• Registrarse
  • Iniciar sesión

Libros

El premeditado azar de la cuerda

Comentarios Enviar Print

 

En la costa norte de Cuba Central hay una región donde cualquier espeleólogo se perdería con gusto para siempre. Miles de cavernas: archipiélago subterráneo que subyace al otro. En aquellos tiempos me interesaban tanto los laberintos de la Tierra como los de la imaginación, y tuve el privilegio de recorrer algunas. Tras la lectura de El azar y la cuerda, cuentos de Atilio Caballero (nacido frente por frente a esas cuevas, en la costa sur de la Isla) una de ellas convoca mi memoria. Discurría, extensa y casi horizontal, a poca profundidad. Dado su tortuoso juego de galerías, la oscuridad era total. Pero de repente podías chocar contra una columna de luz: una claraboya, abierta por un desplome de la bóveda, permitía minúsculos pero frondosos bosquecillos. Los tránsitos entre la intimidad de la sombra y la lujuriosa fronda que poblaba la luz eran tan súbitos (y memorables) como efímeros.

 

Ya se sabe que de los escritores cubanos, y en especial de los que viven en Cuba, se espera incluso una sintaxis política. Pero quien busque en este libro, escrito y publicado en Cuba, una narrativa al servicio de la circunstancia ─circunstancial, diríamos─, quedará felizmente defraudado. Desde Dark Side of the Moon, declaración de intenciones, arte narrativa que hace las veces de pórtico, Atilio nos advierte que no se trata de describir, testificar o enjuiciar. La subjetiva visión individual, lo exterior trasuntado a través de la agónica experiencia personal, son las materias primas con que intenta construir sus ficciones:

 

"La percepción se legitima a través de lo particular, porque la realidad exterior nunca es la misma cuando es observada por más de una persona" (p. 8)

 

De modo que el ejercicio narrativo se convierte en espeleología de la naturaleza humana, búsqueda de los resortes más oscuros e inmanentes, signado a trechos por atisbos de luz, cuando la realidad exterior asoma en las colas que la mujer del amigo exiliado en Rusia no desea hacer (“Un aire que bate”), en el presunto troque de tenedores de plata por quincallería y champú (“Una tranquila sobremesa...”), ininteligible para ajenos, en la kafkiana muerte sin confirmación burocrática (“Los caballos de la noche”) o en el inquietante final de “Manguaré, buena música”, "porque, del otro lado, los policías cruzaron la calle" (p. 40).

 

Como nos dice Atilio en la página 9, "Observo a mi alrededor y no puedo hacer otra cosa que interpretar". Pero su ejercicio de interpretación es el equivalente metafórico de comprobar que el siete y medio de su pie encaja perfectamente en la huella fósil de quien huyó corriendo sobre la lava. No se trata de datar la erupción o diseccionar el metabolismo del volcán, sino de convocar la angustia, el miedo, la soledad o la esperanza de salvación.

 

Tampoco deberá pretender el lector de El azar y la cuerda una dramaturgia al uso, ni el obediente cumplimiento de decálogos u otras preceptivas cuya validez no discuto ─los hombres, niños al fin y al cabo, necesitamos que nos cuenten una historia, masticando pernil de mamut a la orilla de una hoguera o por Internet─, pero que distan de la intención y el cumplido propósito de Atilio: operar con la materia prima en su estado prístino: el juego de espejos entre la vida y la muerte en “Los caballos de la noche”, la evasión salvadora en “Manguaré, buena música”, la amistad y esas trampas que tiende la distancia en Un aire que bate, o la soledad abisal que trasunta “Steinway & Sons”. No se trata de contar una historia, sino de arrancar un fragmento de la realidad (incluyo en este concepto continentes completos de la imaginación) y condensarlo de tal modo que las evidencias salten, como tigres, al cuello de los lectores.

 

El tratamiento del idioma dista tanto, por su parte, de cierto slang facilongo como del protagonismo barroco (que, en ocasiones, oculta el vacío del qué bajo la cáscara del cómo: puro cobertor de palabras). El idioma es aquí una herramienta, no exenta de dosificadas alegrías y lujos verbales. Aunque no se pretende la implacable precisión de un láser, sino el efecto de círculos concéntricos y espirales que nos van conduciendo de los arrabales al centro, ya que, según Atilio:

 

"Mallarmé pensaba, con mucha razón, que nombrar un objeto priva al lector del placer de ir descubriéndolo poco a poco, ayudado por la sugerencia de las palabras que no lo nombran”.(p. 12)

 

Efecto conseguido a pesar de la reincidencia filosofante, raras veces imprescindible y frecuentemente innecesaria. Vicios ensayísticos o alardes bibliográficos, lo cierto es que restan fluidez a los textos, adensan el discurso sin añadir otra cosa que acotaciones al margen, ofensivas para la percepción del lector atento e inteligente. El lector que, precisamente, exige este libro, dada su necesidad de hallar cómplices y no de conquistar mercados.

 

Al final del libro, tropezamos con “De Rerum Novarum”, cuyo sorprendente arranque nos saca de un discurso cuidadosamente homogéneo para dejarnos caer en los pastizales de la alegoría, pero no es sino el prólogo a “La escalera de Jacob (Coloquio-Pieza Narrativa Dialogada)”, que apela al ejercicio de la parábola sin explicitar moraleja alguna, dejando caer esa inquietante cuerda, como una invitación.

 

Confirmación de algo que ya Atilio nos anunciaba al inicio:

 

"Yo perseguía una ilusión, y ahora padezco la inmovilidad del perseguido. No hay testigos, y tengo la impresión de estar tartamudeando la visión del último invitado. Bien visto, nunca los hubo, aunque pienso que de esa forma es mucho mejor: la presencia del otro convierte en espectáculo lo que desde el inicio está concebido como experiencia personal”.(p. 9)

 

Libro, en suma, que exige con la misma intensidad que entrega, que devela sin revelar, persiste en cierta anfibología conceptual porque, como todo buen texto literario, nos descubre que la ambigüedad es no sólo una materia prima respetable, sino imprescindible. Un libro que no se conforma con la superficie esmeralda del mar lamiendo un arenal vigilado por escuadrones de palmeras (cuando vienes a ver ya estás preso dentro de una postal turística camino a Hamburgo Vía Air Mail); sino que intenta bucear, no sólo porque el mar es su espesor más que su superficie, sino porque a ras de fondo yacen los peces y los corales vivos, no etiqueteados en la vitrina del bazar. Aunque los folkloristas de la literatura puedan argumentar en su defensa que es una temeridad aventurarse a la vecindad de los escualos.

 

El premeditado azar de la cuerda, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena Letra. n.º 2, otoño, 1996, pp.157-158 (Caballero, Atilio: El azar y la cuerda. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1996. 92 pp.)



Libros

Comentarios Enviar Print

 

El libro puede ser mucho más que ese objeto cuadrangular, compuesto por algunas ideas (opcionales) y cierto número de páginas dispuestas, como el jamón de un sándwich, entre la portada y la contraportada.

 

Manufactura de monjes confinados en retiros boscosos, cavernas, monasterios y novelas de Umberto Eco, que se encargaron de conservar, en medio de la noche, la llamita votiva del pensamiento humano. El dibujo de cada palabra, de cada letra, persiguiendo las pautas dictadas por el plomo, y las más bellas capitulares. Hasta el libro electrónico donde cada pixel de cada letra es una esfera bipolar de tinta elctrónica

 

El libro escrito por dentro y por fuera rebasa toda función cultural para convertirse en símbolo esotérico. El universo como libro inmenso, escrito de puño y letra por la divinidad correspondiente, con tinta superespecial e indeleble. El libro del destino donde han sido consignados desde nuestros orígenesno sólo las guerras, los regímenes socio‑económicos, las revoluciones y los ciclos de desarrollo, sino también los casorios y las metidas de pata, el ascenso, decadencia y caída de todos los que han sido, somos y seremos. Nadie conoce con exactitud el número de tomos.

 

Los libros de fundación donde pueblos enteros se han afanado en leer su historia y su destino.Las palabras cabalísticas que en algún lugar de cierto libro tan sagrado como desconocido están escritas, y que abrirán a su descubridor la puerta que da acceso al reino.

 

El Liber Mundi de los rosacruces y el Liber Vitae del Apocalipsis.

 

Sospecho que a mis libros, entre centenares de páginas, sólo algunas docenas de palabras los justifican. Lo mínimo para responder a las miles de buenas palabras que he leído.

 

El libro es ese ser disciplinado que se queda en su estante todo el tiempo necesario, en espera de la mano, de los ojos, de alguna sonrisa o reflexión que lo deje abandonado por algunos minutos en el regazo. Es el compañero de ómnibus repletos, que permite ignorar los empujones, las bolsas de las señoras en el costillar, los tres fuetés de la muchacha sobre mi dedo gordo del pie izquierdo, y aceptar asombrado que “tan rápido” hemos llegado a nuestro destino, cuando no descubrirlo demasiado tarde, perdiéndose de vista hacia la popa.

 

El libro es ese objeto que, a contrapelo de las buernas maneras del consumo, algunos prefieren nuevos, pero otros, no, por esa personalidad que le confiere al libro de segunda el haber pasado de mano en mano, conservando como cicatrices o tatuajes las huellas de los ojos, y porque los libros también nos observan, aunque nunca nos demos cuenta.

 

El libro es, sólo aparentemente, inmutable. Si no, pruebe a leer el mismo texto filosófico, la misma novela, a los 15, a los 30 y a los 60 años. Y no es sólo que usted haya cambiado. Sería demasiado obvio. Sino que las palabras mismas buscan su sitio entre sus lecturas previas, sus nostalgias y sus hambres, con una sagacidad de tigres o de amantes furtivos.

 

El libro es tan discreto que no levanta la vista ni ante un homicidio digno de un film de samuráis. Pero sigue esperando, atento al más leve roce de la mano, para despertar.

 

No parlotea por mero terror al silencio, ni interrumpe, ni exige que se le tome en cuenta, ni se molesta por las desatenciones o los olvidos. Su sabiduría lo coloca por encima de eso. En él las palabras siempre esperan, con la confianza de que su momento va a llegar. Libros tengo que se mudaron conmigo de casa en casa, durmieron en cajas durante meses, en tongas informes, asediados por el polvo y los insectos; libros que me esperaron veinte años sin tener que acudir al expediente de tejer y destejer un tapiz de palabras.

 

Porque la conformidad de los libros no tiene igual ni entre los amigos ni entre los animales domésticos[1]: ellos jamás protestan por quedarse abiertos sobre el pecho (hasta apagan la lámpara de noche, para que no se les desvelen las palabras), ni se quejan por caer despatarrados al suelo, o porque sus puntas sean dobladas, sus hojas sean plisadas en diagonal, o porque flores, mariposas, trozos de periódico y bolígrafos les sean atragantados para confirmar un hito en la lectura. Sin un solo quejido, pierden hojas, carátula y hasta segmentos de sus tripas. Resisten subrayados y notas al margen con la displicencia de un marinero tatuado durante cierta noche de alcohol y putas en una ciudad pendenciera del Oriente.

 

Hay libros fieles que se abren solos en la página apetecida, porque ya han sido amaestrados por nuestros ojos. Y ni así son capaces de celarnos, aunque una edición princeps y nuevecita le usurpe su lugar en la mesa de noche.

 

Su sociabilidad no tiene límites. Basta buscarles al final la bibliografía o la extensión literaria de su familia editorial, para que sea como una presentación con todo y mucho gusto, no, el gusto es mío, de amigos nuevos, o de otros que sí, cómo no, ya nos conocíamos. O de otros sujetos que evitaremos de aquí en adelante, porque el libro también nos previene de malas compañías

 

Libros como los diccionarios reciben un tratamiento tan utilitario que nos resistiríamos a dar ni al menos quisquilloso de los parientes.

 

Desde los libros sabios a los tontos, desde una humilde edición de bolsillo a la rareza bibliográfica que nos mira ya desde la cubierta con una altivez de aristócrata arruinado, todos poseen ese instinto de abrir sus páginas con una cortesía un poco anticuada pero muy elegante.

 

El libro, símbolo de poder que alejaba los espíritus malignos en la antigua China, mantiene su capacidad de conjurar los malignos espíritus de la estupidez y la petulancia huera que no rebasa sino muchas carátulas y algunos prólogos, convirtiéndola quizás en esa docta modestia de quienes han vislumbrado la oceánica extensión de su ignorancia.

 

“Libros”; en: El gallo verde, Mengíbar, Jaén, España, n.º 17, 1996, pp. 24-25.

 

 

[1]Algunos puede que lo sean, con otros no debe uno descuidarse: muerden e inoculan males irreversibles.



El Camino de la Historia (Una versión americana)

Comentarios Enviar Print

 

Hasta 1492, Finisterre era el fin del mundo, la frontera última de una cultura múltiple, el extremo occidental de Occidente. Los peregrinos cumplían un tránsito de siglos, una aventura física, emocional, mística, cultural. Desde los más remotos confines acudían por el perdón. Pero no sólo. Hacia el límite de la Tierra, tras el cual campeaba lo desconocido —ese pavor geográfico sin nombre propio ni cartografía—, confluían en busca de salvación, descanso, paz, sabiduría, el fin de tormentos y desvelos. El fin, al fin, esperaba por ellos en el fin. Pero la Tierra de pronto no tuvo fin. Ni siquiera principio. Finisterre se convirtió en una estación medianera. Aunque, sin principio ni fin, bien podría ser Finisterre el inicio de la Tierra o, al menos, el inicio de una nueva aventura, de un camino, como hasta entonces fuera término de otra aventura y otro camino. Ni siquiera en América concluía la Tierra, pero hacia allí apuntaba El Camino.

 

Cuatrocientos sesenta y seis años más tarde, la Compañía General de Ediciones publicaría, en la ciudad de México, el volumen Guerra del tiempo, del escritor cubano Alejo Carpentier, que incluía tres relatos y una novela breve. Uno de aquellos relatos, ya hoy traducido a las más importantes lenguas en cientos de miles de ejemplares, objeto de estudios y controversias, es“El Camino de Santiago”.

 

Juan, tambor de tropa en el Flandes del Duque de Alba, cree contraer la peste, y en un acceso promete a Santiago acudirle a cambio de su salvación. Ya convertido en Juan el Romero, tropieza con un indiano que tuerce, con palabras llenas de maravillas y portentos, su camino por el de Sevilla, desde donde embarca hacia América, tierra que lo recibe con el fulgor tórrido y solar, no con el fulgor del oro que soñara, ido “hace años, en las uñas de unos pocos”,de modo que le acomete la nostalgia por Europa, dulcificada en el recuerdo, no como “estas tierras ruines, llenas de alimañas, donde el hombre, engañado por gente embustera, viene a pasar miserias sin cuento”. Por fullerías de dados, tiende de una cuchillada a un compañero de viaje, y huye. Se une al cimarronaje de los montes, donde indios, negros, calvinistas, judíos y católicos, conviven en la heterodoxia de la supervivencia. Vuelto a la península, pasto para la Inquisición sus amigos el calvinista y el judío, jura a Santiago cumplirle, esta vez en serio. Pero más tarde lo reencontramos, de Juan el Indiano, proclamando maravillas de Indias de feria en feria, y hasta convenciendo a un joven, Juan el Romero, en una escena que es copia fiel de aquella que torció su camino. Obnubilado por los prodigios, el joven Juan se encamina a Sevilla; pero Juan el Indiano, otrora Juan el Romero, otrora Juan, tambor de tropa en Flandes, no sólo ha convencido al Romero, sino a sí mismo, y juntos embarcan hacia América, reeditando el mito, torciendo (o enderezando) el camino de la rememoración a la esperanza.

 

No es raro que el gran poeta José Lezama Lima escribiera a Alejo Carpentier en octubre de 1958, a unos meses de aparecido el relato:

 

“Tu Camino de Santiago tiene algo, desde luego, de Hijo Pródigo, de la otra familia, la que surge por el reconocimiento (...) todo ello tiene la alegría americana, es decir, los ciclos de una vida se cumplen como las estaciones, en el hombre, guerra, misticismo, lo discurrido terrenal. Se oye la misma canción, cuando alguien regresa y alguien parte. Es la prodigiosa población de lo temporal, donde únicamente se ensaya ese reconocimiento, que no es en un sitio, sino en un tiempo”.

 

Elemento clave del relato y del Camino: el carácter cíclico y recurrente de la historia, del tiempo. Concepción que se reitera en la obra de Carpentier, apuntando a una noción cíclica de la historia. Si el mito de Santiago fue (ha sido, es) razón de un decursar humano que ha dejado su impronta cultural e histórica en el ámbito de Occidente; el mito de América multiplicó esos efectos al movilizar naciones enteras en busca de oro y libertad, de perdón y sabiduría, de aventura y fama. No es casual que fuera Santiago, el guerrero, quien consumara la primera invasión a las Indias.

 

Si El Camino fue móvil de la historia, vehículo de ideas y sueños, de culturas y lenguas que se difundían, fluían y refluían a lo largo de su curso, el Camino de América fue no sólo la vía para la refundación de un continente sino, por reflujo, el instrumento que operó la reedificación de Europa, que nunca más sería, después de América, lo que fue antes.

 

Las palabras no son pronunciadas en vano, parece ser un axioma que campea en el cuento de Alejo Carpentier, leit motiv de su obra.

 

Las palabras del Indiano primero crean el mito —el mito de El Dorado, de la salvación, del perdón, de las culpas redimidas, de la esperanza al alcance de la mano—. El mito es móvil de la acción, y la acción mueve la historia, que a su vez es defraudada por la realidad, desmitificada y vuelta a su dimensión terrenal e imperfecta. El hombre traicionó el Camino de Santiago a favor del Camino de América, y ahora traiciona el nuevo mito, perdidas las esperanzas. Pero las cenizas del mito, los relictos de una realidad ya superada, van fraguando dentro de él la carne de un nuevo mito que convence a Juan El Romero, esa nueva edición de sí mismo. Pero Juan no es un simple embustero: él, como todos los hombres, necesita un mito en qué creer, y cree su propia ilusión: embarca de nuevo hacia América en una reincidencia que no cierra el ciclo, sino que deja entreveer la infinita multiplicación de los ciclos.

 

Si la transacción “mi vida a cambio de cumplirte” lo echa al camino que en Compostela tiene su fin, un embuste lo enrumba al otro camino —continuador, epílogo— que en América concluye. La traición al Santo tiene su respuesta en la traición de la realidad al mito, y ella es la que de nuevo lo coloca en el Camino de Santiago, para que la vida lo tuerza por el de vividor que yanta echando a los cuatro vientos los despojos del viejo mito, para ser nuevamente traicionado por un mito recompuesto, que mañana será traicionado. Y así. La peregrinación hacia el pasado de la raza es trocada por la peregrinación hacia su futuro. Y viceversa. Ni el pasado ni el futuro han concluido. Están rehaciéndose continuamente el uno al otro. Los gérmenes de la futuridad yacen en el pasado. Todo futuro convoca sus orígenes.

 

Juan el Indiano sabe que mientepero, al mismo tiempo, no lo sabe, porque el mito va tomando la corporeidad de las ilusiones necesarias. Engaña a su nuevo yo —hijo, reencarnación, arquetipo, su propia alternativa devuelta a la esperanza, su futuridad y la posible reiteración de su pasado—, Juan el Romero, como una vez lo engañaron. De víctima expiatoria del mito, se convierte en génesis del nuevo mito. La experiencia terrenal no ha actuado en vano: el ejecutor de la historia se ha convertido en móvil de la historia. Y al incitar a la acción, se incita. Reincide. Rejuvenece. Sus pasos hacia Sevilla parecen susurrarnos una sentencia que contradice a García Márquez en la soledad de sus cien años: Los hombres sí tienen derecho a una segunda oportunidad sobre la Tierra.

 

Reincidir en su camino a América es la clave de esta historia: Juan no es un simple embustero. Es un símbolo. Es el hombre, la raza, la voluntad de rehacer la historia miles, millones de veces, para así ir construyendo la futuridad con dosis de expectativas cumplidas e incumplidas. Dosis que alimentarán una segunda, tercera... milmillonésima versión del mito, que continuamente se incumple y se supera a sí mismo, para nuevamente incumplirse: es la historia humana.

 

El camino que va de un Juan a otro es también el Camino de Santiago, el camino de la esperanza renovada, que es al mismo tiempo el camino de la historia —la progresión geométrica de la historia—, el camino de América: futuridad, reflejo, segunda oportunidad de construir el paraíso sobre la Tierra.

 

Y la historia, tumultuosa, se sucede jalonada por traiciones que se convierten en móviles creciendo en la raíz de cada mito sucesivo: la traición al Santo, la traición a la América mítica, la nueva traición al Santo... ¿Pero serán verdaderas traiciones? ¿No serán los capítulos de una sola búsqueda, aunque los objetivos sean aparentemente mudables? ¿Es el verdadero camino una peregrinación hacia el pasado, o será siempre una etapa de esa carrera hacia el futuro que es toda vida humana, y por adición, la vida de la raza humana? ¿No será acaso esa dosis de inmanencia, de futuridad, que yace en todo pasado, lo que arroja a los peregrinos hacia el Camino? Buscar la expiación y el perdón de las culpas no es saldar cuentas con el pasado —que ya ha transcurrido—, sino despejar el camino hacia el futuro, excluir del futuro los lastres del pasado. La Tierra es un esferoide, no hay principio ni fin, como el tiempo para Carpentier, y andar hacia el pasado puede ser el camino más corto y menos fatigoso hacia el futuro.

 

El ciclo que va de las palabras a la ilusión, y de ahí a la tendencia histórica, no sólo se ha cumplido, sino que apunta hacia su recurrencia. Tras la duplicación de encuentros entre Indianos y Romeros, yace la multiplicidad de encuentros que conforman el ciclo de la historia: cada uno es muchos; cada uno es todos. La agobiante carga de la realidad abona la imaginación para que el mito caiga en suelo fértil. Pero la desilusión es también el fondo donde, tarde o temprano, tendrá que rebotar la naturaleza humana, para acudir en busca de un nuevo mito. Y si no lo hubiera, habría que inventarlo. No otra cosa es la historia humana: una larga sucesión de mitos cumplidos a medias, trascendidos y vueltos a soñar. El perfecto soñador y el ejecutor imperfecto no son personajes tipo en una mala comedia: ambos conviven en cada hombre, de ambos tiene su grandeza y su miseria. Sin ellos sería difícil explicar el papel del hombre como móvil de la historia.

 

Sísifo cambia la historia subiendo la misma piedra a la misma montaña. Precisamente, porque aunque lo parezca no son ni la misma piedra ni la misma montaña. Como tampoco es idéntico a sí mismo el tiempo, y ya eso trueca continuamente la faz de una acción que, vista de cerca, parece repetirse al calco. Cada desengaño, cada piedra que cae, deja un saldo a favor: un milímetro menos que rodó la piedra, una partícula de polvo que fue erosionada y suavizará la cuesta.

 

El desengaño no logra borrar del todo la ilusión, la audacia del mito, parece decirnos Juan el Indiano al reincidir en la esperanza. No importa que una recaída suprima el nuevo intento de hallar el paraíso. De ilusiones y recaídas parece estar compuesto el Camino de Santiago, que ya no concluye en Finisterre. Ilusiones, desilusiones y recaídas parecen ser las materias primas con las que el hombre va fabricando la eternidad.

 

“El camino de la historia”, en: Cuadernos del Camino de Santiago, Santiago de Compostela, España,n.º 5, primavera, 1994 pp. 76-79.



La hora fantasma de cada cual

1 Comentarios Enviar Print

 

Confieso que empecé a leer con desconfianza La hora fantasma de cada cual, libro de cuentos (¿cuentos? ¿novela? ¿cuentinovela? ¿novelicuento?, quién sabe, qué importa) de Raúl Aguiar. Una parte del libro —la menos feliz, por cierto— había caído en mis manos durante la última edición del premio Caimán Barbudo. La rebasé con rapidez y me adentré en la segunda parte. Y entonces esa magia que es toda buena literatura hizo su aparición. El antiteque cedió espacio hasta desaparecer, dejando al descubierto eso de humano que siempre vale en el hombre, lo que hace trascender el proceso de escritura desde un laborioso juego malabar con las palabras, a una entrega, sin esperanzas de reciprocidad, a esa quinta dimensión que es la imaginación humana. Sólo entonces la sintaxis cede espacio al corazón, los personajes cobran cierta vida que de algún modo nos trasciende y el punto final firma un compromiso que el escritor ya no está autorizado a eludir. Un compromiso que desde este momento Raúl Aguiar ha contraído con nosotros, sus lectores.

 

Hay tareas más arduas que otras, y no es de las más livianas aquella que alguna vez tentó a Dostoievski: descubrir el rostro oculto de la sociedad, ese que la pacatería prefiere susurrar y no decir. Un rostro en que hay tanta humanidad como en cualquier otro, y a veces más al desnudo. De ese mundo se encarga Raúl, sortea con suerte remolinos y escollos, devolviéndonos a salvo y magullados en la otra orilla. Por eso nos queda, al cabo de las páginas, esa sensación dolorosa y feliz de una excursión con paisajes, montañas, manigua densa y roquedales: el cansancio de los caminos y la tentación de regresar mañana, el año próximo, en el siguiente libro.

 

Presentación del libro La hora fantasma de cada cual, 1994