Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Intelectuales, Sociedad, Marx

El intelectual y el pensar condicionado

Es evidente que una sociedad dirigida por los intelectuales es de por sí un imposible

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En Santa Clara tenemos a un pensador agudo y original, que en su último libro se pregunta de dónde alguien que, como Marx, nunca compartió las condiciones de vida de los obreros industriales, podía interpretar acertadamente la realidad desde los ojos de aquellos; conocer, en fin, sus verdaderos intereses. Recordemos que Marx sostuvo que su obra no era más que una constatación de la dirección ineludible de los cambios en las sociedades capitalistas de su tiempo, los cuales ocurrirían obligatoriamente gracias a la masiva proletarización de una sociedad capitalista en que, por lo mismo, se desnivelarían los equilibrios sociales de manera abrumadora hacia el lado de la clase obrera, permitiéndole a la misma tomar el poder político y remodelar toda la sociedad humana de acuerdo a sus intereses. Intereses que Marx debía de conocer muy bien, si según afirmaba su propia teoría eran en realidad, y en esencia, los de todo el género humano. Una teoría, sin embargo, obra suya, un intelectual de ascendencia judía y procedencia social acomodada, que, en verdad, como no se cansa de afirmarme nuestro pensador cada vez que tropezamos en el Café Literario, nunca cumplió ni media hora de trabajo voluntario en un establecimiento fabril.

Así, sin darse clara cuenta, nuestro coterráneo, Jorge Jesús García Angulo, autor del libro más importante publicado en Santa Clara en mucho tiempo (Libertad y Enajenación, Capiro, 2016), ha dado en la inconsecuente consecuencia de una interpretación demasiado estricta de aquel aserto marxista que plantea que “el hombre piensa en dependencia a cómo vive”, al punto en que para el sostenedor de tan radical visión solo el propio obrero, o el propio campesino, o el propio burgués, o el déclasse, o el sirviente, están capacitados para interpretar cuáles son sus verdaderos intereses. Un aserto con el que el propio Marx tuvo que ser inconsecuente, ya que sino no hubiera habido marxismo; que unas veces aceptó, de manera implícita ante numerosos problemas particulares, pero con el que evidentemente no pudo concordar todo el tiempo y a plena consciencia, dado que entonces, dada su procedencia social, no se habría atrevido a formular todo el vasto edificio de su teoría de cambio social. Un aserto que en el fondo lo que supone es que no existen otros intereses más allá de “los de clase”: que en definitiva no existen unos intereses comunes a todos los seres humanos, que en fundamental medida nos definen como tal, antes y por encima de toda identificación clasista, o de cualquier otra especie.

Algo con lo que, más allá de cualquier juicio circunstancial o demasiado apresurado, siempre secundario, de ninguna manera concuerda todo el vasto edificio teórico marxista en su espíritu, y mucho menos en las motivaciones altruistas de su creador. Ya que en realidad lo que propone Marx es que, en la consecución de esos intereses humanos más generales, pueden ser utilizados aquellos más restringidos de clase, nada más y nada menos que si echamos mano del citado aserto marxista como de una herramienta política, no como un principio incuestionable.

Esta visión demasiado consecuente del referido aserto marxista por nuestro coterráneo entronca con la postura de los inmemoriales reivindicacionistas de pobres y humillados. El asunto está, sin embargo, en que aun con sus inconsecuencias no es de una simplista justicia reivindicativa de lo que trata Marx en su teoría del cambio social, sino de cómo construir una sociedad que le garantice a absolutamente todos los seres humanos su realización más plena. En la consecución de ese fin Marx no propone a los obreros industriales como los más (o más bien los únicos) capacitados para llevarlo adelante por sus muchos méritos en humillaciones, ofensas y penurias, sino por las potencialidades que ve en ellos a resultas de la forma en que se relacionan entre sí y con el mundo tecnológico en el contexto de la actividad productiva: para Marx el progreso marca determinadas tendencias que él cree haber identificado, y a su vez considera que las mismas solo pueden ser impulsadas, desde sus mismos intereses y relaciones en la actividad productiva, desde su propio ser, cabría decir, por los obreros industriales; en específico los de las grandes industrias y concentraciones industriales.

Que esas formas de relación, manifestadas en su verdadera esencia con la 2ª Revolución Industrial y la extensión del fordismo, demostrarán ser más afines con los totalitarismos leninista y fascista del siglo XX que con la democracia de productores que en un final solo puede ser el verdadero postcapitalismo, no cambia para nada lo dicho: Marx ha escogido a una clase como la que supuestamente lleva en sí el germen de la sociedad postcapitalista no porque las ofensas y humillaciones a que a diario son sometidos sus miembros los dote de alguna manera de una supuesta superioridad ética. Marx, el ser humano limitado e inconsecuente como todos nosotros, entiende que el problema no es de justicia reivindicativa. De hecho, si se ha equivocado en su elección de la clase llamada a comenzar el camino para la construcción del reino de la libertad, en buena medida se debe a que en definitiva no ha conseguido enfriar su razonar todo lo que debiera, y por ello ciertos sentimentalismos reivindicacionistas han terminado por escurrirse en su pensamiento.

La cuestión en definitiva está en que dicho aserto debe de ser asumido como una guía para la acción, y no como una coartada para el blando dejarse llevar por pretendidas leyes suprahumanas. O lo que es lo mismo, que dicho aserto debe admitirse como a toda idea en un sentido instrumental, no como un sucedáneo de la realidad, y que en consecuencia solo es útil para aquel que alcanza un determinado estado desde el cual, por su propia naturaleza (de ese estado), lo trasciende.

El hecho en sí es que en verdad todos, absolutamente todos, pensamos como vivimos. Tanto así que ni tan siquiera nos damos cuenta de ello. Semejante constatación convertida en juicio diferenciado, “se piensa en dependencia de cómo se vive”, solo se puede alcanzar cuando de hecho nos alejamos un poco del entramado de relaciones de nuestra sociedad, para mirarla desde esa, es cierto, mínima distancia que nos permiten nuestras necesidades prosaicas de obtener de esa sociedad los alimentos, los vestidos, los mínimos contactos físicos imprescindibles a todo humano; o sea, desde ese mínimo extrañamiento que nos permite nuestra inexorable necesidad de insertarnos en alguna sociedad humana (el extrañamiento, por cierto, nunca es más fructífero que cuando lleva al extrañado a constatar la imposibilidad de obtener lo necesario para su vida en tal estado: las más fructíferas críticas sociales nacen precisamente de ese lamento).

Que pensamos como vivimos a nivel de juicio claro y distinto en nuestra mente (incluida aquí la posibilidad una mente poblada de juicios claros y distintos), no puede ser nunca el producto autóctono de un CEO, de un pequeño burgués, un déclassé o un obrero, demasiados metidos en su vivir diario inmediato. Tal juicio autóctono es solo un producto de esos escasos individuos que, por mil razones, por desajustes de su personalidad con respecto al promedio de sus contemporáneos, por curiosos accidentes biográficos o por mil y una razones oscuras, llegan a separarse, a extrañarse, de su realidad social. A vivir en los márgenes, pero no en cualesquiera márgenes, sino en unos en que al vivirse en ellos se condiciona nuestro pensamiento, al dotarlo de un singular ángulo de contemplación de la sociedad alrededor nuestro, completamente diferente del acostumbrado.

Un distanciamiento que no es desprendimiento total, porque entre el intelectual (llamemos a este singular marginal por su nombre) y su sociedad contemporánea se mantienen siempre infinitas más conexiones (sobre todo al nivel inconsciente) que las escasas que se extrañan (a nivel consciente), y de lo cual da buena cuenta una segunda condición para la formación de ese juicio claro y distinto: la primera el ya mencionado extrañamiento de su realidad, la segunda la agobiante necesidad de comunicar lo visto desde esa posición privilegiada. Es esa necesidad, por cierto, la que lleva a convertir la constatación en juicio comunicable. El intelectual, que es quien crea los juicios claros y distintos, no se queda solo en su extrañamiento, porque no es un marginal más, o un loco o un completo enajenado. Paradójicamente el intelectual, un extrañado por definición, se encuentra tan o más conectado a su sociedad que el individuo normal, aquel que constantemente está eludiendo los constantes extrañamientos a que toda vida humana está expuesta.

No nos engañemos, una idea emancipadora no nace en la mente de un esclavizado. El esclavizado, si es un esclavizado en sí, piensa como vive y no ve más allá de su condición de esclavo. La posibilidad de emanciparse es solo patente para quien por algún azar se ha aislado, extrañado, del mundo que le tocaría percibir según su lugar en la sociedad, y cuenta a su vez con el sistema nervioso adecuado para asumir tan aterrador desafío. Y es que extrañarse no está tan fuera de las posibilidades de cualquier humano, solo que lo lleva a uno a una posición insoportable: la de quien mira desde el otro lado, desde enfrente, desde la más constatable y asfixiante soledad.

Un sistema nervioso privilegiado el del extrañado, repetimos, que lo lleva, más que a tomar el camino de vuelta, con el rabo entre las piernas, bajo la presión social que en cualquier sociedad siempre tiende a reprimir el extrañamiento y la diferencia, a por el contrario ahondar más y más el distanciamiento. Hasta dejarlo de improviso sobre una de esas pequeñas colinas en medio de la planicie humana, una de esas colinas a la que solo suelen treparse los tontos, pero que sin embargo desde allá arriba le permiten divisar en algunas direcciones, y por algunas decenas de metros, una parte de la sociedad en que se vive. Algo que siempre estará vedado al hombre que se introduce demasiado adentro de su vida inmediata, ocultos para él los más amplios panoramas por las cabezas de los que inmediatamente lo rodean.

No hay aquí ninguna inconsecuencia con nuestro aserto: El intelectual, que no es otro que el CEO, el pequeño burgués, el sirviente personal o de un hotel estatal, el empleado de una empresa como Google, o el obrero que ha aceptado profundizar el extrañamiento, también vive como piensa, solo que ha tenido el valor (y la posibilidad, tampoco idealicemos) de seguir esas tendencias que se dan en todos los seres humanos hacía una humanización más plena. Porque no nos engañemos: humanizarse es en un final eso, extrañarse, ensimismarse, al decir de Ortega y Gasset, para como el mismo dijera volverse con otra visión a la alteración en medio de la cual siempre vivirán el hombre y su sociedad.

Pero tampoco es para tanto: si él en definitiva ha podido ver un tanto más lejos, en uno o a lo mucho dos o tres aspectos de la realidad infinita, se debe a vivir fuera, por algunos micrómetros, en tan solo una, dos o tres de las infinitas dimensiones de la realidad, no a un completo distanciamiento que solo le sería dado a una divinidad, quizás deísta (el famoso Dios humano sufriente no tendría tal posibilidad). Es por ello que la fuerza de gravedad de todas las demás conexiones que lo mantienen atado a su tiempo salen a flote aquí y allá, incluso en medio de sus más agudos y revolucionarios juicios.

Sus condiciones también lo condicionan a él: tanto por su posición sobre la colina, que es aquí, no en aquel otro punto de la planicie, y ahora, en este justo instante, y quizás solo por su breve transcurso, antes de que sus contemporáneos tiren de él de vuelta a la planicie, como por sus insistencia en priorizar como objetivos de sus miradas a quienes algunos centímetros más abajo lo rodean, y sobre todo por su insistencia en querer comunicar lo descubierto desde allá arriba a esa masa de la que se aleja por acercarse a la vez. Lo condicionan porque debe ser capaz de comunicarles clara y distintamente sus ideas, y esto implica aceptar el marco de ideas y las formas de discurso en que en esa sociedad particular pueden comprenderse las nuevas ideas y los nuevos discursos. Lo condicionan al paso de que muy pronto esta necesidad de comunicar lo visto traen de regreso al extrañado, lo hacen bajar de la colina, con muchísima más eficiencia que las prosaicas necesidades o los placeres materiales.

En verdad el obrero, dejado a sí mismo, no aspira más que a convertirse él mismo en un burgués. El obrero solo adquiere conciencia de clase cuando ha salido de sí mismo, y esto por lo general, dadas sus duras condiciones de vida que lo llevan a estar demasiado ocupado con la existencia suya y de los suyos, ocurre de la mano de un intelectual que procede de alguna otra clase con más tiempo libre. O con una tradición más acentuada de aceptar el extrañamiento.

Pero llevar demasiado lejos esto último, y querer en base a ello construir la sociedad platónica de los reyes filósofos, a la manera de Lenin, no conduce adonde Marx nos proponía, quizás consciente él mismo de que solo como tendencia nunca alcanzada, como guía en todo caso de nuestros pasos: la sociedad de los hombres plenamente realizados y por lo mismo extrañados de toda realidad, su reino de la libertad.

El asunto está en que no se puede ser a la vez rey y filósofo. El filósofo, cuando en realidad lo es, es en sí un extrañado, en sí un eterno contestatario; el rey, por su parte, es siempre el hombre más comprometido, más atado a su sociedad, pero como statu quo. Si lo que se espera de un rey filósofo es precisamente la capacidad del filósofo para adoptar un constante distanciamiento desde el que encontrar siempre el justo camino, independientemente de que tan significativo bien, al igual que su primo hermano, la verdad, parecen estar siempre más allá de nuestro limitado horizonte humano, lo que se consigue en cambio con esa rara combinación de funciones humanas es la fosilización y el encuadramiento de la sociedad en la medida de las necesidades y caprichos del rey. Más que nada porque si en algo no tiene interés ningún rey es emprender ningún camino, ni justo, ni injusto (él es injusto por su deseo de no dejar de ser lo que es: un rey).

El rey metido a filósofo no llega más que a cínico, como cuando Fidel Castro tenía el descaro de llamarse a sí mismo el más grande de sus opositores; y un filósofo metido a rey nunca es más que lo segundo, ya nunca más lo primero (Marco Aurelio, al dejar a su depravado hijo a cargo del Imperio dio clara muestra de esa evolución inexorable).

Es por lo tanto evidente que una sociedad dirigida por los intelectuales es de por sí un imposible, ya que desde el momento en que abandonan los márgenes para ocupar un lugar central en la sociedad en cuestión dejan de ser intelectuales y se convierten en algo más antiguo que la propia escritura, en autócratas, con lo que se subvierte el objetivo final de Marx de construir una sociedad en que las mujeres y hombres nos desarrollemos lo más plenamente posible, para volver en cambio a estadios políticos monolíticos (o con pretensiones de tal) ya superados (las sociedades asiáticas de Marx), y que no sirven para garantizar el mantenimiento de la complejidad de las sociedades contemporáneas. Pero esta constatación no puede llevarnos, no obstante, a la otra posición de nuestro coterráneo: Más que la sospecha de los intelectuales, el más firme rechazo a su papel en la sociedad.

La terrible experiencia del leninismo, con sus “filósofos” del Comité Central, no debe conducirnos a creer que el camino está en construir una sociedad de obreros (o campesinos) solamente, si es que algo así fuera a la larga posible (ni el “emperador filósofo” Mao consiguió mucho por ese camino, Pol Pot sí avanzó más por ese camino, “correcto”, al punto de casi no dejar a nadie vivo para hacer el cuento del “éxito”). Por ese camino de la absoluta proletarización se camina de igual modo hacia el mismo desastroso resultado: Una sociedad en que todos estén por completo imbuidos en sus ocupaciones de subsistencia, o en los placeres más sencillos, en una sociedad que es fácil presa que no tarda en caer en manos de algún extrañado. Porque a que negarlo, por este camino se llega al mismo destino: la sociedad dirigida por algún autócrata.

La visión reivindicacionista, unida a una interpretación demasiado esquemática (radical) de la propia idea de que “el hombre piensa como vive”, conduce también ella a toda una serie de errores. Lo cierto es que se intenta crear una sociedad en la que todos los hombres seamos capaces de desarrollarnos más plenamente, de tener un cada vez mayor margen de libertad real, y para ese fin es necesario adoptar este aserto como una guía para la acción, y no como justificación del dejarse llevar por las leyes del progreso. Eso es lo que debe conservarse de Marx, no el pretendido edificio teórico, que como toda obra humana se edificó sobre la inconsecuencia y que por otra parte no tarda en envejecer.

Son los intelectuales, no una capa o clase social específica, sino más bien esos individuos situados en los márgenes, pero que a su vez han adquirido el entrenamiento necesario para comunicar ideas cada vez más complejas a su sociedad, quienes siempre pondrán en el ágora (y hasta en el mercado) las ideas a disposición de la sociedad. La que en última instancia será quien adopte las que se le antojen de entre la innumerable variedad de ellas que constantemente los tontos sobre las colinas le presentan. Esta selección, por cierto, será indicada, casi en su totalidad, por los intereses de los CEO, los pequeños burgueses o los obreros de la sociedad respectiva, pero también por la capacidad humana de extrañarse de la realidad, que está presente en todos los individuos humanos.

Y es que quizás la imagen más cercana a un verdadero reino de la libertad que podamos evocar sea aquella de una sociedad de extrañados, alejados de la “norma” en todas las infinitas direcciones abiertas al espíritu humano, que entre ellos se comunican de mil y una maneras diferentes. Una sociedad de intelectuales en constante diálogo, en que todas las infinitas posibilidades de Dios, se dan en la infinita variedad de personas humanas[i].


[i] Según San Agustín el hombre finito está hecho verdaderamente a imagen y semejanza de Dios, ser infinito. Esto es así porque todas las posibilidades ilimitadas de Dios están presentes en la ilimitada variedad de individuos. Todos tenemos un detalle de lo divino, juntos somos Dios.


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