• Registrarse
  • Iniciar sesión

Muerte a plazos

Comentarios Enviar Print

Jorge Mynor Alegría Armendáriz tenía 38 años y era periodista de Radio Amatique, una estación de Puerto Barrios, Guatemala, donde conducía el programa Línea Directa, muy crítico hacia las autoridades locales. Amenazado de muerte en varias ocasiones, a fines de agosto pasado denunció que el alcalde de Puerto Barrios, Jorge Mario Chigua, había despedido a 60 empleados municipales. El 5 de septiembre de 2001, informó sobre el levantamiento de la inmunidad parlamentaria de David Pineda, diputado local del Frente Republicano Guatemalteco y antiguo alcalde de la ciudad, procesado por presunta malversación. Jorge Mynor se proponía investigarle a fondo y hacer públicos sus resultados. Pero ese mismo día, frente a su casa, unos desconocidos le asesinaron de seis disparos. A la mañana siguiente, otro periodista del mismo medio, Enrique Aceituno, presentó su dimisión tras recibir reiteradas amenazas, y ante la perspectiva de sufrir la misma jubilación anticipada que su colega. Ni uno ni otro son casos excepcionales: al menos 20 periodistas guatemaltecos han sido amenazados o agredidos en lo que va de año.

 

En dos meses de guerra en Afganistán, casi una decena de periodistas han muerto. Más bajas que las que, oficialmente, reconoce entre sus tropas el gobierno norteamericano. Asesinados a sangre fría, asaltados para robarles, emboscados y tiroteados, la tarea de informar coloca al reportero de guerra en circunstancias de especial indefensión.

 

En 1999, 71 periodistas de 19 países fueron asesinados. El récord correspondió a Yugoslavia (22), seguida de Sierra Leona (10), lo cual se explica por la situación bélica de ambas naciones. Colombia, con 7 periodistas asesinados, se mantiene entre los primeros puestos del macabro ranking.

 

Durante el año 2000, según Reporteros sin Fronteras, fueron 33 los asesinados. Sierra Leona con 3, Rusia y Ucrania con 4 cada una, así como Mangla Des, Colombia, Filipinas, la India y Sri Lanka, con dos periodistas por país, ocupan los primeros puestos. Los datos de la Asociación Mundial de Periódicos (WAN, por sus siglas en inglés), al incluir a periodistas y otros empleados de los medios de comunicación, hace ascender la lista a 53. Según ellos Colombia (10 asesinados) y Rusia (6) siguen siendo los países más peligrosos, donde el ejercicio responsable y veraz de la información puede considerarse un deporte de riesgo. Si bien las cifras de 2000 fueron sensiblemente inferiores a las de 1999, se da una terrible circunstancia: disminuyeron los periodistas muertos en combate y aumentaron los ejecutados para evitar la revelación de noticias escabrosas, o como represalia por haberlo hecho y advertencia al resto de los colegas.

 

En ninguna de estas listas aparece Cuba. Según ellas, ni un periodista de la Isla ha sido asesinado. Y hasta donde sabemos, es cierto. Relativamente cierto. ¿Por qué? Porque las estadísticas de Reporteros sin Fronteras sólo recogen los asesinatos al contado; no las mutilaciones o las muertes a plazos.

 

La primera mutilación a un periodista en Cuba se produce en la Facultad, cuando se le extirpa el 90% de la zona beligerante del cerebro, dejándole apenas lo suficiente para criticar a algún administrador descarriado, los dependientes de un comercio o los vendedores ambulantes que intentan sobrevivir en los arrabales del sistema. Claro que con frecuencia las operaciones no tienen éxito, y el periodista sale dispuesto a enfrentarse a la realidad. Tras muchos intentos fallidos, mutilados por el toque de silencio, el periodista puede seguir varios caminos:

 

1-Automutilarse y ejercer el periodismo manso que se le exige.

 

2-Redireccionar toda su energía crítica contra el criticable de turno (el imperialismo y alguien más: rusos, chinos, argentinos, etc.) y convertirse en un exitoso periodista orgánico —algo así como un relaciones públicas que redacta—.

 

3-Abandonar el periodismo y aplicar sus habilidades gramáticas a la redacción de folletos turísticos, por ejemplo.

 

4-Que lo excluyan del ejercicio oficial de la profesión, tras declararlo inmutilable, y no sujeto, por tanto, a la feliz reeducación de sus habilidades.

 

Si el periodista ha llegado a este extremo, si se empecina en hacer uso de su integridad crítica, puede emplearse en el periodismo alternativo, en cuyo caso el Estado dicta contra él sentencia de muerte a plazos, con la ventaja añadida de que el reo no aparecerá en las estadísticas de la WAN. El método de ejecución es mucho más sofisticado que la inyección letal o la silla eléctrica.

 

Como ejemplo, puede servirnos el periodista Raúl Rivero. Tras dar a conocer sus opiniones alternativas, el primer paso fue excluirlo de todas las organizaciones gremiales y declararlo, profesionalmente, “no persona”. Más adelante se le declara “no persona” en sentido general: se le puede acosar, citarlo una y otra vez a la estación de policía, detenerlo, interrogarlo y volverlo a soltar. Si el periodista es invitado a un evento internacional —a México o a Miami en este caso—, las autoridades le niegan el permiso, aunque le reiteran que contaría con una rapidísima autorización en caso de que la salida fuera definitiva. El reo sufre las repetidas amenazas de los oficiales de la Seguridad del Estado, quienes expurgan con cuidado sus artículos publicados fuera de la Isla buscando una frase punible, dada la legislación vigente. No pocos periodistas han dado ya con sus huesos en la cárcel por presunta difamación al Comandante en Jefe.

 

Recordemos que en Cuba existe la llamada Ley de Protección de la Independencia Nacional y la Economía. Según ella pueden dictarse condenas de hasta 20 años para quienes difundan documentos “subversivos” (eso significa cualquier cosa que no sea obediencia pura). La policía hostiga permanentemente a los periodistas alternativos, de modo que medio centenar se han exiliado, varios cumplen condena y hasta los corresponsales de medios extranjeros destacados en Cuba se encuentran bajo vigilancia.

 

Las autoridades, por su parte, pueden difamar e insultar al periodista públicamente sin derecho a réplica. "Ellos no te llaman y te dan una paliza. No te dan un tiro ni te caen a patadas. Tratan de desestabilizarte, humillarte, desprestigiarte. Te acusan de ladrón, traficante o, incluso, hacen creer que eres colaborador del gobierno'', dijo Rivero recientemente.

 

Todo ello forma parte de la muerte a plazos: se le priva primero de todo medio oficial de subsistencia, para después investigar si cobra por sus colaboraciones en la prensa internacional. En caso afirmativo, se le acusa de mercachifle de la palabra, algo que puede llevarlo incluso a la cárcel. Si no se le comprueba, los agentes y policías harían bien en pedirle la receta de cómo vivir del aire, o elevando los brazos en el patio para hacer la fotosíntesis, aprovechando el inclemente sol de la Isla. Receta que garantizaría el futuro luminoso de la Isla. Con un fervor digno de mejores empeños, también se persigue si compra en bolsa negra o ejerce el trapicheo de subsistencia, empleando para ello unos parámetros morales que, de aplicarse textualmente a la población cubana, sería más barato enrejar la Isla que construir cárceles para todos.

 

Pero eso no basta.

 

La condena no sólo incluye matar el prestigio, la probidad, la estabilidad emocional, matar la honradez del reo a los ojos del público. La condena se extiende a la familia. Blanca Reyes, la esposa de Raúl Rivero, lleva dos años intentando que la autoricen a visitar a su hijo, que reside en Miami. Se le ha negado. Y recientemente la han amenazado “con abrirle un expediente por 'tráfico ilegal de divisas'. Claro que los mismos agentes volvieron a recomendarle que se fuera del país con Raúl. Esta parte de la condena es quizás la más perversa: acosando a la familia mes tras mes, año tras año, pueden debilitar su unidad, crear fricciones y sembrar la duda: ¿valdrá la pena todo este sufrimiento y este acoso? ¿No estaremos inmolando las únicas vidas que tenemos por un resultado incierto? Y el propio periodista puede verse ante una dolorosa disyuntiva: Hago lo que considero mi deber, pero ¿tengo derecho a imponer una vida de perseguidos a las personas que amo?

 

Si un buen día el periodista, por cualquier motivo (familiar, personal, profesional) decide aceptar el consejo de sus verdugos y abandonar el país, entonces la muerte a plazos se habrá consumado sin necesidad de manchar las impolutas estadísticas cubanas. Un país donde Jorge Mynor Alegría Armendáriz jamás habría sido asesinado. De haber sido nombrado por el Departamento de Orientación Revolucionaria, el propio director de Radio Amatique se habría encargado de que jamás investigara las actividades de un diputado del único partido, y menos aún que lo diera a conocer en un programa de su cadena. De ser un periodista cubano, Jorge Mynor aún caminaría por este mundo, dormiría con su mujer y conduciría su programa. Lo que no me atrevería a afirmar es que siguiera con vida.

 

“Muerte a plazos”; en: Cubaencuentro, Madrid,10 de diciembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/cultura/2001/12/10/5294.html.