Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Cambios

Entre China y Corea del Norte

Poco a poco ha surgido en Cuba la necesidad de decidir un camino entre la China de hoy, de cara al futuro, y la Corea del Norte aferrada al ayer

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Hay una brecha entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba de permanencia, estabilidad y desarrollo: la visión que a los ojos del mundo intenta ofrecer el Gobierno cubano. De su ensanchamiento o disminución depende el fracaso o el triunfo de Raúl Castro.

Confundir ese fracaso o triunfo con la caída del régimen es un error que se repite en Miami sin cesar. No es la búsqueda de mayor democracia lo que está en juego en La Habana, sino el intento de encaminar al país en una estructura económica más eficiente, dentro de un sistema totalitario, con un gobierno que funcione a esos fines. De lo que se trata es de superar la etapa en que el líder supremo determinaba tanto la participación en un conflicto bélico como un nuevo sabor de helado.

Ahora el país se arrastra entre la necesidad de que se multipliquen supermercados, viviendas y empleos, y el miedo a que todo esto sea imposible de alcanzar sin una sacudida que ponga en peligro o disminuya notablemente el alcance de los centros de poder tradicionales. Hasta ahora, las respuestas a favor de transformaciones han sido descorazonadoras. El avance económico y las posibilidades de empleo sustituidas en buena medida por la promesa de la vuelta al timbiriche. Rodeando la indecisión entre la permanencia y el cambio, el peligro del caos.

Cuba ha logrado con éxito vender su estabilidad, por encima de cualquier esperanza de mayor libertad para sus ciudadanos. Las apariencias de estabilidad, sin embargo, no deben hacer olvidar al Gobierno cubano que, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar, lo que ha resultado determinante a la hora de definir el destino de un modelo socialista es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas.

De esta manera, hay dos opciones que no necesariamente toman en consideración el ideal democrático. Una es el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales y que en buena medida se sustenta en la represión y el aniquilamiento de la voluntad individual. Otra es el desarrollo de una sociedad que avanza en lo económico y en la satisfacción de las necesidades materiales de la población —sobre la base de una discriminación económica y social creciente—, pero que a la vez conserva el monopolio político clásico del totalitarismo.

Esta disyuntiva, que abre un camino paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas democráticas existentes en Occidente, no es ajena a la realidad cubana.

Poco a poco ha surgido en Cuba la necesidad de decidir un camino entre la China de hoy, de cara al futuro, y la Corea del Norte aferrada al ayer. Por supuesto que ambas vías arrojan por la borda cualquier ilusión democrática, pero no por ello son cada vez más reales ante la posibilidad de tener que aceptar —con disimulado júbilo o a regañadientes— el hecho de que la transformación política en la Isla es a largo plazo.

Pero si durante los primeros dos años de su mandato Raúl Castro pudo limitar las definiciones ideológicas al mantenimiento del status quo, utilizó en sus discursos mediante el argumento de la “legitimidad de origen” (el triunfo durante la insurrección del Movimiento 26 de Julio), y así esquivar con éxito que su mandato comenzara a ser analizado de acuerdo con la “legitimidad de ejercicio”, a partir de finales de 2010 las cosas comenzaron a complicarse con la declaración de Fidel Castro de que “el modelo cubano ya no funciona ni siquiera para nosotros mismos”. Estas palabras, que han sido sujetas a diversas explicaciones —desde un supuesto espaldarazo al Gobierno de su hermano hasta una muestra de demencia senil—, colocaron en un primer plano la necesidad de lograr una eficiencia del sistema, al tiempo que Fidel Castro se ha reservado para él, de forma absoluta y repetitiva, la exposición detallada de sus méritos, y singularizar así en su persona la “legitimidad de origen”, con la publicación de dos volúmenes de lo que podrían considerarse sus memorias, La ofensiva estratégica y La victoria estratégica, ambos de 2010, así como el más reciente Guerrillero del tiempo (2012), una entrevista autobiográfica de más de mil páginas y dos tomos con la periodista cubana Katiushka Blanco, a los cuales se le suma un texto relativamente más antiguo, la Biografía a dos voces (2006), con Ignacio Ramonet.

Con Fidel Castro convertido en el máximo representante de la “legitimidad de origen”, su hermano menor se ha visto obligado a ejemplificar que es cierto su señalado pragmatismo, y a demostrar su eficiencia en el terreno de la “legitimidad de ejercicio”, la cual tendría que ser definida por los logros en conseguir cierto avance en el nivel de vida de la población, alcanzado mediante la inversión extranjera adecuada y una limitada liberalización económica. Pero estos aspectos continúan en buena medida sin ser definidos, tras la frustración a consecuencia de que las esperanzas despertadas tras su discurso de aceptación del mando, y las primeras medidas de cambios económicos, no han continuado a un ritmo creciente sino todo lo contrario: se han detenido.

Raúl Castro se ha apoyado en tres condicionantes —tres pretextos se podría decir también— para “justificar” las demoras en lograr una mayor eficiencia del sistema cubano. El primero es la lucha contra la corrupción, que es el pilar raulista más repetido en los medios de prensa cubana. El segundo es un extendido proceso organizativo, que de vez en cuando muestra algún signo de avance, pero que en general se mantiene entre sombras. El tercero es un plan de inversiones extranjeras que, junto con la posible explotación petrolera, sería la solución a largo plazo de los problemas económicos de la Isla.

Sin embargo, este tercer factor podría verse seriamente afectado por la salida del presidente Chávez, de la escena política, tanto de Venezuela como de Cuba. Las interrogantes al respecto pueden haber formado parte de los temas de conversación durante el viaje de trabajo de Marino Murillo, vicepresidente del Consejo de Ministros de Cuba, a China, iniciado el 21 de febrero de este año, precisamente el mismo día en que Chávez confirmó que le habían detectado otra lesión en el mismo lugar donde le fue extraído un tumor maligno hace casi un año. Tras la nueva operación en Cuba, el propio Chávez dio a conocer que esta segunda lesión era en realidad un nuevo tumor.

¿Cuándo optará La Habana por una clara definición de su rumbo, que implica escoger entre la vía de Pekín y la de Pyongyang? Al tiempo que la Isla alienta cierto tipo de inversión extranjera, y un muy limitado sector de trabajo privado, en lo que algunos ven como el inicio de un camino de apertura económica, estilo China. Cuba sigue esgrimiendo el argumento de plaza sitiada, y hasta ahora ha contado con el “apoyo” del Gobierno norteamericano, empecinado en las presiones económicas, que fundamentalmente afectan al ciudadano de a pie, no importa donde viva. Bajo esta óptica, las negociaciones solo se logran a partir de crisis, y aunque no puede afirmarse que el Gobierno cubano mira al de Corea del Norte como ejemplo, tampoco es desacertado señalar que hay una serie de similitudes —papel de las fuerzas armadas, privilegio a la cúpula militar, sucesión familiar y culto a la personalidad— que emparentan a estos dos países distantes en georgrafía y a veces cercanas en política. No es nada agradable, pero cada vez más resulta evidente que las alternativas para Cuba son entre la estabilidad y el caos, y nadie en Washington quiere una situación caótica a noventa millas de Estados Unidos.


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