Actualizado: 18/04/2024 23:36
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| Opinión

Raúl Castro, Chile

Los hombres duros no bailan

Un leve retrato de un momento de debilidad emocional del hombre que acaba de asumir la presidencia de una organización que él mismo ve como una entelequia burguesa

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Nueve días para recordar. Esa es la experiencia de Raúl Castro. Fueron los días más felices de su vida, que transcurrieron entre el domingo 26 de abril de 1953 hasta el 4 de mayo. Estaba en París. Desconozco los mecanismos que el partido comunista cubano habrá puesto en función para que este muchacho de apenas 23 años saliera del campo socialista a donde fue —en Bucarest— a una reunión preparatoria de un festival mundial de la juventud y lo depositaran en París. Me lo confesó él mismo antes de despedirnos en vísperas de un viaje mío a esa ciudad, en marzo de 1987, y al hacerme el encargo de un par de botellas de vino del que beben “el común de los franceses”. No se le podía pedir a la Embajada de Cuba porque enseguida intervenía la Seguridad del Estado y el todopoderoso servicio de Seguridad Personal. Dado que era un vino para el Segundo Secretario del Partido, había que someterlo a los más rigurosos análisis toxicológicos, antes de que este tocara sus labios. Dárselo a probar a los gatos del barrio para comprobar si no caían fulminados por un veneno de la CIA era una opción. Por eso yo debía adquirirlo —según sus propias instrucciones— como si fueran para mi consumo, y efectuar la operación de compra en el último día de mi estancia en Francia. Y entonces hizo un gesto de intensa amargura, de fastidio, de dolor, con la boca, y apretó los ojos no con dureza sino con una extraña melancolía y me dijo: “En París yo pasé los días más felices de mi vida”. Era algo que, evidentemente, no había logrado recuperar jamás. La felicidad. “¿Tú entiendes lo que te digo, profesor?”. Él me llamaba profesor. “Un vino común”. Volvió a la descripción del vino y de cómo montar lo que ya era, sin dudas, una operación clandestina de adquisición de dos botellas de vino regular francés. “Los años más felices de mi vida, profesor”. Vilma Espín, su mujer, sentada también en la mesa de mi casa, lo miraba con compasión genuina. Yo reprimí, con éxito, el impulso de abrazarlo y decirle que lo acompañaba en el mismo sufrimiento.

Este es pues el leve retrato de un momento de debilidad emocional de un hombre que aterrizó en Santiago de Chile para asumir la presidencia de algo que yo sé que él mira como una entelequia burguesa, pero que es esperado con todas las fanfarrias de la ocasión. Pero es necesario conocerlo en este talante, puesto que van a negociar con él. En fin, que París fue solo la tentación, o hasta quizá el único contacto de lo que hubiese podido ser una vida disipada, dedicada a la bohemia, que en términos cubanos hubiese sido seguir en las turbamultas de las peleas de gallo de uno de los hijo del clan de los Castro de Birán. Y que, en cambio, se vio obligado a ser un hombre de una austeridad blindada y limitar su vida a un reducido número de placeres de la carne.

Tampoco es la época de aspirar a una vida gloriosa. Ni qué decir que la invocación de Alejandro —vida corta pero gloriosa— sonaría como una burla, ahora que él y su hermano Fidel han pasado de los 80. Por otro lado, las visitas estatales de larga duración y los recibimientos apoteósicos que resultaban consustanciales a Fidel Castro parecen pertenecer ya a una memoria solo visible en gastados quinescopios de archivo. Menciono el asunto porque la comparación va a surgir de forma inevitable. Lo que ocurre es que Fidel reclamaba mucho tiempo de sus oyentes y de los grandes espacios colmados de público porque, en definitiva, él era un misionero. Imposible reproducir el eco de aquella visita de 24 días de Fidel a Chile en 1971 con esta de Raúl Castro al mismo país, tanto tiempo después, desde el abrazo de despedida al presidente Salvador Allende el 4 de diciembre y el despegue del Illshyn-62 de Fidel del aeropuerto en Santiago. Ni siquiera porque el actual presidente cubano, Raúl Castro, sea su hermano y, peor aún, que intente presentarse como heredero legítimo al mando de aquella fuerza telúrica que una vez conocimos como la Revolución Cubana, va a lograr un efecto semejante. Un igual entre 43 jefes de estado y de gobierno, de Europa y América Latina, que han confirmado su asistencia a la cumbre CELAC-UE (la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe y su vitoreada reunión de Chile con la Unión Europea.), y con un Raúl que se sentirá más que satisfecho si logra obtener un poco de la legitimidad a la que siempre aspira en sus negociaciones de gobierno. Fidel vino a Chile en 1971 a lograr el imposible de subvertir un país, de hecho subvertido, pero por sus propias necesidades y objetivos, y —asombroso— logró sacarlo de su cauce. Raúl viene a la tarea, mucho más suave, de cantar en un coro que ya está montado. Nada que subvertir. Sólo a mantener el estatus quo. Y donde al final, además, le van a dar la presidencia pro tempore (por un año) de la Comunidad.

Pero no crean que se va a sentir lastimado si no se da un baño de pueblo en sus dos días en Santiago. No es un tipo de multitudes, ni de hacerse acompañar del fervor de las masas. Recuerdo que un mediodía, mientras cruzábamos por las apacible Quinta Avenida de Miramar, en La Habana, a bordo de su minibús Mercedes (los autos de su escolta de movían a nuestra misma velocidad, que no pasaría de los 60 kilómetros, con el hocico pegado al minibús), Raúl escuchó por la radio que Cuba había tenido una votación adversa en el Comité de Derechos Humanos de Ginebra. Allí estábamos, con Raúl, su tropita habitual: aparte del conductor, el jefe de su escolta, y los invariables Carlos Aldana, jefe ideológico del Partido, Alcibíades Hidalgo, su jefe despacho en el Partido, y yo. Yo, que no tuve otra salida mejor que decir: “Bueno, pues ahora hay que tirar el pueblo a la calle”. “Profesor, profesor”, me dijo Raúl, en tono bastante conciliatorio. “No tires con tanta facilidad el pueblo para la calle. Tranquilo, profesor. Aprende a ahorrar cartuchos”.

La perspectiva de una reunión de la CELAC es inmejorable para ese desenvolvimiento que proyecta. La CELAC es una alternativa de la OEA, tan inocua como aquella, pero ajena a la organización y tutelaje de los americanos. A su vez, los vapores que emana son de presión atemperada si se le compara con la Alianza Bolivariana. En la CELAC se codean los gobernantes mexicanos, panameños, chilenos y colombianos con los regularmente chicos malos de la película, encabezados por los cubanos. Y ni asomo de gringos ni canadienses en la fiesta. Desde luego que la derecha latinoamericana parece preocuparse poco con la presencia de Raúl en Santiago. Una manada de abúlicos elefantitos que cortésmente comparten el agua de un mismo abrevadero. Trompa abajo y a beber.

Raúl, que es un hombre de ideas románticas, al menos el Raúl que yo conocí, tendrá que echar de menos el colorido de su visita a Santiago entre 18 y el 20 de agosto de 1959, hace 53 años, 5 meses y 10 días, a los pocos meses del triunfo de la Revolución, cuando su turbo-prop Britannia aterrizó en Santiago al unísono con una reunión de la OEA que tenía lugar en esta ciudad y a la que arribó con una escolta armada hasta los dientes —”apistolados” le llamó La Tercera, un término extrañísimo— y de los cuales, de los hombres de Raúl, la policía chilena cogió presos a tres. (Luego los desembarcos de armas serían por toneladas.) Raúl, de faena de campaña verde olivo, su boina negra, una larga cola de caballo que además abrochaba detrás del cráneo con una graciosa peineta, botas de infantería, y ese vozarrón ronco que ya se gastaba, se robó el show, por supuesto. Aunque desconozco si aquellos embajadores de la OEA habrán tenido la percepción de la llegada de los bárbaros y que el tiempo de la complacencia política había terminado en América Latina. Al menos por largos años.

¿Se dará cuenta ahora Raúl con sus intentos de estabilización del proceso cubano que una revolución —a menos que la traiciones— no es una secuencia de conciliábulos más o menos permitidos y sonrisas compasivas, sino un voto de fe con el absoluto? Y que, sin enemigos, no hay revolución que valga. ¿Fidel no le habrá enseñado esa lección, o Raúl no lo está oyendo?

Pero también, para arreglar los desastres de Fidel, tiene poco tiempo. En verdad, lo que Fidel le ha dejado en el país es un páramo. Quizá por ahí se pueda entender su apetencia de legitimidad. Gana tiempo. Y es natural en él la búsqueda de soluciones y arreglos fuera de las camisas de fuerza de la política.

Pero si hay alguien capacitado para resolver situaciones extremas en Cuba, es él. El 11 de marzo de 1958 en Piloto del Medio, Sierra Cristal, Raúl estableció las banderas del Segundo Frente Oriental “Frank País” (el nombre de un revolucionario caído en Santiago de Cuba). Fidel le encomendó organizar (según algunos, estaba loco por sacárselo de arriba) y le encargó esta misión en una región intramontana al norte de la Sierra Maestra. El jefe de la Revolución le entregó el mando de la columna 6, que contaba con 67 guerrilleros. Al cabo de unos meses, Raúl controlaba un territorio de 12 mil kilómetros cuadrados y puso a funcionar un modelo de estado autónomo en el que instauró los Comités de Campesinos Revolucionarios, congresos campesinos, servicios de mejoramiento de caminos, y que llegó a contar una fuerza aérea operacional, que cumplía misiones logísticas y llegó a disponer de unos rústicos bombarderos que dejaron caer sus cargas en un par de cuarteles batistianos. Eso sí, fue despiadado a la hora de fusilar, lo mismo soldados y oficiales enemigos que soldados de su tropa que cometieran faltas graves.

Al triunfo de la Revolución, en enero de 1959, después de algunos movimientos erráticos de Fidel en relación con su hermano, terminó por disolver el Ministerio de Defensa Nacional y crear el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), al frente del cual nombró al entonces comandante Raúl Castro Ruz. Fue el ministro de Defensa más joven de la historia. Si hubo un rasgo de vanidad que le escuché más de una vez, es ese dato. Que había sido el ministro de Defensa más joven de la historia. Otra tarea homérica, sin duda. Y, si bien a costa del bolsillo de sus amigos del Ejército Rojo, armó y capacitó una fuerza que en su época calificaba como uno de los ejércitos más poderosos del mundo.

Su biografía revolucionaria es intensa, dramática. Donde quiere que busques a Fidel Castro desde el año 53, encuentras a Raúl Castro a su lado. No solo eso, sino que Fidel se ha apropiado ante los ojos del mundo de muchas de sus iniciativas y audacias de ese proceso, como fue la decisión de meter tropas regulares en Angola y fajarse con Sudáfrica. Raúl tiene una abundancia de logros y propósitos cumplidos. Pero en muchas ocasiones yo sé que él conoció con resignación los límites del poder a que se ve sometido un revolucionario. Allí, pegada a los bordes del Segundo Frente, y luego absorbida territorialmente por sus fronteras en expansión, estaba la finca de Birán, donde aprendió a jugar gallos y cerca de esos prostíbulos rurales donde él se podía presentar con todo derecho como un príncipe y ser servido a gusto, puesto que era el hijo del terrateniente y cacique local.

Raúl Castro es el hombre que probablemente ha hecho más sacrificios personales en toda la historia de la Revolución Cubana, aparte de los que han muerto. ¿De cuántas francachelas, risotadas y mujercitas se habrá inhibido esta criatura? Teniéndolo todo a su alcance, apenas pudo deleitarse con algunos frutos del paraíso, de todos las que pusieron a su alcance. Pero se enroló en una causa que de muchas formas le era ajena. Un ejemplo, muy poco común en Cuba, de abnegación y lealtad. Y máxime sabiendo uno —como un puñado selecto sabíamos en Cuba, al menos dentro del hardcore—, que muy pocas veces estuvo de acuerdo con la ejecutoria de su hermano. Sépanlo ustedes, augustos dignatarios y presidentes, a Raúl Castro le es indiferente hoy estar en Santiago de Chile. Ni siquiera le interesa pernoctar en La Habana. Ahorita avanzará hacia el podio de Espacio Riesco y soltará un discurso enlatado desde Cuba. Mírenlo atentamente. A los ojos. Verán que los cierra. El señor presidente de la República de Cuba tiene una copa de vino en la mano y enlazan con un brazo la cintura de una muchacha. París. ¿Será cierto que Hemingway dedicó sus últimos pensamientos a París?


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