Actualizado: 18/04/2024 23:36
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| Opinión

Visita de Benedicto XVI, Iglesia Católica

El Papa, el marxismo y el asesinato de Daniel Zamundio

Una Cuba sin discriminaciones ni vetos excluyentes, sin monopolios de acompañamientos postraumáticos, porque la patria es de todos y debe ser para el bien de todos

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Ratzinger, más conocido como el papa Benedicto XVI, arrastra consigo un perfil de intolerante inveterado que ha marcado sus filiaciones desde sus primeras aventuras políticas juveniles hasta la dirección de la Congregación para la Doctrina de la Fe —la Inquisición— su último oficio conocido antes de ser nombrado jefe del Vaticano. Por eso ha cargado con furia de Caballero Templario contra el uso del condón, contra los homosexuales, contra el derecho de las mujeres a regir sus cuerpos, entre otras bellezas políticas. Y no menos grave, ha sintonizado con los peores rebaños de Dios como ha sucedido en sus coqueteos con los ultraconservadores y antisemitas lefebvrianos. En la culata de su revólver hay unas muescas que señalizan su represión implacable contra los sostenedores de la teología de la liberación y otras modalidades de compromisos no contemplativos de la Iglesia con los pobres.

En todo esto hizo causa común con Juan Pablo II, pero hay algo vital que lo diferencia de su antiguo empleador. Wojtyla fue un político habilidoso, y supo moverse con notable olfato entre su fe anticomunista y los escombros del neoliberalismo. Supo armar una retórica de “solidaridad” que encantó a muchos porque servía para todo. Y fue además un hombre de ademanes suaves y sonrisa venerable, con apariencia de anciano piadoso, como de peluche, que nos trasladaba de inmediato a los planos menos concretos de la fe.

Ratzinger es diferente. No posee el carisma de su antecesor —su sonrisa luce como un rictus amargo— ni su habilidad política. En poco tiempo el Papa 265 ha insultado a musulmanes, judíos e indígenas americanos; ha erosionando la labor ecuménica de Juan Pablo II y ha mostrado una inhabilidad total para lidiar con temas tan bochornosos como la pedofilia. John Magee, Marcial Macie, Lawrence Murphy, Peter Hullerman son, entre otros, nombres fatales que están picando muy cerca del Vaticano y salpicando las sotanas de sus huéspedes. Se ha mostrado inflexible sobre temas que hubieran requerido alguna flexibilidad, y ha terminado enredándose los pies con ellos.

En resumen, que si Juan Pablo II fue un felino de la política, Benedicto XVI es un plantígrado del dogma.

Y eso fue lo que demostró en su reciente viaje a Cuba, cuando, asomado al avión que lo llevaba a México, declaró al marxismo en bancarrota, al comunismo disfuncional y a la Iglesia lista para sorprender a los cubanos con su ayuda para, dijo “superar traumas”. Fue secundado por el arzobispo de Miami, Thomas Wenski, quien en una misa en la catedral habanera calificó al marxismo de “ideología caduca” ante las lágrimas emocionadas de sus feligreses emigrados.

Obviamente no voy a discutir la vigencia o no del marxismo. Creo que se trata de una poderosa megateoría que ha dado lugar a muchas tendencias teóricas y otras tantas preferencias ideológicas, que van desde el esclerótico marxismo-leninismo hasta sofisticadas escuelas de pensamiento que los prelados nunca han leído, y si lo hacen es probable que no entiendan. Y al final cada cual tiene derecho a decir que el marxismo, como cualquier otra teoría no sirve para nada, o considerarle que una buena opción teórica y política. No entro en esa discusión.

A lo que quiero apuntar es que nadie en el tren oficial cubano, en el mundo académico oficial o entre los blogueros-mal-pagados que palean lodo en todas direcciones a la primera orden, han tensado un músculo de la lengua para refutar al Papa. Solo el canciller, con su habitual cara de póker y ante un público de periodistas muy amistosos, habló del asunto para decir que respetaba las opiniones del jefe del Vaticano. Y el nuevo zar de la economía, Murillo, que dijo no se dónde, sin mencionar santo ni milagro, lo que todo el mundo sabe: nada de reformas políticas.

Costumbres y tiempos, como decía Cicerón, cuando verificamos que hace pocos años los intelectuales cubanos eran reprimidos, estigmatizados y hasta encarcelados por referirse críticamente a la variante del marxismo oficial soviético imperante en el país. Aún cuando lo hicieran desde posiciones más auténticamente marxistas que las sostenidas por el aparato ideológico del PCC. Y si alguien lo duda le puede preguntar a Ariel Hidalgo.

Pero hay algo más. La constitución vigente en Cuba reconoce al llamado marxismo-leninismo como ideología oficial en la medida en que confiere al PCC el rango superior del sistema. Y ello ha sido reafirmado en documentos como el programa de la pasada conferencia del Partido, que según se dijo fue objeto de una discusión entre los miembros de esa organización y otras personas, y que por tanto se considera —desde la óptica oficial— un documento democrático de “amplia aceptación popular”. Por consiguiente, el papa Benedicto XVI se permite la oportunidad de calificar de caduca a la ideología oficial, y de disfuncional al sistema que se supone sea una meta de toda la sociedad, justo en la víspera inmediata de una visita que es inseparable de su rango de jefe de Estado.

Y el arzobispo de Miami lo hace, además desde una iglesia, “santuarios de reflexión” que fueron calificados de apolíticos por el cardenal Ortega cuando los opositores del llamado Partido Republicano intentaron ocupar algunos.

Pero nada pasa, a pesar de que todo esto es técnicamente una intromisión de un Estado en los asuntos internos de otro, y no a la distancia, sino en una visita sujeta a cánones protocolares.

Y es que evidentemente la elite política cubana encabezada por el general/presidente ha aceptado pagar los precios de ese acompañamiento que ofreció Benedicto XVI para superar los “traumas” nacionales y que ya ejercen, con gestos inusualmente condescendientes, la jerarquía católica y todas sus instituciones ideológicas y de propaganda.

Y yo aplaudo que ese acompañamiento exista. Pero no en las condiciones en que se produce ahora. Y sobre todo me espanta el bulto de precios que los dirigentes cubanos están dispuestos a pagar si ello le ayuda a realizar su placentera metamorfosis burguesa sin grandes disrupciones.

En primer lugar porque la Iglesia Católica a nivel mundial está en una severa crisis desde casi todos los puntos de vista, y su comportamiento actual dista mucho de aquellos principios cristianos originales que han cautivado la imaginación de millones de personas a lo largo de la historia. Creo que el papa Ratzinger, el arzobispo Wenski y el cardenal Ortega se harían un gran favor mirando hacia adentro y tratando de resolver los muchos problemas internos de la institución que dirigen. Pero como no lo han hecho y no hay un balance autocrítico serio de la Iglesia, me temo que el acompañamiento pudiera traspasarnos algunos inconvenientes.

En segundo lugar porque la Iglesia Católica en Cuba es una institución religiosa minoritaria, que funciona con templos semivacíos y muchos de sus feligreses son aves de paso consumidores de caridad. Y en tales condiciones el poder que se le otorga supera con mucho su real implantación en la Isla.

En tercer lugar, porque nadie, tampoco la Iglesia Católica —ni el Partido Comunista— pueden aspirar al tratamiento postraumático de la sociedad cubana en condiciones monopólicas, aprovechando los agujeros disponibles para ganar espacios sectarios. Y hacerlo al mismo tiempo en que otros grupos y personas (con plenos derechos) quieren hacerlo pero son excluidos y reprimidos sistemáticamente.

Repito que aplaudo que la Iglesia Católica participe en este proceso de transición larvada que sufre (o disfruta, según quien sea) la sociedad cubana. Es justo que lo haga, pues es una Iglesia que cuenta con miles de seguidores honestos con total derecho a ser representados. Y en particular creo que todos los católicos que trabajan día a día por un mundo mejor en estricta correspondencia con el mensaje cristiano de solidaridad y humildad pudieran hacer un aporte invaluable al futuro de la sociedad cubana.

Creo también que la sociedad cubana ganaría mucho si lograra apropiarse de esa tradición humanista del catolicismo que han representado históricamente figuras como Las Casas, Miguel Hidalgo, Félix Varela, Camilo Torres y Herdel Cámara. O de la memoria de los cientos de sacerdotes europeos asesinados por el fascismo a pesar del concubinato de la Santa Sede con el Tercer Reich.

Creo incluso que sería útil que la represiva y decadente élite política cubana prestara atención a las palabras finales del Papa en su despedida: que Cuba sea la casa para todos los cubanos, que haya respeto para la libertad y se destierren las posiciones inamovibles “que tienden a hacer más arduo el entendimiento e ineficaz el esfuerzo de colaboración”.

Pero creo al mismo tiempo que el Papa Benedicto XVI y todos sus subordinados deben ser capaces de solucionar los inmensos antros de injusticia que prosperan bajo la doctrina que propugnan, remover las posiciones inamovibles que caracterizan a la curia romana y entender que la libertad no puede ser diseñada solo para unos elegidos.

Por ejemplo, solo a modo de trágica ilustración, recuerdo que en los días en que el Papa hacía su periplo, Daniel Zamudio fue asesinado en Chile. Cuatro bestias lo golpearon, torturaron y abandonaron en un parque solitario. Quedó en tal mal estado que según los médicos, sus órganos no servían ni para ser donados. Daniel era un joven gay de 24 años, un excelente joven que hacía su vida y respetaba la de los otros. Pero según la cúpula eclesial de Benedicto XVI, Daniel era el tipo de oveja descarriada que se merecía la discriminación, que no tenía derecho a su orientación sexual y mucho menos al matrimonio.

No digo que el Papa o la iglesia hayan instigado directamente este crimen, ni que la sangre de Zamudio esté en sus manos. Pero sí digo que la intransigencia medieval del Vaticano ante temas como este son partes del escenario que propician crímenes como el que llevó a la tumba al joven Zamudio y que empobrecen las vidas de muchos millones de personas en todo el globo.

Yo quiero una Cuba sin discriminaciones ni vetos excluyentes. Sin monopolios de acompañamientos postraumáticos, porque la patria es de todos y debe ser para el bien de todos.

Yo quiero sencillamente una Cuba que sea visitada por este o cualquier otro Papa, pero sin que se produzcan cientos de detenciones preventivas, sin que la gente sea obligada a recibirle (creyentes y no creyentes) y sin que un fornido camillero de la Cruz Roja se crea en el derecho a golpear a una persona indefensa.

Dios nos libre.


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