Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Cuba, Cambios, Embargo

¿Por qué Cuesta Morúa tiene razón?

Cuando se percibe la pobreza generalizada en Cuba como la antesala para el cambio deseado se comete un gran error

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Hace unos días un grupo de cinco activistas opositores cubanos concurrieron al Subcomité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos para expresar sus puntos de vista sobre la normalización de relaciones entre Cuba y Estados Unidos.

Tres de ellos criticaron el restablecimiento de relaciones por considerar que ello hace la vida fácil al gobierno cubano, y que Estados Unidos debieron arrancar concesiones políticas al gobierno y dialogar con la oposición antes de dar ese paso. Dos, en cambio, le consideraron un paso positivo que genera un mejor ambiente para la única manera desde donde es efectivo exigirle cambios al gobierno: desde la propia movilización de la opinión pública cubana.

La divergencia no es sorprendente. Incluso, podía anticiparse desde que el tema de la relación binacional comenzó a ser movida por el gobierno del presidente Barack Obama y activistas e intelectuales comenzaron a posicionarse. Me temo, sin embargo, que la mayoría de los activistas opositores dentro y fuera de la Isla han coincidido en el rechazo. Y creo que es así por la persistencia de dos equívocos.

El primero, es la idea de que la oposición constituye un dato decisivo de la realidad cubana, lo que ha sido alimentado por la manera como algunas de sus figuras han sido proyectadas a dimensiones políticas muy superiores a sus realidades. Al autopercibirse de manera exagerada, los opositores han llegado a la conclusión de que el gobierno norteamericano debió consultarles y hacerles partes del proceso. Y que la omisión de ello constituye un punto flaco del proceso que algunos han llegado a denominar simplemente como una traición. Todo un espejismo político que no merece más consideración que la que le damos a los acompañantes críticos consentidos del sistema (la revista Temas, Cuba Posible, Progreso Semanal, algunos grupitos de activistas cubanoamericanos, etc.) cuando se consideran a sí mismos como una oposición leal. Nadie niega el valor moral que unos u otros eventualmente puedan tener al enfrentar sea con sus discursos o con sus acciones a un poder autoritario. Pero eso no los convierte en interlocutores necesarios, pues no consultarles no implica tener que pagar un precio insoportable, y consultarles no reporta beneficios sustanciales. Y de eso, de precios y costos, trata la política real.

El segundo equívoco es la idea —que curiosamente los opositores comparten con los tecnócratas cubanos, académicos y funcionarios— de que es posible montar en Cuba un modelo capitalista chino en que autoritarismo y mercado anden un largo camino sin grandes conflictos. Fue la idea, por ejemplo con la que retozó Mario Vargas Llosa en un artículo en El País donde volvió a demostrar tanto su pluma sin émulos como su dogmatismo liberal. Y fue también a lo que se refirió críticamente Manuel Cuesta Morúa en Washington cuando afirmó que “… el autoritarismo cubano no puede sobrevivir a una apertura, como sí lo puede hacer y lo ha podido demostrar el autoritarismo chino”.

Y es que Cuesta Morúa no solo es un activista incansable y una figura intelectual muy respetable, sino también un historiador que sabe que el capitalismo no es una abstracción supra/temporal, sino una serie de construcciones sociohistóricas. Y con seguridad sabe, y de ahí su aguda advertencia, que hay tipos diferentes de capitalismo —renano, manchesteriano, escandinavo— que responden a arreglos sociales y culturales específicos.

El llamado “modelo chino” no es simplemente una propuesta económica, sino político/cultural. No habla principalmente de cómo organizar los factores productivos —lo que siempre resaltan nuestros tecnócratas— sino de cómo articular relaciones de producción basadas en la superexplotación de la fuerza de trabajo con niveles fundamentales de obediencia. Y esa apreciación cultural de la autoridad no existe en Cuba, un país occidental latinoamericano cuyas negaciones iliberales no provienen del orden confuciano, sino de las barricadas populistas.

Es cierto que la normalización de relaciones con Estados Unidos —y en particular la erosión del bloqueo/embargo— creará condiciones más favorables para un mejoramiento de la calamitosa situación económica cubana. Pero no resolverá per se ninguno de sus muchos y acuciantes problemas, en la misma medida en que estos problemas no se originan en el bloqueo/embargo. La superación de la actual situación económica pasa inevitablemente por una reestructuración social que implicará la eliminación de muchos de los resortes de contención populistas y paternalistas, transparentando la verdadera naturaleza de explotación que subyace en el sistema.

En el campo político —donde los dirigentes cubanos niegan todo tipo de cambios— la normalización de relaciones creará un contexto diferente a aquel que podía explicar la anatematización de las diferencias. El gobierno tendrá que moderar el uso de su último recurso retórico —el nacionalismo intransigente frente a una imaginada agresión imperialista— y según se relajen los impedimentos del bloqueo, también tendrá que buscar en otro lugar las excusas antimperialistas del descalabro económico. La sociedad cubana tendrá inevitablemente más acceso a información y contactos. Y el espectro crítico y oposicionista del sistema, pudiera ganar más oportunidades para opinar y actuar sin que pueda ser presentado como agente de un enemigo que se desvanece.

Cuando se percibe la pobreza generalizada en Cuba como la antesala para el cambio deseado, se comete un gran error. Los cambios políticos más significativos no han estado vinculados al hambre. Crane Brinton, en un estudio para anaqueles de buen gusto, lo dijo: las revoluciones no son hijas de la desesperación sino que nacen de la esperanza.

Y cuando la esperanza choca con los errores de los gobiernos, entonces la gente empieza a creer que algo falta y que algo sobra. Tocqueville lo explicó a su manera: “El momento más peligroso para un mal gobierno es, por lo general, aquel en que comienza a reformarse… el mal, que pacientemente se toleraba como inevitable, parece imposible de soportar desde el momento en que se enfrenta la idea de sustraerse a él”.


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