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Vanidad

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Dos oradores ocuparon los extremos del templo para dirigir sus plegarias al Señor. El uno, un fariseo; el otro, un publicano. El primero decía:

─Te doy gracias, Señor, por haberme hecho justo. Yo no soy como los otros hombres: ladrones, despiadados, adúlteros; ni aún como ese publicano miserable. Ayuno dos veces por semana, soy honesto, discreto, humanitario, amo más al prójimo que a mí; en el pecho me anidan la compasión y la ternura, soy...

Y no pudo terminar, porque un rayo, enviado del cielo con una puntería láser, lo hizo añicos. Después Jehová depositó su alma en cierto sitio del limbo que no constaba ni en los inventarios.

El segundo hombre, un publicano, apenas alzaba los ojos al cielo con recato y clamaba:

─Dios, seme propicio. Soy pecador, pero mi fe en tu indulgencia es infinita.

Y Dios le hizo saber que sus pecados, sus robos, sus adulterios, sus crímenes y malversaciones le habían sido sobreseídos según sus atribuciones de acuerdo a la legislación vigente.

Conversando esa tarde sobre tales sucesos, un lugarteniente de Jehová se deshizo en elogios a los novísimos dispositivos de mira adquiridos poco ha ─«Nunca más justos por pecadores, Señor, nunca mais»─. Y le encomió su sabia decisión de electrocutar a aquel soberbio, castigando como se merecía la fatuidad, y perdonar en el publicano arrepentido sus humanas flaquezas. El Señor hacía silencio mientras para sus muy adentros rezongaba: «Más perfecto que yo, nadie, carajo».