Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Dilla, Intelectuales, Alfredo Guevara

El drama del analista

La redacción de CUBAENCUENTRO ha recibido esta réplica a un artículo de Haroldo Dilla

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Haroldo Dilla, en un texto titulado Las impúdicas confesiones de Alfredo Guevara, ha escrito que yo, entre otros, pretendo ocupar un lugar “difuso” “entre el apoyo al sistema y al gobierno cubano y su crítica”. También afirma que, como parte de ello, he hecho un esfuerzo “descomunal” por “elevar a Raúl Roa a una estatura ideológica de procerato”.

Imagino que el uso de “difuso” y de “descomunal” no es celebratorio. Por mi parte, tengo cuidado de calificar otros posicionamientos políticos de “difusos”, porque es, en propiedad, una palabra difusa. Esta noción hace parte, en Cuba, de un universo de discurso descalificador que cuenta entre sus correlatos con “revisionismo” y, en el extremo, con “quintacolumnismo” y otras atrocidades que Dilla conoce bien y yo prefiero evitar. Lo de “descomunal” elijo entenderlo, con Aristóteles, como “desproporcionado”. Para este, lo desproporcionado a la visión humana —como un animal enorme— no es feo ni bello sino que solo puede apreciarse por partes.

Voy entonces por partes. La historia del pensamiento político, o sus reformulaciones disciplinares, vive de recuperaciones, desde Aristóteles a Hobbes, pasando por Leo Strauss y una lista inabarcable. Esas recuperaciones fundamentan, casi siempre, proyectos políticos que pretender colocarse en el presente. Desde ahí, no entiendo cuál es el problema con pretender recuperar a Roa, o a Chibás, o a Mañach.

Quizás el problema sea que para justificar esas recuperaciones haya que ofrecer, según Dilla, explicaciones biográficas. Habría que darlas por los niveles de “lealtad” que el sistema infligió a sus intelectuales orgánicos. Es una manera de hacerlo, pero me parece pobre desde el punto de vista intelectual. Rousseau abandonó a sus hijos y Hobbes fue el enemigo absolutista de la República inglesa de 1649. Nada de esto despierta mi admiración, pero no ha impedido sus recuperaciones.

En la historia de Cuba, la palabra “socialismo” está inscrita en textos relativos al Partido Independiente de Color, al I Partido Comunista y al Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), siendo tan diferentes entre sí. Esa historia me parece relevante, por ejemplo, para comprender mejor la importancia, y los conflictos, del pluralismo, como hecho social, cultural y político, más allá de celebraciones simplificadas de la diversidad en materia ideológica, y para entender los usos alternativos, y contradictorios entre sí, de diversas nociones de democracia, cuestión que vale también para hoy.

Mi interés es defender el socialismo y la democracia. Conozco, y deploro, la historia que sepultó la segunda a manos del primero, pero lo que veo en el mundo que me rodea no me hace aplaudir la democracia ni el capitalismo realmente existentes.

Mi posición no es por eso “difusa” o ambigua. La tradición de Roa, que es la del socialismo democrático, o el republicanismo social, de la posguerra, con compromisos firmes con la democracia política, la economía social y lo que sería llamado el estado social de derecho, encuentra que el origen popular del poder político es antídoto contra los totalitarismos. Critica la dominación, sea autoritaria o carismática, desde una política ejercida desde el lugar del ciudadano. Cuestiona la política del hombre de excepción —del hombre fuerte— desde el paradigma de una práctica democrática: los problemas del país no necesitan de mesías sino de ciudadanos. Impugna la experiencia histórica del socialismo, por «subordinar los fines a los medios», y por su «concepción autoritaria del poder», que condujo «a la degradación y a la esclavitud». Y concluye que «el camino de la libertad (es) la última salvación del socialismo».

Quizás Dilla piense que debemos pasarnos la vida explicando por qué Roa participó del curso político revolucionario, aun cuando este contradijera algunas de sus anteriores convicciones. Por lo mismo, deberíamos pasarnos la vida explicando por qué Gastón Baquero recibía dinero de la oficina de Batista en los 1950, o por qué Mañach se implicó en el gobierno de 1934. Quizás haya una solución más expedita: podemos abolir de una vez por todas la historia de Cuba —intentos no han faltado— y olvidarnos de todos ellos a la vez y pensar que todo se resuelve denunciando con energía al “sistema” y al “gobierno”.

La tradición socialista democrática puede y debe defender hoy un núcleo de ideas enunciadas desde entonces, en tanto “valores que le infunden objeto y sentido a la vida humana: soberanía del espíritu, estado de derecho, gobierno representativo, justicia social y conciencia”. Para empezar, son valores contrarios a los que emergen de la antinomia amigo-enemigo como esencia del poder. Esa concepción contiene significantes de plena actualidad: defender un régimen republicano basado en el origen popular del poder político, la participación ciudadana, el control público de la actividad estatal, la racionalización y la eficacia de la administración pública, la promoción de una economía social y solidaria, y del acceso desmercantilizado y despolitizado (sin condiciones económicas o políticas excluyentes), a los derechos fundamentales.

Puede ser utópico, pero es un programa crítico. Y no es distópico, como algunas de las propuestas que escucho sobre Cuba en relación con la “promoción de la democracia” y el “combate contra el sistema”. Sin embargo, no tengo idea qué contiene de difuso, aunque comprendo el motivo de la calificación. Es la manera más simple de lidiar con la complejidad del campo político cubano. Se despacha rápido: ellos, nosotros, y los difusos que merecen ser, pero no tienen la menor oportunidad de estar.

En el mismo texto que comento, Dilla ha hecho un retrato de Alfredo Guevara como una suerte de gánster erótico político. Parte de una frase con la que Abel Sierra y Nora Gámez titularon una entrevista suya con Guevara: “No creo que mi pueblo valga la pena”. Guevara pronunció esa frase muchas veces, sin escándalo. Cualquiera que lea sus libros, y sus múltiples intervenciones, y no se quede solo con una declaración epatante, puede corroborarlo. Es lo que se espera, como mínimo, de un cientista social. Este es solo un ejemplo, donde narra lo mismo que en aquella entrevista: “Considero que todos somos potencialmente revolucionarios —esto lo aplico a los que lo son y a los que no lo son— y esa potencialidad revolucionaria es la que me interesa. No vivo entusiasmado por mi pueblo ni por ustedes, vivo entusiasmado por las potencialidades de mi pueblo y de ustedes. No soy más que un pedacito de esta generación revolucionaria, de su actividad, de sus conquistas, de su toma del poder (…) he dedicado mi vida a este objetivo —no lo digo para que me aplaudan—, a que salgan a flote las potencialidades, y ustedes son, en parte, el resultado de ese gran trabajo de la Revolución.” En otro lugar, Guevara decía: “Con toda franqueza les digo a ustedes, profesores y alumnos de nivel superior, que creo que ese nivel que hemos logrado en nuestro pueblo, y que considero un éxito fundamental de la Revolución, es instruido pero no culto. A partir del nivel logrado será posible alcanzarlo, si somos capaces nosotros —y sigo diciendo «nosotros», pues aunque ya no tengo cargos de dirección, trato, a veces con éxito, de influir en el pensamiento—. Yo me siento responsable, «corresponsable» de los éxitos y también de los fracasos de la Revolución, pero creo que lo más importante que hemos logrado es fomentar las condiciones para que la población sea una población de ciudadanos.”

En esta lógica, el pueblo cubano no es “culpable” de su “calidad”, sino su dirigencia. Al analista político que es Dilla se le escurre algo notorio. Guevara fue, probablemente, quien con mayor sinceridad en Cuba reconoció los fracasos de su generación, además de ser, acaso, quien con mayor lucidez defendió sus éxitos ante diversas audiencias.

En el esquema de Dilla, la gestación del nuevo cine latinoamericano, la creación del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, la promoción del movimiento del nuevo cartel cubano, el impulso a la nueva trova y al cine cubano, o las polémicas intelectuales sostenidas desde el ICAIC, son cuando más “espacios” culturales “tolerados” para “usos y egolatrías” y no expresiones fundamentales de la cultura cubana y latinoamericana contemporáneas. Con tamaño maniqueísmo, borra a Guevara de esos procesos, pero también a todos sus actores, en pleno.

Así, comparte el núcleo de una interpretación sobre Cuba según la cual hay una persona, Fidel Castro, rodeado de acólitos, y del otro un pueblo mudo que pasó, en el extremo de esa idea, de víctima a cómplice. Es una interpretación que, por lo menos, me parece impúdica. Y, cuando lo hace mientras dice defender al pueblo, es un drama.


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