Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Tarjeta roja

Millones de espectadores viajaron libremente al Mundial de Fútbol de Alemania: ninguno de ellos era cubano.

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El sábado 10 de junio, mientras disfrutaba la transmisión del partido de fútbol entre suecos y trinitarios en el hogar de un amigo, la menor de sus tres hijas, de 8 años de edad, refiriéndose a los miles de aficionados de Trinidad y Tobago que se distinguían en la pantalla por las camisetas con los colores de su bandera, bailando y apoyando frenéticamente a su equipo, nos asaltó con esta interrogante: "¿Cómo tanta gente de ese país pudo ir a Alemania?".

Desde la más remota antigüedad, el deporte, con intención lúdica o competitiva, constituye una fuente de disfrute y de salud tanto para los que lo practican como para los espectadores. Decenas de miles de estos últimos, inconformes con el acceso a los canales televisivos, se trasladan libremente de un lugar a otro dentro de nuestra aldea planetaria para participar personalmente y compartir junto a sus coterráneos con nacionales de otras latitudes, pues el deporte, además de disfrute y salud, es símbolo de amistad, fraternidad y paz entre los pueblos.

La importancia asumida por el deporte y la conversión de sus protagonistas en héroes e ídolos, ha hecho de algunas disciplinas como el fútbol un auténtico fenómeno social, al punto que los Juegos Olímpicos tienen que competir en importancia con la Copa Mundial de Fútbol, que cada cuatro años reúne durante cinco semanas a las mejores selecciones nacionales del deporte más popular del orbe.

Por ejemplo, en 1996, casi veinte mil millones de telespectadores siguieron los Juegos Olímpicos, mientras en 1994, cerca de treinta y dos mil millones lo hicieron respecto al Mundial de Fútbol.

Volvamos a la pregunta de la niña, la cual resultó un corrientazo seguido del silencio de los presentes, como si nadie la hubiera escuchado. Tan natural nos parece a los cubanos adultos la ausencia del derecho de viajar libremente que sólo los niños, al margen del síndrome de inmovilidad que padecemos, son capaces de percibir un hecho tan evidente. Aunque la pregunta quedó sin respuesta, su observación me movió a prestar atención en los subsiguientes partidos a la alta presencia de personas procedentes de todas partes en los repletos estadios alemanes, incluso de regiones conocidas como Tercer Mundo, que se movieron detrás de sus equipos para disfrutar y/o sufrir "victorias" y "derrotas".

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En el caso de Trinidad y Tobago, lo más significativo es que —al igual que Cuba— fue descubierta para Europa en la última década del siglo XV, que su población aborigen fue diezmada por el trabajo forzado y sustituida por esclavos africanos, y que ambos territorios sufrieron durante siglos los ataques de corsarios y piratas.

Sin embargo, el pequeño país caribeño se diferencia de la mayor de las Antillas por su extensión territorial (veintidós veces menor que Cuba) y por la cantidad de habitantes (aproximadamente once veces menos que la nuestra).

Los trinitarios, por supuesto, no gozan de los "privilegios" que tenemos quienes nacimos en esta ínsula, pero en cambio pueden viajar al exterior sin depender de una invitación foránea, y mucho menos de un permiso de salida que otras personas de su propio país debieran otorgarle. De tal forma, la posibilidad de viajar se reduce a contar con los recursos monetarios suficientes, un hecho que parece explicar el alto por ciento de trinitarios en las graderías alemanas.

Sencillamente, que la libertad de movimiento —el derecho a entrar y salir de su país cada vez que se considere y pueda— es una potestad, reconocida y practicada universalmente, como se evidencia en la diversidad económica, racial, lingüística y cultural presente en los partidos de fútbol. Por eso no es extraño, como le pareció a la niña, que decenas de miles de ciudadanos, incluso de pequeñas ínsulas que califican como tercermundistas, se muevan a disfrutar personalmente de esas manifestaciones deportivas.


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