Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Relaciones Cuba-México, PRI, Fidel Castro

Complicidades peligrosas

En su estancia mexicana, Fidel Castro aprendió muy bien cuáles eran los pilares de lo que Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” y gradualmente los aplicó en su terreno con un extremo rigor

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El apelativo “caudillo” significa “hombre que, como cabeza, guía y manda la gente de guerra”[1]. A modo de elogio y admiración, así se refieren, en México, a los Caudillos del Norte (Pancho Villa), y del Sur (Emiliano Zapata).

Pero cuando la palabra “caudillo” se ajusta al líder que concentra todos los poderes, que no admite fiscalización alguna, que establece complejas jerarquías de mando ocupadas por sus allegados y devotos, que suprime toda institución o participación democráticas y que se siente tocado por el dedo divino, entonces pensamos en los arquetipos de los dictadores latinoamericanos reales que inspiraran algunas novelas del boom, o pensamos en el coruñés quien, desde su pequeña estatura y mediocridad, acuñó su perfil como “Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios”. El hijo de su paisano en El Ferrol, nuestro caudillo, sigue tras sus patéticos pasos. Hizo suyas aquellas exclamaciones de Millán Astray: “¡Viva la muerte!”, “¡Una Patria, un Estado, un Caudillo!” y devino padre de la nación cubana, en un ajiaco criollo de su Yo con la controvertida revolución y con la patria. Antes de él, nada en la historia es verdaderamente importante, solo un tiempo con pocos nombres que profetizaban su mesiánica llegada. (“Te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió”). Después de él, la Isla —como ya quisiera (wishful thinking)— debería hundirse en el mar.

México, en su intensa y multiplicada revolución, tuvo muchos caudillos. Aún quedan caciques locales; pero los licenciados y generales lograron depurar el estilo y pasar al presidencialismo, uno muy suyo que Vargas Llosa calificara como “la dictadura perfecta”. En su estancia mexicana, Fidel Castro aprendió muy bien cuáles eran los pilares de ese sistema y, gradualmente, —aunque con su característica prisa—, los aplicó en su terreno con un extremo rigor.

Un solo partido dominante

En México, el PNR (Partido Nacional Revolucionario) de P. E. Calles, pasó a ser el PRM (Partido de la Revolución Mexicana), corporativo, de Lázaro Cárdenas del Río y, finalmente, el PRI (Partido Revolucionario Institucional) que, a pesar del oxímoron, convirtió en institucionales los sectores obrero, campesino, popular y militar. El predominio de este partido fue total por más de siete décadas y, en algunos estados, por más de ocho. Esta supremacía no negaba derecho de existencia a los pequeños partidos de derecha, de izquierda, liberal o anarquista, lo que otorgaba solidez a la máscara de la diversidad política civilizada.

El perfeccionamiento del control del partido dominante mexicano tomó varias décadas. Fidel Castro no perdió tantos años, agilizó el proceso y, luego de suprimir —por varias vías— los partidos tradicionales, las organizaciones revolucionarias que lo habían apoyado, de neutralizar los posibles focos de ideologías independientes, avanzó desde la creación de las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) al PURSC (Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba) y, finalmente, al PCC (Partido Comunista de Cuba). No perdió el tiempo en maquillajes y así estamos desde hace más de cinco décadas. Otros partidos… ¿para qué?

Control de las fuerzas represivas (Fuerzas Armadas y Policía)

Varios generales de la Revolución Mexicana ocuparon la silla presidencial. Mas el Poder Ejecutivo, ya fuese de origen civil o militar, aseguraba la relativa independencia de los órganos de represión para aplastar posibles sublevaciones o mantener el control estricto de los pueblos y las ciudades. La lealtad se fundaba en el laissez faire para las actividades lucrativas, en el aseguramiento de la impunidad de sus acciones y en el decoro profesional de algunos sectores de esas fuerzas.

En Cuba, una de las primeras medidas tomadas, en 1959, fue el desmantelamiento total (por cese, jubilación, prisión, fusilamiento o expulsión) del Ejército y la Policía nacionales. Las fuerzas armadas todas fueron sustituidas por el Ejército Rebelde, la Policía Nacional Revolucionaria y las nuevas incorporaciones que juraban fidelidad, ya no a la nación, sino a la revolución y a su caudillo. El desarme fue general y meticuloso: se confiscaron hasta las armas privadas de colección. No hubo verdad alguna en la expresión generalizada de “pueblo armado” ya que las armas obsoletas utilizadas en las prácticas de milicias eran, de inmediato, recogidas y celosamente guardadas. Las milicias de los inicios sí utilizaron armamentos en Playa Girón, en la Crisis de Octubre y en la guerra civil del Escambray, para luego desarmarse por órdenes superiores. Que sepamos, los elementos y oficiales regulares de las Fuerzas Armadas actuales no pueden portar o poseer armas, excepto en misiones específicas. Así se asegura que no les cruce por la cabeza asociarse para algún golpecito de Estado. Como dijera el Comandante a los integrantes del Directorio Estudiantil “13 de marzo”: “Armas… ¿para qué?”

Control de los poderes legislativo y judicial

El Ejecutivo mexicano, para ser genuinamente omnímodo, debía controlar el Congreso y la Judicatura. El PRI se ponía en acción para lograr lo que llamaban “el carro completo”. Utilizaba métodos como el robo de urnas, los “carruseles”, la compra de votos, el acarreo, las urnas “embarazadas”, la votación de difuntos, cualquier ingeniosa técnica. Aparentemente, se hacían elecciones libres: el PRI ganaba, ocupaba los escaños del Congreso y del Senado y, con limosnero ademán, otorgaba algunos asientos para pálidos opositores o ineficaces disidentes.

Los jueces y notarios, en los distintos tribunales y cortes, algunas veces se nombraban por méritos pero, por lo general, se designaban por nepotismo o por favores debidos o por deber. Ningún magistrado podría oponerse a una orden o deseo expreso de los jefes del poder ejecutivo, en cualquier nivel de gobierno de la Federación.

El Partido “que siempre gana”, garantizaba, con estos controles, la protección a los intereses políticos y empresariales, nacionales e internacionales, con los que se asociara. Como el ex Presidente Miguel de la Madrid declarara con asombrosa honestidad: la corrupción y la impunidad son los aceites que hacen girar toda la maquinaria estatal[2].

Parece que a Castro las maniobras del PRI le parecieron demasiado rebuscadas. El edificio avasallador del partido mexicano para el control nacional se había erigido sobre una realidad de caos bélico y de ambiciones locales y en la Isla había una estructura democrática, aunque defectuosa, que primero había que demoler.

Comenzó a gobernar por decretos revolucionarios, luego de desbandar las instituciones legislativas y hacer añicos la Constitución de 1940, que antes invocaba como ejemplar, formó nuevos abogados para las nuevas leyes (quienes no pueden ejercer en país alguno del orbe porque lo que estudiaron en la Facultad de Derecho es un verdadero disparate, inaplicable en cualquier país sensato), copió constituciones de los países del Este, las modificó de acuerdo al momento: atenuantes por agravantes y lo que se ocurriera, hasta llegar al colmo dogmático de plasmar que “el socialismo era irreversible”. Los jueces reciben instrucciones para dictar los fallos y los abogados defensores no se diferencian de los fiscales. Las órdenes se cumplen y las constituciones se violan.

Los representantes de la Asamblea Nacional legislativa no representan a sus electores, son designados y no rinden cuentas reales[3]. De más está añadir que sus resoluciones se adoptan por unanimidad. La docilidad es endémica a todos los niveles asamblearios. La selección de candidatos —propuestos antes por los funcionarios partidistas—, que se realiza en las circunscripciones vecinales, se efectúa “a mano alzada”.

Las cárceles mexicanas han sido siempre de lúgubre fama, desde el antiguo “palacio negro” de Lecumberri hasta los Campos Militares. Las cárceles disuaden, desaparecen, torturan, matan y no hablan. No se pueden hallar cifras confiables del asombroso incremento de las penitenciarías en Cuba porque constituye un secreto bien guardado, pero sí se sabe de las condiciones lastimosas y crueles que las caracterizan. Y, como no se puede poner escenografía en tantas cárceles, pues no se invita a relator alguno de derechos humanos, así lo pida la misma ONU de rodillas.

El Gobierno mexicano permitió —a partir de la década de los años noventa— una Comisión Nacional de Derechos Humanos que, aunque instaurada por el propio Estado y con una autonomía discutible, cumple algunas funciones, con cautela, pero con cierta efectividad. Esto sucede en el marco de una mayor apertura mexicana de cuya sutileza no quiere ni saber la nomenklatura cubana. Si alguien en la Isla dice “derechos humanos”, los oyentes a su alrededor salen corriendo. La frase es subversiva: recuérdese aquello de “nuestros derechos humanos diferentes”, que ya no se pueden invocar por estar fundamentalmente extintos[4].

Era lógico que Fidel Castro advirtiera a Daniel Ortega, en 1990: Elecciones… ¿para qué?

Control de los medios de comunicación

Es de sobra conocido que el PRI, en el poder, controló de buenas maneras (soborno) o de malas (represión, clausura, asesinato) a los medios de comunicación tradicionales —radio, prensa y televisión— y a sus periodistas. Al tener el monopolio de los espacios radiofónicos, televisivos y del papel, las concesiones y anuncios otorgados o subvencionados por el Estado eran fundamentales para la supervivencia de cualquier noticioso. Como dijera el ex Presidente Echeverría, en 1976, “no pago para que me peguen”. La máxima era seguida por Azcárraga II, dueño del consorcio Televisa, que se autodenominaba “un soldado del PRI”. Claro que había algunas admirables publicaciones independientes, por lo general de corta vida y siempre reprimidas, pero existían. A los mexicanos siempre les ha obsesionado la imagen proyectada ante la opinión mundial y, como decían mi abuelita y Octavio Paz: es preferible ser que parecer. O sea, que no se dijera que no había libertad de expresión. Por ende, el pueblo mexicano sabía lo que el PRI quería que supiera.

El Gobierno cubano entendió bien que tenía que asir con fuerza las riendas de toda la información y siguió el camino a galope tendido: inserción de “coletillas” al periodismo independiente, supresión y concentración de medios para luego refundarlos en unos pocos periódicos oficiales y menos canales de TV y estaciones de radio. Una misma “noticia”, así sea uno de los absurdos del caudillo, se lee, se ve y se escucha varias veces al día. Como decía un viejo chiste: “si Napoleón hubiera tenido el Granma, nadie se hubiera enterado de Waterloo”.

No entramos en el tema de la educación porque ambos países han caído en el mismo abismo: la paralización generalizada del pensamiento, la memorización y la preferencia en que creer es mejor que leer. Esto no sucedió en Cuba a principios de la década de los años sesenta, cuando experimentó una espectacular eclosión cultural, pero sus bases se podían hallar en la buena instrucción republicana. Históricamente, se sabe bien que “el conocimiento es poder” y ¿quién quiere que la población tenga poder? Ni el PRI tradicional ni el lamentable PCC.

El aislamiento nacional provocado por el Gobierno cubano, no por el tan mentado “bloqueo” que ni existe propiamente hablando, esa “maldita circunstancia del agua por todas partes”, que ha resultado ser beneficiosa para mantener a la población en una campana impenetrable, posibilita la impermeabilización del país ante la globalización mundial. México no tuvo otra salida que abrirse: liberalización de los mercados, apertura de medios aunque acotada, respeto a la no reelección, a pesar de las tentaciones (después de todo, fue una de las razones esgrimidas para dar inicio a la Revolución mexicana), legalización de varios partidos, aprendizaje y cierto respeto por los derechos básicos universales, respeto (que nunca se eliminó) a la propiedad privada… Este nuevo México, aunque guarde cierto parentesco con el anterior porque las estructuras básicas, sus pilares, no han sido demolidos, ha comenzado desde hace pocos años su camino por una “democracia imperfecta”. Hasta permitió una “alternancia de poder” aunque, en realidad, fuera de un partido incapaz de dirigirse a sí mismo y que nominara como presidentes a un hacendado-empresario y a un cristero. Pero esa misma ignorancia política permite que se avecine el PRI, de nuevo, con cara de galán, con supuestos “nuevos aires juveniles” y con los mismos viejos vicios de corrupción e impunidad que se ilustran ejemplarmente en lo que se ha denominado “el grupo Atlacomulco”[5], una suerte de ambiciosa fraternidad política.

Si el afán democrático se inició con el movimiento estudiantil de 1968 y maduró hasta los tiempos que ahora vive ese país, este mismo afán se ha hecho presente, pero con el objetivo admirable de hacerlo genuino, en espontáneo clamor, por los jóvenes del movimiento “Yo soy 132”. Quieren ser, no parecer.

Es por eso que ya los Castro no pueden copiar de los modelos mexicanos: tendrían que aceptar las redes sociales, el Internet para todos, la libertad de expresión y de asociación. Tendrían que admitir organizaciones no gubernamentales auténticas con perfil de género, étnico, sexual, profesional, religioso, ecológico, etc. Sería el suicidio político de esa cosa inefable e irreversible que inventaron y que no responde ya a ideología alguna y que solo hace a la élite en el poder cómplice de cuanto dictador o genocida queda en el planeta.

No esperemos reacciones muy solidarias de México a la tragedia cubana: los gobiernos del PRI intercambiaron datos de inteligencia con los isleños; el Gobierno cubano no estimuló movimientos armados en México, (por el contrario, espió y reprimió a los guerrilleros mexicanos refugiados en la Isla); en Cuba nadie supo de las masacres de “Tlatelolco” en el año 1968, ni del “Jueves de Corpus” en el año 1971; los Gobiernos mexicanos secundaron al cubano en foros internacionales; la autoridad máxima arropó a torturadores mexicanos (la mayor corona de flores en el funeral de Fernando Gutiérrez Barrios me dijeron que fue la de Fidel Castro); la Seguridad del Estado posee datos incalculables y vergonzosos de toda la clase política mexicana, sin excepción y susceptible de chantajes; nunca se solidarizó el Gobierno de la Isla con la izquierda —del signo fue fuese— y respaldó al PRI en el fraude electoral de 1988 (Salinas se convirtió en un “querido amigo” quien, al ser repudiado en la etapa zedillista, corrió a su refugio caribeño) o en cualesquiera otros fraudes. En fin, la izquierda mexicana no se conoce en Cuba porque nunca se ha mencionado en el Granma.

Un chiste dice que los mexicanos se vengaron bien de que los cubanos les hubiéramos enviado a Hernán Cortés. En reciprocidad, nos mandaron a Fidel Castro.



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