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Miyares Cao: la constancia es un arma

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Si usted llega al Centro de Histoterapia Placentaria, digamos, un lunes a las nueve de la mañana, puede encontrar un grupo de veinte o treinta enfermos de vitiligo procedentes de Trinidad Tobago, que han viajado especialmente a La Habana para estar hoy aquí. Minutos más tarde, un hombre de profundas entradas, alto y delgado, de abdomen ligeramente prominente que hace recordar aquel chiste de la lombriz que se tragó el frijol, un hombre de gruesos lentes cabalgando sobre la nariz hebrea —lo más parecido que usted pueda ver al Sherlock Holmes dibujado por Sidney Paget—, comienza a hablarles en un inglés pronunciado según el más puro estilo de Marianao. Un inglés que el auditorio sigue con atención, más allá de los tropiezos idiomáticos, porque en sus palabras viene la esperanza para los que ya la habían perdido.

 

Más tarde usted puede visitar el moderno consultorio, donde las historias clínicas se registran en computadora, que a su vez auxilia en el diagnóstico del tiempo de curación y la cantidad de medicina a emplear; el salón de fototerapia, o el confortable despacho donde, sobre un bellísimo buró de maderas preciosas que casi nunca se usa, hay un elefantico de plata, un busto de Martí, algunos libros; el despacho donde usted puede conversar a sus anchas con este hombre de palabra amable que se llama Carlos Miyares Cao. Quizás otro día pueda visitar el centro de investigaciones donde Miyares transcurre la mitad de la semana. Pero ese es el final de esta historia, que empieza en

 

El Parque Almendares,

 

donde, cierto día, a principios de los años 60, Carlos Miyares, tan alto y delgado como ahora, pero con 25 años menos, busca cañas bravas de donde cortar tiras para fijarlas a los músculos de los animales de experimentación y así registrar sus movimientos (a falta de palancas metálicas de inscripción). Había concluido el bachillerato en el 57 e ingresado a la universidad en el 59. La propensión a la medicina le venía del padre, cirujano, y la propensión al trabajo investigativo, de su insaciable curiosidad.

 

A inicios de los 60, el éxodo de profesionales había dejado a la escuela de medicina con un solo profesor de farmacología para 900 alumnos. Las conferencias se daban en un gran anfiteatro, pero las prácticas obligaron a la búsqueda de una solución emergente: los instructores no graduados. Miyares fue uno de los primeros en farmacología y el único que quedó en aquel laboratorio rústico donde los termostatos eran cacerolas con resistencias eléctricas y se investigaba con un solo recurso: los deseos.

 

Por entonces ya había integrado los primeros grupos de la milicia y de la AJR en la universidad y había participado en la fundación de la revista 16 de Abril.

 

En 1965 asciende con Fidel Castro al Pico Turquino, donde tiene lugar esa primera graduación de la Revolución. Por eso es de Fidel la firma al pie de su título de médico general, que más tarde se especializará en gineco‑obstetricia y en farmacología. Pero eso ocurre más tarde, porque antes, entre el 65 y el 68 estaba en

 

Banes

 

haciendo el servicio rural.

 

La inventiva que ya había ensayado con cañas bravas y cacerolas se agudizó: fabricar anillos (anticonceptivos) con nylon de la cooperativa pesquera y colocarlos con un porta anillos que le hicieron los obreros del central Nicaragua, fueron algunas de sus ocupaciones. Ni el servicio rural abrió un paréntesis en eso que más que una profesión es un destino: el de los que buscan. Destino que fraguó entre el 68 y el 76 como jefe del departamento de Farmacología de la Universidad de La Habana y del laboratorio del hospital González Coro.

 

Durante esos años tuvo lugar

 

La inconclusa historia de la prostaglandina,

 

una sustancia no sólo capaz de interrumpir embarazos sin intervención quirúrgica, sino que, a su vez, puede provocar el celo en las vacas, de modo que haciendo coincidir el celo de todas las de una granja, lo que optimiza el trabajo de los inseminadores y veterinarios, al producirse todos los partos más o menos a la vez.

 

Durante sus investigaciones, Miyares tropezó con un artículo donde se reportaba la presencia de productos metabólicos de la prostaglandina en los corales de la Florida. “De modo que —pensó— si existen sus metabolitos, debe existir la sustancia activa”. Consiguió corales frescos, de donde extrajo y aisló la prostaglandina mediante solventes orgánicos. Ya en 1970 pudo patentar el método. Patente que nunca se utilizó, a pesar de que varios especialistas extranjeros reconocieron el valor de sus trabajos.

 

Incluso en 1978, cuando Miyares presentó su tesis sobre prostaglandinas para candidato a doctor, se hizo silencio durante dos años, al cabo de los cuales se dio la increíble contradicción de que, mientras el oponente aplaudía la tesis, los miembros del jurado la rechazaban, aduciendo que la sustancia no había sido determinada por todos los métodos señalados en la literatura, sino sólo por el cromatográfico y el farmacológico —a pesar de que el método de obtención tenía ocho años de patentado—. Y lo curioso es que en el propio tribunal había varios miembros del consejo que habían aprobado la publicación de trabajos de Miyares sobre prostaglandinas en revistas científicas.

 

Aunque aún más curioso es que se le prohibiera continuar trabajando en la obtención de la sustancia, alegando que como “él no era químico” debía limitarse a comprobar la actividad de la sustancia (bioensayos), lo que dio pie a alguno para solicitarle: “Ya que tú no puedes seguir en eso, ¿por qué no nos das los resultados que tienes y nosotros continuamos los trabajos?” Y digo que fue “lo más curioso”, porque fue precisamente Miyares, “que no era químico”, quien fue enviado a Bulgaria en 1981 para trabajar en el tema de la acción de las prostaglandinas sobre el cerebro, y a Vietnam, en 1982, para la determinación de prostaglandinas en animales marinos.

 

Cada gramo de prostaglandina cuesta alrededor de mil dólares.

 

Todavía hoy Cuba la adquiere en Checoslovaquia e Inglaterra.

 

La placenta, esa fábrica

 

Paralelamente, Miyares desarrolló un método para conservar con vida placentas a término obtenidas inmediatamente después del parto, y así estudiar su metabolismo y la actividad biológica de las sustancias derivadas.

 

“Yo buscaba alguna sustancia, quizás producida por la propia placenta al alterarse su funcionamiento, que podría ser capaz de provocar el parto prematuro”.

 

Y fue entonces cuando descubrió que la placenta es una maravillosa fábrica de la cual él sería, años más tarde, algo así como el administrador, al descubrirle más de diez sustancias, entre ellas la que mayor celebridad le daría:

 

La melagenina,

 

el medicamento cubano más codiciado en el mercado internacional, dado que no tiene equivalente.

 

Durante sus experimentos con las bioestimulinas placentarias, Miyares descubrió, en 1970, una sustancia que estimulaba la pigmentación en los animales de laboratorio. Esa capacidad de asociación imprescindible a rastreadores, científicos y escritores, le trajo a la memoria una enfermedad que hasta el momento no tenía cura: el vitiligo, como le corroboró su ex profesor de dermatología, el Dr. Manuel Taboas, quien posteriormente, a partir de 1973, ya aislada la sustancia y rebasadas las pruebas de laboratorio, le prestó su apoyo, su prestigio y su consulta en el Calixto García para iniciar conjuntamente las pruebas clínicas.

 

Desde los primeros casos, la efectividad del medicamento ascendió a 84%, sin efectos nocivos, contra 9% de repigmentación parcial, con 33% de reacciones secundarias, mediante los medicamentos tradicionales.

 

Hoy son 3.000 los cubanos tratados y 2.000 los extranjeros.

 

Aprobada la medicina por el MINSAP en 1980, ya desde 1984 comienzan a arribar pacientes de México, Colombia, Venezuela, y a llover en nuestras embajadas las solicitudes de atenderse en Cuba. De modo que en 1985 se abrió la consulta en el Cira García, que empezó con 15 pacientes mensuales y ya va por 150.

 

Pero, ¿es tan importante curar el vitiligo? ¿No será concederle demasiado valor a unas simples manchas de las que el paciente no puede morir, cuando el SIDA o el cáncer aún esperan por un medicamento efectivo?

 

Ante todo, la enfermedad convierte al afectado en segregado en casi todos los países. Se compara el mal con la lepra y la sífilis. Abunda el criterio de que es contagiosa, aunque Miyares —al inducirla en animales por stress, que provoca la liberación de una sustancia que mata las células pigmentarias, los melanocitos— ha demostrado que es de origen psicosomático. De ahí que el efecto de la melagenina sea estimular el crecimiento, la regeneración de esas células y, por tanto, su efecto sea definitivo, dado que también neutraliza la sustancia dañina.

 

Pero los prejuicios subsisten y en muchos países los enfermos que trabajan como médicos, estomatólogos, gastronómicos, cocineros, bancarios, son expulsados de sus trabajos. Inhibe las relaciones amorosas, no sólo a causa del desagradable aspecto del enfermo, sino porque en muchos persiste el temor de que la enfermedad sea hereditaria.

 

Aún más grave es la situación de los niños, que rechazan la escuela por no someterse a burlas, y al ser obligados por sus padres a asistir, sufren stress que agudiza la enfermedad.

 

Quizás estas causas incidan en que en muy corto plazo el medicamento haya sido patentado en 13 países, que varios hayan solicitado ya autorización para producirlo; que en Venezuela, Italia, Brasil, España, la India, Costa Rica y Panamá se proyecten clínicas para tratar la enfermedad con asesoría cubana, y que los enfermos se hayan asociado en 11 países, desde el Londres Vitiligo Group, hasta la asociación venezolana, que lleva el nombre de Miyares Cao.

 

Quizás porque 40 millones de personas en el mundo padecen vitiligo.

 

En 1977,

 

un producto aún sin nombre comenzó a utilizarse para combatir una enfermedad más grave, la psoriasis, que provoca el engrosamiento del epitelio en placas pruriginosas (que provocan picazón), lo que a su vez puede dar lugar a desgarramientos e infecciones cutáneas.

 

Los 80 millones de psoriáticos que existen en el mundo, incrédulos quizás por tantos medicamentos ineficaces que han ensayado, se convencerán del efecto del biopla‑841 cuando comparen las fotos de las biopsias de una lesión antes y después de tres meses de tratamiento: el epitelio pasó de 516 micras a 95: hasta límites normales.

 

Quizás este artículo ayude a estimular a la industria farmacéutica, dado que el medicamento sólo se encuentra de momento a disposición de los pacientes extranjeros en el servicio internacional, y no de los cubanos. Esperamos que no demore verlo en las farmacias.

 

Desde entonces

 

la placenta se ha convertido en manos de Miyares en una fábrica de producción cada vez más diversificada: loción y champú antialopésico (que detiene la caída del cabello), a la venta ya, y otros seis productos: un bioestimulante dérmico para eliminar las arrugas, una bioestimulina de efecto antiinflamatorio, otra que activa la coagulación sanguínea, el biopla tp‑841, que puede salvar la vida a recién nacidos con el Síndrome de Dificultad Respiratoria, un complemento dietético y hasta un dorador a base de cordón umbilical.

 

Para ello ya el país cuenta con un eficaz sistema de recogida de placentas en camiones refrigerados, asegurándose que sólo proceden de gestantes normales a las que previamente se hizo la prueba del SIDA.

 

“Lo más importante

 

no es el equipo, sino el hombre”—reflexiona Carlos Miyares sentado en la sala de su casa, en una mecedora. Y recuerda cómo ahumaban el papel de bobinas de periódico con unos mecheros, según técnicas de los años veinte, en el laboratorio de la industria farmacéutica, o cómo él mismo compró una cámara y rollos para sacar fotos de sus resultados. “Hoy tenemos una Nikon, cámara de video y computadoras, pero entonces era yo con mi Practika (y mi poca práctica), y las historias clínicas las hacíamos en libretas”.

 

El laboratorio más sofisticado no crea talento. Quienes piensan en la investigación científica en términos sólo de tengo o no tengo a mi disposición alta tecnología, deberían recordar que la más alta tecnología del hombre es su talento, su dedicación y su curiosidad —la de los que continúan preguntando por qué más allá de la infancia.

 

Alguien dijo

 

que el desarrollo de una sociedad no estaba determinado por la cantidad de talentos que fuera capaz de producir, sino por el modo en que los tratara. El pasado, cuando cientos (miles quizás) de genios morían analfabetos, no resiste comparación con el presente de instrucción generalizada. Pero el paralelo más productivo sería entre el presente que es y el que podría o debería ser.

 

El talento creador es, con frecuencia, indefenso: suele estar tan profundamente entregado a la consecución de sus fines, que pasa por alto el arte de las buenas relaciones y otras habilidades que facilitan la existencia social o, en otros casos, es ajeno a intriguillas y comadreos de los cuales puede ser víctima fácil. Porque el talento laborioso y la iniciativa suelen demostrar, por contraste, la incompetencia, la abulia y el facilismo. Dado que los resultados del talento creador se revertirán más tarde en beneficio de toda la sociedad, ella tiene la obligación de protegerlo. ¿En qué medida eso ocurre hoy? No podría precisarlo. Sólo que el caso de Miyares no es único y que puede servirnos de advertencia. Después de la inconclusa historia de las prostaglandinas, Miyares pasó a la industria farmacéutica como investigador, a pesar de lo cual se le ocupó, esencialmente, en desarrollar métodos de control de calidad de medicamentos conocidos. Tuvo que llevar sus investigaciones en placenta, que ya databan de varios años, en tiempo extra o a escondidas, a pesar de que eran parte de un tema de investigación que él había ideado y proyectado pero cuyo responsable (no os asombréis de nada) era otro, quien periódicamente se informaba con Miyares sobre los progresos, para después notificarlo al nivel superior.

 

La falta de ayuda no fue sólo limitarle el tiempo para las investigaciones sobre placenta. Se vio obligado muchas veces a transportar los pomos de medicina hacia el Calixto García, cuando ya estaba en la fase de pruebas clínicas, en una guagua, o en el auto de un paciente que se brindaba a llevar en el asiento trasero un tanque plástico con el producto. Y en el Calixto, la situación no era muy diferente: los enfermos tenían que esperar en el patio, a veces hasta las diez de la noche, y con frecuencia lo sacaban de la consulta (un sótano con escasa ventilación) y se producía el raro espectáculo de un hombre alto, con algo de prestidigitador, seguido por cuarenta enfermos de vitiligo, en busca de una consulta vacía por todo el hospital. Lo peor sucedió cuando se redujo el apoyo al tema, hasta el punto de que se eliminó la recogida y almacenamiento de placentas en los hospitales, volviéndose a incinerar como años atrás, de modo que el tema quedó sin materia prima.

 

Eso varió después de una larga conversación de Miyares con el comandante Juan Almeida en 1984, de la que conserva en la memoria sus palabras de aliento que por entonces tanto necesitaba y, en la muñeca, un reloj del que nunca se separa.

 

Ya en 1980 sus logros se habían filtrado hasta la prensa, pero existía un bloqueo que casi excluía la posibilidad de entrevistarlo: eran necesarias cuatro autorizaciones. A mí me bastó llamarlo por teléfono.

 

—Por poco se pierde el descubrimiento —recuerda Miyares—. Por suerte, no. Pero hay quien se cansa y no pasa de la fase investigativa. ¿Causas? Mira, creo que a algunos lo nuevo les complica la vida, les crea trabajo adicional. Lo que siempre me sostuvo fue pensar: ¿A quién hace daño el que yo descubra un medicamento? ¿No es bueno eso para el país, para la Revolución? Nunca confundí a la Revolución con ciertas personas que medran dentro de ella”.

 

Abril de 1986

 

fue un mes importante en la vida de Carlos Miyares Cao. Ya a fines del 85 viaja al VII Congreso Bolivariano de Dermatología, invitado por la Sociedad Dermatológica Venezolana. El avión aterriza en Caracas, atrasado, a las 12:45 am. Al bajar, cuando no esperaba siquiera a un funcionario destinado a recibirlo, encuentra medio centenar de pacientes que lo acompañan hasta la ciudad en una caravana de autos con banderas cubanas. Prólogo del éxito que tuvo su ponencia en el congreso, la repercusión internacional del hecho, y las dos ediciones del programa “En Confianza” (uno de los más populares de Venezuela) que se le dedicaron en años sucesivos.

 

En abril de 1986, hizo entrega a Fidel Castro de dos portafolios conteniendo veinte años de investigaciones en el campo de la farmacología.

 

Hoy,

 

su centro de investigaciones cuenta con los más modernos equipos, incluyendo una computadora acoplada al microscopio, con posibilidad de realizar instantáneamente cualquier medición y digitalizar las imágenes.

 

Entre la clínica y el centro sólo laboran una bióloga y un médico en prestación de servicio y seis trabajadores fijos: un médico, dos técnicos medios, una enfermera, una recepcionista y el administrador, que es a su vez el chofer y el que expende los medicamentos. Basta para atender 150 pacientes extranjeros y 100 cubanos cada mes, y para continuar investigando en diferentes líneas: el mejoramiento de la melagenina, la identificación de una sustancia hallada en todos los enfermos de vitiligo y que destruye los melanocitos; el propolio, un subproducto de las colmenas, efectivo como medicamento contra las yardias, investigaciones relacionadas con el aumento de la resistencia física de pilotos y buzos, en colaboración con las FAR, un trabajo de plantas medicinales, los problemas respiratorios en niños recién nacidos y (por fin) un trabajo para la producción de prostaglandinas, en colaboración con el laboratorio de medicina veterinaria de Matanzas.

 

Hoy,

 

mientras cae la tarde sobre La Habana, me preparo a disparar a Miyares mi última pregunta tras varios días de acoso. Pero antes, bebo el café que me trae por cuarta o quinta vez Iliana Holland, bióloga, inteligente, bella (perdón, doctor), esposa de Miyares y comprensiva con mi cafemanía. Ella me recordó incluir aquí que Carlos incumple absolutamente el código de la familia en cuanto a las tareas domésticas.

 

Mientras, Miyares, investigador titular y miembro de la Academia Médica de Venezuela, autor de dos libros de texto, tres monografías y más de cien artículos, que cuenta en su haber con 14 patentes, espera mi pregunta meciéndose levemente en la sala de esta casa cubana común y corriente, porque él lo único que ha pedido son “condiciones de trabajo”. Sobre una mesa, sus dibujos de cuando simultaneaba los estudios de medicina con los de artes plásticas. En el aire, el recuerdo de Fernando Miyares, su lejano ascendiente que, casado con la santiaguera Inés Mancebo, fue destinado por la corona española como gobernador de Venezuela, donde entabló estrecha amistad con la familia Bolívar. Hasta tal punto, que fue Inés quien amamantó al Libertador cuando murió su madre. Por eso resulta doblemente curioso que sea en Venezuela donde se le concedió su más alta distinción hasta el momento: la Orden Simón Bolívar, que sólo han recibido antes que él tres jefes de estado.

 

La última

 

pregunta es muy sencilla:

 

—Doctor: ¿Cuáles son, por orden, las cualidades que más admira en una persona?

 

—Sinceridad, constancia, eficiencia y sensibilidad.

 

“Miyares Cao (I)”; en: Somos Jóvenes, n.º 116, La Habana, julio, 1989.

 

“Miyares Cao (II)”; en: Somos Jóvenes, n.º 117, La Habana, agosto, 1989.