Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Extrañamiento

Para el tiempo de pasar balance, Cuba habrá cambiado tanto, que ni remotamente se parecerá a la que nos enseñaron a amar.

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Cuando pasen los años y muchos de nosotros no estemos siquiera en este mundo, llegará en Cuba la hora del recuento, el día de responder a la pregunta de qué ganaron o perdieron los cubanos que habitaron la Isla o el exilio a partir de la segunda mitad del siglo XX. En un plato de la balanza estará, sin duda, Fidel Castro con su proyecto personal; en el segundo, el pueblo todo, con su enorme frustración a cuestas. Será el momento de comparar el país donde vivieron nuestros padres y abuelos, con ese otro que ocupará su sitio a la entrada del Golfo pero que ya no será el mismo que en su día soñaron los próceres de la nación.

La república que habitaron los antiguos cubanos se habrá desdibujado para siempre en el recuerdo de cualquiera que en el futuro se atreva a soñar con rehacerla. Habrá sido suplantada por otra, una Cuba en la que muchas de las cualidades y valores que en el pasado engrandecieron la imagen del cubano en el mundo, serán un don más bien escaso.

Pero, en cualquier caso, no seremos nosotros los encargados de juzgar. Y cuando digo nosotros, pienso tanto en los que nos fuimos como en los que decidieron permanecer en Cuba. Por desgracia, muchos de los que sueñan con ese día no llegarán a verlo. Por su parte, aquellos que sí lleguen a hacerlo, que lo vean, habrán acumulado tanta hiel o desánimo, tanto resentimiento y frustración, tanta nostalgia o tanto olvido, que no serán ni de lejos los mejores jueces. Los que, desde cualquiera de las dos orillas, hemos sido testigos de la transformación sufrida por el país, careceremos de la gracia de la imparcialidad.

Otros, sin embargo, harán el trabajo por nosotros. Lo harán con gusto. Serán, me atrevería a afirmarlo, personas inteligentes, equidistantes, hombres y mujeres que tal vez no hayan nacido aún y que serán capaces de ubicarse lejos del sufrimiento de los millones de cubanos que lo han perdido todo. Unos perdieron su patria, sus casas y sus bienes, y vieron además malograrse sus sueños y proyectos, escindirse para siempre sus familias. Otros conservaron la patria, pero en el largo camino perdieron la ilusión; dejaron pasar la vida mientras esperaban por que se cumplieran las promesas de un futuro de luz. Y quedaron, para siempre también, huérfanos de cualquier esperanza de una vida mejor. Yo, francamente, no sabría decir qué desgracia es mayor. En definitiva, ellos tampoco serían buenos jueces.

Lo que un día fue nuestra nación

Para el tiempo de pasar balance ya el país habrá cambiado tanto, que ni remotamente se parecerá a aquella Cuba que nuestros mayores nos enseñaron a amar desde pequeños, a esa tierra perdida cuyo recuerdo nos duele cada día como una herida abierta. Pero para entonces ya no serán tantos los que sufran por ella. ¿Por qué? Por dos razones de diferente orden: Los primeros en abandonar su patria lo hicieron contra su voluntad y sufrieron mucho, ciertamente; pero para las fechas de que hablo serán sólo un recuerdo. Los demás se fueron (nos fuimos) por voluntad propia, cada cual en pos de su particular estrella. Sólo que de estas últimas hornadas, muchos prefieren olvidar.

Con respecto a los descendientes de ambos grupos, pues ellos serán hijos de otra patria, saludarán otra bandera y cantarán otro himno en sus colegios, quizás incluso en otro idioma. Finalmente, los que se quedaron en Cuba, o más bien sus herederos, tampoco sufrirán por un país que nunca conocieron y que, según les enseñaron en la escuela, fue un lugar terriblemente malo para vivir.

Así, pues, las personas llamadas a juzgar lo que ha ocurrido en Cuba analizarán lo que un día fue nuestra nación. Estudiarán su historia y su tragedia y emitirán un juicio. Entre las preguntas a responder está la referente a la causa primigenia de todo lo demás: ¿Por qué un pueblo de las cualidades del cubano se dejó (nos dejamos) arrastrar por la voluntad de un solo hombre, por el espejismo de sus ideas? ¿Por qué ese pueblo lo siguió tan fiel, tan ciegamente, hasta el punto de creer al pie de la letra sus eternas promesas (¿serían sinceras?) sobre el hombre nuevo y su futuro luminoso, y sacrificarlo todo —incluso los valores esenciales de su identidad— a esa inconmovible fe?

Me imagino a los miembros del jurado. Tendrán, sin duda, el raro privilegio de la objetividad. Unos porque nunca conocieron el país de sus mayores, y otros porque no han conocido ningún otro, salvo ése en el que Cuba se ha ido transformando día a día. Extraños que no debieron serlo, estas personas se mirarán sin reconocerse mutuamente, aunque tanto unos como otros sepan que sus ancestros formaron parte de un mismo grupo humano. Imagino que todos querrán analizar juntos qué se hizo de la pujante república que existió en aquella isla. Tal vez la nostalgia por un futuro que no fue los lleve a averiguar algo sobre las penas y las glorias de un pueblo que ya no puede ser el suyo, un pueblo perdido para siempre e imposible de recuperar. Ninguno de ellos sabrá mucho de la etapa anterior; pero tal vez lean, busquen revistas, fotos y películas que les permitan hacerse una idea del pasado común. Quizás alguien entonces se pregunte el porqué de tanto sufrimiento, tanto sacrificio y tanto odio sembrado en la tierra cubana. Y sobre todo, ¿para qué?