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Cuba, Leal, Castro

Eusebio Leal: ¿a qué era leal?

Algunos y algunas que hoy vociferan groseramente en su contra no solo callaron, sino que cobraron jugosas prebendas cortesanas por sus involucramientos en los performances de la élite

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En los inciertos 90, Fidel Castro sometió a Eusebio Leal a una humillación pública detestable. Creo que en una sesión de la Asamblea Nacional, reprendió a Don Eusebio por algún comentario travieso y fijándole su mirada de arpía, le consolaba reiterando en público que él sabía que “Leal era leal”. Un camarógrafo inclemente dejó constancia del hecho y enfocó su cara por unos segundos: una cara temblorosa como nunca antes había visto una en mi vida, los ojos retando a las órbitas y la boca desencajada en un rictus, mientras el cachete derecho saltaba como con vida propia.

Fidel tenía razón: Leal era leal hasta el espanto. Y desde ese espanto aduló al régimen hasta posiciones indecorosas, como ocurrió en 2003 cuando apoyó el fusilamiento de tres jóvenes que intentaron secuestrar una lancha de pasajeros. Pero eso no le quita sus méritos innegables. Conoció los mecanismos del sistema y los usó eficazmente. Para hacerlo tuvo que callar cosas, pero muchos callamos, y algunos y algunas que hoy vociferan groseramente en su contra no solo callaron, sino que cobraron jugosas prebendas cortesanas por sus involucramientos en los performances de la élite. Leal estuvo entre quienes vivieron en el sistema tratando de mejorarlo —trabajó muy duro para hacerlo— creyéndolo por pedazos y fingiendo el resto. Esto sucede en todos los sistemas, pero sucede totalmente en sistemas totalitarios como el cubano, donde la elusión moral es una cualidad de sobrevivencia y eventualmente de movilidad.

Es exagerado denominarlo historiador en el sentido creativo del término. Su menguada obra escrita solo ha sido publicada desde su posición jerárquica, y no hay en ella nada novedoso. Los historiadores eran otros —Porter Vilá, Ramiro Guerra, Fernando Portuondo, José Luciano Franco, Moreno Fraginals, etc.—, pero conocí personalmente a algunos y no me los imagino “andando La Habana”. Leal nunca fue un historiador en los términos rigurosos del oficio, pero tuvo el ímpetu de “andar La Habana”. Era, eso sí, un funcionario letrado con alto sentido de la oportunidad, un juglar de retórica cortesana y almibarada donde en cada oración había tres adjetivos, y mucha información. Y eso también gusta, arriba y abajo.

A Leal se le adjudican méritos políticos. Se argumenta que fue siempre un observador no polarizado de las relaciones de la comunidad emigrada con la insular, y de las propias relaciones entre Cuba y Estados Unidos, lo cual es cierto. También diría que tuvo una mirada diferente hacia la república prerrevolucionaria, estigmatizada hasta la negación por el discurso oficial. Pero su gran mérito es haber dejado el casco histórico restaurado con algunas intervenciones puntuales más allá del entorno de las tres plazas. Su restauración no difiere en lo fundamental de otras en el continente —creación de espacios históricos limpios, seguros y divertidos— pero habría que reconocerle un toque social del que carecieron otras experiencias. Es cierto que lo pudo hacer porque Fidel Castro se lo permitió y lo apoyó, pero así funciona el sistema, y conozco de otros muchos casos que tuvieron patentes de corso del “comandante” y no pasaron de ser costosos bon vivant.

Aunque reitero que no fue un hito historiográfico, tampoco fue simplemente un tramoyista de la historia urbana, sino un habilitador. Pero un habilitador de cierto tipo de historia urbana, justo de la historia urbana blanca, masculina y elitista que también reencarnó en una clase política postrevolucionaria que accedió al poder en 1959 prometiendo justo lo opuesto. Eusebio Leal fue, por tanto, una figura del talante criollo conservador, católico y elitista. Su verborrea cortesana era dos cosas diferentes: un baño letrado para una clase política muy inculta que al final le despreciaba; y un opiáceo adormecedor para las clases populares, que no lo entendían en sus detalles, pero lo disfrutaban, tal y como podían disfrutar las peripecias matrimoniales de Diana de Gales.

Creo que en la Calle Mercaderes encontré, la última vez que estuve en La Habana, hace ya cerca de 20 años, un mural ingenioso con las figuras ilustres de la ciudad colonial, como socializando en un primer piso a ras de la calle y en un balcón superior. Recuerdo haber contado 24 figuras, 17 eran hombres blancos, 5 eran mujeres, también blancas y dos afrodescendientes asimilados: Brindis de Salas y Plácido. Puedo equivocarme en detalles, pero básicamente era eso: una historia urbana de hombres blancos. Los negros y las negras eran folclore, recuerdos costumbristas. Leal instrumentó un sistema peculiar de trabajadores independientes para ambientar la “colonialidad”, y recuerdo unas mujeres negras disfrazadas, con sombreros con flores, muchos colores y tabacos gigantescos en la boca, que se tomaban fotos con los turistas por un dólar, la mitad del cual iba a las arcas de la oficina. Había una Casa de Africa, pero donde sintomáticamente se albergaban las principales muestras de religiones populares cubanas como la santería, el abakuá y el palo monte. Y había, sobre todo, muchos condes y marqueses, y “habaneros primigenios” que habían dominado sobre la simbología que Leal consagró, desde la ceiba hasta los palacios.

Hay muchas habanas, como sociedades superpuestas. Leal entró en ellas, pero fijó su atención en la ciudad que se prefiguraba desde su propia cosmovisión plegada al poder autoritario. Otras requieren un espacio que no se conseguirá con un nuevo historiador menos-leal-que-Leal. La ciudad diversa y múltiple sólo podrá conseguirse desde una sociedad democrática y pluralista, con una sociedad civil autónoma y dinámica. Esta es la única manera fructífera de superar —ni olvidar, ni denigrar— a Eusebio Leal.