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Libros

La reinvención del mito

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Cuando un escritor se pone a la tarea de contar una historia, no son pocos los retos: la novedad del tema o del tratamiento, la profundidad, los desafíos del lenguaje, el perfecto encaje entre la materia narrativa y el punto de vista, la carpintería del oficio. Basta que falle alguno de estos mecanismos para que la estructura íntegra se desmorone.

 

Asomarse a la propuesta de Juana de Arco. El corazón del verdugo, de María Elena Cruz Varela, es una experiencia inquietante. Ante todo, descubrimos que la autora nos entrega una historia mil veces contada, tanto que ha devenido mito en la cultura occidental: la adolescente-mártir inmolada en nombre de su fe y de su patria. Ello entraña un reto adicional: revelarle al lector que lo supuestamente sabido no lo es tanto, y conducirlo, de sorpresa en sorpresa y sin que decaiga la atención, hasta el final.

 

En segundo lugar, María Elena, a quien conocemos por el depurado pero muy contemporáneo lenguaje de su poesía, pretende transmitirnos con autenticidad —la autenticidad del lenguaje, desde luego—unos personajes que vivieron en la Francia del siglo XV, una nación en proceso de fraguarse y de fraguar su lengua, a partir del maridaje entre decenas de dialectos locales.

 

Y, por último, ya dentro de la estructura de la novela, la autora insiste en mostrarnos que el texto es, ni más ni menos, una novela, y que está siendo escrita en este instante; pretendiendo además que al devolvernos a la historia nos sumerjamos en ella y la hagamos nuestra con la autenticidad de lo vivido.

 

De modo que comenzamos la lectura con las precauciones de quien se adentra en terreno minado, sin saber si saldremos indemnes por la última página.

 

La historia, tal como nos la cuenta María Elena Cruz Varela, evade toda pretensión de linealidad que tanto se repite en la literatura que inunda los anaqueles de los supermercados. Cuatro narradores no sólo conjugan sus voces, sino que nos hablan desde cuatro tiempos diferentes. En la primera parte, bajo el nombre genérico de “Visitaciones”, en doce capítulos escuchamos el padre Henri de Voulland, elegido guardián de un secreto sobre la muerte de la doncella en la hoguera, veinte años atrás. Alternándose con estos, “El cuaderno de notas de Anna Magdalena” (del uno al diez) nos remite al conflicto de alguien que identificamos como la autora, quien está escribiendo la historia de Juana de Arco, mientras su relación de pareja se ve abocada al naufragio. Un making off de la novela explicita así que el resto es historia contada, pura ficción literaria. Pequeñas zonas de estos capítulos nos arrojan a otro tiempo a su vez: la relación entre Anna Magdalena y Johann Sebastián Bach, imaginada por la autora. Ya en la segunda parte, hay un claro cambio de tercio: desaparece la autora y su historia inmediata, que sólo regresa justo antes del final. Y es en esta parte cuando el tema central de la novela cobra un tempo allegro, gracias a la rápida alternancia de siete capítulos denominados “La ruta del deshacimiento”, y otros siete bajo el títuloEl corazón del verdugo”. En los primeros, a través de una tercera persona semiomnisciente, tradicional en las novelas del género, podemos seguir las aventuras del padre Henri de Voulland, que concluirán en la revelación de la trama urdida para propiciar la muerte de Juana. En los segundos, nos habla en primera persona el manuscrito del padre Jean Le Maistre, viceinquisidor en el juicio de Juana y testigo de la conspiración tramada veinte años atrás. La novela concluye con un epílogo, una coda y el último “cuaderno personal” de la autora. Y no hay nada casual en esta estructura.

 

Durante la primera parte, las “Visitaciones” despiertan en el lector un creciente interés, en la medida que el secreto confiado al padre Henri de Voulland otorga al argumento un ritmo de thriller. Paralelamente, los “Cuadernos”ralentizan la lectura, sumergiéndonos en un tempo tenso pero pausado, adagio, el de una relación en quiebra cuyo interés dependerá de la empatía de cada lector con los patrones comunes de todo naufragio, pero no del argumento en sí. Sin embargo estas zonas tienen, dentro de la estructura, dos cualidades que vale la pena señalar: sirven de estímulo y de prueba. Lo primero, porque el lector ha cerrado la última “Visitación” en un momento álgido de la trama, de modo que la lectura demorada del siguiente “Cuaderno” no hace más que redoblar su ansiedad para continuar las aventuras del padre Henri. Una técnica que los novelistas radiales han sabido aprovechar con enorme eficacia. Y lo segundo, porque tras revelarnos que esta historia del siglo XV está siendo escrita justo en este momento, la autora (y los lectores) tienen la oportunidad de comprobar hasta qué punto la escritura, la ficción, ha alcanzado ese grado de veracidad que permite al lector vivir la historia, no leerla. En ambos casos, el propósito se cumple.

 

Una vez en la segunda parte, la propia autora parece arrastrada por el argumento e incapaz de interrumpirlo, de modo que se agiliza la alternancia entre “La ruta del deshacimiento” y el carácter confesional de “El corazón del verdugo”, hasta alcanzar al final un ritmo trepidante. Hay otra dosis de sabiduría narrativa en estas elecciones, porque si la tercera persona le permite narrar perfectamente todos los planos y escenarios en “La ruta del deshacimiento”, el empleo de la primera persona y, en especial, de la primera persona escrita, enEl corazón del verdugo”, los toques sutiles de diario, de bitácora, confieren a esta zona la autenticidad imprescindible como elemento que mueve toda la trama, y aportan verosimilitud a la desazón de este hombre atormentado al recordar el corazón incombustible de Juana de Arco, por mucho alquitrán que se le aplicara.

 

Es obligado un paralelo entre el personaje central y su autora. Entre Juana de Arco, agredida sexualmente, forzada a vestirse con ropas de hombre y, al fin, asesinada por un poder que no pudo silenciarla, y María Elena Cruz Varela, condenada a dos años de prisión en Cuba por la Carta de los diez, redactada por el grupo Criterio Alternativo que ella presidía. María Elena también se enfrentó a poderes absolutos cuya respuesta fue la condena. Pero en ningún momento este paralelo se trasluce como metáfora o parábola. Sólo un elemento podría servirnos de pista para el enroque sutil de papeles que (quizás inconscientemente) propone la autora: en una novela sobre Juana de Arco, la protagonista nunca aparece, como sí aparece, apenas maquillada, la autora. Aunque jamás esta presunta suplantación funciona como alegoría.

 

María Elena ha conseguido fraguar una historia que se rige por sus propias leyes y que interesa, para decirlo en términos cortazarianos, al reducido círculo de sus personajes. Razón por la cual interesa también al lector. A ello contribuye, sobre todo en los papeles del padre Jean Le Maistre, un lenguaje “añejado” por recurrentes giros y algunos vocablos estratégicamente colocados, sin propósitos facsimilares, que crean en el lector, eso sí, cierto “sabor medieval” de la palabra.

 

Podrán hacerse de esta obra lecturas feministas, políticas, historicistas y, sin dudas, habrá críticos más enterados que yo para tales menesteres, pero ninguna de esas lecturas sería pertinente si ante todo no fuera una novela que convoca con eficacia la sensibilidad y el interés de los lectores.

 

Y en eso hay un factor que escapa a la mera carpintería del oficio. No es casual que en entrevista concedida a raíz de obtener por esta obra el premio Alfonso X El Sabio, María Elena declarara que "Juana de Arco me utilizó para contar su historia", añadiendo más tarde que "convivió conmigo durante un año, en el que traté de ver su figura desde mí misma, con infinita ternura, sin ajustes de cuentas". Y eso también explica la ausencia de Juana como personaje. La autora no ha intentado suplantarla, sino reivindicar el mito, rehacerla en los cauces de la memoria. Y permitir al mismo tiempo que en cada uno de nosotros siga existiendo la Juana de Arco que hemos imaginado.

 

 

La reinvención del mito, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra, n.° 30-31, otoño/ invierno, 2003-2004, pp. 279-280. (Cruz Varela, María Elena; Juana de Arco. El corazón del verdugo; Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2003. 291 pp.).



Inauguraciones

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Es sabido que en nuestro mundo y, en especial, esa parte del mundo correspondiente al planeta académico, bastan cinco novelas para declarar inaugurado un movimiento literario, la coartada perfecta para que se desate una epidemia de tesis doctorales, artículos y ensayos, que con no poca frecuencia arrojan sobre el sufrido lector una cascada de palabras mucho más caudalosa que las novelas originales. Claro que explicar una novela requiere más palabras que escribirla.

 

No es raro que Mariano Azuela, Agustín Yánez y el tardío Carlos Fuentes hayan propiciado una abundante ensayística sobre la novela de la Revolución Mexicana. Tampoco lo es que baste un Serguei Eisenstein para mencionar el legado fílmico de la Revolución Rusa, o que la Guerra Civil Española arroje un saldo literario torrencial, donde flotan no pocas páginas salvables. Ni es raro que, hasta donde conozco, sólo un volumen, “La Novela de la Revolución Cubana”, de Rogelio Rodríguez Coronel, se haya ocupado de un fenómeno que no existe. A menos que acudamos al “perfil ancho” de incluir bajo ese rótulo toda la novelística escrita desde 1959 a la fecha. Un mercadillo literario donde se amontonarían en promiscuidad temática y estilística Paradiso, Los pasos perdidos, La última mujer y el próximo combate, y Tuyo es el reino, por ejemplo.

 

Si entendemos como “revolución” el período de lucha insurreccional que va desde fines de 1956 hasta inicios de 1959, sólo podremos hallar en la literatura cubana retazos de la historia como referente literario en volúmenes de cuentos (Los años duros de Jesús Díaz, por ejemplo), novelas (La Consagración de la Primavera de Alejo Carpentier) y, eso sí, infinitos artículos que rememoran, una y otra vez, las gestas de aquel período. Nuestros más memorables autores han eludido reiteradamente el tema como epicentro narrativo. Las razones pueden ser muy diversas: la brevísima sublimación del testimonio a mitología, difícilmente manipulable como materia narrativa a riesgo de incurrir en herejía; la naturaleza frecuentemente contestataria o, al menos, desacralizadora, de la literatura; la precoz convocatoria a la literatura cubana de los 60 para asumir una función pedagógica, etc., etc.

 

Lo cierto es que Froilán Escobar, con Largo viaje de ceniza (Ed. La Buganville, 2001) incurre en una novela inaugural entre nosotros. Paradójicamente inaugural, diría yo, y es algo sobre lo que me extenderé más adelante.

 

Autor de larga y sólida obra —Martí a flor de labios (1991), El monte en el sombrero, (1986, 1991), Ana y sus estrella de olor (1994), El cartero trae el domingo (1995), y El patio donde quedaba el mundo (1997), entre otras— Froilán Escobar ejerció el periodismo en Cuba desde los 60 hasta inicios de los 90. Su última década ha discurrido en San José de Costa Rica. Oriundo de la suave orografía de San Antonio de los Baños, al sur de La Habana, entabló amistad con los abruptos paisajes de la Sierra Maestra a principios de los 60, cuando escaló el Pico Turquino, la elevación más alta de la Isla, convirtiéndose en uno de los jóvenes “Cincopicos”, experiencia formativa que se insertaba en la épica de aquellos tiempos. Quizás durante sus persecuciones a la cima, Froilán entrevió lo que sería el escenario de esta novela. Más tarde tuvo tiempo de conocerlo a fondo, siguiendo el rastro del Che Guevara durante la guerra, lo que concluiría en los libros El Che en la Sierra Maestra (1973) y Che Sierra adentro (1988, 1997). Materias recurrentes en Froilán, porque desde entonces, la figura del Che y el mundo de la Sierra Maestra aparecen una y otra vez en su obra, desde la más directamente testimonial y periodística (en el mejor sentido de la palabra) —El año que estuvimos en ninguna parte (1994), en colaboración con Félix Guerra y Paco Ignacio Taibo II—, hasta la puramente narrativa —La vieja que vuela (1993, 1997)—. De modo que Largo viaje de ceniza es, entre otras cosas, la concurrencia de varias obsesiones. Novela que se nutre de sus indagaciones periodísticas en la historia, y de su conocimiento empírico del escenario y los personajes que lo pueblan, es mucho más que eso.

 

Novela inaugural, decía al principio, porque centra su historia en los primeros tiempos de la guerrilla liderada por Fidel Castro, muy lejos de alcanzar aún el poder. Un reducido grupo de hombres que, a pesar de su primera victoria al tomar el pequeño cuartel de La Plata, se concentraba en sobrevivir a los bombardeos y las columnas de soldados enviadas en su persecución. Y es en este momento tan vulnerable —como más tarde corroborarían varias experiencias guerrilleras latinoamericanas—cuando se produce la traición de Eutimio Guerra, guía de la guerrilla y confidente del ejército. Y es esa traición, que concluirá en la novela y en la realidad con la muerte del traidor, la médula argumental de la obra.

 

Así este libro, no sólo inaugura una novelística de la épica revolucionaria, sino que asiste al nacimiento de un período de la historia cubana que se extendería hasta nuestros días. Decía antes que se trata de una obra paradójicamente inaugural, y es por varias razones.

 

Si la narrativa internacional se nos vuelve cada vez más anecdótica y cinematográfica (Hollywood y el best seller mandan, dictando una literatura “amable”), la narrativa cubana de los noventa ha sido signada por la que posiblemente sea la crisis más extensa y profunda de la historia insular: una depresión económica que bordea el colapso, el desmoronamiento de todas las alianzas internacionales, la caducidad del sueño compartido y una profunda crisis de valores. En ese contexto se potencian una literatura intimista, en franca huida; una literatura urbana y beligerante, dolorosa como acta forense, que llega en sus extremos a un “realismo sucio” de serie B, o el renacer de la novela negra inevitablemente crítica. Y justo entonces, contra todas las ”modas” aparece Largo viaje de ceniza, retrotrayéndonos a la epopeya,

 

Si nos referimos a lo puramente argumental, contra el uso, que es fraguar una dramaturgia intrigante, este libro nos entrega desde el inicio las claves del traidor. Más aún, dada la extenuación que su materia narrativa ha sufrido por las reiteraciones en el periodismo conmemorativo, el discurso político y la historia oficial, poco de nuevo puede ofrecernos el autor. Lo más novedoso: el conocimiento que Crescencio Pérez tenía de la traición en curso, demostrando que tras el “traidor oficial” hubo un mercado paralelo de traidores que jugaban con las dos barajas. De cualquier modo, que el Che robe comida o tenga sueños eróticos, que los héroes sientan miedo o les tiemble la fe, no es suficiente para hablar de una verdadera revelación en el orden argumental. La presentación en la Feria del Libro de La Habana de este libro escrito en Costa Rica y publicado en España es quizás la prueba más fehaciente de que sus transgresiones no inquietan ni siquiera a las autoridades cubanas, tan susceptibles en asuntos de historia sagrada. Aunque tampoco ven con agrado sus concesiones a la verdad histórica a costa de la “verdad oficial”, de modo que un profundo silencio en los medios oficiales cubanos acogió este libro que, por muchas razones, merecía comentarios de peso.

 

¿Dónde reside entonces el encanto de esta novela que no deshilvana un misterio, ofrece una historia sabida, y ni siquiera nos propone un “cómo” de esta muerte anunciada? Lo único que nos arrastra página tras página es el lenguaje. Y es en esta otra dimensión donde el libro cobra su verdadera estatura.

 

Heredero de la literatura testimonial latinoamericana que el propio Froilán ha cultivado, este libro no se conforma con transcribir, literaturizándola, el habla popular. El narrador de la historia, Orestes Oreja, no es, por el contrario que la mayoría de los protagonistas, un personaje histórico. Orestes Oreja es la voz, o la voz de voces que condensa y transcribe la experiencia de la realidad a través de la experiencia del lenguaje. Su continuo empleo de la segunda persona confiere al discurso un carácter íntimo, susurrante, donde los grandes acontecimientos se cuentan sotto voce al arrimo de una taza de café, o del fogón que entibia los crudos amaneceres de la Sierra. Al no declamar de cara a la galería, Orestes se permite direccionar su discurso a un interlocutor invisible, al ubicuo Che Guevara, que bien podría responderle desde el otro lado de la muerte, e incluso a Samuel Beckett, en los entornos de una intimidad imposible —no pocos artesanos del testimonio puro se rasgarán las vestiduras—, es decir, en el centro mismo de la veracidad poética. Y es por esa razón que Orestes Oreja puede asumir su propia voz, que no es una transcripción ni una estilización de los modos coloquiales escuchados por el autor en la Sierra. Es más que eso. Froilán Escobar dota a su Orestes de un lenguaje intransferible, hecho a la medida de un personaje que tuvo dos madres, que conoce íntimamente a los gemelos Alberiñán y Alberizún, las dos caras de una realidad que nunca es unilateral, y escucha continuamente los augurios del pájaro de la bruja.

 

Y si la realidad narrada no se aparta drásticamente de la realidad ya canonizada por medio siglo de historia oficial, el lenguaje, en cambio, es dinamitado y reconstruido a la medida de su locutor. En el orden léxico, no escasean términos como “estrangulazo”, “maravillosidades”, “imponencia” o “las rivereantes aguas, las yentes y vinientes aguas”; el “bajante y subiente” miedo. Pero ello no es suficiente. La poética de Orestes Oreja instala en nuestra memoria con lujo de detalles incluso lo que no cuenta, o lo que apenas anota:

 

Hasta las nubes corrían huidas para arriba de Caracas. Los pájaros muchos, ni se oían barullando. Los arroyos, hubiera jurado que andaban en la puntica de los pies, atajando cualquier murmullo de ruido que hubiese. Incluso vi pasar a un pájaro carpintero que volaba con la proa fuera del aire, por no cascar los silencios.

 

O esa compacta y eficaz descripción de la huida:

 

Solté la mochila allí mismo. Hubiera querido soltar también la camisa, el pelo, que me frenaban. Soltar, incluso, el cualquier pensamiento, para andar más ligero.

 

Y por si no fuera suficiente, la recomposición del idioma alcanza, y tiene su efecto más perdurable, en el orden morfológico y sintáctico, como acertadamente apunta Carlos Manuel Villalobos. Unas pautas del idioma que quedan definidas desde las primeras páginas:

 

La muerte aniquila cualquier oír hubiente o viniente. Y lo peor: me cuesta luego echar el habla. Digo palabras que son sin lomas, sin árboles, sin pájaros, que son sin gente dentro. Echo aire, pero sin las letras del sonido: sólo soplo salido para alante, sin que pueda verse ninguna cosa dicha. Por más que toque una hoja no la pronuncio en trocito de palabra.

 

De ese modo, Largo viaje de ceniza obra como un revulsivo de los peores estereotipos de la literatura testimonial, consagrando una libertad de lenguaje y construcción sintáctica que se remonta al cannon barroco, al Martí de los textos más intrincados y boscosos, a la tradición délfica de Lezama.

 

Un texto paradójicamente inaugural que estrena un tema viejo, manoseado por el periodismo más ornamental; un texto que apela sin sorpresas a ese tema pero, al mismo tiempo, lo echa a volar gracias al cómo se cuenta y no al qué. Un texto, en suma, que apela al oído del lector y consigue otorgar un protagonismo al idioma, tan apreciado por raro en la literatura que corre. Un texto que nos descubre un espacio inédito de la historia y, al mismo tiempo, nos lega un hambre, una carencia que algún día la literatura cubana (o la del propio Froilán Escobar) se encargará de saciar: la recuperación literaria, y verdaderamente polifónica, contradictoria y convulsa, de la prehistoria de nuestro tiempo.

 

Inauguraciones, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 26/27, otoño/invierno, 2002/03, pp. 324-327. (Escobar Froilán; Largo viaje de ceniza; Ed. La Buganville,Barcelona, 2001, 188 pp.).



Tabucci en La Habana

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Para quienes han leído Sostiene Pereira, resulta difícil sacarse al protagonista de la memoria. Un periodista añoso, gordo, viudo, obsesionado por la muerte y por un panteón de escritores ilustres a los que ofrece espacio en la sección cultural de El Lisboa. Corren tiempos difíciles en el Portugal del año 38, sumido bajo la dictadura de Salazar. Los totalitarismos de uno u otro signo campean por Europa. Y en ese entorno inquietante, nuestro personaje contrata como colaborador al joven Monteiro Rossi, un soplo de vida que cruza como una exhalación el tanatorio literario del viejo periodista. El personaje y la novela, obra de Antonio Tabucci, no ofrecen moralejas ni fórmulas mágicas para descifrar la realidad. Nos entrega un trozo de vida palpitante del que cada uno sacará sus propias conclusiones. Tampoco es menos el Antonio Tabucci periodista, que en carta abierta al flamante Silvio Berlusconni disecciona la historia reciente de Italia como la cronología de una masacre por entregas.

 

Italiano de nacimiento y palabra, portugués adoptivo por vía de su mujer, de sus amigos y de Fernando Pessoa, a quien conoce como pocos, Tabucci es una presencia de lujo en la reciente edición de los premios Casa de las Américas. Confiesa que no le gusta hablar de literatura hispanoamericana, a pesar de su entusiasmo por ella, porque se considera un lector a veces incompleto. Habla del premio Casa como de “un coagulante de las literaturas latinoamericanas”, y se muestra encantado de esta invitación.

 

A propósito de Se está haciendo tarde, demasiado tarde, su colección de relatos epistolares, defiende con fervor la oralidad. Y corrobora que somos habitantes del idioma, más que de la patria convencional encarcelada por las fronteras: "El lenguaje es una forma de patria más extensa que las patrias nacionales. Pessoa decía: ‘Mi patria es la lengua portuguesa’".

 

El hombre que ha asegurado que “la literatura es un poco el espacio a donde vienen todas las incertidumbres, porque las certidumbres pertenecen al espacio de la teología, de la política... También es el espacio de todas las esperanzas”; el hombre que mira hacia la historia reciente desde el hombre, usufructuario y no mera mano de obra de la civilización, está en La Habana.

 

Viajero incansable, recopilador de historias y personajes, alerta que se viaja por viajar, no por cazar historias con paciencia de entomólogo. “No es viajar para escribir, eso hacen los reporteros. El escritor viaja para estar con las personas, para conocer los sitios. Viaja para viajar, y después, si la historia viene, mejor. Como se ama a una persona para amarla, y no para escribir una novela de amor sobre ella".

 

Y a pesar de ello, a pesar de que quizás reserve para la intimidad sus impresiones de La Habana, los usuarios de su obra no perdemos la esperanza de que La Habana según Tabucci salte a las palabras. Estaremos alerta.

 

“Tabucchi en La Habana”; en: Cubaencuentro, Madrid, 28 de enero, 2002. http://www.cubaencuentro.com/cultura/2002/01/28/5983.html



L´America Total

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En nuestro especializado mundo cultural y académico, son cada vez más frecuentes los estudios que intentan abarcar un espacio equivalente a la superficie de la yema del dedo, y practicar un estudio de mil kilómetros en profundidad. Lo que me recuerda la definición del especialista y el generalizador. El primero es quien sabe cada vez más de cada vez menos, para terminar sabiendo todo de nada. Mientras el generalizador es quien sabe cada vez menos de cada vez más, para terminar subiendo nada de todo.

 

Por eso alegra encontrar un texto como L'América, de Aleasandra Riccio, un texto donde no se intenta la autopsia de la cultura, mientras se reparten brazos y piernas a los especialistas correspondientes. Un texto donde la cultura no es el ente rectangular y predecible al que aspiraban los ilustrados, sino un cuerpo vivo, multiforme, en ocasiones monstruoso, pero sorprendente e impuro, donde todo o casi todo tiene cabida y es imposible leer el discurso literario sin insertarlo en sus contextos históricos o sin usar un diccionario político actualizado como material de consulta.

 

En L 'América, Alessandra Riccio nos habla de la palabra como mecanisino de dominación, como arma a veces tan efectiva como la pólvora, que permitía que no se desencuadernara un imperio vasto aún para estos tiempos de red global. Aquellas palabras que para algunos nativos tenían ánima y eran capaces de contar al destinatario los sucesos del camino. Es interesante esa aproximación de algunos autores, desde los cánones de la literatura occidental (en cuya órbita nos movemos) al universo cualitativamente diferente de la experiencia histórica y cultural indígena.

 

La visión eurocentrista que impuso la ilustración, y que no era sino una ilustración de lo poco ilustrados que eran en materia americana; incurriendo en absurdos, exageraciones y, sobre todo, generalizaciones pueriles, dignas de la más desbocada mitología popular. Estereotipos que han fomentado durante siglos la complacencia de Europa en su propia ignorancia americana, la negación a adentrarse en lo que, por distante y distinto, tiene que ser forzosamente inferior.

 

También alude AIessandra al (¿estereotipo o no?) de la identidad cultural, el colonialismo y sus secuelas, el neocolonialismo norteamericano, los patrones culturales impresos sobre una tradición que rebasa los marcos estrictos de esa tradición occidental y adquiere su propia fisonomía en el habla, en el arte y la literatura, en el discurso popular y, no pocas veces, en el discurso político. Una fisonomía que se nutre de la oralidad, de lo cotidiano, de lo naif: aunque con frecuencia oculte sus fuentes.

 

¿Razones? El continuo proceso de mitificación y ocultamiento que ha sufrido Latinoamérica por parte del discurso político, desde la retórica renacentista que ocultaba la empresa medieval que fue la conquista, el lenguaje iluminista de la independencia que no logra ocultar un caciquismo subterráneo y realidades medievales, la retórica positivista decimonónica camuflando la entrega del continente al capital financiero, mientras América era reclamada por Los Americanos, enmascarando la nueva colonización mediante políticas de buen vecino (siempre que no tuvieran que apelar al big stick); hasta la retórica tendente a construir una América de servicio (y al servicio) aunque se hable de Alianza para el Progreso y Zona de Libre Comercio. Es algo que nos recuerdan Paz y Fuentes, y que Alessandra Riccio subraya. Un texto a mi juicio importante para desentrañar los laberintos ocultos, los nexos entre la palabra política y la literaria, entre la historia que ocurrió y la que nos han contado, entre el continente que han intentado analizar sin éxito los taxidermistas y ese continente vivo, de fronteras difusas y que avanzan hacia el norte (¿devolución quizás, incruenta, de la conquista?), y que Alessandra examina al vuelo, al galope, descubriéndolo en plena audacia de un salto. Sin necesidad de capturarlo en las páginas de un ensayo cartesiano. Sin necesidad de clavarle un alfiler en la frente con un número de serie.

 

L´America total, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 217-218.



Anatomía del fantasma

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"En 1787 el colombiano Don Juan Ignacio de Salazar declaró que viniendo "de gente honrada y limpia de toda raza de Guinea" entablaba querella contra su hijo Juan Antonio por haber éste contraído matrimonio "de secreto" con la joven Salvadora Espinosa, de "calidad mulata".

 

El hombre no sólo desheredó al hijo, ante el riesgo de que sus dos hermanas se quedaran solteras por no encontrar varón dispuesto a emparentar con familia "ennegrecida", sino que reclama una acción legal contra el sacerdote que los casó.

 

A algunos puede parecerle que este hecho se remonta a un pasado del que ya estamos muy alejados, en una América multirracial y mestiza, donde ya ningún periódico anuncia que

 

“Se venden cuatro negritos de dos años, hasta la edad de nueve en la cantidad de 550 pesos..”..

 

O donde ningún mayoral apunta en su libro de zafra:

 

"Las reses matadas son toros. Se malogró una puerca de la ceiba. El negro muerto es Domingo Mandongo".

 

Pero se equivocan rotundamente. El hecho de que en Argentina o Santo Domingo se produjera la muerte estadística del negro, o de que en Cuba se haya abolido por decreto la discrirninacion racial, no significa su extinción. Del fantasma de la esclavitud, reconvertido a discriminación racial, imposición de patrones culturales blancos, conflictos familiares, sociales y laborales relacionados con la raza, trata este libro de Duharte y Santos que no sólo es recomendable, sino necesario para quienes deseen comprender el laberinto de relaciones sociales de nuestros pueblos.

 

Los autores dedican las primeras 70 páginas a analizar la situación del negro en países donde a primera vista no existen (Argentina y México), países donde se le ha convertido en un ser invisible (Colombia), países de mestizaje galopante aunque condicionado por prejuicios claramente institucionalizados (Brasil, República Dominicana, Venezuela), aquellos donde la población negra es abrumadora mayoría (Haití, Jamaica y algunas islas de las Antillas Menores), donde se interdigita la problemática negra con la indígena (Ecuador), el mosaico de conflictos en las pequeñas Antillas y el mito de la integración en Puerto Rico, para adentrarse en el caso de Cuba, a la que dedica veinte páginas, para concluir con un interesantísimo paquete de testimonios de entrevistados cubanos procedentes de los más diversos sectores, que ocupa las últimas 70 páginas. Aunque carecen de representatividad estadística, según confiesan los propios autores, estos testimonios son una muestra del modelo de pensamiento (racista o no, consciente o inconsciente) que ha condicionado en nuestra sociedad cuatro siglos de esclavitud, una división clasista que en mucho consideraba la aristocracia de la sangre, la preterización forzosa del negro a la base de la pirámide social, los largos procesos de despojo de la cultura del negro, y la imposición de los patrones blancos, occidentales, asumidos a veces de manera inconsciente y "natural" por la vía de los patrones estéticos, los medios de comunicación y los prejuicios que alcanzan el estatus de ley. Tanto el análisis de los autores como los testimonios vivos (y, en ocasiones, crudos) de los entrevistados, demuestran el grado de complejidad de este proceso en una Cuba que se "blanqueó" durante las primeras décadas del siglo con la inmigración peninsular, para "oscurecerse" más tarde con el éxodo de millón y medio de cubanos (mayoritariamente blancos), en medio de un proceso que abrió oportunidades a la población negra, "abolió" los signos externos e institucionales de la discriminación, y la definió como ideológicamente perversa; a pesar de lo cual la población penal continúa siendo mayoritariamente negra, la cúpula del poder mayoritariamente blanca, y las universidades se alejan aún de responder al balance racial de la población. Un país sometido a tensiones y cambios, donde se aprecia un renacer de los prejuicios raciales, una nueva escisión social.

 

Anatomía del fantasma, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra n.º 14, otoño, 1999, pp. 216-217. (Duharte Jiménez, Rafael y Santos García, Elsa: El Fantasma de la esclavitud Prejuicios raciales en Cuba y América Latina. Casa del Tercer Mundo Bielefeid y Pahí­Rugenstein Verlag Nachiolger Guiba, Bonn, Alemania, 1997. 160 pp.)