Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Testimonio

Un niño frente a la revolución

A 56 años del asalto al cuartel Moncada, el escritor Vicente Echerri relata la otra cara de la épica revolucionaria.

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La voluntad de cambiarlo todo

Por mi parte —y sin consultar con nadie—, decidí no reconocer como legítimo ese "nuevo orden" que se instauraba con un jolgorio universal. La fascinación de casi todos con el ostentoso desaliño de los triunfadores era la señal más visible de los tiempos que se iniciaban, y su fealdad me entristecía. En los días sucesivos, la llegada a La Habana de los rebeldes, con sus barbas, sus escapularios y su mugre, fue un ingrediente que degradó de inmediato el carácter de la ciudad. Nadie hubiera podido imaginar en ese momento que el envilecimiento masivo de un pueblo y la destrucción física de uno de los conjuntos urbanos más bellos del mundo había comenzado.

Objetivamente, La Habana de 1959 seguía siendo una ciudad hermosa y pujante, a la que se sumaba el regocijo general por el fin de una guerra y el estreno de un gobierno muy popular; sin embargo, por debajo de esas apariencias (o, más bien, reflejado dramáticamente en ellas) algo más importante y vital —muchísimo más que el derrocamiento de una dictadura— había sufrido un quiebre, y yo lo percibía, aunque no fuese capaz de expresarlo claramente en categorías intelectuales.

Lo sentía con esa particular sensibilidad que tienen los niños para entender ciertos fenómenos primordiales —esa intuitiva captación de lo maravilloso— que luego la razón adulta se niega a reconocer; y, al mismo tiempo, lo entendía con la alarma de algo que agredía mis naturales o incipientes criterios estéticos: la realidad que se nos imponía era fea —acaso porque era caprichosa e improvisada— y esa desarmonía contaminaba y maculaba todo, el orden mismo de una cultura, los soportes de la convivencia civilizada.

Si algo advertí enseguida, como una agresión casi física, era la voluntad del poder revolucionario de cambiarlo todo, de trastocarlo todo, empezando por los nombres (al campamento militar de Columbia, fundado por el ejército interventor a fines del siglo XIX, no tardaron en rebautizarlo con el ridículo nombre de Ciudad Libertad), con la deliberada intención de interrumpir nuestra continuidad histórica, de marcar un divorcio con lo precedente, al tiempo que el pasado se execraba, se adulteraba, se envilecía.

La revolución triunfante se presentaba como una fuerza indiscutible que inauguraba una nueva era. Esa novedad no lograba suscitar ni un átomo de mi entusiasmo; al contrario, yo estrenaba la nostalgia por los valores, costumbres, hábitos, atuendos y maneras que el nuevo poder empezaba a dejar detrás. Mi amor pertenecía por entero al mundo que desaparecía.

Regresé a mi natal Trinidad a fines de enero, luego de haber presenciado la entrada en La Habana del líder de la revolución a quien, ese mismo día, una de mis tías, fervorosa lectora de las Escrituras, no dudó en definir como "una bestia del Apocalipsis". Cuba ingresaba, pues, en la escatología milenarista mediante una revolución popular dirigida por un agitador elocuente que, desde el primer momento y más allá de cualquier discurso conciliador, se proponía la subversión de lo tradicional.

Nuestro país se hacía una extensión de los poderes de las tinieblas por obra de aquel orador que enardecía a la multitud con una paloma en el hombro. Me di cuenta horrorizado de que habíamos caído en una trampa gigantesca, víctimas de un hechizo colectivo, del que sólo podría sacarnos un poder externo y superior.

Cuando volví en mayo a La Habana, las señales del incipiente deterioro se me hicieron notorias, pese a que —visiblemente— la ciudad se conservaba intacta. Todavía estaba espléndida, pero con un ligero toque de vulgaridad que la degradaba.

Por ejemplo, apenas si se veían hombres con trajes blancos de lino y sombreros de Panamá que, por generaciones, habían caracterizado el verano de Cuba; y los hermosos jardines del Capitolio, donde había dejado de sesionar el Congreso, estaban llenos de tractores en celebración de la Reforma Agraria. Esto último no sólo afeaba el entorno, sino que rebajaba la dignidad del edificio más emblemático de la república. Ahora creo que ese efecto era el resultado de la decisión deliberada de acanallarlo todo, acorde con la chabacanería que, abierta o insidiosamente, empezaba a adueñarse de la sociedad.

'Aspiro a recobrar el curso de mi infancia'

El verano de 1959 sería largo, tan largo que, para mí, no ha terminado todavía. Ha pasado medio siglo con todos los posibles incidentes —amables y desgraciados— que pueblan cualquier vida en ese lapso; pero, en lo más íntimo de mi psique, ese mes de septiembre en que habría de cumplir 11 años, a tiempo de iniciar otro curso escolar, no ha llegado aún.

Mi mundo anímico —donde la madurez debe arraigarse— sigue uncido a la noria hechizada en que transitan mis diez años y el advenimiento de un régimen en cuya provisionalidad sigo insistiendo como un artículo de fe y cuya desaparición es inseparable de cualquier logro personal. Aspiro a recobrar el curso normal de mi infancia —eternizada en un secuestro— para, simultáneamente, poder trascenderla de una vez. El requisito indispensable para que esto suceda y se quiebre el pavoroso encantamiento es sólo uno y lo conozco desde el principio: el brusco fin de la revolución cubana.


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