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Silvio Rodríguez: mi amor con el futuro

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“...sé que el pasado me odia

 

y que no va a perdonar mi amor

 

/con el futuro”

 

Silvio Rodríguez (“Nunca he creído que alguien me odia”)

 

Más allá de la verja

 

de cerca peerles, más allá del pequeño jardín que quizás frecuente de vez en vez el Rey de las flores, empieza el mundo cotidiano de Silvio Rodríguez. Junto al umbral, dos pequeños cuadros con unicornios: uno perfectamente azul, otro de ese color desvaído que confiere la distancia.

 

Del otro lado de los unicornios aparece la sonrisa sugerida de Silvio, su saludo en voz queda, su mano seca y breve (como en voz queda también) estrechando la mía. Una taza de café fuerte se abre paso entre los casetes, libros, adornos, ceniceros, partituras que invaden la mesa de centro. Silvio ha hecho un alto en la tarea de ordenar la biblioteca y evacuar los papeles que se le han ido acumulando en dos años y medio sin pausas. De ahí esa sensación de desorden, de casa saqueada por gendarmes inescrupulosos. Quizás después del ordenamiento venga un desorden más racional.

 

Una frase de Guimarães Rosas en Gran Sertón: Veredas—”Vivir es peligroso”— hace el papel de preámbulo, mientras las palabras fluyen y refluyen, como un oleaje, antes de tensarse hacia este juego de preguntas y respuestas, de ataques y contraataques, que es una entrevista:

 

—¿Qué es la honestidad? ¿Cambia el concepto de honestidad con los años? ¿Se amolda el hombre a una honestidad de perfil ancho, más permisiva, menos extremista?

 

—No creo que la honestidad tenga que tener como ingrediente el extremismo, aunque pueda padecer de él. La honestidad es una de las más altas aspiraciones del espíritu exigente. Estoy convencido de que todos nacemos preparados para ella; es la educación social y familiar, influida a su vez por el desarrollo histórico, lo que nos aparta desde el inicio de ese hombre nuevo que todos somos potencialmente. Por eso la honestidad es una búsqueda dolorosa en cualquier tiempo de la vida, y hallazgo para los más exigentes, para los más rigurosos de voluntad. Aún así, se puede errar siendo honesto, y se puede acertar por lo contrario. Pero no creo que esto obligatoriamente nos amolde, con los años, a una “honestidad de perfil ancho”, porque lo que nos ensancha es precisamente la honestidad sin adjetivos mediatizadores, sin apellidos. La “anchura de la honestidad” tampoco la veo como un repliegue hacia posiciones menos comprometidas —o permisivas, como tú dices—, sino a la capacidad de sorpresa que tenga el continente de comprensión. Hace poco me hablaron de que hay quienes afirman que la verdad es distinta cada día, y esto es entender la verdad como si fuera un objeto de consumo, plástico desechable. Me parece, eso sí, que un día es siempre distinto del otro y que la verdad, como cualquier cosa que se respete, tiene que estar preparada para ello.

 

 

Para no arrancarse el corazón

 

—Todo creador lo es, en cierta medida, porque un sector de su niñez, de su adolescencia, no lo abandona nunca. Afirmo yo, aunque también esa afirmación resulta discutible. ¿Te ocurre? ¿Qué piensas de quienes pierden adolescencia y niñez con el curso de los años?

 

—Bueno, maravillarme es una de las cosas que más me ayudan a vivir. Quizás estoy un poco parcializado por eso. No hace mucho comenté algo sobre el susto de la maravilla: una sensación inefable. Quizás haya gente que sufra tanto sus sufrimientos —y valga la redundancia—, que en la desesperación intenten despojarse de todo vestigio de la niñez, pero yo dudo que lo consigan, cuando menos totalmente, porque la juventud tiene vida propia y es ella la que no quiere abandonarnos. Habrá quien viva en esa guerra absurda; pero pobre de él, porque es como quererse arrancar el corazón.

 

—”Los años son, ...

 

pues, mi mordaza, oh mujer; / sé demasiado, me convierto en mi saber” ¿Cómo has sentido eso en el plano personal y como creador?

 

—No conozco canciones más desgarradoramente ciertas sobre lo que el paso del tiempo significa para nosotros, los mortales, que las escritas por Pablo Milanés. Y no lo digo sólo porque: “El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos...”, sino sobre todo porque: “Los años mozos pasaron y ahora saber que hay que ser y hay que estar...”. La pregunta se las trae. Yo pienso a menudo en eso, lo que no quiere decir que tenga respuesta. Como creador, los años me han reportado una claridad en el oficio. Aparece la posibilidad de hacer más con menos. Ir más directamente a lo que uno quiere decir y cómo, porque uno se ha enfrentado varias veces al mismo problema.

 

—Aunque frente al hecho creativo creo que uno siempre se encuentra desnudo, como la primera vez, y de nada vale la experiencia.

 

—Esa es la contrapartida. Uno a la hora de crear pierde un poco de objetividad, y no hay que olvidar el papel del azar, las zonas de la creación que son totalmente aleatorias, en las que para nada vale la experiencia, por mucha que tengas; porque en ese momento, en esas circunstancias, uno pierde todas las armas.

 

El canto: esa insurgencia

 

—”¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada / grande que hacer?” ¿Recuerdas a Villena? Es una preocupación ética que ha atacado a casi todas las generaciones, y en especial a la tuya (el ejemplo del Che, las guerrillas, irse a combatir). ¿Cómo se manifestó eso en ti en su momento? ¿El tiempo y el trabajo creador te han conciliado con tu tiempo y tu lugar?

 

—Ese poema de Rubén, “El gigante”, y otras señales de entonces, fueron entrañables formas de relacionarme con la llamada “generación del 30”, porque mi promoción, casi 40 años después, sintió lo mismo. La Revolución de Fidel y el paso del Che cristalizaron esos mismos sentimientos que eran parte de nuestra levadura histórica, en la juventud de aquel tiempo. Para mí fue una obsesión abrumadora. La frustración de no poderme convertir en guerrillero me llevó a plantearme mi trabajo, tanto creativamente como en la relación con el público, como una forma de insurgencia. Esta hambre de épica revolucionaria fue la causante en parte de que en el 69 subiera a un barco de pesca y navegara durante más de cuatro meses por la costa occidental africana; la misma necesidad hizo que me entrenara militarmente, para después viajar dos veces a Angola en 1976. Aún a principios de la década del 80 intenté enrolarme en una expedición revolucionaria a un país más cercano. Conozco gente que por el 69 o el 70 fueron capturados cuando trataban de abandonar ilegalmente la isla. Su propósito era incorporarse a las guerrillas de Latinoamérica. Por entonces también se me ocurrió esa idea, pero afortunadamente no la puse en práctica. Era la época en que los trovadores hicimos las primeras canciones autocríticas en la sociedad revolucionaria, y aquella novedad no fue bien vista por algunos; tanto, que a veces las canciones —y con ellas los cantores— eran interpretados como contra la Revolución, y se tejían leyendas absurdas sobre nosotros. Imagínate lo que hubiera inventado la maledicencia si me capturan en un intento de salida ilegal. ¿Quién hubiera convencido a aquella gente que lo que quería era hacerme guerrillero? A lo mejor ni tú me estuvieras haciendo ahora esta entrevista. Hay días que pienso que nunca he estado más satisfecho de mí que en aquellos años. Aunque todavía me siento capaz de ser guerrillero.

 

La libertad de mis convicciones

 

—¿Has sufrido censuras? ¿Autocensuras? ¿Dispones en este momento de toda tu libertad como creador?

 

—He sufrido censura pocas veces, porque siempre han sido mis amigos los que me han sugerido que no diga tal o más cual cosa. El enemigo no puede censurarme, aunque pueda, si quiere, eliminarme. Aceptar censura de tu antagonista es aceptar que le temes y eso no me parece muy digno. Sin embargo, a mí me ha censurado ocasionalmente algún compañero de trinchera para, según su análisis, poder seguir contando conmigo, para poderme defender en caso necesario. Sólo esto me ha hecho acatar, en esas escasas ocasiones, ese tipo de censura; la confianza en la visión de un compañero de probada valentía. Pero cuando la mala fe, la estupidez o la cobardía han intentado reprimirme, no han podido. Autocensuras no he padecido. He sabido aguardar por mi propia claridad cuando mis limitaciones no me han dejado encontrar la forma constructiva de plantear un problema. Siempre he dispuesto —y dispongo— de toda la libertad creadora de mis convicciones.

 

(Una llamada telefónica me deja a solas frente al enorme retrato del Che, que fuma un largo tabaco y mira de soslayo hacia la silueta de Chaplin que se recorta contra la ventana, sobre el sofá cubierto por una manta y cojines con motivos andinos. Aunque Chaplin es muchos Chaplin: una foto al otro extremo de la sala, en una estantería llena de juguetes y estatuillas, otra con el Chicuelo).

 

Volando sin asidero

 

—¿Qué vínculos o desvinculaciones encuentras entre los conceptos sexo y amor? ¿En qué medida pueden ser plenos juntos y/o separados?

 

—Bueno, nos educan para que pensemos que el sexo es un complemento del amor, pero casi nadie es muy escrupuloso a la hora de practicar con el ejemplo. Por todas partes se ve cada vez más libertad o promiscuidad (marque con una cruz) sexual. Mientras tanto, aquellos amores a prueba del tiempo, la distancia y otras calamidades, cada vez se dejan ver menos. Veo cierta analogía entre la inmadurez que lleva al joven a un estado de frenesí sexual cuando “descubre” estos dulces demonios, y lo que sucede a escala universal. Hasta hace pocos años, el sexo era un tema abordado muy pudorosamente por la información masiva. El desarrollo tecnológico ha contribuido a acelerar la propagación de las ideas y a veces me parece que las cosas pasan tan de prisa, que cuesta trabajo que algunos conceptos se sedimenten. El pensamiento está recibiendo cada vez más matices positivos y negativos, y esto implica una inestabilidad de los valores. Esta crisis de valores se refleja en la conducta, y al generalizarse puede dar una impresionante visión de caos. Es como si el mundo estuviera en una especie de adolescencia emocional. El amor y el sexo son como dos cuerpos volando sin asidero dentro de ese vehículo encabritado.

 

Una sonrisa plena, transparente

 

—¿Resulta molesto eso de ser una figura pública y que la gente te señale con el dedo por la calle, que pierdas ese sector de la intimidad que concede el anonimato?

 

—Si la cosa se redujera a eso, sería una bicoca, como diría Meñique. Tener imagen pública es mucho más que estar expuesto; podría decirse que esa es la parte visible del iceberg. La parte sumergida, la responsabilidad, es el verdadero coloso de este asunto —Involuntariamente, miro hacia la ventana, donde cuelga un gallardete con una frase extraída de alguna traducción de El Pequeño Príncipe: “Cada quien es responsable por siempre de aquello que ha cultivado” —. Ser reconocido en cualquier sitio te compromete, cuando menos, a intentar una conducta adecuada a tu entorno. Incluso te puede inducir a exagerar. Porque si eres persona que saluda bajito, y no te oyen, hay quien pueda pensar que eres mal educado —cuando no das con el que piensa que estás envanecido y que no saludas porque desprecias a los demás—. Si eres distraído, estás frito, porque ahí mismo empieza a funcionar esa mítica que las personas públicas llevan como su sombra. Hay otra cara de eso, de la que se habla poco. Es cuando el cariño que cotidianamente te expresa la gente te ayuda a sobrellevar un problema que tengas. Yo he salido a la calle deprimido y he regresado con alivio a casa, gracias a que alguien, en una esquina, en el instante de sorpresa al reconocerme, me ha obsequiado una sonrisa plena, transparente.

 

Vindicación de la soledad

 

—¿En qué dosis necesitas la soledad, no sólo como ingrediente para la creación, sino también para pensar, para vivir? ¿Has sentido algo así como la soledad del corredor de fondo que se ha escapado del pelotón?

 

—Bueno, el mundo, además de ilustrar, distrae. Quizás de ahí venga lo necesaria que es cierta dosis de soledad. La soledad ha sido un poco calumniada, creo yo. No sé si como reflejo de la imagen del burgués perdido en su mansión. Nadie recuerda que Lenin, al ver fracasada una perspectiva política, creo que cuando vivía en Londres, se fue unos meses a las montañas, bastante desconsolado, según Walter, y tras la meditación regresó fortalecido, con nuevos bríos. Tampoco se suele recordar que Jesús hizo lo mismo, marchándose al desierto. La soledad no es siniestra; todo depende de sus resultados. Para el que trabaja con ideas, es útil; lo que no quiere decir que en medio de la multitud no se pueda pensar. Yo he compuesto canciones en lugares y situaciones muy poco solitarios, pero haciendo esfuerzo extra. La concentración que facilita la soledad ha sido buena asistente del trabajo. Y como siempre tengo algo por hacer, difícilmente me aburro estando solo. Por cierto, en uno de los libros de notas de Hemingway, Norberto Fuentes encontró el siguiente apunte: “Las visitas y el teléfono son los principales enemigos del trabajo”. Quizás en una época sentí esa soledad del corredor, no porque yo me sintiera solo, como porque el medio me hacía sentirme solo, rechazado. Decía lo que necesitaba decir, pero el roce con el medio me hacía sentirme solo. Lo asumí, porque era como yo pensaba que debían hacerse las cosas, por eso en “Debo partirme en dos” dije:

 

“Yo quisiera cantar encapuchado

 

y luego confundirme a vuestro lado

 

aunque así no tuviera amigos ni citas...”

 

Pablo y yo lo hablamos a menudo. Quizás precisamente con él, porque ha sido entre nosotros uno de los más preocupados por el paso del tiempo, y lo ha sabido expresar con nitidez. Pero no era porque yo me sintiera solo. Siempre necesité hacer canciones para el momento que estaba viviendo, no para mañana. De ahí que no me sintiera solo.

 

Soy un animal con sensaciones

 

—Como creador tienes una responsabilidad social con el público, y una responsabilidad contigo mismo, en tanto tienes que ser absolutamente honesto en el momento de la creación. ¿Cómo funciona esa dualidad para ti en el momento de la creación y después? ¿Cómo conjugas ambas cosas?

 

—En mí predomina lo intuitivo. Soy un animal con sensaciones. Cuando hago canciones o cualquier otra cosa creadora, la responsabilidad no está sentada frente a mí con una regla que azota mis manos —y muchos menos mi cabeza—. Yo gozo lo que hago, lo que construyo. El trabajo es una recreación de mi sustancia, aunque con frecuencia tenga que sudar fuerte para resolver una dificultad expresiva. Luego resulta que está terminada una canción y entonces la miro (la miro escuchándola) y me hago preguntas, porque aprendí que las canciones sólo te pertenecen mientras las estás haciendo. Luego cobran vida propia; porque se te desprenden como el huevo a la gallina. Por eso las miro y me digo: Termine en el sartén o en pollito, esto no es más que un huevo puesto. Yo soy la ponedora. ¡A trabajar! Aunque pueda parecer más viril aquella frase, también de Hemingway: “Cuento terminado, león muerto”; me parece el mismo sentir.

 

Mi juego predilecto

 

—El trabajo del creador suele ser obsesivo. Por eso a veces es tan importante saber trabajar como saber descansar. ¿Cómo descansas tú?

 

—La creación es una fiesta. Un ejercicio divertido para la inteligencia y para el hambre de saber. A veces los ensayos, los conciertos, las grabaciones y las giras dejan poco espacio para mi juego predilecto, que es ponerme a inventar canciones. Por eso la mayor parte de las composiciones de los últimos años sólo han podido aparecer en los días de vacaciones. Y te juro que esos instantes de trabajo han significado un magnífico descanso. ¿Quieres más café?

 

—Siempre.

 

 

(Pero aunque Silvio sale a buscar el café, me deja en compañía de otro Silvio pintado por Guayasamín, que me mira desde la pared con ojos redondos como pelotas o como mundos —quién sabe, estando Guayasamín de por medio—. Quedo también en compañía de una foto de mujer donde el pelo es aureola y el rostro ha sido usurpado por una oquedad de sombra. Cabalgando hacia ella, media docena de unicornios de cristal).

 

Obsesiones

 

—Todo creador tiene un limitado número de obsesiones a partir del cual compone un universo narrativo, poético, creativo en general. ¿Cuáles son tus obsesiones, las ideas básicas que bucean o sobrenadan en toda tu obra? Digo, si puedes formularlas explícitamente, lo que no siempre sucede.

 

—Creo que cualquier asunto puede ser motivador para la creación, más cuando se tiene bien engrasada la maquinaria del oficio. Cuentan que Maupassant escribió algunos de sus más famosos cuentos luego de preguntar en la tertulia de sus amigos sobre qué querían que hablara su narración del siguiente día. Yo estoy lejos de semejante eficacia, aunque consciente de que la creación está compuesta por una considerable zona artesanal. Necesito inspirarme y sobre esto tengo poco control. Pudiera decir que tengo una balanza con un eje central. Eje de la inercia, que siempre está pesando dos sentimientos continentales: felicidad e infelicidad. Cuando una de estas dos motivaciones pesa más, se produce una chispa que pudiera terminar en canción. Debajo de cada una de estas palabras se podría hacer una larga lista temática que podría resumirse en: lo que me hace feliz y lo que no.

 

La fantasía no existe

 

—Sé que sientes una especial predilección por la ciencia ficción y por la literatura fantástica. ¿Qué nexos hallas entre la fantasía imaginada por el hombre y la fantasía real de lo cotidiano?

 

—Yo creo que la fantasía no existe. Fantasía es un término insuficiente para ciertas actitudes de la imaginación, porque la imaginación no puede crear sin fundamento. Incluso los desvaríos de la locura tienen su origen en señales recibidas que no pueden ser organizadas porque se padece de cierta patología. Creo que hasta el absurdo puede tener cierto sentido. Las obras fantásticas que menos recomendaría, son las que invitan a hacer lo que el avestruz; pero aún estas obras me parecen producto más de la desesperación que de la lucha de clases, como se ha dicho. Es difícil, por no decir imposible, que algo salido del hombre no refleje de algún modo la realidad. Podemos tomar, por ejemplo, la ensoñadora leyenda de Cenicienta: no puedo dejar de ver la amarga ironía de quien la concibió; como también es obvio que se trata de una historia de desigualdades e injusticias, que toma partido por la bondad. Creo que la literatura fantástica y la ciencia ficción tienen algo en común: su aliento metafórico. En el mejor de los casos, poético. Y en ese trasfondo, veo también analogía con lo que se ha llamado realismo mágico. Dice García Márquez que le gusta leer a Conrad y a Saint Exupery porque abordan la realidad de un modo “sesgado” que la hace parecer poética, aún en instantes en que pudiera ser vulgar. Pero te repito: la fantasía no existe. El hombre, quiéralo o no, es un espejo, y su imaginación es también parte de la realidad. Lo más grande que conozco al respecto lo escribió Raúl Roa García, en su libro sobre Rubén Martínez Villena: “La imaginación de la realidad suele ponerle rabo a la realidad imaginada”.

 

Parto de sobresaltos rítmicos

 

—A veces siento que en tus canciones la consonancia del verso, por obligaciones musicales, monta sobre la idea, la arrastra, y no viceversa.

 

—Es probable que tengas razón, y ojalá no lo hayas “sentido” demasiadas veces. En un principio, porque no me daba cuenta de este aspecto formal, me ocupaba poco de consonancias y asonancias. Después, leyendo mis propios textos, había cosas que me sonaban feas y me di cuenta que era mi carencia de escrúpulos ritmáticos. Claro que éste no debe ser el valor primario de un texto, pero es parte de una coherencia formal que debe ser consciente. Sin embargo, esto es sólo una escaramuza de mi combate artesanal, porque generalmente parto, para escribir los textos, de ciertos aires melódicos, de densidades armónicas, de sobresaltos rítmicos de la música. En medio de todo este berenjenal trato de ser respetuoso con la idea, aunque a veces las canciones empiezan a decir cosas ellas solas, sin consultar conmigo. En estos últimos casos, me entero de lo que quieren decir cuando han terminado de manifestarse a su antojo.

 

El aliento es más importante que el estilo

 

—Hay sectores de tus letras netamente vallejianos (sobre todo en los inicios), martianos (me vienen a la mente El rey de las flores y Ojalá, que también tiene de Góngora), y un tono más conversacional que salpica hasta tu obra más reciente. ¿No tienes prejuicios poéticos?

 

—Prejuicios no, pero, cuando menos, elementos de juicio, espero que sí. Siempre me ha parecido que el aliento es más importante que el estilo. Primero lo puse en práctica intuitivamente; después llegué a la conclusión. Cada trabajo es una experiencia en sí misma, aunque forme parte de todo un quehacer. Desde que comencé tuve inclinación por la diversidad, de modo que cada canción fuera una aventura singular. Por otra parte, como tú señalas, es cierto que al principio estaba fuertemente influido por Vallejo. Lo leía mucho, lo absorbía porque me identificaba con el carácter de su obra. Todavía se me sale un poco. Y esto lo digo sin pesar, porque aunque nunca me quise parecer a nadie, ni siquiera a mí mismo, tampoco me avergüenzan las buenas señales.

 

Martí y otras influencias

 

—¿Cuáles son las lecturas a las que regresas como el asesino al lugar de los hechos? ¿Tus pintores, aparte de Chagall? ¿Tus músicos?

 

—Tengo muchas lecturas favoritas y quizás fuera largo meterme a inventariar todo eso, pero a Martí regreso tan a menudo que lo que resulta es que nunca lo he dejado. Desde hace casi tres décadas lo visito, cuando menos, varias veces al año. Otro tanto me sucede con la pintura y con la música. Pero te voy a mencionar algunos nombres indelebles: Van Gogh, Carlos Enríquez, Sindo Garay, Bethowen y The Beatles.

 

—¿Qué incidencia ha tenido en tu música y en la de los más recientes trovadores cubanos, la música brasileña?

 

—La música brasileña me llegó, a través de Martín Rojas, hace bastantes años, en canciones de Caymi, Joao Gilberto y Tom Jobin. Poco después de aquello, aparecieron las primeras cosas del tropicalismo y me impresionó especialmente la música de Gilberto Gil. Los músicos que después conformamos el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC llegamos a hacer un concierto de canciones brasileñas para manifestar nuestra identidad con aquel movimiento, en muchas cosas similar al nuestro. Se me han quedado rasgos más o menos visibles (o audibles) y el ejemplo obvio es Pequeña serenata diurna, aunque lo de entonces y lo de ahora se ha homogeneizado en mi propio mundo. Me parece que la influencia brasileña es más evidente en algunas composiciones de algunos trovadores de hoy, pero es probable que sea una etapa y que ese carácter tan marcado termine fundiéndose con todo lo que les está marcando e influyendo, y esto de lugar a la acabada expresión de cada uno.

 

Y terminar (¡al fin!)

 

—Si pudieras hacer una breve relación de las diez cosas que más amas, ¿cuáles incluirías?

 

—Seguro no incluiría preguntas como esta, que parece ingenua y es como para partirte la cabeza en dos, pensando. Rápidamente te podría decir algunas como el universo, Cuba, la Revolución, mi familia, San Antonio (mi pueblo), las artes, los duendes, hacer el amor y terminar (¡al fin!) entrevistas tan largas...

 

“Silvio Rodríguez: Mi amor con el porvenir”; en: La Gaceta de Cuba, La Habana, junio, 1989.