La escritura en falta

Saunders atiende a la escritura de Lorenzo García Vega, rastrea sus claves y laberintos desde un estilo muy personal

Rogelio Saunders

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Un delirio moderno, nuevo en la literatura cubana y al mismo tiempo tan antiguo como la invención llamada “literatura cubana” (si hay un laberinto, es la misma varia invenzione: invención del país, invención de la literatura, invención del cerebro).

Lorenzo García Vega habla de la “mala expresión” y de una novela “rigurosamente mala”. Qué gran reto. Un casi insoportable (o insostenible) descaro. (Lo insostenible: qué gran reto). Encararse con lo Risible así, de buenas a primeras, sin más. Pero, pronto se comprende que no hay alternativa. No hay otra alternativa que ese mal relato, sea lo que sea. Relatar el relato, fugar la fuga, relacionar la relación. Eso es lo formidable, lo “moderno”. Ese atrevimiento que está también en Miles Davis: atreverse, aunque signifique desafinar. Y, oigan bien esto, caballeros: desafinar, lo nunca visto. Porque, ¿cómo puede haber música sin Afinación? Del mismo modo, ¿cómo puede haber arte sin el Arte? (Así pues, lo que plantea el jazz no es cosa de juego. Es decir: no es el jazz lo que está en juego, sino el arte. Y así también es el arte lo que está en juego en la novela “rigurosamente mala” de García Vega).

La intención no dicha de abolir (el siendo que anula) el metadiscurso (la Literatura). De ser la carne de eso mismo sin futuro (la carne misma de eso sin futuro). Lo fabuloso no es el futuro, sino eso que no tiene futuro (sin fascinación). Para mejor ver-no ver. Para mejor relatar (cálculo de entropía). Con eso, siempre hay literatura. (O mejor aun: fundación sin fundamento: vísceras).

Así es como puede ser “bueno” lo que es “malo”, lo que no tiene remedio. Lo irremediable, lo que tiene que ser, la caída libre. El relato de lo Irremediable se vuelve inevitabilidad de lo escrito. O, dicho de otra manera: lo importante no es “hacer Arte”, sea lo que fuere, sino relatar lo Inevitable (dar con ello, no se sabe cómo).

O puede decirse también así:

Si esto es, esto también es. Si el jazz es música, esto también es literatura. ¡Muchacho, tienes que tener algo que decir! Todo sigue en el fondo al viejo estilo. Pero este “qué decir”, entiéndase, no es cosa de elucubrar. Es cosa vaga e intensa que raya el papel, que raya la literatura, que lasquea el arte (que lo niega todo en el mismo acto en que, de nuevo, lo funda, en medio de un islote raso. Es la gallina que escarba y saca a la luz los papeluchos húmedos. Lo habíamos olvidado, pero resurgió). Es, pues, así y siempre será así: sin futuro y sin pasado. Sin salida y en fuga.

La literatura como límite, llegado al límite de la literatura (al vigente: ¿a quién diablos le importa la literatura? que Joyce vio con su gran ojo de Homero). Ahí y entonces: el límite. La gallina que escarba y saca a la luz los papeluchos húmedos. El dedo hinchado del loco-cuerdo que resbala por el cristal y dice: “¡Si lo sabré yo!”. Sí-No, loco-cuerdo, uno-cero. ¡Si lo sabré yo!

Lo clínico y lo literario. El relato como el único lugar posible. Como el único modo posible de dar cuenta de aquello, clínico-literario, loco-cuerdo. La duda, la divergencia, el no ha lugar. (No: la duda no es razonable). Hay que tener cierto oído para oír eso, pero está ahí, entre lo cierto y lo falso.

La escritura como esquizografía: las arenas. Si hubiera una Escritura... Tratan de convencernos y de aplastarnos cada día con eso, pero... caramba, si fuera tan fácil. Siempre aparece un modesto genio que nos deja sin empleo, sin nuestro querido fuego del hogar, a ti o a mí, el hombre del periódico. ¡Diablos, quiero estar en alguna parte! Pues, como decía: no hay sino escrituras. Este vasto sueño confuso y la gran precipitación.

Pero, de cualquier modo, no hay ninguna “legitimidad” a priori. Y, sobre todo: no hay forma de cobijarse, ni en el “Arte”, ni en la elucubración. Escribir no es elucubrar: es relatar el relato. Es mirar la gallina que picotea y no poder decidir si se está mirando la gallina que picotea o se la está inventando, si existió alguna vez una gallina que picotea y si lo que uno está mirando es efectivamente eso y en última instancia dónde diablos está uno y saber —de esto no cabe duda— que a uno le están creciendo los ojos. Así Lorenzo García Vega.

Ingenuidad consustancial que se lleva, en fuga, la sustancia (el “punto que vuela” lezamiano).

¿Qué diferencia esa ingenuidad de la de un José Soler Puig? La punzada esquizoide que inflama y transparenta lo idiosincrásico sin abandonarlo en ningún momento. Hinchado como las venas del cuello, toca fondo. Locura que rechina y que, rechinando, lasquea la pulpa de lo ingenuo-provinciano. Lo provinciano e ingenuo se vuelve lo nunca tan contingente y nunca tan consustancial.

Llegado a este punto, lo ingenuo es colmo y no azoramiento o humildad. Ha madurado por completo y actúa como lo que es. ¡No se le puede echar a un lado sin más! El centro, soberbio, es puesto en duda por la periferia. Y esta duda es más que fundamental: saca del juego a ambos, centro y periferia. No hay centro ni periferia: hay sólo lo que es (esto sin remedio, esto escriturario-inevitable).

Le lección moderna es la lección de Schönberg y de Gould: adiós a la tónica dominante. Curiosamente, había algo en la cultura cubana (no digo propio o único de ella) que ya conllevaba esa lección. Por lo que se ve en Lezama, estaba ya en Ramón Meza. Yo lo veo en Aire frío, de Virgilio Piñera. Eso de que la periferia se vuelva, no se sabe cómo, fundamental. Algo más arriesgado que el Kafka de Deleuze, con el que tiene una afinidad no de profundidad, sino de abolición jerárquica.

Se observará que hay algo en Lezama tremendamente “radical” (y por partida doble): la irrupción del habla del poeta, que no deja lugar a ninguna “objetividad” (irrupción que, de no ser genial, sería el colmo de la ignorancia), y la insoslayable ingenuidad lezamiana (ante la que Julio Cortázar vacilaba perplejo). Ambas cosas incomparables y nuevas. (Nada tan difícil de medir como lo incomparable; nada tan difícil de comprender como lo nuevo). Pero lo nuevo es sólo lo que tenemos delante de los ojos pero que no sabemos mirar. Y ahí está también García Vega (deleuziano: homenaje a Deleuze) y su esquizografía. El delirio habla y, sin más, es eso que no hay que llamar arte (ay, Mallarmé). Lo que se trata de evitar, pues, es el arte en tanto que soberbia que corre el peligro de volverse una forma altamente sofisticada de Kitsch (y al revés: encarar el kitsch como lo que el arte no puede eludir). ¿Esto suena “demasiado” irreverente? Aquí Joyce se reirá siempre de Beckett y su alta lógica ilógica. (¿Por qué? Porque sabía lo que él no parecía saber: que oponer a la muerte del arte lo imperecedero de la legitimidad era recaer en lo risible propio de lo moderno, genio aparte). Llegado a un punto, lo que parecía imposible se vuelve posible: el tono menor se vuelve elegible. Porque, si esto surge hasta la exageración, también aparecerá aquello. Y mejor aun: lo “artístico” no está en el Arte (es decir, en la forma, en la destreza autoritativa, el rápido centelleo técnico). No. Será difícil decir no, pero hay que decir: no. Pero, siendo así, ¿dónde está el arte? Pregunta de gran relevancia hoy, cuando el arte no parece estar por ninguna parte, mientras que el Arte con mayúsculas sufre una desconocida hipertrofia. La superproducción en sí misma a gran velocidad en circuito cerrado ha volatizado la relevancia.

Pero, ¿acaso no es Lezama el representante por excelencia de lo Trascendente? Apartémonos de su juego de lenguaje (de su stock de juglar con un sombrero de hormigas) y tratemos de oír el impulso (el pulso o ruido de fondo): la risa lezamiana. ¿No oyen cómo Lezama se ríe todo el tiempo? Cómo sufría y cómo reía. Y así sufre y ríe también Lorenzo García Vega. Lo que impulsa no es discernible (si lo fuera, ¿para qué existiría la literatura?). Ni que decir tiene que la literatura es siempre el relato del esquizo. (Aunque también puede decirse: relatar es siempre un acto esquizofrénico, de fuga; en fuga y sin salida, sin salida y en fuga). Relator relatado. El relato se relata. La relación se relaciona. Relatar la fuga: eso imposible de discernir, sea en la mala escritura, en la mesa de operaciones o si uno se cae de una ventana, como Chet Baker. (Ese sí-y-no de lo esquizofrénico, carne de lo diario, aire frío de lo cotidiano, donde lo trágico y lo risible se sustituyen al infinito). Así en Glenn Gould y en Schoenberg. Así en Lezama Lima y en García Vega.

Ahí pues es donde está el arte como pregunta, como la pregunta que es. Sí, pues: ¿qué es el arte? Texto que interroga y pregunta fecunda. (Mejor, sin duda, que aceptar sin más lo que parece infinitamente ser y que nunca es). No elucubración pero tampoco mito. Tocar la melodía detrás del hormiguero. Sacar la cabeza por la claraboya y ver otras cabezas saliendo por las claraboyas. Equivocarse, qué otra cosa iba a ser. Pero no mitologizar la equivocación, sino correr ese riesgo, sin más. Sin remedio. Esperar aerolitos y ver caer carbones.

No hay nada digno en equivocarse, como no hay nada digno en ser pobre. Pero tampoco indigno. AH: ¿cómo voy a dar cuenta de esta cabeza, mi querido Félix Krull?

Así pues, no hay ninguna Literatura. Pero la cabeza (el dolor de cabeza) persiste. Y así también persiste (persevera) lo irremediable. Todo lo que tiene que ser dicho está por ser dicho. Y, siendo únicamente duda, temblor del ojo que crece, infuturo y sordo rayar perennemente en fuga sin salida, no deja lugar a dudas.

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