• Registrarse
  • Iniciar sesión

De Leo Martín a Sam Spade

Comentarios Enviar Print

 

Con la novela negra Que en vez de infierno encuentres gloria, Lorenzo Lunar (Santa Clara, 1958) obtuvo los premios Brigada 21, a la mejor novela en español, y Novelpol. Premios concedidos por los lectores, posiblemente los mejores jurados a que pueda aspirar un escritor del género. Leyendo sus 124 páginas, que se deslizan a toda velocidad hacia el final, comprendí esos veredictos de calidad. La obra consigue no sólo atrapar al lector con una intriga creíble, sino que dosifica con máxima efectividad la información, entrega las raciones justas para no morir de sed, lo suficiente para empujarte hacia la contraportada. Pero eso es sólo (como si fuera poco) buena técnica, carpintería del oficio. Lo más importante es que en las primeras diez páginas se ha construido un universo particular: el barrio: cerrado, con leyes propias y, sobre todo, vivo. Un universo real, literariamente real, donde empieza a alojarse desde ese instante la voracidad del lector, ajeno a cualquier extrañamiento brechtiano, porque allí los hechos no se representan, no se componen ni se escriben; suceden.

 

Dos años después, el autor obtendría otro premio, concedido esta vez por un jurado profesional que no juzgaba novelas negras o verdes, sino literatura. Polvo en el viento consiguió en Puerto Rico el Premio de Novela Plaza Mayor. En ella, el barrio se expande a la ciudad, que no funciona como un espacio cerrado, sino como un espejo del país, del tiempo angustioso, de la desesperanza, esta sí, cerrada, donde son prisioneros todos los personajes por igual: policías y bandidos, funcionarios y drogadictos, creyentes y ateos en una religión laica por decreto.

 

“Vivir en este barrio le ronca los cojones” es la oración inicial de Que en vez de infierno encuentres gloria. Y Polvo en el viento bien podría comenzar con la sentencia: “Vivir en este tiempo le ronca los cojones”.

 

En la primera, el hilo conductor es el asesinato de Cundo, un viejo amigo del policía Leo Martín. Desde el instante en que el cadáver aparece molido a golpes en su cuartucho, y César, el jefe de sector, encarga el caso a Leo, nacido y criado en el barrio, los acontecimientos se precipitan, más que en el tiempo, a través de los sinuosos pasadizos del barrio, verdadero protagonista de la obra, con su elenco de personajes: Tania, la prostituta, aquella niña que fue para el policía como una hermana menor, Blanquita, El Moro, El Puchy, Pepe el Vaca, Pechoemulo, Chago el Buey, El Rey del Brillo. Personajes de vidas rotas, machacadas por la miseria, extraviadas en un mundo donde el relativismo moral no es perversión sino garantía de supervivencia. Una corte de los milagros donde cualquier destello de esperanza, cualquier aspiración, fue aplastada sin piedad hace mucho. Y todos ellos componen el rostro poliédrico del barrio, un monstruo de cien cabezas cuya anatomía conoció perfectamente, alguna vez, Leo Martín, quien todavía cree conocer todo lo que se trama en la dramática geografía de la supervivencia. Pero desde que usa uniforme, hay muchos secretos que púdicamente el barrio le oculta y otros que él ha desaprendido, como el expatriado que comienza a olvidar los matices de su lengua materna. Por eso, la voz del barrio le susurra: “Aquí pasan muchas cosas, cosas que las sabe todo el mundo menos tú, son las mismas que han pasado siempre desde antes que te metieras en la policía”. De ahí que el lector se sienta voyeur, mirahuecos, fisgón, a medida que el policía va abriendo las puertas del barrio, ventilando intimidades.

 

En Polvo en el viento, en cambio, parece que César (¿el mismo César ansioso de culpables, lo sean o no, de la novela anterior?) no conoce verdaderamente a nadie. Parece que no los ha conocido nunca. No asistimos a un microuniverso, sino al espacio despoblado, ajeno, de la ciudad donde se mueven los personajes a través de diferentes estratos superpuestos. Los protagonistas, Yuri y Yenia —eslavonimia resultante de unos padres amamantados con los manuales de Marxismo-Leninismo—, son hermanos jimaguas que habitan una suerte de universo paralelo donde el sexo (hetero, homo, bi, múltiple, incestuoso), el arte, las drogas, la música, no cumplen una función orgiástica. Son rituales funerarios, preámbulos de una muerte buscada como única alternativa a una realidad más que miserable, repulsiva. Es una suerte de última cena donde los comensales —con Susy, El Flaco, El Ripiao, a los que se añade Bianka Roxana, leit motiv de la novela— engullen desaforadamente de todos los platos con la certeza de que nunca concluirán la digestión.

 

En otro estrato, encontramos a César, un policía de nuevo tipo en la literatura cubana, y a Mirtha Sardiñas, la madre de los Y, una Margaret Thatcher de provincias que se casó con el compañero director Arsenio Padrón y cuyo egoísmo ha pulverizado la familia. Si Mirtha Sardiñas es todo cálculo, sus hijos son el reverso: intentan quebrar todo límite, toda frontera, con la osadía libertaria del pichón que se echa a volar desde el acantilado cuando aún no ha plumado.

 

Un tercer estrato es el mundo feroz de la cárcel, una jungla cuyas leyes empiezan a parecerse sospechosamente al universo convencional donde habitan César y Mirtha. Por eso no es raro que, a través del sexo, se anuden César, el policía, con Mirtha, la funcionaria, con su hijo Yuri, el evadido, con El Caballo, prisionero que trabaja de soplón para César a cambio de protección y sexo. Si el sexo es el último reducto de libertad individual en la Isla, en esta isla de Lunar es siempre dominio o amenaza, instrumento, moneda, compra, venta, huida o muerte.

 

El cuarto estrato está poblado de extras que deambulan como testigos del naufragio, que se arrastran por el proscenio para dar fe a su tiempo del derrumbe.

 

Leo Martín, jefe del sector de la policía en su barrio, no sabe por qué se metió a policía, y concluye que sería “porque eso estaba escrito” o porque le “gustaba dar patadas y clavar sukis en los estómagos y ahora sigo por inercia”. No obstante, busca la verdad, no un culpable.

 

Mientras, el teniente César “maldice la hora en que se metió en la policía”, y concluyó muy pronto que “era mejor no meterse con los malos. No atravesarse en el camino de los delincuentes”, “hacerse de la vista gorda y recibir (…) aquellos obsequios que no eran para nada chantaje, sino pura cortesía de sus buenos vecinos”. Aprendió a templarse a la mujer de Felipe a cambio de que su marido continuara traficando café, permitir el trapicheo de carne alojada entre las espléndidas tetas de Aga, que él tan bien conoce. Y, ahora, como jefe del Departamento de Criminalística, cumpliendo de alguna manera su vocación para ser jefe de algo, de lo que sea (aunque “le tocaba serlo en el momento en que nadie quería ser jefe de nada”), no buscaba la verdad, sino culpables. Y para eso estaba dispuesto a encerrar a Yuri con El Caballo —hasta donde alcanzo, no tiene relación con el otro Caballo—, asesino, bugarrón y chivato, para que “lo ablande” a fuerza de violaciones y se lo entregue listo para la confesión, para que el teniente se anote otro caso resuelto en su expediente. Como dice su coronel, “antes que llore mi mamá, que llore la de otro”. Summa filosófica.

 

Si en Que en vez de infierno… una muerte real convocaba al policía a desbrozar un mundo que conoce; en Polvo en el viento, la presunta muerte de un símbolo, de una alegoría (en consonancia con toda la muerte simbólica que atraviesa la novela) empuja a otro policía completamente distinto a forzar una realidad que le resulta ajena, que es incapaz de comprender, para acompasarla a sus necesidades.

 

Si la primera es una historia simple, convincente y fragmentada con inteligencia para construir la trama, donde, al final, gana el delincuente (“a veces es mejor que olvides que sabes cosas”, le dicen al policía cuando pierde); en la segunda, una novela de trama más compleja, donde hay un juego evanescente entre lo inmediato y lo simbólico, todos pierden. Como si César hubiera echado a andar una maquinaria de destrucción que va macerando a quienes encuentra a su paso, incluso a su creador, condenado a la distancia, ese sucedáneo de la muerte. Máquina incapaz de destruir el símbolo, de borrar esa presencia inquietante que desencadena toda la acción. Nada más puedo decir sin estropearle la intriga a los lectores.

 

La extrema concisión narrativa de Que en vez de infierno… da paso a una narración más pausada (no menos tensa) que ilumina los sectores más oscuros de la sociedad y se permite otros matices y circunloquios en Dust in the Wind.

 

Lorenzo Lunar, quien ya ha publicado El último aliento (1995), Échame a mí la culpa (1999) y Cuesta abajo (2002), ha declarado que la literatura no puede ser un discurso político y que busca el término medio. Si arrojarnos a una realidad brutal, sin afeites ni evasiones, es “el término medio”, lo ha conseguido. Reconoce la deuda con la novela negra norteamericana, y lo evidencia en cómo Leo Martín, un policía con bastante decencia por uniforme, da paso a César, un Sam Spade brutal, inelegante y sin escrúpulos, y cómo las tinieblas del barrio inicial anochecen completamente en una ciudad donde todos son víctimas y victimarios. Las cloacas de sus vidas desembocan, indefectiblemente, en el colector de la muerte. Ignoramos si serán recicladas hacia alguna materia patriótica.

 

Dos nuevas entregas de la saga Leo Martín acaban de aparecer: La vida es un tango (2006) y Usted es la culpable (2007), pero eso será asunto de otro contar. Como su anunciada Cocina criminal cubana.

 

Que en vez de infierno… es una novela tragicómica, ha declarado el autor, porque en Cuba “vivimos un humor negro tristón” (El País, 11 de julio, 2004). Y aclara: “cómica para los que la ven desde afuera y trágica para los que estamos dentro”. La realidad cubana viene con una exultante banda sonora, es cierto, pero es trágica desde todos los afueras y los adentros, excepto desde el ángulo recto de una consigna. Aunque… hay por ahí cada sentido del humor que debería constar en el Código Penal.

 

De Leo Martín a Sam Spade, en: Encuentro de la Cultura Cubana; Buena letra, n.° 45/46, verano/otoño, 2007, pp. 295-297. (Lunar, Lorenzo; Que en vez de infierno encuentres gloria; Zoela Ediciones, Granada, 2003, 124 pp. ISBN: 84-95756-04-8 / Lunar, Lorenzo; Polvo en el viento; Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2005, 192 pp. ISBN: 1-56328-292-5).