La penitencia de la memoria

El autor regresa a su infancia de estudiante de pintura y reflexiona acerca de la imaginería revolucionaria

Néstor Díaz de Villegas

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Después del Che

El Poder se autorretrata en el Che muerto, se pinta con la ropa hecha jirones y los ojos en blanco. Fijémonos en la mirada del santo, pues hacía mil años que no veíamos otra igual: extraviada y vidriosa, sus humores necróticos recuerdan el esmalte antiguo. ¡Quién diría que el difunto es un doctor en medicina! De hecho, la razón se resiste a concebirlo, y por un instante la fantasía vence y nos obliga a hundir la nariz en la carroña: la imagen del Che muerto es la victoria de la fantasía, el absoluto trompe l’oeil; un Archimboldo que nos hace ver una reliquia de lo real maravilloso donde sólo hay un matón, un político, y un intelectual latinoamericano apiñados. No existe nada igual en la galería de iconos revolucionarios, si exceptuamos la imagen de Zaida del Río que pintó Flavio Garciandía.

Para pintar a Zaida tendida como un cadáver, el Jacques-Louis David de la Revolución Cubana debió macerar incontables mártires dispuestos en idéntica pose sobre las aceras de la República (cuesta imaginar que de aquella podredumbre haya salido esta manzanita). Flavio Garciandía pinta con sangre de santos, y el Che también está en su cuadro, tumbado junto a Zaida sobre el césped del Country Club donde la Revolución levantó sus escuelas de arte. Son la Virgen loca y el Esposo infernal, la pareja que forman, en todas las épocas, la Revolución y el Artista.

El Che de Korda lleva en la boina el pentagrama de la nueva idolatría, pero es en la imagen del Che muerto donde nos enfrentamos, por fin, al “autorretrato del Poder para la época de gestión totalitaria de las condiciones de existencia” (Guy Debord; La Société du Spectacle). Y aunque David lo había intentado antes en su Marat à son dernier soupir, hubo que esperar aún doscientos años para llegar a abarcar la imagen completa. Vemos aquí al médico que fue Marat, el hierofante de los curanderos revolucionarios, y, sin ver la pluma y el tintero, vemos también la muerte de la escritura, porque del costado del muerto manan ríos de tinta que dejarán sin argumentos a los escritores del porvenir. La ambición literaria está en la base de las aspiraciones guevaristas, pues no es otro que el escritor frustrado quien pretende callarnos: sus ataques a la intelectualidad llevan la carga de fuego y azufre que se lanza únicamente (“¡Si el poeta eres tú!”) a los poetas rivales.

Por eso habría que poner cuidado al discernir el fascismo que inaugura el Che en sus ensayos anti-intelectuales, pues nuestro héroe no pretende incinerar un tomo más o menos ni deshacerse de una biblioteca inoportuna, sino aniquilar, con la muerte y desde la muerte, lo literario en bloque. He aquí el hocus pocus, el cuerpo sagrado, en la Quebrada del Yuro, sobre una mesa de disecciones, y todo lo demás debe, tiene que ser ya literatura (“…las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera, y no vale la pena emborronar cuartillas”). La célebre estrofa de Pablo Milanés podrá parecernos una triste metáfora, otra mentirilla de trovadores, pero sólo si desconocemos que ese verso contiene el aviso de un Nuevo Orden: la cuestión de si la poesía es posible después de Auschwitz deberá reformularse para que pregunte si es posible después del Che.

El sanatorio

El comandante Osmani Cienfuegos viste uniforme verdeolivo manchado de pintura de óleo. Osmani muerde el tabaco, sonríe y me acaricia el pelo: va entregando un ejemplar del Diario del Che en Bolivia a cada uno de los niños que esperamos en fila. Observo las manchas, y puedo oler el aceite de linaza. Recibo el libro, pero no conozco al Che, ni sé dónde está Bolivia. Soy demasiado joven para tener conciencia de que vivo en medio de una revolución socialista.

Las escuelas secundarias del área de Cumanayagua, Manicaragua, Trinidad y Sancti Spiritus han sido clausuradas y trasladadas en masa a las alturas del Escambray. En otra época, que por discreción, o a falta de un mejor calificativo, llamamos “antes”, Fulgencio Batista construyó allí un hospital para tuberculosos cuyas salas modernas han sido convertidas en albergues. Deambulamos por el sanatorio, reamueblado con toscas literas de pino, y nos asomamos al vacío desde los altos ventanales. Dicen que un niño (uno de los débiles, de los que no pudieron soportar las penurias de la beca) se lanzó desde una ventana. En el arroz que nos sirven se retuercen gusanos gordos y translúcidos que debemos separar con la cuchara y empujar hacia el borde de la bandeja de aluminio. Los cocineros improvisados ignoran el funcionamiento de los modernos enseres de cocina, y el grano se pudre en los tachos de vapor. Una vez por semana nos conducen al anfiteatro; anoche el cuarteto Los Bucaneros cantó “Estoy atado a ti por esta soga…”.

Todavía hay guerra en las montañas del Escambray, donde los bandidos se esconden y son perseguidos. Se habla de una “limpia” y de un “peine”. Hay dos escenas infantiles que me permiten entrever lo sucedido en esos montes. En la primera, las farolas de un jeep entran por las rendijas en la sala oscura de nuestra casa. Mi padre se despide, nos estrecha, y mamá abre y cierra con el dedo gordo el broche de la cartuchera que él lleva a la cintura. ¿Adónde va papá? A cazar. A cazar bandidos. Pero esto no lo averiguaré hasta mucho más tarde: por el momento, soy inocente de la Historia.

En la segunda escena, mi padre ha regresado. Oigo el griterío de gente que corre. Monto en mi bicicleta y me uno a un enjambre de niños que pedalea rumbo a los campos. ¡Algo grande está pasando allá afuera! Llego al potrero en el momento en que aterriza un helicóptero: bajo sus grandes aspas la yerba humillada semeja el esmalte de los cuadros que llegaré a admirar algún día. Por entre las piernas de los mirones, veo el cadáver de Rigoberto Tartabul (su nombre está en boca de todos), que de la cintura para abajo es sólo piltrafa. La carne roja cae como una mancha sobre el lienzo de camuflaje.

¡Y esto es un bandido! ¡Un bandido, un bandido! Se ha suspendido el tiempo. No hay referencias. El problema de “lo que pasó” o, más bien, de “lo que nos pasó”, será mi principal preocupación, y tal vez mi única obsesión, a partir de ese instante. Por lo pronto, está prohibido interpretar los hechos, o pedir explicaciones. Hay milicianos y hay bandidos, y urge trasladar las escuelas a las lomas. Son las primeras escuelas en el campo, y yo soy uno de los niños reconcentrados. Mi prima Amanda recoge manzanas, todavía frescas, todavía envueltas en papel azul, y las pone en un cartucho con unas cuantas uvas, trocitos de turrón y galletitas dulces, para que me den fuerzas en mi travesía. Acabamos de celebrar la última Navidad. Me despido de mi familia, subo al camión, parto en caravana hacia Topes de Collantes.

Los motivos de mi entrada en el mundo del arte podrían rastrearse en las manchas de óleo de la guerrera del Comandante. Y tal vez la necesidad de evacuarnos, y hasta la orden de encerrarnos en un gueto de niños haya obedecido al doble propósito de satisfacer las demandas políticas del momento y los caprichos de un diletante. Quizá, Osmani concibió Topes de Collantes como homenaje a su hermano Camilo, el héroe trágico que fuera alumno de la Academia San Alejandro. Ahora sospecho que la elección de Topes, con su lóbrego sanatorio y sus paisajes montañosos, pudo deberse al capricho de una “sensibilidad artística”.

Aunque en el sanatorio conocí a muchachos pintores adscritos a los talleres vocacionales, no sabría explicar por qué un buen día aparecieron los evaluadores, ni qué me impulsó a presentarme a los exámenes de aptitud de una escuela de artes plásticas: no creo haber demostrado un interés especial, ni una inclinación demasiado seria por la pintura. Lo “artístico”, si vamos a ver, fue excitado en mí —y, tal vez, exigido de mí— por las mismas contradicciones internas de la Revolución Cubana.

Claro que algunas veces lo achaqué a la intervención divina, al albur, o a cualquier otra causa, y dudo que hubiese resistido mucho más tiempo en Topes: mi angustia me hizo agarrarme a los exámenes de aptitud como última oportunidad para escapar de la beca. Completé los trámites sin darles cuenta a mis padres, y me presenté a concurso con un dibujo que representaba un jardín y una fuente. Rallé el grafito de los lápices de colores y lo difuminé con motitas de algodón sobre una cartulina, copiando una técnica que había visto en alguna parte. Una vez terminado, mi dibujo era un horror: esperé por el fallo sin hacerme ilusiones. Cuál no sería mi sorpresa, entonces, cuando el evaluador vino a comunicarme que había sido admitido oficialmente en la Escuela Provincial de Arte de Las Villas.

Descenso a la E.P.A.

La E.P.A. había abierto sus puertas en el antiguo edificio de los jesuitas, en la ciudad de Cienfuegos, antes de ser trasladada a Lajitas, un remoto paraje de la campiña villareña. Me veo apeándome de la guagua con mi maleta de playwood en la mano, un pie en el estribo y otro en suspenso, a punto de dar el primer paso sobre el terraplén que conduce a la escuela. Se trata de un colegio batistiano, una escuela en el campo concebida en la otra época. El verdor de los cañaverales la cerca por tres de los cuatro costados. Todavía estoy a tiempo de dar media vuelta y abordar la guagua de regreso. Pero, en vez de huir, cruzo la carretera, tomo el terraplén, y sigo adelante, arrastrando mi maleta de playwood.

A mitad de camino, tropiezo con una piedra tallada que representa a Leda y el cisne. La autora de la escultura resultó ser una niña prodigiosa que salió de las yerbas con las orejas paradas y los dientes fríos, una ninfa acezante contra el telón de fondo del viejo granero donde se conservaban bloques de masa cubiertos por paños húmedos. Encantado, le pregunté su nombre: se llamaba Zaida del Río. La niña me condujo a la Dirección por un bonito sendero de gravilla. Penetramos en un vestíbulo donde colgaban reproducciones didácticas de La Gioconda y de La dama del armiño, junto a polvorientas abstracciones de Kasimir Malévich y de Nicolás de Staël. Más allá, a través de una puerta entrejunta, se veía la manga de un blusón verdeolivo, y un brazo apoyado en el borde de un escritorio. El director, Antonio Añón, en sesión permanente, repartía tareas y recibía los informes de sus dos secuaces, Noé González Morfa y Edel Bordón.

Zaida me dejó a las puertas del despacho, y Añón, al verla, y notar mi súbita aparición, le dedicó unas palabras (“Mi niña, mi preciosa…”), y a mí, la orden de acercarme y comparecer ante su presencia. Bajo la mirada escrutadora de Noé y Edel fui a sentarme en una butaca. Las persianas estaban entornadas, y los tres hombres permanecían inmóviles en la penumbra. Callaron largo rato, antes de dar inicio al interrogatorio. De las preguntas clave que cada alumno debía responder correctamente para ser admitido en la Escuela Provincial de Arte de Las Villas, recuerdo sólo una: “Si la patria fuese atacada súbitamente, y tuvieses que elegir entre el pincel y el fusil, ¿cuál elegirías?”. Para sorpresa de los inquisidores, respondí “¡El pincel!”, aunque no había asomo de temeridad en mi respuesta, pues las implicaciones políticas de la situación me eran ajenas.

Mi declaración fue “el pincel”, y en ella Añón y sus lugartenientes percibieron una debilidad y un desdén que no podían menos que atizar sus más turbias fantasías. Pienso en la E.P.A. y siento el resplandor de las persianas crepitando en algún rincón de mi conciencia, y vuelvo a palpar la amenazadora proximidad del gran hombre, metido en su casaca de gabardina verde, tocado con sombrero Stetson, un capitán de rostro pálido y dientes largos esbozando una socarrona mueca de satisfacción o, tal vez, de simple curiosidad por el niño que caía en su trampa, uno de los más bellos que hubiesen ingresado al plantel, uno de los más imprudentes y enfermos, y puedo sentir las llamaradas de ese vicio patriótico llamado “pederastia” elevándose hacia el techo del gabinete.

No transcurrió mucho tiempo antes de enterarme de lo que me preparaban Añón, Edel y Noé: un drama de alcoba que tendría lugar en los albergues de una escuela batistiana ocupada por las brigadas artísticas, y cuya depravación no alcancé a juzgar hasta mucho más tarde.

Círculos y claustros

Leandro Soto era el hijo de un mulato cienfueguero que, desde el humilde puesto de artesano o rotulista, había ascendido al rango de coordinador del Departamento de Orientación Revolucionaria. Gracias a esa influencia, y a su precoz virtuosismo, Leandro se colocó enseguida a la cabeza del grupo, y luego de un período de acoples, los menos afortunados terminamos plegándonos a su voluntad y pasando a formar parte de su círculo.

Gustavo Pérez Monzón descendía de colonos españoles asentados en Itabo, pequeña localidad rural del norte de Las Villas, y, en el microcosmos de la escuela, encarnaba la antítesis de Soto. Su languidez aldeana y su talante caravaggiesco le granjearon el apodo de El Sabroso, un antihéroe de caricatura que llegaría a ocupar las primeras portadas de la revista estudiantil. Para nosotros, la mera presencia de Soto resultó un verdadero azote: lo envidiábamos y lo admirábamos, y padecíamos sus burlas sin poder desquitarnos.

El claustro estaba compuesto por gente “de antes”: académicos del Antiguo Régimen que parecían haber quedado presos en la villa campestre. Sarduy era un dibujante comercial recién llegado de Canadá; Valdés trazaba la efigie de un mártir con el mismo oficio con que apenas ocho años atrás había pintado el Moisés de Charlton Heston. Bajo sus órdenes repetíamos los ejercicios de rigor, atacando el cartón a mano alzada.

Mientras completábamos escalas cromáticas y tablas de valores, Valdés nos leía las cartas de Van Gogh a su hermano Theo, los tratados de Kandinsky, los aforismos de Tzara, y muchos otros pasajes de la guerra revolucionaria que la vanguardia había librado contra la burguesía europea. El pintor de carteleras soñaba con los héroes del surrealismo, y en aquellos largos mediodías aterrillados de la escuela rodeada de cañaverales, a horcajadas sobre el banco, con la nariz hundida en el tablero, empuñando el pincel con mano firme, encontrándole la vuelta a las cerdas mojadas, colocábamos otro cuadro de sombra, otra gradación del gris: el primero y segundo Manifiesto Surrealista, los documentos del Dadá, las proclamas de los futuristas, en la voz cansada de un viejo erudito que apodamos El Bajo.

Sarduy, por el contrario, no hablaba. Se pasaba horas sentado frente a la clase, tallando la cazoleta de una de sus numerosas cachimbas. Una vez terminada, la llenaba de tabaco, la prendía, y dejaba deambular sus ojos azules por el aula: un hombre pálido, tranquilo, de abundante pelo en el pecho, acompañado a veces de su hija Liz, nacida en Toronto, a veces de su indispensable Adelita, que era, sin duda, la más prolífica de nuestras profesoras.

Se comentaba que Adelita había conseguido un “estilo”, la cosa más valorada entre nosotros por entonces. Una observación casual del tipo “Leandro ya tiene estilo propio”, reanudaba la frenética búsqueda del Santo Grial. A la eterna pregunta de si ya “teníamos un estilo”, los maestros debían responder con evasivas. El estilo de Adelita consistía en una superposición de entramados multicolores que exigía el dominio absoluto de la técnica de la témpera. El amor de la pareja Sarduy-Adelita transcurría a puertas cerradas. Eran taciturnos y tediosos, y resultaba evidente que no estaban hechos para la vida común que les deparó la educación socialista.

Del profesor Orlando se sabía que toda su familia había marchado al norte. Entré por primera vez a su clase de Historia del Arte en el momento en que daba un ejemplo del estilo gótico. Recordé las letras góticas que dibujaba un primo, y le pregunté si eran lo mismo. El aula estalló en carcajadas. Ese fiasco inicial, y la copla satírica “Néstor, ¿por qué te botaron de Topes de Collantes?”, que Leandro improvisaba delante del público dondequiera que aparecía un piano, me convirtieron en el blanco de las chanzas. Orlando era un niño grande abandonado por unos padres traidores. Padecía de acidez crónica y de insomnio.

Suárez era enjuto y fumador; un cínico de mirada franca y bigotón canoso. Esculpía medallones de granito con la efigie martiana, y se dedicaba con entusiasmo a la fabricación de violines. En el mango, en vez de voluta, sus instrumentos llevaban la cara de un animal heráldico. Pasaba interminables horas ahuecando tapas, abriendo orejas, jorobando aros, y cocinando un compuesto vegetal que, según decía, había plagiado a Stradivarius.

Marisol Fernández Granados, nuestra joven profesora de diseño, graduada de la primera promoción de la Escuela Nacional de Arte, era natural de Cruces. De todos los miembros del claustro, quizás fuera ella quien ejerciera una influencia mayor en nosotros. Cuarenta años más tarde, todavía recuerdo cuánto me desconcertó oírle decir que prefería Matisse a Picasso; cuánto me influyó verla admirar los Dos monos encadenados en un libro del Brueghel el Viejo, y cuán profundamente me afectó verla partir a los funerales de Waldo Luis.

El trabajo forzado

De siete a doce del día realizábamos faenas agrícolas, que consistían principalmente en el mantenimiento de los cañaverales. En primavera, debajo de un algarrobo, nos esperaba la pila de sacos de fertilizante adonde volvíamos a rellenar los pesados jolongos. Bajo el sol ardiente, en camisa de caqui y botas cañeras, trastabillábamos entre los surcos, arañando la tierra y arrojando puñados de abono a diestra y siniestra. Después, volvíamos a los albergues con las manos desolladas, nos bañábamos, comíamos y entrábamos a clase.

José Martí pidió que la escuela nueva estuviera conectada a un huerto, y su programa fue implementado por la Revolución triunfante. Los estudiantes inexpertos destruimos el huerto, pues carecíamos del necesario apego a la tierra. Ninguno de nosotros había visto nunca un plantón de caña, ni un vivero de papas; sin contar con que pocas especies ofrecían ya ejemplos vivos. La Revolución aceleró el proceso desnaturalizador: en menos de dos décadas extinguió la guanábana, el caimito, el marañón y el anón. Luego, acabaría con el café y con la caña de azúcar. La Revolución convirtió los frutos de la tierra en meras entelequias; la agricultura pasó a engrosar las filas de la ideología. La imposibilidad de concebir una actividad productiva de manera “natural” fue el efecto retardado del trabajo obligatorio.

El Jefe

Sus ojos esquivos buscaban los míos antes de que intercambiáramos la primera palabra: un negro azul que estudiaba trompeta y que los otros llamaban El Jefe. Un día, me extendió una mano con los pliegues cuarteados por el abono. La mano irrumpió en el vestíbulo, trepó por las paredes del chalet, y señaló con el dedo el bosquejo de una mujercilla en la carpeta que yo sostenía en las piernas. Tumbado en un sofá antiguo, El Jefe me pidió: “Quiero verte dibujar una jeva”. Y mientras forcejeaba con el trazo, por complacerlo, Edel, Noé y el director Añón seguían la escena tras bambalinas.

Quienes nos observaban debieron conocer al Jefe lo suficiente como para saberlo capaz de asumir el papel del traidor —o, lo que es aun peor, el papel del esclavo doméstico que se enamora del señorito de la finca—. A diario, el director recorría las duchas alabando vergas premiadas y denigrando los miembros pequeños. Alguien tuvo que realizar mediciones y establecer relaciones; alguien debió aspirar al máximo efecto. Luego, me he preguntado por qué un pederasta dirigía la escuela de arte: pero, en retrospectiva, he llegado a entender los abusos de Añón como otra forma de la experimentación, y su crueldad, como el sucedáneo de la fruición estética.

La escuela era el teatro donde el director tramó su farsa de putti: sólo que, en el perverso auto de fe, el reo se salvaba. Hacía mutis, salía por el foro: al negarme a asumir el papel al que parecía estar condenado desde el vientre de mi madre (a causa de mi corrupción, por mis “características”, por ser yo quien se suponía que fuera), no existía evidencia, no había incurrido en falta, no había caído en la trampa. Mi desobediencia me condenó a ser un paria en una granja infantil a treinta kilómetros del pueblo más cercano; hasta el día en que, durante una asamblea, el director dictó mi sentencia: “Eres un encartonado”. A partir de entonces, comencé a ser, por fin, el tuberculoso de Topes de Collantes.

Me queda la imagen sanguínea de unos negros jóvenes envueltos en toallas que emergen de las duchas, me agarran por los brazos y me empujan hacia el fondo del baño. La comparsa trae al Jefe en andas y, en la penumbra, la carne es el pez gordo que coletea en la cesta: Dios es negro.

Buena Vista 69

En 1969, la E.P.A. había migrado otra vez, y ahora ocupaba las antiguas oficinas del senador republicano Santiago Rey Perna, en el barrio Buena Vista, en Cienfuegos. Los edificios senatoriales, en estilo neoclásico, cubrían toda una manzana. En el plantel principal se instaló la Dirección, la biblioteca y el comedor, y en una segunda estructura, más modesta, el conservatorio de música y las aulas donde recibíamos instrucción docente. Al fondo estaba el albergue de las mujeres. Al cruzar la calle, había otra villa confiscada —con jardines, árboles podados y una glorieta— que sirvió de recinto a la Escuela de Artes Plásticas. El albergue de los varones se hallaba a cuatro cuadras de estas instalaciones. La ruta local facilitaba el transporte a la ciudad, de manera que ya no nos sentíamos aislados. A partir de la última mudanza, el período de tareas agrícolas se redujo a 45 días al año.

Para entonces, ya consumíamos enormes cantidades de imágenes, antiguas y modernas, que clasificábamos y memorizábamos: entendíamos a Tintoretto, a Rembrandt y a Delaunay; discutíamos a Giotto y a Warhol. Podía escapársenos la importancia de los Dos monos encadenados, de Brueghel el Viejo, pero caíamos extasiados ante su Paisaje de invierno con trampa para pájaros. El éxtasis fue el fruto huero de nuestra precocidad: “Niños madurados con carburo”, nos bautizó Marisol Fernández , profesora de diseño.

Al cabo de tres años de instrucción artística, el único estilo completamente identificable y “propio” resultó ser el de Flavio Garciandía, un muchacho de Remedios, taciturno, flaco, de ojos diminutos, que dominaba “la técnica”, y creaba, sin demasiado esfuerzo, auténticas obras de arte. Entregado a sus experimentos, que nosotros llamábamos “los mondongos de Flavio” —siempre meticulosamente enrollados, como si el oficio de ovillar fuera tan importante como la creación misma—, el artista pasó por la beca como un fantasma. Cuando llegó el momento de los exámenes de ingreso a la Escuela Nacional de Arte, desapareció, ascendido —o transportado— a la capital del estilo.

Al final del curso de 1970, me llevé a casa el retrato de la profesora Adelita con sombrero de paja que había hecho Flavio como parte de sus pruebas de entrada a la ENA, y que nunca reclamó, quizás por tratarse de un simple estudio. El retrato ocupó en la sala de mi casa un marco que antes había alojado la serigrafía de unos cisnes en un lago. Por la misma época, como ejercicio de clase, los de segundo año copiamos obras de artistas cubanos: yo escogí la imagen del Che de Fayad Jamís, en el Banco Nacional, debido a que esa efigie del “Guerrillero Heroico” —que ya para entonces me era completamente familiar— estaba hecha de letras. El Che escrito alternó con el retrato de Adelita en el marco de donde habían emigrado los cisnes, y en algún momento reforzó el cartón que lo calzaba. El arreglo no sólo les permitió convivir en el mismo sitio, sino que los preparó para recibir juntos la visita de la policía, cuando —cuatro años más tarde— irrumpiera en la sala de mi casa.

El 70 fue también el año en que descubrí a Salvador Dalí. Sucedió que el profesor Valdés coordinó una muestra de diapositivas, y que yo tomé asiento en primera fila, justo en el momento en que las transparencias comenzaban a caer sobre las paredes desconchadas de la casona. Sin conocer su historia sino sólo a retazos, las mansiones cienfuegueras nos hablaban de una edad de oro —implícita en los artesonados, en los mosaicos, en las celosías y en los picaportes— que ejerció en nosotros una considerable influencia. En la estética del hogar estaban las claves de un mundo en extinción, y la huella del “antes” no era otra cosa que la “persistencia de la memoria”. En el paroxismo de la revelación, sufrí un ataque de histeria acompañado de gritos incontrolables. No creo haber sido el único que entendiera la carga nerviosa de la sencilla “Cesta de pan”; el hecho es que, a causa del escándalo, fui conducido a la Dirección y sometido a un interrogatorio que duró hasta la madrugada.

Conservo un mal recuerdo de lo que pasó esa noche, pero sé que hubo una recogida de sospechosos, y que esperé en el portal de la Dirección a que terminara el interrogatorio de Luis Blanco, un mulato noble y afeminado, oriundo de Trinidad; también esperaba allí el clarinetista Tony Lugo, entre otros culpables (de Tony se dijo que alguien lo había visto en un pase “con las uñas pintadas de rojo”), y podría jurar que cuando llegó mi turno me metamorfoseé en el papa Inocencio X de Francis Bacon, esa imagen de espanto que pega un grito aferrada a los brazos de una butaca.

Cuando al fin se cansaron y dieron por terminado el interrogatorio, y cuando me vi solo, caminando por las calles traseras de Buena Vista, con la luna en lo alto, de regreso al odioso albergue de los varones, lleno de una frialdad mortal, cubierto de una escarcha que se desprendía de mi cuerpo como una caspa, acobardado y cáustico, proyectando en cada árbol y en cada piedra las pesadillas de mi terror, sin sentirme las piernas, con el pecho hinchado, repleto de lo más deleznable y de lo más sórdido, presa de instintos criminales y como ausente de mí, entrando en el patio cercado y en la escandalosa arboleda de otra casa confiscada, regresando a mi litera y a mi cuadrado, y trepando a mi colchoneta de los altos, donde permanecí bocarriba, boquiabierto, completamente vestido, mirando al techo, hasta que Noé vino a dar el de pie. Y cuando volví a salir, sin hablar con nadie, sin lavarme la cara, sin levantar la vista, de regreso a los talleres, para intentar capturar de nuevo la caída de un paño, el fulgor de un cacharro, supe que ya no me sería dado representar el mundo sino en los términos de una infructuosa persecución, y que, sin haber comenzado nunca, mi carrera artística tocaba a su fin.

De penitencia

Después fui acusado de muchas otras cosas. De robarme un pincel de pelo de marta. El pincel había desaparecido misteriosamente del cuarto de Sarduy, y se me achacó el robo. Tuve que regresar a la Dirección y pasar muchas noches defendiéndome. Aunque mi alma exhausta apenas resistía otro sobresalto, noté, sin embargo, que le gustaba dejarse asustar, y que el pánico no era más que el regateo entre acusador y acusado. Respondía al juego, y caía en un letargo, y en una especie de ensueño, y dejaba que la acusación corriera su curso y se gastara como una llama. Llegué a dominar la dinámica inquisitorial, y —mucho antes de tener mi primera experiencia amorosa— me dejé incriminar como quien se deja penetrar. La circunstancia del encierro, la inevitable intimidad, las señales de reconocimiento que recibí de —al menos— uno de mis torturadores, pero, sobre todo, la culpable camaradería que se estableció entre nosotros, me llevó a creer que yo no les resultaba ya completamente odioso, y hasta es probable que, en algún momento, Edel Bordón llegara a quererme. Edel también estaba condenado al papel que le había asignado el director y, como consecuencia del mismo proceso, su rostro de conejo fue deformándose y convirtiéndose en la caricatura de un juez leporino, aferrado a su viejo cepillo de dientes que usaba como batuta, para subrayar acusaciones y exabruptos, pasando el cabo por las molduras del buró, un cepillo de plástico verde con las cerdas embarradas de pasta que, por alguna razón, reverbera en mi memoria con motivos totémicos.

Edel no pudo, de ninguna manera, dejar de sentirse atraído por el condiscípulo indefenso que yacía agazapado en un butacón de oro. Edel —mi interrogante, mi interrogador—, a quien le presté una vez mi camisa de charro de profusa abotonadura, pespunteada de hilo blanco, el día que vino a pedírmela prestada, y que luego la lució en el patio, durante el vespertino, orgulloso de mi prenda exquisita, obra maestra de mi prima Amanda, costurera profesional, que había confeccionado tres camisas idénticas; una para mi primo el rotulista gótico, otra para su propio hijo, y una para mí, en la época de la gran carestía; Edel, el que se vistió de mí, el que se apropió de mi piel negra bien cortada, pespunteada y abotonada, para aparecer delante de los estudiantes, que de inmediato me reconocieron en ella, pues no era un secreto la obscena cantidad de camisas que guardaba mi escaparate, ya que a raíz de un robo en las taquillas del albergue se realizó un censo con el fin de asustarnos, amenazándonos de que irían a nuestras casas a contar cada pieza de ropa, y que al llegar a mí me forzó a confesar, aterrorizado, que era el propietario de no menos de ¡cien camisas!, pues mi primo el rotulista, que para entonces se había marchado al norte, me dejaba todas las creaciones de su ropero —incluida una veintena de McGregor— que ahora me inculpaban y me señalaban como a un vulgar acaparador entre la tralla de pequeños descamisados. De manera que sentía terror por el pincel que no había robado, y por las camisas que había heredado, y el terror se me metió en el alma y anidó en mi corazón, haciendo que, a cada paso, durante todos los años por venir, esperara en cualquier momento un castigo, y un censo, y que preparara de antemano una respuesta y una cifra a la más mínima provocación.

El espejo del Arte

¿Le es lícito al pintor de reyes, al pintor del imperio, al pintor de Vulcano y de Baco, pintarse a sí mismo? ¿Y qué pasa cuando la mano creadora de monarquías se pinta en el acto de pintar? La época de Felipe IV no aparece completa hasta que Velázquez se autorretrata en Las Meninas. Todo gira allí alrededor del observador, que no es otro que el “monarca del arte”, el mago o Imperatore, un título concedido a quien posee el conocimiento secreto, un conocimiento destilado en ese cuadro: el cuadro es el compost, y Felipe IV y su consorte, sólo un jeroglífico alquímico, el reflejo del Sol y la Luna en el Espejo del Arte.

La infanta y su sistema solar visitan al pintor. Pero no hay que olvidar que estamos ante el retrato del señor de esa cámara —el atelier— y no de los visitantes. Velázquez pinta la actualidad, el aquí y ahora del ego. Su cabeza está ladeada hacia el borde del cuadro, y también con respecto al cuadro pintado que tiene delante, en la perspectiva idónea que nos permite observar su mirada, la mirada con que somos observados. La observación nos crea; crea la realidad observada. Éste es el retrato del poder “real”, que no es otro que el poder de la ilusión, según lo concebirían Nietzsche, Schrödinger y Pauli. Con esa mirada el creador miró el mundo, y la mirada se posa sobre nosotros como la paloma del Espíritu Santo. Velázquez ha retratado el “espejo del alma” y vemos, por fin, en el punto focal, el reverso de la trama.

El ojo derecho mira abstraídamente; es el ojo contemplativo, y aterrizará más allá del objeto. Está fijo, no corrido, su movilidad es cero y apunta a un vacío, tanto interior como exterior. Ese ojo mira hacia adentro y, por lo tanto, tenemos el retrato interior de Velázquez, que es la mitad de lo que ese ojo mira. El ojo izquierdo, por el contrario, es el ojo sensual, el que capta las sensaciones, el enamorado del objeto, el llamado “candil de la calle”. Conoce el éxtasis, pues es el que adivina la forma, el que encuentra el significado del mundo. Ese ojo concibe el cuadro como un díptico afuera-adentro, aunque ya no en el sentido de “lo interior” y “lo exterior”, sino en el sentido de “dentro y fuera del marco de referencia”. Este ojo es el primero en meterse, en regresar al lienzo después de haber observado, una fracción de segundo antes que el ojo derecho.

El cuadro es un espejo donde todos los pintores futuros tendrán que verse, obligatoriamente incluidos, y eternamente excomulgados; es un mal de ojo, una paradoja y una mala pasada; la maldición eterna de un pintor rencoroso que quiso fulminar la posteridad: como cualquier espejo, Las Meninas crea a sus precursores. En los famosos crímenes de la Universidad de Gainsville, el asesino, Danny Rollings, colocó la cabeza de una de sus víctimas sobre una repisa, de frente a un espejo. La policía cree que el criminal anticipaba la cara de espanto del que la descubriera, yuxtapuesta a la cabeza muerta.

El triunfo

Después de Auschwitz significa que después de las Juventudes Hitlerianas vinieron pioneros cubanos de pañoletas rojas para los que no habrá ya redención, sino sólo inescapable poesía. Después de Auschwitz, Leni Riefenstahl se fue a retratar negros de Nubia, inaugurando así un fascismo africano, cuyos principios de pureza racial —en negativo— establecieron las bases del multiculturalismo. Una doctrina derrotada en el campo de batalla todavía era capaz de producir arte: ya se tratase de moluscos, nubios o Sturmabteilung, dondequiera que triunfara la voluntad, habría fascismo. Hoy podemos imaginar perfectamente un libro de negros cubanos por Leni Riefenstahl y, de hecho, sus negros son nuestros precursores.

Si en nosotros se cumplió finalmente aquello de “seremos como el Che”, entonces habría que preguntarse si alguien anticipó que el Che terminaría siendo como nosotros, y que, como nosotros, terminaría yéndose y doblegándose a los imperativos del mercado artístico; que dejaría de ser un icono local, escolar, y que se convertiría en el autorretrato del poder universal, o que la sociedad del espectáculo encontraría en él su mensajero, y la sancta paupertas con que se presenta hoy ante nuestra época.

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