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El último aldabonazo

Es hora de que militantes, funcionarios, militares y todos aquellos que se definen como “revolucionarios” recobren la autonomía moral y rompan toda complicidad con un sistema que los arrastra a infamias propias del fascismo.

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Una turba armada con palos y barras de acero rodeó la humilde casa de familia y vociferó la amenaza de matar a todos sus residentes. Golpeaban puertas y ventanas al tiempo que se esforzaban en romper el cerrojo de la entrada. Dentro, las mujeres trataban de asegurar que no les sucediera nada a los niños, mientras el único hombre —Luis Miguel Sigler— se disponía a inmolarse en defensa de la prole. Las autoridades nada hicieron por detener aquella salvajada porque ellos mismos la habían alentado, organizado y facilitado. ¿La Noche de los Cristales Rotos en la Alemania nazi? No. Esto ocurrió en Cuba, el pasado 25 de marzo del 2010 en un poblado llamado Pedro Betancourt.

Ser judío no es sólo la pertenencia a una religión o grupo étnico; es una condición. Los disidentes cubanos son los judíos del drama que vive la isla. Han sido disminuidos a la categoría oficial de no-personas y de su integridad física puede disponer, a su libre albedrío, cualquiera que desee vapulearla.

Es hora de que los miembros del Partido Comunista de Cuba, los funcionarios gubernamentales y todos aquellos que se definen como “revolucionarios” recobren la autonomía moral y rompan toda complicidad tácita con un sistema que los arrastra a infamias propias del fascismo. La alternativa es devenir en cómplices de actos criminales por los que algún día —ya no tan lejano— tendrán que rendir cuentas, cuando menos, ante sus hijos y nietos.

Parece acercarse la hora en que los soldados cubanos tendrán también que decidir si abren fuego contra sus hermanos —como ya ensayaron el pasado año en el ejercicio militar denominado Bastión— o viran sus armas contra quienes se atrevan a impartir esa orden. Nadie se engañe. Hoy se les pide acosar y golpear a unas indefensas mujeres, mañana se les puede ordenar acribillarlas a balazos.

Acosar a mujeres que sólo hablan con su silencio; aterrorizar familias en sus hogares; propinar golpizas a quien está indefenso en una celda no es de personas decentes. Justificar esas acciones haciendo piruetas verbales para preservar privilegios y esquivar la represión es de cobardes. Cuando no se encuentra el valor para abrazar directamente a las víctimas siempre es posible poner fin al colaboracionismo con los victimarios.

Me pregunto si hoy los comunistas cubanos están dispuestos a morir por sus ideas —como se ha declarado en miles de proclamas— o sólo a matar por ellas. Si dicen tener el coraje para enfrentar a un invasor extranjero ¿por qué no lo han encontrado aún frente a los verdugos nacionales?

La cultura de la irresponsabilidad cívica ha tocado fondo en las actuales circunstancias. Los que escogieron el camino de la resistencia o el menos heroico —pero no exento de sacrificios— del exilio antes que colaborar con ese régimen totalitario, demostraron que había otras opciones aunque fuesen costosas. Los disidentes siempre resultan molestos porque demuestran que hay alternativas al colaboracionismo y desnudan la mala conciencia de quienes no se disponen a pagar su precio.

Orlando Zapata Tamayo se acercó a la UJC porque le hicieron creer que esa institución promovía las virtudes ciudadanas que él apreciaba. Creyó en la sinceridad de Fidel Castro cuando expresó que “Revolución es (…) ser tratado y tratar a los demás como seres humanos”, como todavía reza el website del Partido Comunista de Cuba. Este humilde obrero de la construcción nunca fue un oportunista. Lo enviaron a “combatir” las ideas que algunos disidentes exponían en improvisadas tertulias y aprendió a escucharlas. Cuando una de aquellas no-personas fue enviada a la cárcel, Zapata entendió la naturaleza hipócrita, intolerante y represiva del régimen que hasta entonces defendía. Comprendió que no había “batalla de ideas”, sino aniquilamiento de quien expresaba un pensamiento diferente.

El joven albañil rehusaba matar o golpear por sus ideales, pero siempre estuvo sinceramente dispuesto a morir por ellos. Quiso entender de ese modo el mandato del himno nacional cuando dice que “morir (no matar) por la Patria es vivir”.

Quizás el martirologio de Orlando Zapata Tamayo retire la venda de los ojos a quienes ya no pueden posponer por más tiempo definirse al lado del pueblo o de sus opresores. Es hora de enfrentar su conciencia. Ojalá encuentren la necesaria lucidez y coraje para preservar su dignidad en medio de tanta canallada. Zapata —que supo morir libre y digno en una lúgubre celda— les dio el último aldabonazo.



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