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Literatura, Exilio

El exilio de Calibán

Sobre un conversatorio celebrado en la UNEAC que no hay que despreciar, y mucho menos desdeñar a quienes intentan acercarse a nosotros

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Un panel organizado en el marco de la XXI Feria Internacional del Libro Cuba 2012, donde se conversó con brevedad y tibieza sobre la divulgación de las obras de escritores y artistas cubanos que viven en el extranjero, su integración a la cultura nacional y el rechazo al fundamentalismo político, ha provocado diversas reacciones airadas por parte de escritores exiliados.

Lo curioso es que esta reacción resulta desproporcionada ante el hecho de que los panelistas no solo estuvieron muy lejos de asumir una actitud agresiva hacia los escritores y artistas que viven fuera de Cuba, más bien todo lo contrario, sino que tampoco dijeron nada nuevo ni hicieron propuestas políticas e ideológicas que impulsaran a algunos a sacar la bandera cubana del cajón del exilio y lanzarse a la calle.

Tampoco quienes hablaron son figuras que despierten un odio particular. Los tres escritores que formaron el panel, Reynaldo González y Leonardo Padura como expositores y Senel Paz como moderador, nunca han sido lo que podría considerarse comisarios políticos, funcionarios culturales o perseguidores de intelectuales. No los consideraría intelectuales “orgánicos” —ni kosher ni adulterados—, sino escritores, y ya es bastante. Podría apuntarse que la realidad ha transitado la senda contraria. González especialmente fue una de las víctimas del mal llamado “quinquenio gris”. También hay que apuntan que no han sido críticos públicos del sistema, sino que simplemente han sobrevivido dentro de la Isla —entre diversas estancias en el extranjero en los últimos veinte años aproximadamente— en esa especie de nebulosa, indefinición o espera que caracteriza la vida de la mayoría de los que habitan en Cuba. Al mismo tiempo, ambos expositores han realizado una obra que con más o menos éxito, —mayor o menor valor artístico— llena un estante de cualquier biblioteca.

Señalados estos datos elementales, no es raro que provoque asombro la irritación con que en el exilio algunos han reaccionado frente a los comentarios de los panelistas. Del ataque personal a la burla, prácticamente se ha lanzado una carga de caballería contra unas declaraciones por momentos bastante aburridas. Al final uno está tentado de darle la razón a los panelistas de la Isla, y concluir que hay talibanes en ambas costas, fanáticos en las dos orillas e intransigentes ―o la adopción de poses oportunas de intransigencia― regados no solo por Cuba sino por varios países. Al parecer, también Calibán ha marchado al exilio.

Sin embargo, no vale entrar en pugnas o comadreos ―como quiera mirarse― y tratar de avanzar un poco más allá de quien lo dice y cómo lo dice. El panel celebrado en la sede de la UNEAC no solo se caracterizó por balbuceos, premisas forzadas e intentos de justificación. También hubo palabras firmes ―en especial por parte de Padura, quien afirmó que resulta “inadmisible desde todo punto de vista” invalidar el vínculo o excluir por razones política a los escritores radicados fuera de la Isla―, se hicieron preguntas fuertes y por lo que se ha visto en video reinó un ambiente de inclusión y no de exclusión. Es verdad que no fue el conversatorio que uno ―desde la comodidad del exilio― preferiría ver y escuchar. Esa es nuestra razón como exiliados, pero no la única. Más allá de las diferencias naturales y ficticias ―que, por otra parte, siempre acompañan a cualquier reunión de escritores―, no hay motivos para entrarle “a cañonazos” a la sala. Por supuesto que cada cual tiene sus motivos, y la mayoría con válidos, pero ni Padura, ni González ni Paz fueron jueces, carceleros o guardias. Así que resulta mejor guardar los reproches para otros.

Si a los tres panelistas se les achacan esas culpas es por una asociación con el régimen que no es tal. Más bien se confunde al escritor que no ha sido contestatario desde el punto de vista político ―que ha preferido hablar de las injusticias pasadas obviando las presentes o que incluso ha acatado con pasividad― con el escritor funcionario, cómplice o delator. La aplicación de criterios extremos no deja de evocar la posibilidad del argumento de que los exiliados, de llegar al poder, tendrían la tendencia a considerar como colaboracionista ―en el sentido que el término adquirió durante el nazismo y la II Guerra Mundial― a todo aquel que no hizo más que sobrevivir por décadas bajo un gobierno totalitario.

La cuestión central en todo este asunto, por lo demás complejo y apenas iniciado, es el mirar hacia adelante y no encerrarse en el pasado. No se trata de olvidar, sino de evitar confundir a quienes tuvieron que participar de un sistema ―por el hecho de vivir en él― con los protagonistas de éste. No es tampoco trasladar la culpa de las instituciones a todos los miembros de una institución, en el caso de organizaciones que no fueron ni cárceles, ni cuarteles, ni centros de tortura.

Que estas sirvieron a la represión y que militares o agentes de la Seguridad del Estado tuvieron una participación destacada en ellas es cierto. Al igual que en cualquier ministerio. Que existe la posibilidad que esta situación no haya cambiado, también es casi seguro ―desde el exilio estas afirmaciones siempre resultan riesgosas―, dado el hecho de que la naturaleza perversa del régimen no ha cambiado.

Sin embargo, lo anterior no impide señalar que en Cuba se han publicado libros de autores que viven en el exilio, que estos han participado en este tipo de evento, que nombres que antes solo se pronunciaban en un susurro ahora se repiten sin temor y que en específico en esta Feria del Libro se leyeron y comentaron obras de autores de teatro que viven en el exilio. Esto también es parte de la realidad actual en Cuba. Omitir esa información es meter la cabeza en la mitad del vaso vacío. Por supuesto que lo mejor es que éste estuviera lleno. Pero, ¿hay que detenerse a esperar que ello ocurra, cruzar los brazos y limitarse a hablar mal de los otros?

Individuo, institución y cultura

Un análisis que intente superar una animosidad zafia debe señalar que buena parte de lo que se conversó en 17 y H, en el Vedado, el sábado 11 de febrero, tuvo un desarrollo en tres planos de referencia. El primero podría considerarse personal. Es lo que se ha enfatizado hasta este momento. Ahora bien, que los tres panelistas expresaran un punto de vista, que desde el exilio se puede apoyar o criticar, no pone fin a la discusión. Todo lo contrario, la reduce y rebaja.

Hay un segundo plano que es puramente institucional. De los artículos publicados sobre el evento (aparecidos en Diario de Cuba), vale destacar el de Antonio José Ponte por no limitarse al sarcasmo y señalar algunos puntos fundamentales. Dice Ponte:

“Padura y González entienden el tema que los convoca —el exilio literario— como si se tratara de una institución. Solo así resultan equiparables la intransigencia de una política oficial y la intransigencia de gente dispersa. Visto así, tiene que haber un Ministerio de Cultura del exilio enfrentado a un Ministerio de Cultura del país, implacables uno y otro. Y ha de existir en el exilio un Ministerio del Interior con tareas no muy distintas a las de su homólogo en la Isla”.

Solo que Ponte es igualmente implacable en su razonamiento, y pasa por alto la existencia de grupos de presión en el exilio que actúan como si estuvieran a cargo de cualquiera de los dos ministerios. Si no logran su propósito es precisamente por su condición de exiliados. Miami ―y hablo del exilio de Miami porque es el único que conozco, además de ser el único que cuenta en este tipo de análisis― tiene un largo historial de intolerancia que no se puede omitir. Soy el primero en sostener que no hay comparación entre la falta de libertad de expresión en Miami con su carencia en la Isla. Soy, además, un ejemplo de esta tolerancia: publico semanalmente en esa ciudad opiniones que por lo general no son del agrado de buena parte de la comunidad exiliada. Pero siempre agrego el señalamiento que esa libertad de expresión se debe, en primer lugar, a mi país de adopción, Estados Unidos. También a un aprendizaje adquirido ―casi siempre a regañadientes durante una vida de exilio― por aquellos que al final logran comprender que un debate da mejores frutos que muchas peleas.

El otro aspecto que también queda fuera del análisis de Ponte es que en esta ciudad existen otras formas de censura, que no conspiran contra la libertad de expresión de forma directa sino que dificultan ―o que para muchos hacen imposible― la difusión de una obra. No vale la pena ahora repetir las conocidas quejas en este sentido.

Así que mejor que destacar la falta de un Ministerio de Cultura en el exilio, valdría la pena criticar la carencia de instituciones con un interés cultural genuino. La realidad es que a lo largo de décadas ha existido una tentación, que lleva a algunos a intentar publicar en Cuba lo que no logran publicar en Miami. Sucumbir a esa tentación es un problema personal. Lograrlo depende de muchos factores, y la necesidad de pagar un precio queda a la conciencia de cada cual. Es en este sentido que, a lo largo de los años, muchos escritores residentes en la Isla han preferido mantenerse en Cuba, sobrevivir, e intentar desarrollar una obra. Para algunos, la decisión ha valido la pena, para otros ha sido una vida de frustraciones. Sin embargo, reiniciar o iniciar una carrera literaria en el exilio continúa siendo una proeza.

Todo lo anterior explica en parte una prepotencia que siempre ha explotado el Gobierno cubano, respecto a los escritores, a la cual no es ajena el panel de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Esa potencialidad de publicar mientras se vive en la Isla, incluso en editoriales extranjeras, ha sido ―y en parte sigue siendo― un factor determinante para muchos escritores cubanos.

Lo que resulta bueno enfatizar es que esa potencialidad editorial de la Isla cada día se reduce más, no solo por las limitaciones propias de la crisis económica perenne en que vive el país, sino por las nuevas tecnologías, que han facilitado ―y lo que es más, democratizado― la publicación de un libro. Así que las élites intelectuales en la Isla han ido perdiendo espacio y el conversatorio de la UNEAC no está libre de cierto tufo de antiguo. El replanteamiento entonces vendría dado en la necesidad ―tanto en Cuba como en el exilio― de buscar nuevos espacios, a través de Internet principalmente, en que tuvieran cabida todos los escritores cubanos. Se puede argumentar que el Gobierno cubano intenta mantener un coto cerrado en este terreno, lo cual no ha logrado impedir una porosidad cada vez mayor. Una de las peticiones que puede hacerse a los panelistas es que, al tiempo de que se manifiestan a favor del reconocimiento de la labor de los escritores del exilio, publiquen ellos en los principales sitios de Internet del exilio que cuentan con secciones culturales. Cierto, como argumenta González, que la política prepondera en estos sitios, pero también es verdad que en más de uno no hay barreras para publicar trabajos literarios de escritores que viven en Cuba. La respuesta está en manos de La Habana.

Por último, queda un aspecto que es fundamental en toda la discusión, y tiene que ver con el modelo cultural ―que actúa como un canon― que por años se ha tratado de imponer a la literatura exiliada: el centro de la literatura cubana que radica en la Isla.

Esta especie de camisa de fuerza tuvo su formulación más conocida en el concepto del Aleph literario cubano, formulado por Ambrosio Fornet, uno de los asistentes al evento.

Según Fornet, el Aleph de la cultura cubana se encuentra en la Isla. La afirmación fue formulada como un afán para establecer un lugar ideal, donde radica la totalidad de las posibilidades de los creadores, las que confluyen sin confundirse y son vistas desde todos los ángulos; el sitio en que converge y se almacena íntegra la diversidad artística; el universo que contiene todos los bordes y fronteras y cuyo centro no es un punto sino una circunferencia infinita.

Esa letra —que más que un alfabeto es una enciclopedia— está en una nación que siempre ha escapado a las definiciones: una nebulosa en vez de una esfera; un país pequeño y limitado por aguas profundas en busca de la otra costa; una imagen que aspira a ser un concepto y no termina de definirse. Apenas una idea.

El Aleph fue un recurso de urgencia, que buscó apoderarse del argumento de un cuento del argentino Jorge Luis Borges, para al igual que en la narración intentar encerrar el universo en un sótano y permitir decir al que lo poseyera: “No soy el dueño del mundo, ni soy una parte ajena o cercana de ese mundo: soy el dueño del centro al que confluye el mundo”.

De esta forma, se trató de aplicar, en el plano literario, un reduccionismo que no era más que una justificación de un proceso que, desde su nacimiento, pretendió ir más allá de sus fronteras. Primero geográficamente, con la definición colegial de un libro de texto —la Geografía de Cuba, de Antonio Núñez Jiménez— donde se afirmó que no bastaba hablar de la Isla de Cuba, ya que lo correcto era referirse al Archipiélago Cubano. Luego en su vertiente guerrillera, con la conversión en un foco de irradiación de la violencia. Después imperialista, con el empleo de las fuerzas armadas transformadas en un instrumento de guerra extraterritorial en África. Globalizadora por último, con la exportación de médicos, maestros y técnicos a diversas naciones.

Un reduccionismo fundamentado en una vieja idea colonialista: todo esfuerzo literario, gráfico y musical fuera de la metrópolis no es más que un apéndice —a veces válido pero secundario— condenado a girar de acuerdo al poder dominante. La gravitación no como una fuerza de atracción recíproca, sino como una relación de causa y efecto.

En Cuba este reduccionismo ―disfrazado con el ropaje de un plan abarcador― ha tratado de sortear el egocentrismo bajo el disfraz de la asimilación cultural: reconocer la existencia de una literatura del exilio, una plástica internacional y una música caribeña que trascienden las fronteras del país, pero que no dejan de ser limitadas en sus logros y dependientes de la raíz. La nación no como fuente nutritiva sino como campana bajo la cual respirar.

El concepto estereotipado de la patria como madre, agrandado al endiosamiento del Estado —padre para los residentes en la Isla, padrastro para quienes viven en el exterior— todopoderoso, vigilante y ceñudo.

Así, y desde hace años, las instituciones del régimen se han otorgado el privilegio de ser las depositarias de toda actividad creadora —incluso las desarrolladas en las antípodas del espectro ideológico— al considerarse investidas de la autoridad necesaria para decretar lo que vale y brilla —o lo que no vale y no brilla— en la cultura cubana, dentro y fuera de la Isla.

Al fracaso del intento de edificar un canon revolucionario siguió la voluntad de adopción de criterios más amplios, que permitieran el reconocimiento de los logros estéticos de lo que hasta entonces se consideraba la cultura del enemigo, pero a partir de una definición que mantenía inalterable el centro del poder. De ese canon revolucionario, que por décadas midió, a la literatura cubana, se pasó a un canon patriótico y nacionalista.

Mencionar a Borges se convirtió en la exhibición más colorida de ese ideal de rectificación: un abandono de la intransigencia salvaje y la ferocidad de Calibán en favor de una incorporación de la habilidad y la brillantez de Ariel.

La emoción de la rebeldía fue —más que un disfraz de la envidia—la justificación del envidioso durante la etapa “calibanesca”. Luego predominó un Calibán más refinado, pero que no había abandonado por completo ese sentimiento original, porque por mucho tiempo formó parte de su existencia.

El problema actual en Cuba es que se ha desmoronando ese edificio que sustentaba la prepotencia imperial, y lo que impera es una sobrevivencia entre escombros. Uno de los problemas del exilio es que, paradójicamente, algunos insisten en mantener vivo ese espíritu imperial.

Por supuesto que la realidad es mucho más compleja. Durante mucho tiempo, el escritor, pintor y músico exiliado se vio privado de sus principales lectores o espectadores, lo que justificaba el planteamiento de un público primordial en la Isla. Lo que imperaba —y aún se intenta― era la utilización de ese eje con fines ideológicos, en una tergiversación de la verdadera función de protección cultural de un Estado.

Sin embargo, el concepto de lector y literatura nacional avanza hacia la extinción ―o al menos hacia una redefinición tan amplia que deja fuera el nacionalismo cultural. Fue precisamente un miembro del público asistente al conversatorio en la UNEAC el que señaló esta ampliación de las fronteras literarias. Y hay que señalar que el público asistente en ocasiones desbordó los razonamientos de los panelistas, lo que no deja de ser un signo de esperanza.

Los organismos del Gobierno cubano aún practican criterios políticos como puntos de definición a la hora de catalogar a los intelectuales y artistas que viven en el exterior. Es en el rechazo de esta actitud en que las palabras de Padura adquieren mayor importancia.

La necesidad de ampliar estas fronteras literarias no estuvo ausente del conversatorio en la UNEAC, aunque de nuevo fue un tema apenas esbozado. El problema de la lengua, en particular los escritores cubanoamericanos que escriben en inglés merece una atención especial. Como dato a señalar, fue Rine Leal el que primero lanzó una definición audaz al respecto, al considerar que esta literatura escrita en inglés merece también ser reconocida como parte de la literatura cubana.

“¿Precisan, ‘necesitan’ los autores residentes fuera del país negociar con el régimen?”, se pregunta Heriberto Hernández Medina. Y se responde que no hay necesidad de apresurarse. Añadiría que no hay tampoco necesidad de despreciar el encuentro, y mucho menos desdeñar a quienes intentan acercarse a nosotros.


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El escritor cubano Leonardo PaduraFoto

El escritor cubano Leonardo Padura.

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