación artística y científica dejaba de ser un suceso marginal, y la condición del creador era dignificada. Pero la masificación de la educación, exigida por la vocación desarrollista en un país sin grandes recursos, no ocurrió sin accidentes. Al entronizarse el sistema de las escuelas en el campo, donde los estudiantes combinaban el estudio y el trabajo, sucedió un milagro: el modesto 0,6% de incremento anual de la promoción se multiplicó por once, hasta 6,9%, a pesar de que una gran parte del profesorado eran estudiantes sin experiencia profesional. No escasearon las escuelas que abolieron al bruto por razones ideológicas, y consagraron durante años el 100% de promoción. ¿Sería una epidemia de talento favorecida por el aire campestre? Pues no. Ya habían aparecido detractores que tildaban las escuelas en el campo de trabajo forzado encubierto. De ahí la necesidad gubernamental: demostrar que el nuevo enfoque era sustancialmente superior al anterior. Y como las demostraciones cuantitativas parecen más convincentes que las cualitativas, se llegó a la tácita aplicación de que no hay método malo si los resultados son buenos: El fraude masivo y generalizado imperó hasta entrados los 80, llegándose a dictar las respuestas por la megafonía de la escuela en un examen, y otros procedimientos menos escandalosos pero igualmente efectivos. El fraude como sistema, el facilismo masificado y la falta de exigencia provocaron una explosión de graduados de enseñanza media que las universidades no podían (debían) asimilar. Y lo peor: una generación de estudiantes habituados a recibir las preguntas con sus respuestas, de donde dedujeron que recibirían la vida toda con sus respuestas al dorso. Por suerte, el procedimiento no accedió a las universidades, garantizándose así la calidad a costa de la eficiencia del sistema (un graduado por cada cinco ingresos).
“Ser cultos es el único modo de ser libres”, había dicho José Martí y, en la medida que el pueblo cubano fue accediendo a la educación y a la cultura, no sólo dominó la tecnología y sustituyó a los técnicos extranjeros, sino que empezó a juzgar desde perspectivas más altas su propia circunstancia. No se puede enseñar a pensar y después pretender que el pensamiento sea obediente a una especialidad o a una consigna. Enseñar a leer para que los ciudadanos digan Sí sin faltas de ortografía. El talento es, por definición, desobediente. La instrucción y la cultura incrementaron las expectativas profesionales y materiales de una capa profesional emergente a un ritmo sin precedentes. Pero el gobierno sólo necesitaba asalariados que pusieran en práctica sus decisiones. Los puestos de “decididores” ya estaban ocupados.
En contraste con las necesidades de esta masa cada vez más pensante, se abolió la pluralidad del discurso social, el gobierno monopolizó la palabra y sus medios de difusión, y se desactivó el (frágil) sistema democrático republicano. Obsoleto, dado que las autoridades constituían, per se, la voz del pueblo, e interpretaban y ponían en práctica, por algún misterioso procedimiento telepático, su voluntad. Se ejerce hacia los creyentes, hasta fines de los 80, una persecución abierta (caso de las UMAP) o solapada (exclusión de universidades y empleos de cierta responsabilidad). Se minimiza la libertad de movimiento, y se sataniza como acto de disidencia política cualquier decisión personal de migrar o emigrar. Se sanciona toda relación con el exilio, así sea con los parientes más cercanos —la Revolución es el gran padre adoptivo, al que se deberá supeditar la familia tradicional— y los viajes a la Isla desde la Cuba Outside no se permitirán hasta 1977.
A fines de los 60 e inicios de los 70, el discurso cultural choca contra la intolerancia oficial, que en 1971 deja muy claro, en el documento final del Congreso de Educación y Cultura, que la función del arte sería meramente didáctica: enseñar al pueblo las virtudes del socialismo y guiarlo por el buen camino. Pero la cultura jamás ha sido un curso de moral y cívica. Hubo libros secuestrados, autores estigmatizados, hubo el “Caso Padilla” y un fuerte altercado entre el gobierno y la intelectualidad latinoamericana, que durante diez años había instituido a La Habana como capital cultural de América Latina, estableciendo un diálogo ínter nos, posiblemente único hasta (y desde) entonces.
Este primer choque, además de cierto éxodo de intelectuales, sobre todo en la esfera artística —que se sumarán a la primera oleada emigratoria, compuesta por empresarios, profesionales y clase media cuyas expectativas fueron anuladas por la expropiación masiva de los medios de producción—, fue el inicio del llamado “quinquenio gris” (casi decenio): la dogmatización y el autoritarismo provocaron la masificación de un periodismo gris y monocorde, que sustituía la reflexión por la consigna, en obediencia al triunfalismo oficial. La literatura se redujo a una colección de textos maniqueos, que en su debilidad formal y conceptual resultaron a la larga olvidables. El cine se refugió en los temas del pasado para evitar la censura. Incluso la música, tan abierta siempre a lo nuevo, se encerró en fórmulas clásicas. La Habana, ex capital cultural, levantaba muros ideológicos que conformarían el bloqueo interior.
Al mismo tiempo, el país de inmigrantes se convertía en un país de emigrantes, que ya suman casi la quinta parte de la población insular. Sobre esta Cuba Outside han operado diferencialmente dos Cubas: la Real y la Virtual, tamizada por la nostalgia. En medio de un proceso de transculturación, la Cuba del exilio ha fraguado la Isla en la distancia, no menos auténtica que los orishas criollos, trasplantados con raíces y todo en los barcos de Pedro Blanco. Se ha producido una traslación (geográfica, contextual, sincrética) de los códigos natales. De modo que mientras en Cuba se produce, a partir del primer decenio revolucionario, una insularización de la cultura, resultado del embargo externo y del bloqueo interno; fuera de Cuba los patrones de esa cultura, sin perder su identificación, se cosmopolitizan. Ninguna de las dos tendencias implica un juicio de calidad, que la hay (o no) en ambas orillas. Lo cierto es que ya no puede hablarse de cultura cubana sin escuchar los rumores que desde toda la geografía conforman la Isla Planetaria.
A finales de los 70 y durante los 80 se produjo en la Isla el lento renacer de la literatura y el arte, que empiezan a cumplir una función no sólo decorativa o didáctica sino una función de indagación de la realidad. Ello, y la necesidad de hacer selectivo el ingreso a las universidades ante la masa creciente de graduados que desbordan la infraestructura productiva, son los mejores ejemplos del triunfo de la política educacional, a pesar del llamado promocionismo. Cosechar talento, no obstante, ha sido una labor agridulce para el gobierno, dado su carácter ultracentralizado y autoritario.
La de los 80 fue quizás la década prodigiosa. Tras el éxodo por el Mariel en 1980, se establecieron medidas para mejorar el nivel de vida, y mayores márgenes de libertad que alcanzaron incluso a la prensa, convocada desde el86 a combatir los llamados “errores y tendencias negativas”. Pero no pasó de un tímido intento, rápidamente silenciado por las autoridades, que pretendían un periodismo crítico ma non tropo. Las noticias de perestroika y glasnost coinciden con la madurez de una intelectualidad artística que se replantea la realidad y pone en duda el statu quo, principalmente en las artes plásticas, pero de nuevo hay un choque frontal con el stablishment: exposiciones cerradas, debate con las autoridades, concluyendo con el éxodo casi masivo de los pintores, que aún hoy viven fuera de Cuba. La literatura y, en cierta medida, el cine, se suman tardíamente a este movimiento crítico, a fines de los 80 e inicios de los90, pero el llamado Período Especial, la crisis más profunda de la historia de Cuba, llega justo a tiempo para el cierre de una amplia prensa cultural, minimización de ediciones y de la producción artística en general. De ese modo, la cultura comienza a debatirse, como dentro de una camisa de fuerza, atada por limitaciones conceptuales y materiales.
Pero la contradicción entre el dogmatismo autoritario del gobierno y los profesionales creados por la propia Revolución, no sólo se verifica en la esfera artística. Para desgracia de los cubanos, sometidos a racionamiento hace ya siete lustros, también ocurre en la economía.
En Cuba, la estimulación moral y las promociones recaen básicamente en aquellos que cuentan con mayores méritos políticos. El decir es más respetado que el hacer y la confiabilidad del individuo (léase incondicionalidad) es tenida como la virtud suprema, merecedora de promociones y ascensos. A eso contribuye el hecho de que los cuadros al más alto nivel no fueron un resultado de cierta selección natural en que resultaran electos los más capaces. Su participación en la historia les otorgó un puesto perpetuo en el Olimpo tropical. Independientemente de sus capacidades. Méritos históricos y políticos que sirvieron para tasar, de ahí hacia abajo, a los cuadros a todos los niveles, hasta el extremo de hacerse sospechosa de disidente la eficacia y el talento (tan poco obediente), además de peligrosa, porque la capacidad del subordinado suele demostrar diariamente la incapacidad del jefe, de modo que es preferible librarse de un subordinado tan capaz como molesto. Se intenta domesticar la creatividad. El técnico creativo suele ser indisciplinado, molesto, incluso prescindible. Así, la política de cuadros basada en un sistema de promociones a partir de la eficiencia y la idoneidad del hombre para el cargo que desempeñará, es sustituida paulatinamente por una nómina estable de “dirigentes confiables” que se rotan de un cargo a otro, aun cuando en cada uno demuestren su ineficiencia, porque la cualidad que los ha distinguido no es esa, sino la obediencia. Se acuña entonces que “El que sabe, sabe, y el que no sabe, es jefe”.
Al ser la rentabilidad de su empresa un factor secundario, el ejecutivo nombrado por su competitividad política tratará de mantener el statu quo, no se arriesgará a la toma de decisiones que pudieran afectar su estabilidad, silenciará la creatividad y reprimirá el talento no imprescindible para la marcha acostumbrada, e intentará no destacarse por sus innovaciones, sino como ejecutor puntual y fiel, única conducta que a la larga reportará beneficios a su ranking. Fenómeno que los inversionistas extranjeros han constatado en Cuba: nadie decide, todos consultan. Decidir no es políticamente saludable. Obedecer, sí. La dirección vertical está regida por la Gravitación Universal. Se fomenta la inmovilidad, la falta de iniciativa, y se bloquea la capacidad creadora de una masa in crescendo de personal joven y altamente calificado, cuyo nivel supera ampliamente el de sus jefes. Estos cuentan para imponerse con su experiencia, su astucia, y una política proteccionista que permite al jefe encarnar, a nivel local, los “principios sagrados de la revolución”, de modo que cualquier ataque a él será, por inferencia, un ataque a la Revolución. Toda disidencia en el orden técnico y económico podría ser interpretada como disidencia ideológica.
El sistema contempla, asimismo, una planificación tan minuciosa que no puede ser controlada y, de hecho, no se cumple, pero sí opera en términos de un esquema supercentralizado de decisiones y abolición de los márgenes de libertad, sumado a una pobre estimulación. Miles de regulaciones y disposiciones bajadas “de arriba” atan de pies y manos a cualquier administrador creativo que por una de esas casualidades apareciera en ese ambiente tan hostil al talento. La indisciplina creadora —aun cuando ofrezca resultados—es inaceptable. La cúpula teóricamente marxista reedita la contradicción básica del capitalismo según el viejo Karl: el desarrollo de las fuerzas productivas sobrepasa con creces el nivel de las relaciones de producción, que impiden su desarrollo.
Esto, sumado a las escasas expectativas económicas, se tradujo, para muchos profesionales, en insatisfacción, frustraciones y no pocas veces en idealización del Outside, confirmada por los antiguos gusanos, convertidos en mariposas tras cursar la crisálida de Miami. Por no hablar de los cubanos cuya vocación empresarial (ideológicamente perversa) carecía en la Isla de futuro. Un país que invirtió enormes sumas en crear una infraestructura para el desarrollo, jamás alcanzó la productividad ni la solvencia, de modo que al cesar la subvención, con la desaparición de la Unión Soviética (que acaparaba las cuatro quintas partes del comercio exterior cubano), la economía se desinfló, hasta un tercio que dos años antes. Cuba quedaba librada a su suerte, a solas entre el embargo norteamericano y el bloqueo político a sus propias capacidades potenciales, que fraguaron la ineficiencia crónica. Una parte del aparato (im) productivo se ve obligado a cerrar por falta de insumos, piezas y combustible. La inflación alcanza el 12.000% en unos meses y el poder adquisitivo real del dinero se reduce entre 50 y 80 veces. Las asambleas abiertas celebradas en 1990 denuncian un gran descontento y la urgencia de cambios. Pero son desoídas por las autoridades. La actividad científica pierde presupuestos, salvo en aquellas esferas que el gobierno considera promisorias (biotecnología, farmacéutica). Las subvenciones a la cultura prácticamente desaparecen. Y con ellas, buena parte de la industria cultural.
Ése es el panorama gris en que tendrá que vivir, sobrevivir o huir la cultura cubana de los 90. Si en las décadas anteriores los profesionales habían disfrutado cierta dosis de reconocimiento (social y en cierta medida, oficial), la crisis de hoy reduce la vida a mera supervivencia, crea una nueva picaresca del sálvese quien pueda y los menos preparados para ello son los profesionales. Prostitutas, productores clandestinos de bienes indispensables, campesinos, empresarios del mercado negro o funcionarios vinculados al dólar son los más aptos. Ninguna de estas florecientes actividades necesita un físico teórico o un novelista. Tampoco las necesidades perentorias del día a día, las únicas que cuentan. De modo que son prescindibles.
El éxodo de profesionales comienza entonces a producirse de modo galopante. Un éxodo en varias direcciones: Ingenieros que abandonan sus fábricas para buscar un puesto de camareros y obtener propinas en dólares; maestros que abandonan sus aulas (el 10% hasta hoy, según cifras del ministro de Educación) para incorporarse al mercado negro, y los que abandonan el país y quizás nunca regresen. La cultura artística no es ajena a este proceso. Carentes de medios para hacer una película o incluso para pintar, de ediciones que salven sus libros del puro manuscrito, los escritores y artistas buscan ví(s)as para continuar haciendo su obra fuera de Cuba. Por suerte, la Unión de Escritores y Artistas, argumenta ante las autoridades que es preferible un escritor que escriba en México o Madrid, a un escritor que no escriba en La Habana. Se facilita la salida de los artistas, no obligándolos a lo que es casi ley inexorable para el resto de los cubanos: la única salida posible es la definitiva, sin retorno. Así, se les permite una libertad de movimiento que condicionará el proceso de internacionalización de la cultura cubana, tímido hasta entonces. Bien porque los creadores se instalen en otras latitudes, bien porque se vean obligados a escribir, pintar o hacer cine destinados a editoriales, productoras, galerías y espectadores o lectores foráneos, dado que la industria cubana es incapaz de asumir y retribuir esas producciones. Ello ya va condicionando un cambio en el lenguaje artístico destinado a nuevos públicos. Pero el precio es muchas veces la renuncia al lector y el espectador más natural de los creadores cubanos: su propio pueblo. En un país donde el transporte público y el almuerzo, un frasco de medicamento y el suministro de energía eléctrica son lujos, importar bienes culturales es pura utopía.
En medio de este panorama tétrico, hay también algunas buenas noticias. La internacionalización obligada del arte cubano ha provocado su mayor difusión. Es durante el Período Especial cuando la música cubana abre espacios extrainsulares, la literatura conoce nuevos lectores, una película es nominada al Oscar, y los pintores jóvenes alcanzan un mercado creciente en Estados Unidos y Europa. También es el momento de la confluencia. Desde aquella exposición de México se han producido otras en Barcelona y Madrid; encuentros de escritores hasta hace poco quiméricos, se conciertan en Madrid y Estocolmo.
Salvo un pequeño grupo de intransigentes de ambos signos, impermeables al diálogo, la mayoría de los creadores se dispone al encuentro saltando latitudes geográficas e ideológicas. Se toma conciencia de que la órbita cultural no se puede reducir a un planetarium político ideológico. Incluso, y puede quesea lo más curioso, se registran confluencias, interconexiones, caminos paralelos o convergentes entre artistas y escritores de la misma generación aunque distintas orillas.
Otra buena noticia es que el lenguaje artístico de los creadores que residen en la Isla, desligado desde hace una década de los estereotipos condicionados por la retórica oficial, se diversifica y expande. Quizás sea la natural evolución de un arte que intentó primero desentrañar las claves de su pasado y su presente, y que ahora intenta una reflexión parabólica sobre su destino. La más reciente narrativa o las últimas películas de Tomás Gutiérrez Alea hubieran sido impensables hace apenas un lustro —aunque Paradiso, Memorias del Subdesarrollo, El Siglo de las Luces, mantengan su actualidad a prueba de efemérides y noticieros.
Lamentablemente, la crisis actual engrosa día a día su saldo terrible: la Isla que un día emprendió el asalto a la instrucción y la cultura ve esfumarse su logro más incuestionable. La fuga de talento hacia el exilio o hacia el insilio de la supervivencia van destecnificando el país. A lo que se suma la falta de expectativas de los más jóvenes y el redireccionamiento de sus intereses. La prostitución es hoy más rentable que la universidad. Y la súbita popularidad de los dioses es sintomática: sustitución isomórfica de la fe en la consigna por la fe en otra consigna: esta vez la divina. Cuando el futuro caduca, necesitamos un paraíso de repuesto.
Cuba ha devenido uno de los mayores exportadores de talento, que es precisamente, su mayor riqueza natural, cuya reposición llevaría tantos decenios como su acumulación.
Una población masivamente educada, portadora de una autoestima rara en nuestro vapuleado Tercer Mundo, percibe que su retribución jamás estará en consonancia con su preparación profesional o su esfuerzo. Incluso la creatividad más desinteresada encontrará barreras burocráticas, incomprensión, suspicacia. Un cerco de prohibiciones inhibe la búsqueda de soluciones personales. Permitir ciertas formas de trabajo privado —artesanos, fabricantes de baratijas, pequeños restaurantes— no es solución para esa masa altamente calificada, dado que se prohíbe a los profesionales ejercer por libre sus oficios, evitando así el surgimiento de una empresa competitiva que demuestre aun más la incompetencia del aparato estatal. El ingeniero fabrica pizzas, pero no motores; el médico vende dulces a domicilio y el periodista arma juguetes de papier maché, pero jamás se les permitirá instalar una fábrica o crear un periódico. Y sin hacer constar de forma definitiva la libertad de empresa y comercio de los nacionales, de modo que sea suprimible cuando no se le considere oportuno. No es novedad, ya ha ocurrido.
Así, el éxodo se ha convertido en una de las industrias más rentables del gobierno cubano: venta de permisos de salida, cartas de invitación y pasaportes (todo en dólares, of course). A pesar de los obstáculos a la salida, y de los crecientes obstáculos a la entrada en los destinos elegidos por este turismo de la supervivencia, continúa la fuga de expectativas y creatividad que serían ingredientes óptimos, algún día, para el saneamiento de la Isla. Excedentes de un talento educado para el futuro que resulta superfluo en un país catapultado hacia el pasado. Talento en busca de su oportunidad (única e improrrogable) sobre la Tierra. En realidad, déficits de hoy. Y más aún, de mañana.
“Los excedentes del talento”; en: Encuentro de la Cultura Cubana; n.º 12/13, primavera/verano, 1999, pp. 37-44. ilus. de Florencio Gelabert.