Actualizado: 25/04/2024 19:17
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| Opinión

La Habana

La ciudad elegante y maloliente

La Habana intramuros era desde el siglo XVIII una ciudad compacta y muy poco diferenciada

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Cuando pienso en la Habana decimonónica, no puedo desprenderme de las lindas viñetas con que Antonio María de la Torre acompañó uno de los mejores mapas de la ciudad colonial: anchas y limpias explanadas escoltadas por soberbios edificios encalados que brillaban más que el sol, y por todos lados petimetres y doncellas, blancos y esbeltos como solo lo podía imaginar la sacarocracia capitalina. Es, de alguna manera, la imagen de la ciudad que ahora nos ofrece Eusebio Leal, la ciudad cortesana, limpia, segura y divertida. La urbe histórica banalizada llamada a servir de prototipo lúdico —junto al Viejo San Juan, Cartagena, Santo Domingo y San Agustín— de las ciudades portuarias del Caribe.

Lo curioso es que La Habana del siglo XIX era algo muy diferente a las viñetas de de la Torre. Era, según Poinsett en 1822, una de las ciudades más sucias y con mayor hedor de la cristiandad. Aunque hubo juicios disidentes —en esto de la higiene, como en todo, siempre los gustos varían— la mayoría de los cronistas de la época coinciden en que la ciudad era un amasijo de lodo, muchedumbres y fuertes olores.

Un visitante escocés —directo como solo ellos saben serlo— dejó una descripción que vale la pena transcribir:

“La ciudad está ciertamente llena y rodeada de focos infecciosos (y) las calles están mal aireadas y odiosamente sucias; el agua es repulsiva al ojo y al gusto, y la bahía forma un receptáculo para las inmemorables impurezas que le arrojaron a diario cuatro o cinco cientos de navíos de todos los tamaños y descripciones, los miasmas que surgen de tal cantidad de materias pútridas, conjuntamente con el ardiente calor del sol, pronto operan sobre una constitución europea y producen las fatales consecuencias.”

Solo unos años más tarde la ciudad fue visitada por un malacólogo alemán llamado Carl Eduard Otto. Era un alemán desvergonzadamente racista, una de cuyas primeras visiones en la ciudad fue un caballo muerto en una de las principales puertas de entrada de la muralla que nadie se ocupó de recoger durante el tiempo suficiente para que el cadáver quedara reducido a huesos:

Lo que más llama la atención y al mismo tiempo resulta más desagradable (de la ciudad), es el olor del tasajo o de la carne mal secada y del bacalao o pescado seco, que son los principales alimentos de los criollos de clase media y pobre. No es nada agradable el aspecto de una gran cantidad de negros y negras pobres, muy viejos, medio desnudos... Estas gentes venden frutas, cigarros y dulces; mendigan, y asedian con esta intención las esquinas y puertas. Al mismo tiempo realizan todas las ocupaciones en la calle, preparan la comida allí, se peinan, y se afeitan ellos mismos o unos a otros, y como tienen un olor penetrante, contribuyen a infectar las calles”.

Y es que realmente La Habana intramuros era desde el siglo XVIII una ciudad compacta y muy poco diferenciada. Junto a las mansiones más elegantes, existían antros de todo tipo. Con frecuencia los monjes de Santa Clara se quejaban de los escándalos de los prostíbulos que circundaban el convento. Samuel Hazard, uno de los visitantes más agudos que tuvo la ciudad a mediados del XIX resultó impresionado por esta mescolanza en que “parece no hay en ella un lugar especialmente dedicado a las residencias de la “buena sociedad”. O lo que era aún más llamativo: las propias mansiones de la oligarquía tenían sus pisos inferiores dedicados a almacenar mercancías, guardar caballos y alojar esclavos, y las familias aristocráticas solo ocupaban las partes superiores, donde era posible encontrar todo el lujo consumista de la época. No fue hasta avanzado el siglo XIX cuando se construyeron almacenes en los puertos y el aledaño pueblo de Regla.

La ciudad era afectada por el intenso tráfico de mercancía que la cruzaba rumbo al puerto de aguas pútridas, provenientes de las extensas llanuras del sur que llegaban hasta el valle de Güines. O invadida cada día por miles de personas que venían a trabajar, vender, comprar o simplemente pecar en aquella ciudad que nunca contó a la virtud y al recato como sus divisas distintivas. De alguna manera La Habana era víctima de su propio éxito.

Ello no significa que la ciudad no fuese atendida desde el punto de vista urbanístico. No creo que otra ciudad del Caribe pueda mostrar en este sentido mejor récord. Ya a fines del XVIII, al calor de las políticas desarrollistas borbónicas, la ciudad fue dotada de espacios lúdicos como la clásica Alameda de Paula —según Andueza, “un jardín para amores misteriosos”— y el embrión del posterior Paseo del Prado, fueron acondicionadas sus plazas tradicionales y se le agregaron otros espacios extramuros que alcanzaron dimensiones mayores con el gobierno de Miguel Tacón. De igual manera sus calles fueron sucesivamente empedradas y pavimentadas y hacia 1899, un mapa del cuerpo de ingenieros de los Estados Unidos reportaba que toda la zona de intramuros estaba pavimentada con bloques, buena parte de extramuros había sido pavimentado con macadán y se ensayaba el uso del asfalto negro. Hacia el último tercio del siglo XIX se construyó el primer acueducto moderno en sustitución de la ya deficitaria Zanja Real y al final del XVIII se estableció el primer sistema de alumbrado público que hacia 1860 fue sustituido por un sistema más moderno basado en el gas y en 1890 por energía eléctrica, todas ellas notables innovaciones en el continente. Desde 1837 la ciudad contaba con un ferrocarril, desde 1851 con telégrafo y desde 1881 con teléfono.

Pero era una carrera desleal, y ya entonces, La Habana no aguantaba más. De manera que en 1862, cuando un grupo de urbanistas de muy alto nivel se propusieron hacer un manual de regulaciones urbanísticas, encontraron:

“Una población esparcida, irregular y sin límites fijos; calles estrechas, tortuosas, desniveladas y de diversa latitud, sin empedrado y sin aceras, en su mayor parte; barrios enteros sin trazado, sin cloacas, sin sumideros, con caños brotando aguas infectas á las vías públicas y convirtiéndolas en pestilentes é insalubres pantanos; plazas sin regularidad, sin árboles, sin portales aquí, con portales allá, abiertos unos, cerrados otros al tránsito público; casas de madera, deformes y raquíticas, sucias y ruinosas, al lado de edificios nuevos y elevados, elegantes y hasta lujosos, dan, en efecto, al que por primera vez pisa este suelo una idea muy distinta de la que se ha formado de la culta y opulenta Habana”

Y treinta años después, ya en los finales de la dominación española, un higienista español, Cesáreo de Losada, preparó su discurso de ingreso a la academia de medicina de Madrid en un estudio que había efectuado sobre las condiciones higiénicas de la capital cubana, “…con sus calles eternamente sucias”. Lo transcribo solo para poner a prueba el estómago de los lectores:

“Tomando ahora el último censo de población de la Habana, tendremos aproximadamente un total de 38.000.000 de litros diarios (de orina), los cuales ascienden al año a la enorme cantidad de 8.870.000.000 litros de materias orgánicas fermentables y peligrosas, que por falta de evacuación conveniente, se infiltran por todas partes, contaminando el suelo y subsuelo de la ciudad. Añádase a esto, las aguas de las lluvias torrenciales, que arrastran materias orgánicas encontradas en las calles, siempre sucias, y entonces se comprenderá hasta qué punto es difícil vivir sin enfermar, bajo la continua influencia de esta infección general espantosa del suelo de la Habana… siempre infesta por gases pútridos procedentes de la bahía y de las inmundas cloacas en comunicación con las calles; es una ciudad que se está perpetuamente envenenando a sí misma…”


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