Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Ni falta que le hace

Goebbels estaba equivocado: El fracaso del mito cubano prueba que nada se convierte en verdad por mucho que se repita.

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"El odio enfermizo" que Raúl Castro acaba de atribuir en Santiago de Cuba a los gobiernos estadounidenses, parece necesitar psiquiatras que también atiendan a la población cubana. Pocos quedan que aún oigan a los ex guerrilleros en el post-totalitarismo.

Ni el ideologizado sistema de educación ni el más cerrado control de los medios —ya inscritos en el Guiness para América Latina— han logrado convertir en mito —incorporar al imaginario popular— los sucesos cubanos en torno a 1959.

Apenas la cuarta acepción del sustantivo mito resiste que se le aplique a los hechos acaecidos hace medio siglo: "Persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen".

Si ocho de cada diez cubanos nació después del "triunfo de la revolución", por lo menos la mitad ignora lo que en realidad sucedió. Y no está interesada en saberlo. Tres de cada cuatro, para colmo, lo que sí conocen bien es que no les hace falta saberlo, que su vida cotidiana dentro de la china olla arrocera no va a experimentar el menor de los cambios por citar de memoria la huida de Batista, la entrada a Santiago de Castro, su discurso de aquel 1 de enero frente al parque, o las peculiaridades económicas y sociales —tan caricaturizadas— de aquella Cuba.

Este fracaso del colosal aparato de propaganda del régimen, merece, junto a la alegría por la derrota, algunas reflexiones acerca de sus causas. Goebbels —el ministro de Propaganda e Información del nacionalsocialismo— estaba equivocado: Nada se convierte en verdad por mucho que se repita. Aquí hay una prueba irrefutable.

Si no fueron capaces de lograr que oyéramos "bien" (sic) antes de 1968, o hasta 1971, cuando aún se creía en la gesta y se pensaba que el socialismo tropical no tendría los defectos estructurales del comunismo; si tampoco lo consiguieron cuando la etapa "soviética", hasta el desmoronamiento estruendoso que culmina en 1991; si tampoco la pura represión y el consiguiente miedo lo lograron cuando el eufemismo de "período especial"; ¿qué hace suponer que ahora —en el post-totalitarismo— el "mito fundacional" pueda enraizarse, convertirse en justificación masoquista, expiación necesaria en los venideros "cien años de lucha"?

Ni el ruido de aquellas balas

En una reciente polémica —de gran altura científica, de las que tanto necesitamos—, Arturo López Levy sostiene que a la Cuba actual ya corresponde un concepto desarrollado por la ciencia política, el de post-totalitarismo "como tipo específico de régimen".

Y explica: "Numerosas evidencias indican que una transición cubana al post-totalitarismo ya ocurrió (pluralización social y redefinición de la ciudadanía, debilitamiento del papel de la ideología oficial en la vida cotidiana, existencia de una segunda cultura paralela en la cual se exige neutralidad, no incondicionalidad al régimen, expansión de la segunda economía frente a la economía de comando, contacto relativamente libre de la población con visitantes extranjeros, etcétera)".

A diferencia de la revolución mexicana, la de los Castro no tuvo una inteligente —aunque autoritaria— derivación democrática hacia el Estado de Derecho. El hieratismo —almidonado con la mejor yuca oriental— anquilosó cualquier transición que convirtiera en epopeya la lucha guerrillera y las transformaciones iniciales. Sostenerse en el Poder fue —es— la prioridad, y entre los costos de tal arrogancia se halla la pérdida del pretendido mito.

Navegando entre tres huracanes y recesión mundial, posposiciones de leyes y descapitalización familiar hasta para coger las goteras, ya no se oye ni el ruido de aquellas balas, de aquellos sacrificios. La desmemoria histórica y el rechazo por sobresaturación, se unen a la bien fresca memoria de que sigue siendo la misma élite la que gobierna. Culpable no ya de "socializar la miseria", porque ahí están los sectores privilegiados, sino de paralizar las salidas.

Lo que Raúl Castro acaba de autocalificar de "generación histórica" apenas ha llegado a sus propios oídos y del grupo de Poder, donde los más listos o pícaros repiten sin creer mucho, repiten buscando alternativas. Mientras, la mayoría de "odio (y oído) enfermizo" mira hacia Obama y hacia Lula-Calderón —a cualquier esperanza de transición pacífica que reviva las fuerzas productivas— con el pragmatismo de un banquero suizo. Piensa con razón que no hay ningún "mito fundacional" a respetar, a venerar. Y que ni falta le hace.


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