Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Cuba, Exilio, Desarrollo

La Cuba real

Esa Cuba que aún se fabrica y alienta en Miami, que la Plaza de la Revolución vende al mundo y que empresas y millonarios ansían penetrar, no es más que una invención pasajera

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Uno mira las fotos, los videos, y si no fuera por una camiseta aquí y allá con la imagen de Ernesto “Che” Guevara —su presencia demasiado frecuente— y las sempiternas banderitas, podría confundirlas con las de otra ciudad latinoamericana o caribeña. En este año que concluye Cuba ha comenzado a perder su excepcionalidad.

No es un descubrimiento tardío. Los que viven en la Isla lo saben mejor que nadie. Por ello quienes pueden han emprendido la fuga. Porque se acaba aquello que fue único por décadas: la nación regresa a la normalidad —no solo en el imaginario popular, también en la mirada extranjera— y el futuro es chato como la muerte. Claro que el desenlace —o la agonía— durará algunos años, así que hay que aprovechar en lo posible.

Salvo ese pasado revolucionario que aún explota —y que se seguirá explotando aquí y allá hasta que no suelte más jugo— poco queda por ofrecer. Y ahí están las imágenes y las palabras de la crónica del periodista Rui Ferreira —que CUBAENCUENTRO hoy publica—, para mostrarlo y demostrarlo: artesanías pobres que no evocan un pasado heroico sino lo caricaturizan; artículos importados, traídos por las más diversas vías, que intentan atraer con la esperanza vana de una ilusión extranjera; músicos que se repiten incesantes en cada local que sueña con clientes y permanece vacío.

Solo que el visitante —casi cualquier turista, salvo el forastero ocasional a las ruinas, que no volverá tras conocerlas— ya lo ha visto en cualquier otra parte: en Haití ha comprado artesanías y pinturas mejores; en Pekín observado con una mezcla de asombro y rechazo figuras de porcelana que ironizan, no recrean, la época turbia de la Revolución Cultural; en una cigarrería del centro de Atenas una fosforera plástica con la imagen del Che, igual solo que más cara que en La Habana. Y lo que no ha advertido en la calle lo ha leído en la literatura o contemplado en el cine: el trío musical callejero que persigue inclemente a Alec Guinness o Burl Ives en Our Man in Havana, la película de Carol Reed.

Así que cuando desaparezca por completo el atractivo de lo aún semiprohibido al turista norteamericano; en el momento en que el pugilato entre Washington y La Habana acabe de diluirse y se ponga final a la entrada fácil, cara y a la vez riesgosa de muchos cubanos a territorio estadounidense, el artesano se hundirá más aún en su pobreza, el timbiriche será más timibiriche que nunca y la Isla volverá a su condición de puesto comercial, peor aún que antes.

Para entonces la camiseta con la falsa imagen de un Obama sonriente, tabaco en la boca y uniforme verde oliva, que exhibe sonriente un cubano en la calle Obispo en La Habana, habrá perdido —en verdad ya desde hace tiempo atrás— su exiguo atractivo.

Esa Cuba que aún se fabrica y alienta en Miami, que cínicamente la Plaza de la Revolución vende al mundo y que con codicia torpe e ignorante naciones, empresas y millonarios ansían penetrar, no es más que una invención pasajera. Una ilusión que de momento vende, pero no por mucho tiempo. La Cuba real, la que permanecerá es otra: un país pobre sin mucho que ofrecer al visitante, salvo los recuerdos más o menos tergiversados de un momento de locura, pasión y muerte, pero donde desde hace mucho se ha establecido con firmeza la mediocridad más absoluta, el desprecio total al semejante, la codicia disfrazada de ambición y la envidia y ruindad tras el rostro de la avidez.

Un país donde la inutilidad adopta el ropaje de la burocracia —ya sea gubernamental u opositora— y la iniciativa triunfa en la mayoría de los casos de la mano del atropello.

Las señales de que los cubanos ya comienzan a dejar de ser excepcionales llegan a veces por las vías más insólitas. Este año el representante federal Carlos Curbelo presentó un proyecto de ley que busca acabar con el trato excepcional a los refugiados cubanos —que por décadas se han beneficiado con medidas únicas a la hora de recibir cupones de alimentos, Medicaid, seguro de discapacidad, el derecho a residencia y la ciudadanía— y colocarlos a la par que el resto de los inmigrantes de otras nacionalidades. Lo más interesante de la medida de Curbelo es que no desató en Miami respuestas airadas, más bien un silencio cómplice.

El silencio también ha caracterizado a los congresistas cubanoamericanos, en lo que respecta a la crisis migratoria en Costa Rica. El martes dos legisladores iniciaron una visita de dos días, para conocer la situación de los miles de inmigrantes procedentes de Cuba varados en la zona. Pero no son de origen cubano y tampoco del sur de la Florida. Son representantes por Texas, la republicana Kay Granger y el demócrata Henry Cuellar. Es evidente que lo que buscan, ellos también, no es la excepcionalidad sino la mesura.

Si bien afortunadamente parecer estar a la vista una solución para los cubanos paralizados en Costa Rica, en su intento de llegar a Estados Unidos, asistimos por igual al cierre de una vía de escape para los que quieren huir de la Isla.

A más difícil el camino hacia el exterior, la mirada no se tornará hacia el buscar una solución dentro —iluso creerlo— sino a las variaciones del escape sobre un mismo tema: sobrevivir.

El incipiente mercado privado es una de esas posibles vías de escape, solo que limitada y engañosa al extremo.

La fragilidad de esa forma rudimentaria e incompleta de socialismo de mercado, que está surgiendo en Cuba es que su sector privado, si bien en parte está regulado por ese mismo mercado, en igual o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo tiempo, este control burocrático lleva a cabo muchas de sus decisiones a partir de factores extraeconómicos: políticos e ideológicos.

Una solución parcial a este dilema sería aumentar el papel del mercado y concederle mayor espacio a las actividades privadas, de forma legal y dejando la vía abierta a la competencia y la iniciativa individual. Solo que entonces el éxito en el mercado tendría un valor superior a la burocracia. Que esto se vea como un peligro y no como una solución, por parte del Gobierno cubano, es lo que está frenando en parte el avance económico. Que la actividad opositora más o menos seria —tanto en Cuba como en Miami— no contemple los factores económicos de forma priorizada en su agenda, parte de igual principio burocrático: una defensa de beneficios y privilegios.

Nada de lo anterior debe inclinar a considerar a la economía como la clave. única y poderosa, del problema. Al menos en estos momentos. Que la administración Obama explicite este objetivo es más justificación que meta. Porque como objetivo su naturaleza se diluye en un largo plazo. Obama puede justificarlo en favor de su edad, su lejanía cercana o el que en última instancia no lo apremia una solución del caso. Incluso en el cinismo declarado de que equivocarse con un país diminuto en última instancia no tiene gran importancia para Estados Unidos. Por supuesto que para los cubanos la ecuación se inscribe en términos distintos.

Los avances económicos que pueden estar ocurriendo en Cuba, a un nivel que podría catalogarse de callejero, casi doméstico, guardan más bien relación con la supresión de restricciones —o el actual “hacerse de la vista gorda” frente a algunas de estas— que con un verdadero desarrollo.

De hecho, el crecimiento económico de la Isla se desacelerará a un 2 % en 2016, comparado con la supuesta expansión del 4 % estimada para este año, de acuerdo a declaraciones del martes del ministro de Economía, Marino Murillo, según informó la prensa oficial.

Lo anterior corrobora la dicotomía —más bien la esquizofrenia— existente en un país donde la excepcionalidad, la ilusión y la espera son factores que influyen en el panorama económico con igual o mayor fuerza que otros indicadores más “concretos”.

El problema es que este juego y esta dependencia no solo no generan desarrollo sino tampoco son eternos. Así que, por ejemplo, la noticia de que Japón se suma a la actitud de otras naciones, y perdona a La Habana más de $996 millones de deuda sin pagar, no debe verse como un incentivo para el avance, sino como un alivio para sobrevivir.

La decisión de Tokio —también como ha ocurrido con otros países— no elimina la deuda sino que la reduce sustancialmente. Aún Cuba debe al país asiático unos $498 millones, en capital de préstamo e intereses.

Japón solicitará ahora al Gobierno cubano el pago en un plazo de 18 años, a partir de abril de 2016. El Gobierno japonés aún no ha decidido cuándo reiniciar la concesión de créditos blandos a la Isla, indicó The Japan Times.

La pregunta pendiente es qué ocurrirá cuando Cuba tenga que comenzar a pagar en 2916, y los perdones financieros de hoy se conviertan mañana —en ese año a días de comenzar— en condenas. Todo gracias a los compromisos adquiridos.

Por supuesto que cabe la respuesta —o el deseo— de quienes consideran que el Gobierno de Raúl Castro no pagará nada, pero tal argumento no toma en cuenta que, de ocurrir ello —y quienes mandan en el país lo saben— todo el esfuerzo habrá sido inútil.

Vale la pena repetirlo. Entre esa Cuba ficticia de hoy y la real de un mañana que toca a las puertas se debate la realidad del país. Si a ese volver a “los años 50” —que denuncian las imágenes— se reduce el objetivo del Gobierno de La Habana, el resultado es doblemente desalentador. No solo como indicativo de fracaso sino también de un ideal absurdo: los 50 de ayer serían en realidad mucho menos —la época del 30— en ese país que se inicia.


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