Arqueologías de La Habana

Más que un prólogo para el libro La Habana desaparecida, de Francisco Bedoya, este es un ensayo sobre las ruinas de la ciudad, sobre la ciudad que fue, pero también sobre la ciudad que bullía en la imaginación de los jóvenes arquitectos.

Emma Álvarez-Tabío Albo

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En la Catedral de La Habana puede verse una imagen, de regular tamaño, de Nuestra Señora de Loreto. En la base que sostiene la figura, los devotos colocan casitas. Hay casitas toscas, de hechuras escolares, un simple papel doblado y coloreado con lápices. Pero la mayoría de las casas está elaborada con pulcritud, ya sea con cartón o, incluso, con madera. Cuando la ruina amenaza por todas partes, personas anónimas, sin duda profanas, se esmeran para ofrecerle a la Virgen de Loreto una construcción que, probablemente, esperan que las ampare. Y así, mientras afuera la ciudad se desmorona, en la capilla silenciosa y sombría situada a la izquierda del altar mayor, crece un pueblo a los pies de la Virgen, como una versión reducida y a cubierto del cercano Cristo de la Bahía, con las construcciones de Casablanca debajo.

Muy cerca de la Catedral, al doblar la esquina en dirección a la Avenida del Puerto, se despliegan los tenderetes de una feria de artesanía, más o menos permanente, sustituta o remedo de aquella inolvidable feria que, durante la década de los 80 del siglo pasado, atraía todos los sábados a la Plaza de la Catedral a los habitantes de la ciudad. En uno de los puestos de la feria actual, un vendedor que se presenta como arquitecto, diseñador y ceramista, ofrece con bastante fortuna sus elaboradas piezas de cerámica, que representan fachadas ruinosas de La Habana.

Una extraña relación se establece entre la capilla de la Virgen de Loreto y la vecina feria de artesanía. En una, los devotos construyen, con gran escasez de medios, la más elemental representación de una casa: un techo a dos aguas, cuatro paredes, una puerta y, a lo sumo, una ventana. En la otra, un arquitecto se afana en recrear las ruinas, convirtiéndolas en objetos decorativos, como muchos otros profesionales, no sólo arquitectos, que se han dedicado a «vender» la estetización de la decadencia. En apenas tres lustros, se ha pasado de exhibir con orgullo las estructuras cuajadas de andamios que anunciaban la nueva era de la construcción en Cuba, a glorificar los viejos edificios desvencijados que apenas se mantienen en pie con la ayuda de los apuntalamientos.

Pienso en todo esto mientras intento pergeñar un texto que, de algún modo, sirva de presentación a La Habana desaparecida de Francisco Bedoya. Procuro imaginar qué hubiera opinado al respecto alguien que, a lo largo de veinte años, se dedicó por medio de sus dibujos a conjurar las ruinas de La Habana. Al mismo tiempo, me pregunto qué texto hubiera escrito yo misma hace veinte años. Mientras tanto, voy rasgando el papel, como si pudiera revisitar el pasado a través de algún agujero de la página en blanco. El tokonoma lezamiano, quizá, adonde «fugó sin alas» aquella década de los 80, durante la cual Francisco Bedoya dibujó las láminas que componen La Habana desaparecida.

En aquellos años, las ruinas que amábamos, esas que admirábamos, eran en realidad proyectos inconclusos o que ni siquiera comenzaron a construirse. O que jamás esperamos que fueran a construirse. Esa «arquitectura de papel» nunca realizada y que, sin embargo, lejos de ser el testimonio de una frustración, encarnaba una esperanza. Porque esas ruinas no representaban la destrucción o la decadencia, no eran las huellas del pasado, el material para la nostalgia sublimada, sino el mapa de un proyecto que se realizaría en el futuro, que estaba por venir. Este libro es uno de esos proyectos.

Francisco Bedoya se graduó en la Facultad de Arquitectura en 1982, el mismo año en que la UNESCO declaró a La Habana Vieja Patrimonio de la Humanidad. Las primeras láminas que incorporó a las sucesivas maquetas del libro datan de 1985, el año en que se celebró en el Castillo de La Fuerza la exposición La Habana Vieja. Mapas y planos en los Archivos de España. Del catálogo de esta muestra procede la inmensa mayoría de los planos que utilizó como referencia. Eran, asimismo, los años en que los trabajos de restauración emprendidos por la Oficina del Historiador de la Ciudad y el Centro Nacional de Restauración, Conservación y Museología, y la recuperación de algunos servicios y tradiciones, propiciaron el regreso a la ciudad tradicional. Éste fue el contexto original en el que se gestó La Habana desaparecida.

Aquella de los años 80 fue una generación de arquitectos en la que abundaban los dibujantes virtuosos, quizá porque el dibujo era en sí mismo la única posibilidad de realización de la obra. En este sentido, esos dibujos, más que explicar la manera de llevar a cabo un proyecto, proclamaban la imposibilidad de construir. Incluso, en algunos casos extremos, la inutilidad del proyecto. Francisco Bedoya también ironizó sobre esta paradoja esencial, por medio de una colección de láminas que representan «construcciones imaginarias», y que no por casualidad recuerdan las Carceri d’Invenzione de Piranesi, paradigma del constructor por el dibujo, quien, junto a Hugh Ferris y su The Metropolis of Tomorrow, se contaba entre sus modelos más cercanos como dibujante «fantástico».

Pero su proyecto más ambicioso y, además, totalmente exento de ironía, fue la recreación de La Habana desaparecida a través de una larga serie de dibujos, en absoluto caprichosos, sino frutos de una investigación incansable y tan exhaustiva como le permitían sus medios de entonces. La tarea que se impuso fue nada menos que la recuperación, a partir de planos y textos, de la imagen original de edificios y espacios urbanos parcial o completamente destruidos, o severamente transformados.

A diferencia de este escrito, la serie de La Habana desaparecida parece haber nacido casi sin vacilaciones. En lugar de rasgar la hoja en blanco, Francisco Bedoya le incorporó materia, densidad, en una palabra: invención. Sobre el frágil papel del que disponía iba agregando capas de tinta y pastel, que luego raspaba con el fin de conseguir diferentes texturas. Es precisamente el espesor de estas láminas, su rotunda materialidad —algo que, obviamente, no puede apreciarse en las reproducciones— una de sus características más señaladas. Tener una de estas láminas en la mano, rozar con la yema de los dedos su superficie, tanto de una cara como de la otra —pues suele ser tan sugerente el anverso como el reverso—, transmite una potente sensación física de edificación de la ciudad a través del dibujo.

Una de las láminas más antiguas, si no la más antigua, al menos de las que se han incluido en este libro —firmada dentro del dibujo con plantilla: Bedoya 85, con una caligrafía «técnica» que habría de evolucionar hacia una letra cursiva elaborada y prolija, trazada con plumilla y tinta sepia—, representa la llegada de un barco a La Habana del siglo XVI. Es la única lámina en la que aparecen figuras humanas, y no como elementos decorativos, sino como protagonistas. La tensión de sus actitudes, el dinamismo de sus gestos, comunican con viveza el júbilo de la tripulación, el alborozo de llegar a puerto y divisar la primitiva villa, después de lo que suponemos haya sido una larga travesía marítima.

Toda vez que el punto de vista de la escena está en la cubierta del barco, entre los tripulantes, podemos suponer que entre quienes llegan a La Habana, entre quienes esperan jubilosos la realización de la promesa de la ciudad, está también Francisco Bedoya. Ésta era, por cierto, una de sus láminas preferidas, a pesar de ser quizá la menos «arquitectónica» de la serie, pues en todas las maquetas que preparó para el libro figura como ilustración de la portada.

La maqueta más antigua de La Habana desaparecida comenzó a elaborarse a principios de 1990, a raíz de la celebración en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales de la exposición Arquitectura Joven Cubana, en la que Francisco Bedoya expuso algunos de sus dibujos y proyectos. Gracias al auspicio de esta institución, surgió por primera vez la posibilidad de publicar la serie de láminas habaneras. Fue entonces cuando se cimentó nuestra relación y colaboración, en largas sesiones de trabajo sobre los textos o fichas técnicas que debían acompañar cada lámina. Hoy, que he tenido que recuperarlos entre tantos papeles dispersos y casi olvidados, he sentido cierto dolor, y también ternura, por aquellos, nosotros y tantos compañeros nuestros, que realmente creímos en la posibilidad de reinventar una tradición arquitectónica y urbana.

Lo recuerdo con su pesada bicicleta a cuestas, llegando a la casona de la Plaza Vieja o a mi casa, con su tubo de dibujos y la carpeta con los borradores que íbamos elaborando y que yo pasaba en limpio para que él los revisara, llenos de sugerencias y anotaciones hechas con su prolija caligrafía. Algunas veces se sentaba en mi mesa de dibujo a corregir o completar un plano, mientras yo consultaba algún dato en los libros de que disponíamos. Trabajábamos sin intercambiar muchas palabras, pero siempre que levantaba la vista, su imagen a contraluz, junto a la ventana, manejando los instrumentos de dibujo a una velocidad vertiginosa, sin apenas dudar o interrumpirse para comprobar el resultado de su trabajo, me hacía pensar invariablemente en esos monjes que, en el silencio de sus claustros, se dedicaban a iluminar manuscritos. Y algo de monacal tenía, sin duda, esa actitud de entrega, esa dedicación absoluta a una obra de tal magnitud. Sin embargo, por razones que ahora no viene al caso mencionar, aquella publicación se frustró.

En 1992, Francisco Bedoya recibió una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana para investigar en el Archivo de Indias. Los dibujos de La Habana desaparecida viajaron con él, supongo que, en parte, con la esperanza de que se presentara alguna oportunidad de publicarlos, pero, sobre todo, porque era una manera de transportar consigo su ciudad. Cuando volvimos a vernos en Madrid, trabajaba con entusiasmo en distintos proyectos de la Universidad de Alcalá de Henares y había emprendido por su cuenta, como en La Habana, la recuperación gráfica de varios edificios esparcidos por la geografía española, sobre todo en Madrid, Alcalá, Valladolid, Salamanca y Toledo, ciudad ésta que visitamos juntos varias veces. De esas visitas conservo no sólo el recuerdo, sino un hermoso dibujo de la Sinagoga del Tránsito, que hoy se me antoja premonitorio.

La mayoría de los originales de esos dibujos está hoy en paradero desconocido, pero gracias a las fotocopias puede conocerse la magnitud y constancia de su trabajo en España. Para Francisco Bedoya dibujar era, sin duda, su manera de estar en el mundo. Y hacer fotocopias, casi compulsivamente, su manera de preservar las huellas de ese estar en el mundo: fotocopias, decenas de fotocopias. Incluso en una ocasión llegó a regalarme la fotocopia de los billetes de su primera paga como becario. No puedo evitar sonreírme al imaginarlo desparramando los billetes sobre el cristal de la máquina, cuando nadie lo viera. Y al sonreír pienso que fueron años tan fecundos y gozosos como duros.

Porque también sufrió de lleno el trauma de la emigración, en sus aspectos más dramáticos y, a veces, en los involuntariamente chuscos. En este último caso, recuerdo un incidente con una escritora cubana, relativamente conocida, con la que coincidió en el metro. Cuando llegó su parada, se levantó y, en un gesto bastante inusual en él, de natural tímido y reservado, la saludó y se identificó como cubano. La reacción de ella fue levantarse como un resorte y espetarle airada: «¡Están por todas partes!», arrastrar por el brazo a su acompañante y perseguir por el andén a su abrumado compatriota, mientras seguía gritando: «¡Están por todas partes! ¡Están por todas partes!». Tenía un raro sentido del humor Francisco Bedoya, de modo que, al contarme el lance, a mi perplejidad inicial sucedieron grandes carcajadas, que terminamos compartiendo. La frase, por otro lado, se convirtió entre nosotros en una especie de contraseña: «¡Están por todas partes!».

Mucho peor, sin embargo, fue experimentar las zozobras del emigrante, no sólo las intelectuales o emocionales, sino las puramente materiales. Sobre todo, en el curso de una larga temporada que pasó indocumentado. Durante esa época, que a la postre superó, conoció bien las precariedades de todo tipo que se derivaban de su situación irregular. Hablábamos a veces de ello, no demasiado, pues era sumamente discreto en lo que se refería a sus asuntos personales. «El verdadero tema de Blade Runner», me dijo en una ocasión, refiriéndose a una película que nos había impresionado desde la primera vez que la vimos, en La Habana, y que volvimos a ver juntos en Madrid, «es el de la inmigración ilegal».

Pero donde mejor se plasmaron sus reflexiones sobre este asunto fue, como siempre, en sus dibujos. En este caso, a través de la invención de una serie de artefactos, tan absurdos como inquietantes, inspirados muchas veces en anacrónicos ingenios que descubría hojeando antiguos tratados militares. Entre los más memorables, por ejemplo, un modelo de balsa que bautizó como «Nueva balsa para inmigrantes», o una especie de catapulta que llamó «Método para expulsar inmigrantes» y que, por cierto, obtuvo en 1997 el Premio Revelación en el concurso de humorismo del Círculo de Lectores de España, otorgado por un jurado en el que figuraban los más prestigiosos humoristas españoles.

A veces, sin embargo, su lúcida ironía sucumbía ante el empuje de la más común nostalgia. «Yo firmaría por estar como en aquellos años», solía decir, cuando rememorábamos nuestros proyectos de la década de los 80. Nunca lo contradije, aunque sabía que su añoranza era de un tiempo al que se había cancelado la posibilidad de regresar. El espacio, por lo demás, era casi tan irrecuperable como ese tiempo, y no sé si llegó a sospechar que podía ser aun más dolorosa la comprobación de que el lugar al que pensaba pertenecer ya no existía; aunque creo que, al menos, lo intuyó. A ello atribuyo que interrumpiera su proyecto de La Habana desaparecida. No es que renunciara a él, pero tampoco lo prolongó. En 1997, el mismo año que dibujaba sus artefactos migratorios, comenzó en Madrid otro proyecto para dibujar la ciudad que tituló La Habana arqueológica. Entre ambos proyectos discurre la representación gráfica de un proceso de extrañamiento, de un aprendizaje para «hacerse extranjero». No sólo en el espacio del exilio, sino en el espacio del origen.

Si los dibujos de edificios demolidos o transformados de Madrid representan, de alguna manera, su descubrimiento de «lo otro», en relación con La Habana desaparecida, los dibujos que hizo de La Habana en Madrid representan la lejanía, el desplazamiento del punto de vista, que se traduce literalmente en el cambio de enfoque. En un doble movimiento, la mirada se despliega y contrae, como un telescopio. Primero, se aleja hasta sobrevolar esos edificios puntuales que parecen «flotar» sobre el terreno, más o menos aislados de su entorno, para descubrir la estructura que los soporta y enlaza, y relacionarlos a escala urbana. Luego, se abstrae de los rotundos volúmenes que se constituyen sobre la superficie para escrutar las huellas fugaces que han dejado debajo. Este doble movimiento de la mirada procura rentabilizar, por un lado, las investigaciones para La Habana desaparecida, pero, sobre todo, pretende asimilar el caudal de información que adquirió, de primera mano, en los archivos españoles.

No se encuentran entre los pliegos de La Habana arqueológica láminas iluminadas, de ingenuo romanticismo, o recreaciones audaces. Las ilustraciones se convierten en mapas. La densidad del dibujo se diluye hasta constituir sólo trazos, marcas en el papel. Huellas cada vez más tenues de lo que ha desaparecido, como si, incluso durante el acto de dibujar, fuera esfumándose el recuerdo o la presencia de esos edificios. Sin embargo, al contemplar esos planos obsesivos, que se evaporan gradualmente, más que en las ruinas se piensa en una especie de misterio, o en lo que bien podría llegar a ser una revelación.

Mientras tanto, el dibujo se vuelve lineal, escueto, exacto. Apenas se permite Francisco Bedoya el uso de dos o tres colores de tinta para distinguir los diferentes estratos de su peculiar excavación arqueológica. Los propios planos, en su acumulación, representan esos estratos. Sólo del Castillo de La Fuerza llegó a dibujar treinta planos, uno encima del otro, como si en el castillo residiera la esencia de la ciudad. Una idea que, por lo demás, compartía con José Lezama Lima, para quien el Castillo de La Fuerza seguía siendo «el centro de imantación de La Habana». Creo que esta proliferación de estratos, esta superposición de datos, esta sobreabundancia de información fue, en definitiva, una manera de conjurar tanto la nostalgia como el miedo a sentirse extraño en su propia ciudad. Ya no se trataba de recrear o reinventar una ciudad desaparecida, sino de reconstruirla de manera matemática, me atrevería a decir. Esta intención cambió sus métodos y su manera de dibujar La Habana.

No hay «economía» en la técnica utilizada para dibujar La Habana desaparecida. Las distintas capas de tinta y pastel se superponen para crear la estructura del dibujo, que parece ser capaz de prescindir del frágil soporte que le ofrece el papel. Sin embargo, ya entonces el gesto de raspar el dibujo, en cierto modo, de borrar, de suprimir, era una manera de eliminar capas, de excavar, que anunciaba la técnica utilizada en los dibujos de La Habana arqueológica. Aquí se pretende dibujar, con la mayor economía de medios, la mayor cantidad posible de información. El dibujo parece estar a punto de desvanecerse sobre el sólido soporte que le ofrece un papel de gran densidad. El gesto de recuperar, recrear, reinventar, representación de la inocencia y el entusiasmo en La Habana desaparecida, frente al gesto de excavar, buscar, investigar, el rigor desprovisto de sentimentalismo en La Habana arqueológica. El volumen, representado por los densos dibujos de La Habana desaparecida, frente a la huella, representada por los tenues dibujos de La Habana arqueológica. La suma y la resta. El relieve frente al hueco. La sombra sobre el muro.

Precisamente en el muro, ante mis ojos, puedo contemplar una lámina muy querida para mí. Francisco Bedoya la dibujó en 1999, con el fin de que figurara como portada de mi libro Invención de La Habana. Ignoro por qué razón los editores prefirieron utilizar, tanto para la portada como para las viñetas interiores, láminas de la serie de La Habana desaparecida, aunque admito que la asociación entre los dos proyectos no sólo me parece muy apropiada, sino que me honra. Pero el que está sobre el muro es un dibujo especial. Pienso que ilustra el tránsito entre La Habana desaparecida y La Habana arqueológica.

El dibujo se «lee» de derecha a izquierda, porque estaba pensado para que abarcara la portada y la contraportada. Representa un edificio de La Habana, ninguno en particular. Podría haber sido construido desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX, tal es su grado de abstracción. El comienzo del edificio, es decir, la parte que correspondería a la portada, está dibujado con gran detalle, pero a medida que se avanza hacia la izquierda, los elementos arquitectónicos se van diluyendo, perdiendo intensidad y definición, hasta que se convierten en simples figuras geométricas, esbozos cada vez más sutiles, y luego, nada. Como una gota de tinta en el agua. O como La Habana ya para siempre desaparecida: huellas en fuga, memoria escamoteada, arqueologías de La Habana.

Por fortuna, ese no parece que será el melancólico desenlace del «viaje a la semilla» de Francisco Bedoya. Finalmente, un fragmento importante de su monumental empeño será publicado en condiciones dignas, gracias al patrocinio de la Oficina que dirige el Historiador de la Ciudad quien, felizmente en este caso, al menos para La Habana, también está «por todas partes». Con él tuve ocasión de recorrer los edificios más importantes que se están restaurando o reconstruyendo en el núcleo antiguo de la ciudad. Muchos de ellos fueron dibujados hace veinte años por Francisco Bedoya, y pienso que, además del libro, esta recuperación representa, en cierto modo, una materialización de su obra. Qué hubiera pensado sobre esto sólo podemos imaginarlo. En todo caso, sirva como homenaje a su memoria y a la ciudad que tanto amó.

Las ilustraciones que se incluyen en este libro pertenecen, fundamentalmente, al proyecto de La Habana desaparecida, como el propio título indica. Sólo se han incluido algunos dibujos de transición hacia La Habana arqueológica. He tenido que recuperar, revisar y reelaborar los textos que acompañan los dibujos, pero debo advertir que algunas de las fichas se han quedado anacrónicas, en particular, por lo que se refiere a la situación actual de los edificios, que ha cambiado debido a la mencionada labor que realiza la Oficina del Historiador de la Ciudad. No obstante, he preferido abstenerme de actualizarlas. Primero, por una razón muy sencilla: no he estado al tanto del día a día de esos trabajos. Pero hay una razón aun más importante: estos textos, tal y como fueron concebidos, y en el punto cronológico en que se detienen, representan un momento en el que todo parecía posible y, sin embargo, ya se intuía la nostalgia por el futuro. Francisco Bedoya tuvo ocasión también de experimentar la nostalgia del pasado, de un tiempo ido que ya no podría recuperar. Pero el espacio, la ciudad, en definitiva, La Habana, de alguna manera siempre le pertenecerá.

(Estas páginas fueron escritas en Madrid, en el otoño de 2004, a manera de prólogo para el libro La Habana desaparecida, de Francisco Bedoya. La edición recién publicada en La Habana, a inicios de 2009, por la Editorial Boloña, de la Oficina del Historiador de la Ciudad, prescindió de ellas).

Página de inicio: 173

Número de páginas: 7 páginas

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