Buena letra

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Constancias e inconstancias de la ninfa

 

Roberto González Echevarría

 

 

Guillermo Cabrera Infante

 

La ninfa inconstante

 

Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2008

 

283 pp. ISBN: 9788481097757

 

 

La ninfa inconstante, novela póstuma de Guillermo Cabrera Infante, gira en torno a dos ejes que se reflejan mutuamente y que corresponden a los dos protagonistas: el narrador innominado y la joven que éste desea y con quien sostiene la aventura que constituye la trama. El primero de esos ejes es la historia de la pasión del narrador por Estela Morris, adolescente, primero, de quince y, luego, de dieciséis años, por quien deja a su mujer y familia. Estela es una rubita etérea, bella pero inculta, prácticamente abandonada por su padre y madre, a quien el protagonista conoce por casualidad. El segundo eje es la dramatización de los estados de ánimo del narrador y de la imagen que quiere proyectar al escribir estas memorias, que pretenden ser verídicas en el contexto de la ficción (no necesariamente con respecto al autor real, pero a esto volveré). Se trata, en síntesis, del tema del desarrollo del ser, del yo, en el proceso de una pasión amorosa, ligado al del surgimiento de la escritura.

 

La amada que inspira la poesía y que la encarna en su fuga (“Ah, que tú escapes”) es una figura tradicional, por no decir manida. Las antepasadas de Estela, o las amantes célebres de las que ella es la estela, son Beatriz (Dante), Laura (Petrarca), Dulcinea (Cervantes), Lucy (Wordsworth), Albertine (Proust), Daisy Miller (James), Nadja (Breton), La Maga (Cortázar), entre otras. Son mujeres hermosas, enigmáticas, esquivas, que agudizan la conciencia del amante escritor en su afán de poseerlas, de aprehenderlas —lo inducen a autodefinirse, a hacerse artista, love´s labour—. Estela se le escapa al protagonista a causa de la vaciedad misma de su ser; es inalcanzable porque es una nada engalanada que engaña con su belleza. Cuando éste logra atraparla, no hay consumación, por así decirlo, porque es hueca, casi inexistente, una Dulcinea totalmente inventada. Incrédula, abúlica, inapetente, Estela se deja desflorar sin aspavientos, aunque no es frígida; luego, seduce a otros hombres deslumbrados por lo mismo que atrae al protagonista, pero estos tampoco quedan satisfechos. Al final, se convierte en lesbiana pero, aparentemente, sin mucho entusiasmo, más bien como queriendo descubrirse y confirmarse en imágenes especulares de sí misma. Sabemos desde el principio que Estela ha muerto, pero no sabemos cuándo ni dónde. Desaparece.

 

La autodefinición del narrador —que tiene, según veremos después, mucho de autobiográfico— es por vía negativa. Es una suma de restas, por así decir, las de sus defectos y carencias. El personaje dramatizado en sus esfuerzos por, primero poseer, y luego, desembarazarse de Estela, es un crítico de cine pedante, aficionado a los juegos de palabras y las citas dizque eruditas, a lo que en inglés se llama name dropping: la mención de nombres de figuras conocidas para darse tono, “dejar caer” nombres célebres para hacer alarde de cultura. Es un retrato del artista como adolescente pasmado que se angustia por su propia ridiculez e insuficiencia y trata de remediarlas con desplantes y jactancias aún más irrisorias. Éstas se manifiestan en su diálogo con Estela, que tiene ecos cervantinos, porque ella, sanchopancesca, le advierte una y otra vez que no lo entiende, y se burla de su pedantería y de sus piruetas verbales. Él persevera, consciente de que no puede expresarse, de que no puede ser, de ninguna otra manera. La ironía constante y englobante se aloja en esta reflexividad novelística mediante la cual el narrador confiesa su propia impotencia para alcanzar a Estela (¿la poesía, el arte?) y para conocerse y transformarse a sí mismo, impedido por las fallas de carácter que lo con-forman.

 

Esta vertiente auto inculpadora de La ninfa inconstante la afilia con una tradición confesional que se remonta a San Agustín, que pasa por Rousseau, que aflora en Proust, pero que tiene muy poca aceptación en las letras españolas. Su mejor exponente es el Guzmán de Alfarache, apenas leído hoy. En San Agustín, que interpela nada menos que a Dios, hay una profundidad filosófica que ya no es asequible en la modernidad. Hoy falta el sentido de la culpa y, ausente la fe, el anhelo de ser sólo se expresa a través del eros —en todas sus vertientes y versiones—. Esto ya se manifiesta y, en realidad, toca su límite en Petrarca. San Juan, quien logró reunir la trascendencia y el deseo, disfrazados de eros, ha sido el único en alcanzar semejante fusión (“amada en el amado transformada”), principalmente en su poesía, pero también en la prosa de la Subida del Monte Carmelo. Las confidencias de Rousseau y Proust se quedan en un psicologismo cuya teoría habría de formular Freud, con chispazos literarios a la altura de sus precursores y contemporáneos. En este contexto, La ninfa inconstante es una obra menor, precisamente por las debilidades de que se acusa el narrador: la pirotecnia verbal, que casi siempre se queda en fuegos de artificio, y el patético dejar caer nombres, que revela una cultura hecha de lugares comunes donde no se ha asumido lo sustancial de los autores citados, que no son más que autoridades barajadas para impresionar al ignorante, pero que a mí me suenan a los desplantes de un autodidacta con una cultura prendida con alfileres (de ser esto un autorretrato crítico, es excesivamente severo). Todo ese andamiaje lingüístico, que es la firma de Cabrera Infante, llega a aburrir, aunque no a abrumar, como en otras obras suyas.

 

Pero La ninfa inconstante tiene dos virtudes ausentes de la obra anterior del autor: un argumento coherente y cierto lirismo. Los libros de Cabrera Infante estaban compuestos de fragmentos ensamblados como una especie de collage. Algunos eran simplemente recopilaciones de textos diversos, como Exorcismos de esti(l)o, mientras que otros, como Ella cantaba boleros, eran trozos refritos de libros anteriores. Tres tristes tigres, libro al que, en mi opinión, le sobran como cien páginas, consistía en secciones de distintos relatos que se reflejan unos a otros, y a veces se cruzan siguiendo el procedimiento fílmico del montaje. La Habana para un infante difunto carece de forma o argumento, la única posible unidad es la que le da la educación del protagonista. La ninfa inconstante, por el contrario, es un relato cronológico que comienza con el encuentro fortuito del protagonista con Estela, sigue con su seducción y la breve vida en común de ambos, la ruptura y un final elegíaco en que no se sabe a ciencia cierta qué le ocurre a ésta, cómo y cuándo muere. Hay algún que otro zurcido, tal vez producto de la reconstrucción del texto por la viuda del escritor y los editores. Pero, en términos generales, La ninfa inconstante es de fácil y grata lectura, aunque carece de un significado trascendente más allá de la frustración erótica y existencial del protagonista.

 

El capítulo inicial, en el que el narrador especula sobre la relación entre la memoria y la escritura, plagado de lugares comunes y sin alcanzar ninguna conclusión que sirva para justificar la organización del relato, podría haber sido el marco que le diera sentido a éste. Pero no es así. Otra forma posible de dar remate al argumento habría sido revelar cómo y cuándo murió Estela. La presencia de su muerte le habría dado profundidad a la novela y justificado la alusión joyceana —estela es wake en inglés, tanto velorio como el rastro que deja un barco en el mar—. La ninfa inconstante sería así no sólo la estela de Estela, sino una suerte de Estela´s Wake, el velorio de Estela, o hasta el despertar de Estela en la escritura (wake también quiere decir despertar) de la novela. Todo esto habría sido posible, pero la ausencia de la muerte de ésta le roba a la novela no sólo estas asociaciones sino otras más sugestivas y profundas. Las muertes de Bustrófedon y Estrella otorgan un aura trágica a Tres tristes tigres que la eleva por sobre la andanada de chistes buenos y malos.

 

Pero, claro, Estela también remite a stella, estrella, con lo cual la protagonista no sólo nombra el residuo, el pasado de algo, sino el futuro, el inasible hado. En la descripción de este oscilar entre presente y pasado de Estela, y en la vaporosa esquivez de la ninfa, Cabrera Infante logra un lirismo en esta novela que no se le había conocido antes. Su mejor momento son las páginas 94-96 en que se compara a Estela con las mariposas o, más exactamente, con las ninfas; es decir, la mariposa en su estado larval, antes de sufrir la metamorfosis que la convierte en el insecto cuya belleza admiramos. Las mariposas, que vuelan raudas sin dirección constante, y cuya captura nos ha tentado a todos alguna vez —pero al tocarlas les podemos quitar un polvito de las alas que es lo que les permite volar— son el emblema de Estela, de su atractivo y también de su fragilidad. Como las mariposas, Estela es un presente fascinante y fugaz, sin dirección; es bella por lujo, sin otra función que la de serlo en el instante y desaparecer. En estos momentos Cabrera Infante alcanza lo sublime, en contra del cinismo explícito del narrador, contaminado de una jerga existencialista sartreana muy de los años 50. Lo sublime, lo sabemos desde Longino, es por su propia naturaleza breve, insostenible, es propio del fragmento, y en La ninfa inconstante ésta es su única aparición, pero es notable.

 

La novela, como dije, es autobiográfica y su ubicación histórica y geográfica es precisa: La Habana de fines de 1957 o 1958 (después del ataque a Palacio). Desde la segunda parte del Quijote (1615), la novela se ha permitido ambas cosas, absorbiendo a la ficción tanto la vida de su autor como las circunstancias sociales y políticas en que surge. Hay, no obstante, tres elementos objetables en la presentación de lo histórico real en La ninfa inconstante. El primero es el narcisismo excesivo de Cabrera Infante, que alude a otros libros suyos como si se tratara de hitos en la historia de la literatura. Pero esto, tal vez, se le podría atribuir a las inseguridades de su protagonista narrador. El segundo es la insistencia en una alabanza de la prosperidad de La Habana de entonces que llega a tener un tono de panfleto turístico. El tercero es más delicado. Cabrera Infante hace aparecer figuras reales del mundo artístico cubano como Titón (el cineasta Tomás Gutiérrez Alea), lo cual también es permisible. Sin embargo, el retrato grotesco del poeta Roberto Branly, que contiene una nauseabunda insistencia en sus lacras físicas, es innecesario. Si Cabrera Infante necesitaba un personaje poco atractivo que se sintiera fascinado por Estela no tenía por qué darle el nombre de un poeta conocido, muerto, además, en 1980, aun si se trata de una venganza política. Haberlo hecho me parece una cobardía y una bajeza. Me gustaría pensar que, de haber podido revisar esta novela, Cabrera Infante habría usado otro nombre.

 

La ninfa inconstante no va a desplazar a Tres tristes tigres del lugar de honor que tiene esa novela en la obra de Cabrera Infante o en el canon cubano; es, en última instancia, un texto light. En cuanto a la temática del amor, tampoco puede competir con una obra como El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Pero es una novela bastante mejor de lo que se ha publicado dentro y fuera de Cuba en los últimos años y que por su relativa facilidad de lectura y la notoriedad de su autor va a encontrar un público amplio.

 

 

 

¿Cuándo dejan de ser nuevos los narradores?

 

Wilfrido H. Corral

 

 

Jorge Fornet

 

Los nuevos paradigmas.

 

Prólogo narrativo al siglo XXI

 

Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2007, 165 pp.

 

ISBN: 978-959-10-1406-1

 

 

Los paradigmas, sabemos, se esfuman casi al mismo tiempo que se comienza a hablar de los que los reemplazan. No es que haya caído la noción de paradigma, sino que tal vez el término no ha tenido intérpretes que lo sustenten sin el relativismo actual que postula que siempre habrá nuevos o distintos modelos, o sin aplicar mecánicamente criterios de las ciencias sociales a la literatura. Dicho de otra manera e incluyendo cualquier salvedad, es difícil decir que para la época de que se ocupa Fornet en este libro la obra del chileno Roberto Bolaño no es un paradigma. No obstante, Fornet atina al anotar unas fechas clave, 1989 a 1996, como el comienzo no tan arbitrario de una nueva manera de hacer narrativa en Hispanoamérica, en general, y, de manera específica, en Cuba.

 

Digo “hacer” narrativa, en vez de escribirla, para señalar algunos empalmes metodológicos que establece Fornet. Como nunca antes, la producción de la narrativa en sí, el acto mismo de escribirla, se complica más por la dependencia del escritor del mundo editorial. Esa relación no parecería nueva. De hecho, un libro como El pregón mercadero. Relaciones entre crítica literaria y mercado editorial en América Latina, de Milagros Mata Gil, dio algunos primeros pasos pertinentes sobre el asunto en 1995. Pero esas condiciones están exacerbadas, y los intérpretes no pueden evitarlas. Pocos críticos o autores quieren tratar esas coacciones directamente, o han sido entumecidos por ellas al extremo de que aparentemente creen que comprometerían su quehacer o posibilidades editoriales si se dirigen abiertamente a aquellas interpelaciones o las critican.

 

En este siglo, no ha afectado menos la ampliación de los mecanismos de la literariedad (premios literarios cada vez menos prestigiosos, medios de comunicación y difusión como Internet, dependencia de una sola editorial o editor) que los cambios sociopolíticos en el continente. Por estas circunstancias convergentes, es un desafío comparar desarrollos narrativos básicamente desiguales; no sólo por confrontar un país con un continente, como hace Fornet, sino porque la recepción de la narrativa producida en ambos polos fue, y es, totalmente diferente. Por otro lado, reitero que ya existía una cantidad considerable de crítica secundaria sobre su tema. Pero el crítico no se deja inmutar por esos desencuentros y destiempo, consciente de que tendrá que forzarlos, y de que su ambición no es totalizante. Y una solución que vio Fornet para esa tensión es detallar el trasfondo de la indudable presencia de narradores cubanos en la nueva generación continental del siglo XXI.

 

Dividido en tres capítulos básicamente simétricos, Los nuevos paradigmas es un buen y necesario estremecimiento para la crítica que percibe la nueva narrativa como un privilegio o monopolio mexicano o sudamericano, aun cuando el primer capítulo dé la impresión de ser un recorrido demasiado expeditivo para dar cuenta de la agobiante producción continental en lo que va de siglo. El hilo principal con que se enhebra este libro es la noción del desencanto, y en esa dependencia y sus avatares yacen las ventajas y desventajas de ser la primera monografía que trata de proveer un panorama como éste. Fornet reconoce en su preámbulo el peligro de la descontextualización, pero no registra el riesgo de escoger a autores nacidos después de 1959, como un parteaguas de la producción cubana, sobre la cual se manifiesta en los capítulos dos y tres de su libro.

 

Circunspecto e inteligente en sus aseveraciones es, además, directo en su evaluación de lo que apropiadamente llama “propuestas” de los nuevos narradores. El primer capítulo es informativo y registra clara, aunque someramente, la injerencia de editoriales españolas en la producción de esa narrativa: “En un curioso malabarismo, la política editorial de esas empresas se vuelve a veces precapitalista y la circulación de autores casi nunca traspasa las fronteras nacionales. Por paradójico que parezca, la globalización puede actuar a favor del provincianismo” (p. 10). Así expresa, diplomáticamente, que esas editoriales no apuestan por autores que no venden la tirada de sus libros en sus países, aunque el problema es mucho más complejo, como intuye o alude (p. 15). Lo cual tal vez se deba a que Fornet no recurre a la considerable bibliografía sobre este tema en suplementos como Babelia y en un puñado de libros, también españoles, u otras fuentes hispanoamericanas (pienso en el ADNCultura bonaerense) acerca de esta balcanización, o sobre el boom, ese otro parteaguas que obsesiona a los críticos.

 

No obstante, el primer capítulo tiene otros valores. Primero, el de dar una visión decididamente latinoamericana e in situ de esta narrativa. Segundo, proporcionar un panorama de un mundillo literario de perfiles irresolutos, dibujado por algunos narradores que, por falta de experiencia o exceso de protagonismo dan una visión errónea del proceder generacional y las perspectivas de sus coetáneos o aparentes pares. Tercero, y aliado al primer valor, suministrar correcciones acerca de un enfoque metodológico que evalúa acertadamente: “un latinoamericanismo que, desde la metrópoli, utiliza lo latinoamericano sólo como pretexto y objeto de estudio, pasa por alto las reflexiones originadas en la propia América Latina, se subordina sin vacilar a la moda académica y se expresa buena parte de las veces en inglés” (p. 41). Fornet no está solo en su evaluación, y para muchos lectores será demasiado cauteloso expresarlo así, sobre todo, porque ese tipo de “latinoamericanismo” predominantemente anglosajón ha ignorado olímpicamente hasta hoy la nueva narrativa, porque, después de todo, es literatura generalmente apolítica.

 

Por este capítulo desfilan los principales momentos de la génesis de esta nueva narrativa, y comienza debidamente con los contornos y secuelas de McOndo, antología compilada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez en 1996. Hasta la fecha, Fornet es el único crítico que pone en su puesto al inflado y locuaz Fuguet, porque la culpa de los desvaríos de McOndo no es de los autores que incluye, algunos de los cuales superan con creces a los antólogos, sino del patente esfuerzo autopropagandístico de Fuguet. Éste, como mantiene Fornet, es un ideólogo del consumismo y caricaturiza la visión actual de nuestra literatura, y sus banalizaciones, continuas, “sólo hacen pasar a primer plano preguntas tales como desde dónde y para quién escribe” (p. 22). Pero es exagerado estar de acuerdo, como hace Fornet, con la visión de que estos narradores son “hijos obedientes” del neoliberalismo. Como él mismo asevera, los novísimos son generalmente menos esquemáticos, y “en sus textos se cruzan el fetichismo de la tecnología con los problemas sociales, la realidad inmediata y la Historia con mayúsculas” (p. 25), postura que un oficialismo socialista aprobaría.

 

Quiero suponer, por elegancia, que Fornet no se dirige a lo obvio: si parte de su propósito consiste en equiparar la narrativa cubana con la del resto de América Latina, hubiera valido discutir por qué McOndo no incluye un solo autor cubano. Junto al derecho de aplicar sus criterios, está la irresponsabilidad de los antólogos radicados en Estados Unidos que menciona, quienes delegan su trabajo en alumnos de posgrado. Esto no puede ocurrir con el ensimismado Crack mexicano, y Fornet tiene cierta razón al referirse a aquel y a McOndo en tiempo pasado. Si las “poéticas” que se pueden extraer con dificultad de ambos movimientos son diferentes (p. 27), indudablemente las asemeja su esfuerzo por redefinir lo latinoamericano. Cuando dice “algunas novelas del Crack no hicieron más que sistematizar una tendencia que tiene antecedentes ilustres en la narrativa latinoamericana” (p. 27), atina, pero no matiza al manifestar “si algo ha caracterizado a estos autores ha sido su voluntad reflexiva, su capacidad como ensayistas y como promotores de ciertas lecturas” (p. 32), porque los que merecen atención al respecto son Volpi, Santiago Gamboa y Leonardo Valencia. Como hizo con el promotor de McOndo, el crítico cubano rastrea bien el excesivo narcisismo y el elitismo mal informado del Crack, pero generaliza al afirmar que ambos grupos encarnan “la lógica cultural del neoliberalismo latinoamericano” (p. 34).

 

Fornet pasa entonces al grueso de los autores que le permiten hablar de “nuevos paradigmas”. Si llevo bien la cuenta, e incluyendo a los cubanos, Fornet discute a poco más de treinta narradores, en algunos casos refiriéndose a cuentos o a una sola novela. En este primer capítulo se concentra en Cortés, Rey Rosa, Paz Soldán (y Se habla español, la mal recibida antología que éste armó con Gómez), Franco, Abad Faciolince, y termina con Volpi. Como decía al principio, recurrir a fuentes naturales hubiera dado una perspectiva más exacta de estos autores y su recepción, porque nos quedamos con la impresión de que son iguales. Para tomar sólo un ejemplo, después de Bolaño, Gamboa es el prosista más respetado de la generación auspiciada no sólo por McOndo y Líneas aéreas (la mejor antología de las mencionadas), sino por la secuela del evento marcado por Palabra de América, antología ensayística que Fornet, aparentemente, no pudo consultar a tiempo. Aun incluyendo la distancia que bien conoce Fornet, de su registro sólo quedan Gamboa, Rey Rosa, el excelente Abad Faciolince (a quien le dedica muy buenas páginas, pp. 45-47), Volpi y Valencia, y no necesariamente en ese orden. Faltaría Castellanos Moya, otro autor centroamericano “mayor” y, por cierto, capaz de poner en perspectiva al costarricense Cortés.

 

Al final de este primer capítulo, otra pregunta obvia es por qué Fornet no examina a fondo la obra de Bolaño, el grueso de la cual ya estaba disponible cuando redacta y corrige Los nuevos paradigmas. Vuelve el problema del criterio generacional y de escoger 1959 como fecha límite: al realzar la obra de su compatriota Pedro Juan Gutiérrez en los capítulos siguientes nos recuerda que es “de mayor edad” (p. 107), o “aunque nació en 1950” (p. 91). Sin necesidad de regresiones infinitas, salta a la vista la exclusión en su elenco de la obra del influyente argentino César Aira (nacido en 1949), superior en todo sentido a Piglia, narrador nunca mencionado como influencia por los narradores argentinos u otros que publican fuera de su país y en él. La discusión sobre Se habla español, antología presuntamente dedicada a autores “latinos” de Estados Unidos, también deja mucho que desear con conclusiones cuidadosas como “Todos están dotando de un rostro distinto, y modificando las fronteras del continente en que vivimos, y es necesario diseñar un nuevo atlas que dé cuenta de ello” (p. 43). Con todo, otro valor de este capítulo yace en la discreción y modestia de Fornet, porque en varios momentos escoge bien los temas, pero no los desarrolla. Así ocurre, por ejemplo, con la lucha entre maestros y discípulos, examinada indirectamente en los dos capítulos restantes.

 

Estos son un tour de force crítico, y muestran que tal vez por sí solos, o extendidos como libro, hubieran establecido un argumento más fuerte que el presente, contraído al comparar la narrativa cubana actual con la del resto del continente, no en términos de calidad, sino como entidades que se complementan o son una sola cosa. No obstante, la información que maneja Fornet es sólida y reciente, está cotejada con convicción y experiencia, la presenta con conocimiento de causa, y a veces con un detallismo que hace pensar al no cubano (mi caso) si está escribiendo en clave. El efecto total es convincente, porque en el segundo capítulo el autor parte de la certeza de que el contexto sociohistórico (pp. 55-63) cubano definirá la producción narrativa de entonces. Al respecto, no cabrá la menor duda de que Fornet apoya la Revolución y que se esfuerza por sublimar opiniones contrarias respecto a las crisis económicas y morales que comienzan en los 80. Por esto no es extraño que comience con la recepción de “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de Senel Paz, o que se dedique a Jesús Díaz y Lisandro Otero para tratar la continuidad del desencanto, desdeñando a Desnoes (p. 68).

 

Fornet también se ocupa de la narrativa testimonial de Eliseo Alberto y de Norberto Fuentes, proponiendo que el primero intenta ubicarse en la línea de las narraciones autoincriminatorias respecto al carácter revolucionario, mientras que el segundo “no convence, al intentar ubicarse entre los grandes disidentes del socialismo” (p. 71). En ambos casos, Fornet nota cobardía, pero como dice más adelante, “Me he propuesto, como se notará, pasar por alto un hecho nada desdeñable: el de la filiación política y el lugar de residencia de los autores” (p. 74). El hecho es que sí toma partido, pero sabe que para dar una visión más completa de la narrativa cubana tendrá que fijarse en los narradores exiliados, y Fornet maneja esa tensión con éxito, aunque sin profundizar en el efecto cotidiano del Período Especial. Desde este momento, se dedica respectivamente a Zoè Valdés, Abilio Estévez, Abel Prieto y, sobre todo, a Arturo Arango y Leonardo Padura Fuentes. Es con ellos dos que el crítico desarrolla un argumento convincente acerca de qué hacer con los maestros y la tradición, que da un giro interesante a la preocupación cubana por el qué vendrá “después”. Y, como anota, “La poética del desencanto tiene un final más o menos previsible; todo desencanto presupone tanto la creencia como la extinción de la fe en una utopía” (p. 90).

 

Ese segundo capítulo, en realidad, no muestra grandes conexiones entre la literatura cubana y la del resto de “Nuestra América”, comodín políticamente correcto al que afortunadamente no recurre Fornet. El tercer capítulo establece desde un principio el nexo implícito en Los nuevos paradigmas, y se puede creer que el crítico lo establece con valentía, considerando los argumentos del capítulo previo: “narradores posrevolucionarios, pues el proceso y el destino mismo de la revolución no parece preocuparles” (p. 96). A esa sutil pero reveladora diferencia entre “posrevolucionario” y “antirrevolucionario” se puede añadir que en los 90 “confluyeron el interés de los editores extranjeros por la producción literaria cubana, y el de los escritores cubanos por ser editados fuera de nuestras fronteras” (p. 98). Otra vez, la conducción que lleva a cabo Fornet de la crítica disponible, sobre todo la cubana, es impresionante, y necesaria para el foráneo. Como dice, “No deja de resultar irónico, por ejemplo, que a muchos de los narradores latinoamericanos de hoy se les reproche plegarse al mercado al eludir ‘las realidades’ de sus propios países, mientras que a los cubanos se les acuse de lo mismo exactamente por la razón inversa” (pp. 99-100). Otra vez, el asunto es más complejo, y se puede tomar el desarrollo de la recepción de Zoè Valdés como ejemplo.

 

Fornet trata de ser ecuánime, pero en este último capítulo se concentra en los narradores cubanos que viven fuera de su país. El fantasma que recorre la narrativa cubana después de 1989, según el registro de esta monografía, se basa en hacer literatura sobre literatura, lo cual cabe perfectamente con ese desarrollo en el resto del continente. Fornet dedica la mayoría de este capítulo (pp. 106-119) a Pedro Juan Gutiérrez, y la recepción internacional de éste comprueba cómo se ha convertido en un narrador “hispanoamericano”, cuyo origen, como la nacionalidad de sus pares radicados en Europa, está supeditado al valor trascendente de su obra. Si en un momento Fornet cree que el “realismo” al que recurre Gutiérrez resulta “ingenuo” (p. 110), su balance de cómo ese narrador relaciona realidad y ficción es positivo. A veces, la relación entre la narrativa cubana y la continental es tenue, cuando la basa en la presencia de “espacios otros” como las azoteas. Revistas como Encuentro de la Cultura Cubana, disponible en los lugares donde Fornet armó su libro, le hubieran permitido proveer un balance más completo de aquella recepción.

 

Fornet es más incontestable al dedicarse a la obra de Jorge Ángel Pérez (pp. 122-130), inédito hasta donde sé en el resto de las Américas o España, sobre todo en su Fumando espero, excelente ficcionalización de la biografía (parcial) de Virgilio Piñera. Cuando Fornet rastrea la presencia del dinero como tema, y recuerda el uso y circulación de un billete aparentemente falso en El acoso, pierde la oportunidad de conectar ese gatillo narrativo con el de otro maestro, Aira, y su novela Varamo, ubicada en Panamá, o de discutir por qué se “rehabilitó” a Piñera en Cuba después de su muerte, o qué influencia ha tenido en otros narradores “sucios”. Al fin de su monografía, el crítico se dedica a Livadia, de José Manuel Prieto, quien también juega, según Fornet, con la metaliteratura por medio de un español “otro” no “cubano”, y “Desde ese punto de vista, Prieto se acerca más a los narradores latinoamericanos para quienes la identidad nacional de sus personajes es superflua o no pertinente, y quizá por eso mismo genere una lectura distinta” (p. 134, el énfasis es mío). La conclusión es válida, pero nos quedamos con la sensación de que Fornet sabe que puede ser más directo respecto a sus conclusiones, pero no lo hace.

 

En las páginas finales se nota la aceleración por establecer un fin que se sabe imposible, particularmente porque narradores como Gutiérrez, Ena Lucía Portela (otra autora muy prometedora que hasta ahora depende de la metaescritura) y, sobre todo, Prieto, se están estableciendo más y más como parte de esa nueva “literatura mundial”, a la cual la de lengua española contribuye inmensamente en este siglo. Si Portela es hoy una figura notable, se podría apostar por Karla Suárez (mencionada por Fornet), Wendy Guerra y Daína Chaviano, en este momento las narradoras más mencionadas por críticos no cubanos. Ellas, como otros hispanoamericanos, nunca dejarán de ser nuevos para el público, y esa es la tautología que nadie o Fornet podrá solucionar. Si él ve una paradoja en el desarrollo de la narrativa cubana en el sentido que practica un realismo sucio que otros de sus autores socavan (p. 137), el hecho es que la “futuridad” que discute en su última página (p. 138) ya llegó, por ejemplo, con el magnífico ensayo novelado La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte, cuya antesala sería El libro perdido de los origenistas (2002), también suyo. Desarrollos como éste nos retraen a la contrariedad de funcionar con paradigmas. Precisamente, las preguntas que exterioriza Fornet al final de su monografía son las que se podrá seguir haciendo de la narrativa latinoamericana como totalidad, y ese introito sería el saldo más memorable de Los nuevos paradigmas.

 

 

 

 

Una visión de conjunto de la historia constitucional cubana

 

Antonio-Filiu Franco Pérez

 

 

Beatriz Bernal Gómez

 

Constituciones iberoamericanas. Cuba

 

Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

 

México, D. F., 2008, 160 pp.

 

ISBN: 978-970-32-5028-8

 

 

En momentos de incertidumbre política —como el que hoy por hoy vive el pueblo cubano respecto de su futuro— debe prevalecer la reflexión serena, el análisis crítico y, qué duda cabe, también la mirada retrospectiva sobre la historia. Tras medio siglo de totalitarismo, y del consecuente menoscabo para las libertades públicas de sus nacionales, repensar la historia de Cuba desde diferentes perspectivas parece ser un ejercicio intelectual necesario y oportuno con el fin de atisbar su imprevisible futuro político. Quizás estas razones explican que en enero de 2008 haya visto la luz una obra que tiene por objeto el estudio de la memoria histórica de Cuba desde una perspectiva poco común: la Historia constitucional, de la que especialmente, aunque no sólo, se ocupa el libro de la profesora Beatriz Bernal referido al inicio. El volumen forma parte de una ambiciosa colección que tiene por objeto el estudio de los textos constitucionales —históricos y vigentes— de los Estados iberoamericanos.

 

En efecto, si bien en el prólogo a la referida obra el coordinador de Constituciones iberoamericanas —Diego Valadés— apunta que dicha colección no pretende ser un estudio de historia constitucional comparada de Latinoamérica (p. XVIII), no cabe duda de que el libro en cuestión insufla un oportuno impulso al macilento panorama de la historia constitucional de Cuba, otrora con singular vigor. Resulta incontestable que el momento de mayor esplendor de esta disciplina en la Isla tuvo lugar cuando se creó —en 1951— la Cátedra de Historia constitucional de Cuba en la Universidad de La Habana, asignatura que de manera sucesiva explicaron los profesores Ramón Infiesta y Enrique Hernández Corujo, autores de obras de obligada referencia en dicha materia. Sin embargo, el triunfo de la Revolución de 1959 condicionó un brusco giro socio-político que truncó el promisorio desarrollo de la disciplina Historia constitucional en la Isla, sumiéndose en un estado agónico como resultado del aniquilamiento de la tradición liberal presente en Cuba desde el primer tercio del siglo XIX. La instauración de un régimen totalitario en la Gran Antilla cercenó el espíritu de constitucionalismo que había brotado —y tras no pocas vicisitudes arraigado con bastante fuerza— en la cultura política de los cubanos; de ahí que desde entonces la Historia constitucional se sumiese hasta la fecha en un profundo letargo en Cuba. Resulta obvio, pues, que siendo el fin último del constitucionalismo garantizar la libertad de los ciudadanos frente al poder público, la construcción de un régimen totalitario desvirtuara dicho objetivo garantista, circunstancia que explica la preterición de la Historia constitucional de Cuba en esta etapa que se extiende hasta el presente.

 

No obstante, a pesar de la penosa situación que hoy por hoy sufre esta disciplina en Cuba, la tradición de los estudios de Historia constitucional cubana no murió del todo, pues aunque no se ha cultivado de manera sistemática, sí se ha mantenido viva fuera de ella gracias a la inquietud intelectual y la perseverancia de unos pocos estudiosos cubanos en el exilio, entre los que destaca especialmente la profesora Bernal. De ahí que resulte grato encontrarse con obras como la que aquí nos ocupa, por la incontestable voluntad de recuperación de los estudios de Historia constitucional cubana que encierran sus páginas.

 

En su libro, la doctora Bernal escruta con solvencia la Historia constitucional de Cuba, aunque no puede ocultar que sus 160 páginas sean un pretexto para pensar en la Cuba del futuro: una Cuba que en su frontispicio republicano pueda desplegar con orgullo las banderas de la libertad, la democracia y la tolerancia, arropando a la de la estrella solitaria. Cuanto escribe la profesora cubano-hispano-mexicana trasluce su más profundo pensamiento y su más hondo deseo para con el futuro de su tierra natal.

 

La doctora Bernal articula el libro en tres partes: una primera en la que realiza un extenso estudio preliminar sobre la historia constitucional cubana hasta la vigente Constitución de 1976 (reformada en 1992 y en 2002); una segunda, que titula “Análisis temático de la Constitución vigente”, y una tercera que, en soporte informático de CD-ROM, recoge los textos constitucionales que se han aplicado en Cuba entre 1869 y 2002.

 

La autora establece una periodización de la Historia constitucional cubana ceñida a la tradicionalmente asumida por la historia política de Cuba (en la misma línea de los fundadores de lo que pudiera denominarse la Escuela de Historia constitucional cubana, esto es, el profesor Juan Clemente Zamora, y los mencionados Ramón Infiesta y Enrique Hernández Corujo), entretejiendo con maestría la primera con la última, aunque, a mi juicio, quizás hace demasiado énfasis en la última en detrimento de la primera, si bien esto pudiera estar condicionado por las exigencias editoriales para preservar una estructura homogénea en los diferentes volúmenes de la colección. Así, pues, posiblemente por inercia historiográfica, la investigadora habanera asume que el constitucionalismo cubano comienza realmente en la segunda mitad del siglo XIX con los textos constitucionales que denomina “de Cuba en armas”, en tanto que valora los proyectos constitucionales cubanos de la primera mitad del XIX como meros “antecedentes” del constitucionalismo que considera propiamente cubano. Toma de posición ésta que, en cierto modo, la conduce a entender la Historia constitucional más como “Historia de las Constituciones” que como “Historia del constitucionalismo”.

 

Con una finalidad retórica, al ocuparse del estudio de la Constitución de 1940 (pp. 31-41), la autora introduce una cuestión de singular interés; esto es, si es o no posible la recuperación de la Constitución de 1940 en una Cuba poscastrista (pp. 39-41), para, finalmente, ofrecer una lúcida reflexión sobre el particular especialmente sugestiva.

 

La doctora Bernal dedica los primeros seis epígrafes de la segunda parte de su obra al estudio de la regulación de los derechos fundamentales y las garantías constitucionales en el texto de 1976, en tanto que en los siguientes once epígrafes se ocupa de analizar la estructura orgánica del Estado cubano, a tenor de lo dispuesto en la referida norma. Ahora bien, no se limita al simple análisis de la regulación constitucional vigente, sino que la contrasta con la regulación dada a las referidas materias en los textos constitucionales de 1901 y 1940 respectivamente, a fin de destacar el desarrollo, o involución en su caso, de las instituciones puestas en planta por las citadas Constituciones.

 

Finalmente, la profesora Bernal concluye esta segunda parte de su libro formulando unas clarificadoras consideraciones finales (pp. 149-151) en las que, después de precisar el concepto de Constitución que ha guiado todo su estudio, llega a la conclusión de que la vigente Constitución cubana de 1976 configura un régimen totalitario, que obviamente desvirtúa la esencia del constitucionalismo.

 

No cabe duda, pues, de que la obra de la doctora Beatriz Bernal resulta especialmente necesaria y oportuna en los tiempos que corren, entre otras cosas por ser un excelente ejercicio de síntesis que se ocupa de la Historia constitucional de Cuba desde sus orígenes hasta el vigente texto constitucional de 1976, amén de que significa una importante contribución a esta disciplina que hoy por hoy no atraviesa sus mejores momentos en la Isla. Por más de una razón puede considerarse que la profesora Bernal es la legítima heredera del legado académico de la Escuela de Historia constitucional cubana fundada en la Universidad de La Habana en la primera mitad del pasado siglo. Su lúcida y actualizada visión de conjunto preserva dicho legado.

 

 

 

 

Casal à détour: una arqueología del deseo

 

Norge Espinosa

 

 

Francisco Morán

 

Julián del Casal o los pliegues del deseo

 

Editorial Verbum, Madrid, 2008

 

354 pp. ISBN: 978-84-7962-433-0

 

 

Reimaginar un cuerpo, una máscara de piel para un rostro ya aparentemente reconocido, es el gesto con el cual varios investigadores insisten en el abordaje de figuras esenciales de la tradición literaria hispanoamericana más reciente. Carnalizar lo que esos nombres representan, asumir las coordenadas del secreto que sus obras juegan a hacer público desde el claroscuro de toda escritura, o evidenciar aquello que durante años ha estado a la vista y sólo la miopía de ciertas aproximaciones juega a invisibilizar, es lo que sostiene algunos de los mejores textos de la crítica que, en el caso de lo cubano, trata de romper la convención con la cual insiste en ser explicada cierta zona de nuestro ámbito letrado. Los dos tomos de la Historia de la Literatura Cubana editados en los últimos años por el Instituto de Literatura y Lingüística dan fe de esas tensiones: junto a relecturas edulcoradas y reduccionistas de escritores mayores y menores, se aprecia el interés por remover determinados prejuicios, que juegan a movilizar el canon astillado de lo cubano, y todavía tienen que pedir ciertas licencias a la mirada sombría de quienes demoran la celeridad de los nuevos acercamientos. Así como Gabriela Mistral, por mencionar sólo una figura entre las ya sacralizadas, provoca determinadas discusiones desde su asunción como ser sexual, Dulce María Loynaz o Julián del Casal, en la Isla, prefiguran otras polémicas. Si el canon no asume lo que, como discurso de sus cuerpos esos autores produjeron, difícil será combinar sus letras para, a manera de un peligroso pero imprescindible anagrama, colocarlos en un orden que haga aparecer, sobre el papel, los mismos nombres que los precedieron y sucedieron.

 

Con Julián del Casal o los pliegues del deseo, Francisco Morán intenta ese anagrama, un oxímoron: una fórmula que recombinando el nombre del poeta modernista, nos permita leer la sombra de Martí o Darío en sus escritos, e incluso la cercanía del autor de Bustos y rimas con otras presencias más recientes. Este volumen, dignamente editado por Verbum es no sólo el resultado de una investigación que ha consumido a Morán durante años: es el testimonio de su pasión por Casal, una pasión desde la cual nos arrastró a sus amigos y cómplices en La Habana de 1993. Pero de eso hablaré más tarde. Antecedido por Casal a Rebours, que publicó Ediciones Abril, este libro supera a aquel intensamente, y organiza, más que una biografía de Casal (dejando atrás los hallazgos y vacíos de la concebida por Emilio de Armas), una biografía de su tiempo, de esa brevísima era modernista que, con su muerte en 1893, empezó a languidecer hasta desvanecerse.

 

Lo que intenta Morán a lo largo de su extenso volumen es sacudir al lector de la tradicional comodidad perfumada con la cual se nos explica el modernismo a los cubanos, desde lo cubano. Imaginarlo como un período de arduas confrontaciones, componer un mapa de esos días en tanto que batalla estética que ocultaba y evidenciaba las pre/tensiones de un país donde lo político y lo erótico va mostrando otros mapas, es la intención que yace entre los pliegues del deseo casaliano. El inocultable contraste entre los paisajes desmayados que la poesía modernista trajo a estas costas ardientes y la utopía de una nación en la cual lo delicado no fuera síntoma de flaqueza, es una suerte de maniobra que perdura como fricción hasta nuestros días, y que coloca al Artista, (eso que quiso ser Casal) en un estado de peligrosidad que, al mismo tiempo que intenta alzarlo como Voz, lo devuelve vulnerable y eternamente expuesto a la vulgaridad y contingencias más elementales. Del Artista como San Sebastián, podría ser el subtítulo de este volumen.

 

En estas páginas, Morán dialoga con el Casal Monstruo que fue el poeta para sus contemporáneos. Rescata no sólo sus colaboraciones para La Caricatura, aquellas que Lezama denostó y de las cuales quiso alejarnos. En esos párrafos de crónica roja, de estilo deslavazado, sobre cuerpos mutilados, asesinatos pasionales, ajusticiamientos horrendos, se advierte que el ojo casaliano estaba entrenado para lo terrible, y la arqueología que nos permite rescatar esos fragmentos explica, subraya, acentúa lo presentido en “El amante de las torturas”: un Casal que no precisa exclusivamente de Huysmans para manifestar ciertos desvíos. El libro intenta en un orden más profundo aquello que se presagiaba en la edición, rústica y apasionada de un número de La Habana Elegante que el propio Morán organizó en aquel 1993 del Centenario, y que también editó la Casa Editora Abril: proponer a Casal como un contemporáneo. En las líneas más secretas de Bustos y rimas, en sus crónicas, en los textos marginales, en las fotos poco conocidas, Morán propone un Julián del Casal cercano a sí mismo. Se lo inventa como posible alter ego; de ahí la intensidad polémica de este libro inusitado.

 

De ahí que lo contenido en … los pliegues del deseo, se imponga como una discusión desde el ahora de su autor a partir de cardinales trazados como arqueología. La oposición Martí-Casal, la polémica de Manuel Pedro González con Juan Marinello, y la filiación entre Casal y Hernández Miyares aparecen en este álbum como paisajes de nuevas interrogantes. La imagen de Casal entrevista por Virgilio Piñera en su poema “Naturalmente, en 1930” es una contraseña que el lector no debe abandonar a lo largo de la lectura, porque de esa fijeza que admira y extraña la actitud del poeta es que emana gran parte de lo que este libro anuncia. El ensayo de Morán intensifica la cercanía espiritual de una generación que se lee en los excesos y desvíos de la otra: de esas posibilidades incómodas sacó fuerzas la cultura cubana que, a partir de los años 80, logró encarnar en otras formas de la Isla.

 

Sospecho que las hipótesis de Morán acerca de la homosexualidad casaliana activen polos de discusión que, a la recalcitrante manera cubana, opaquen otros momentos no menos agudos del libro. Sugiero al lector asumir eso como hipótesis y no otra cosa: Morán es lo suficientemente cuidadoso como para, si bien encaminarse en esa vía con paso decidido, reconocer que su intento es el de releer a un autor como parte de una sensibilidad, que no confirmarlo desde los rigores de una biografía. La misma sensibilidad que acumula fotografías, retratos, archivos de una disidencia que, a veces sin llegar a lo erótico, prefigura y dinamiza las voluntades de lo políticamente incorrecto, es lo que aporta esos canales de interpretación “perversa”. En la imposibilidad de Casal para organizarse como un autor recibido a gusto en los salones más rancios de su tiempo, Morán halla un resquicio que, desde la intencionalidad con la que hoy subrayamos ciertas líneas en rojo, advierte la fórmula subversiva. En la mención a Petronio, Luis de Baviera, Wagner… encuentra los soportes de un Casal que elige el lirio y el loto. La morbidez de los cuerpos de Moreau es ya no sólo un elemento estético, es la evidencia engañosa (ya dije que el libro puede leerse como un anagrama o un oxímoron), de un Casal que sólo bajo las presiones de sus amigos desecha la idea de irse a la calle ataviado con un kimono. A su manera, Morán persigue el tono de Piñera en “Ballagas en persona”: imagina un pasado en el cual ese alter ego diga sus angustias y pueda presagiarlo.

 

Sin ocultar su deuda con estudios anteriores (Erotismo y representación en Julián del Casal, de Oscar Montero, es un precedente ineludible), Francisco Morán establece su propio teatro de operaciones en pos de un Casal suyo y propio, que nos devuelve según la perspectiva de sus obsesiones. Este Casal, insisto, es el de Morán; el mismo que nos presentó durante aquellos días amargos de 1993, pretendiendo celebraciones que en el ardor del Período Especial apenas si cedieron para rendir tributo al poeta acaso más extraño y atacado de su tiempo. Las posibles discusiones que tendremos con el volumen son las mismas que podríamos sostener con Morán, porque él ha cometido el atrevimiento de reinventar a un poeta desde sus propias percepciones, haciéndonos revisitar sus fragmentos mediante la pupila de sus anhelos, desde el deseo que no es ya simple arqueología sino una piel diferenciada. Este libro imagina un cuerpo para Casal: que no un busto o una semblanza formal del poeta acosado por visiones que a sus contemporáneos parecían demoníacas. Nos exige, en tanto que lectores, un compromiso diferido con ese ensueño quebrantado que puede ser el de Nieve y Hojas al viento, descubre en Casal los referentes de una homosocialidad que podría provocar la misma irritación que, en su momento, levantaron las crónicas y poemas del joven habanero al que Juana Borrero oyó leer sonetos tal vez perdidos. Si tuviese que escoger un término para definir a Julián del Casal o los pliegues del deseo, diría que se trata de un libro ambiguo. No desde una calificación peyorativa, sino como alerta que tiene su punto de partida en la propia ambigüedad casaliana, pues éste es un título que no se propone agotar el misterio del poeta que lo protagoniza. Morán es lo suficientemente cuidadoso como para no arriesgar ese imposible; antes bien, dota de nuevas texturas e incomodidades a ese enigma al que rinde un tributo extraño en nuestras letras: un rendimiento que no quiere oírlo todo, sino suponerlo y aventurarlo todo. Es una lectura indudablemente cómplice, ejecutada en el mismo contraluz que tamiza las habitaciones imaginadas por Casal en tantos poemas suyos.

 

A través de estas páginas, releemos a Huysmans, a Mirbeau, a Loti, a Louÿs, a Wilde. Y a Martí y a Darío, y a Gautier y a Heredia. En una Habana imaginada para la coincidencia de esos autores, Julián del Casal lanza su última carcajada. Morán, siguiendo a Lezama, indaga por los restos, por la mano que recoge el cigarrillo que el poeta fumaba ante la mesa de Santos Lamadrid. Como la ceniza de ese cigarro, La Habana misma de esa anécdota se esfuma. La mansión, nos advierte Morán, es hoy cuartería; la tumba del poeta acoge otros restos. ¿Dónde está Casal?, vuelve a preguntarnos y su voz es la de Darío, la de todos los que volvemos los ojos a esa página escrita en un cubano disonante, en un idioma que resuena como misterio. Sospecho que este libro, a su modo, juega a imaginar sus propias respuestas.

 

 

 

 

Creo que sé la respuesta

 

Iván de la Nuez

 

 

Enrique del Risco

 

¿Qué pensarán de nosotros en Japón?

 

Ediciones Algaida, Sevilla, 2008

 

197 pp. ISBN: 978-84-9877-120-6

 

 

En 2005, Peter Carey publicó la novela Wrong About Japan. El subtítulo de la edición posterior en castellano nos avanza, desde la misma cubierta, que se trata del “viaje de un padre y su hijo”: llega el momento impostergable de tender un puente con el chico de doce años y su padre se decide por un viaje que, intuye, será la aventura perfecta para el (re)conocimiento mutuo. En el principio de la decisión, hay un hecho que ha mellado, en alguna medida, la frontera generacional que se levanta entre ambos: han alquilado El verano de Kikujiro para verla juntos y han quedado fascinados por el cine hipnótico de Takeshi Kitano. (De hecho, Charley, el niño, sigue viendo la película una y otra vez después de aquella verdad revelada por Blockbuster). Entonces, de súbito, el plan restalla ante el narrador, en la forma de un itinerario que ha de cumplirse con urgencia.

 

¿Un viaje a Japón? No exactamente. Un viaje a los “japones” que cada uno de ellos tiene en su cabeza. A sus respectivas fantasías de Japón y, por lo tanto, a sus respectivos prejuicios. En la mente adulta de Carey prevalece el Japón mitológico de los samurai y los antiguos rituales de honor. El país excepcional cuyo amor propio sólo puede ser refrendado si se contrapone a Occidente; el Japón de su imaginario no es otro que el de Mishima, Kawabata o Dazai. El de los haraquiri y los kamikaze. El padre, sin más, ha invitado a su hijo a Allá. A aquel espacio metafórico que Roland Barthes describió de esa forma para identificar a Japón. No es que aspire a que Charley lea “a Tanizaki o Basho” (esa es ya una causa perdida), pero mantiene la esperanza de mostrar a su hijo un Japón a la altura de su mito literario. Quiere enseñarle, con los rituales incluidos, cómo, dónde y por qué se construye una espada. Tiene, en fin, la ambición de transportarlo al "imperio de los signos". Pero ese, precisamente ese, no es el Japón por el que se interesa Charley; de modo que el viaje, en principio, no hará más que acentuar la distancia entre ambos. (La percepción de Japón es, en el fondo, la que tiene cada cual de su propias vidas). Para empezar, el niño ya tiene un amigo que les espera, al que ha conocido por Internet y con el que comparte una cultura común. Manga, El camino del Bushido, la telefonía móvil, el regreso de Godzilla, la impronta decisiva del Capitán América. Esta generación de Windows, cómics y sms, con sus gustos globales, ponen en un serio aprieto a las mitologías del adulto americano. Equivocado sobre Japón se titula la edición en castellano publicada por Mondadori en 2008.

 

Ese mismo año, la editorial sevillana Algaida publica en España ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?, el libro de Enrique del Risco ganador del Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz. En la narración que da título al libro, también seguimos —con trama “japonesa” incluida— la travesía de un padre y su hijo por Nueva York. Una jornada llena de preguntas sin respuesta con el propósito de tender puentes para una comunicación imposible.

 

Cabe la posibilidad de leer ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? como un contrapunto a la novela de Peter Carey. De alguna manera, Del Risco explora el camino inverso y remueve un problema cultural importante: estamos tan acostumbrados a imaginar ese "allá" que no sabemos qué hacer cuando los japoneses devuelven la jugada y nos convierten en “sus” exóticos. De ahí ese “nosotros”, expandido y ambiguo, que Del Risco repite como un mantra y cifra una colectividad, entre bárbara y desaprensiva, que no tiene el menor recato en seguir considerándose el ombligo del mundo. ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? está compuesto por cinco narraciones independientes que consiguen estructurar —verbigracia de una escritura intensa, sutil, sin fisuras—, una obra compacta. Un despliegue narrativo que ya se intuía en Leve historia de Cuba, se tambaleó en El comandante no tiene quien le escriba, y resplandece aquí como la confirmación rotunda del arte narrativo de este autor.

 

No es necesario describir de qué va este libro. Tampoco es del todo posible. Sus historias construyen, sin imposturas, una narrativa global en todo el sentido de esta palabra. Río y Nueva York, Madrid o Matanzas, París o Zihuatanejo... Ahí están las peripecias de un guionista de televisión en Brasil y una jornada delirante en el metro de Nueva York. Un revolucionario centroamericano al que unos correligionarios condenan a muerte en un apartamento de París y un inmigrante que, harto de sus desventuras, urde una venganza en Madrid. Dos amigos que comparten un sueño en México. De eso nos habla lo evidente, mientras que, solapadas en los subtextos, permanecen semiocultas unas vituallas entre las que se encuentran el cine de Tarantino y el jazz, las revistas de arte y las telenovelas, la historia latinoamericana o la literatura. Nietzsche y Mark Twain.

 

¿Qué pensarán...? es un libro mucho más próximo a una parte de la nueva narrativa española que a cualquiera de las antologías de cuentos cubanos al uso. Sus conexiones, pongamos por caso, con Risas enlatadas, de Javier Calvo; Pájaros bajo la lengua, de Josan Atero, o el ensayo Afterpop, de Eloy Fernández Porta. Enrique del Risco tiene, eso sí, un punto emotivo más intenso y su exploración, más que en el pop, está interesada en la propia cultura popular, que aparece aquí sin el trapicheo identitario que suele alimentarse una y otra vez de los estereotipos.

 

¿Qué pensarán...? traza el recorrido de unas vidas fuera de lugar, de personajes que pudiéramos llamar atópicos. Y no porque persigan el tan manoseado “no hay tal lugar” que designa la palabra “utopía”, sino porque son ellos los que no tienen lugar en cualquiera de las plazas realmente existentes de este mundo. Bregados en el arduo heroísmo de la supervivencia; con sus situaciones límite y, a la vez, cotidianas; extraordinarias y, al mismo tiempo, vulgares. Outsiders que, junto a la ganancia que les concede el exilio, son portadores de una pérdida que los aligera y, por eso mismo, les deja un vacío que no puede rellenarse. Seguidores innatos de Mark Twain, que saben del peligro que entraña estar en el lugar de la mayoría, pero que conviven con ella como quien camina sobre el alambre, tanteando el abismo. Humanos, demasiado humanos, en la batalla de esa épica menor asfixiada una y otra vez por las Grandes Causas. Protagonistas que, de una manera tímida —nunca detonante—, se resisten a la marea y logran mascullar, entre dientes, la palabra “No”.

 

Al final, “Zihuatanejo”. Un oasis y una palabra premonitoria. El destino feliz de una película de Hollywood y el topónimo del espacio donde la amistad y lo imposible expelen un hálito meláncolico y crepuscular. Este cuento es, sin proponérselo en ningún caso el autor, un paréntesis que condensa la tragedia cubana y alcanza —no sobra repetir que sin intenciones del narrador— un relato generacional y nacional.

 

En Zihuatanejo, dos amigos llegan al momento más alto —e irrepetible— de su amistad y sus posibilidades de convivencia. Sueñan el mismo futuro, pero las circunstancias les obligan a imaginarlo desde dos mundos distintos. Una historia en la que se ponen a prueba la lealtad, la memoria, la permanencia y la fuga. Este cuento levanta, ante el lector, un bucle inesperado que le obliga a revisar otra vez el libro. Con otras claves y con un anclaje que lo dota de una profundidad que ha permanecido escondida.

 

“¿Qué pensarán de nosotros en Japón?”, se pregunta, desde el mismo título, Enrique del Risco. “Una buena pregunta”, cavila un personaje, “empezando por ese nosotros”. Y, acto seguido: “¿Nosotros los occidentales? ¿Nosotros los latinos? ¿Nosotros, un padre y su hijo que viajan en el metro de Nueva York para ver árboles?”. ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?, me repito yo mismo después de leer este libro que tiene título de reggaetón con “pregunta inquietante”. Pues bien, por una vez, creo que sé la respuesta. No tengo la menor duda de que, si los japoneses pensaran mal de toda esa fauna que se enumera aquí, habrían acertado de lleno. Si piensan lo mejor de este libro de Enrique del Risco, también.

 

 

 

 

Carpentier, la ansiedad del peregrino

 

Wilfredo Cancio Isla

 

 

Roberto González Echevarría

 

Cartas de Carpentier

 

Editorial Verbum, Madrid, 2008, 182 pp.

 

ISBN: 978-84-7962-435-4

 

 

 

 

Casi treinta años después de su muerte, la biografía de Alejo Carpentier (1904-1980) continúa siendo una asignatura pendiente para el mundo editorial. A diferencia de otros autores imprescindibles en la tradición literaria latinoamericana (Borges, Neruda, Cortázar, García Márquez), faltan en la voluminosa lista de publicaciones carpenterianas los diarios, las memorias, los epistolarios y otras creaciones autobiográficas que ayudarían a conformar un retrato más humano de su recia personalidad de escritor.

 

No han sido pocos los esfuerzos por desentrañar la intrahistoria de Carpentier, esos episodios ocultos o desdibujados por el tiempo que permiten echar luz sobre las claves de su obra novelística y su conducta intelectual. Pero, más allá de unas cuantas cartas cruzadas con contemporáneos suyos (Jorge Mañach, Fernando Ortiz) y algunos testimonios personales reproducidos en revistas y antologías, su itinerario íntimo —las pasiones insospechadas y las tensiones profundas que marcaron una vida— permanece todavía bajo un manto de enigmas que el propio Carpentier y luego su viuda, Lilia Esteban, hicieron prevalecer deliberadamente. Valga mencionar que hasta su fallecimiento, en febrero de 2008, Esteban fue una celosa guardiana de la papelería del esposo; mantuvo bajo su férreo control centenares de documentos inéditos e incluso impidió la publicación de la única biografía de Carpentier escrita hasta ahora dentro de Cuba. (Carpentier, la otra novela, del investigador Urbano Martínez, aún inédita).

 

A la destreza investigativa y la persistencia del profesor Roberto González Echevarría, catedrático de la Universidad de Yale, debemos los estudios más enriquecedores sobre la trayectoria creativa de Carpentier que se hayan producido hasta hoy. Su libro Alejo Carpentier: the Pilgrim at Home (1977), que tiene una reciente edición española corregida y aumentada, abrió los pasadizos para penetrar en la vida y obra del célebre novelista cubano desde una perspectiva multifacética, llena de hallazgos y sugerencias, sin ataduras a las interpretaciones complacientes. Sin proponérselo, González Echevarría ha devenido el biógrafo erudito y sensible, capaz de completar segmentos vacíos, esclarecer datos y redescubrirnos, a cada paso, un Carpentier tan virtuoso como inagotable.

 

Cartas a Carpentier es un exquisito complemento testimonial al diálogo entre el crítico y el escritor. El libro reúne la correspondencia entre Carpentier y González Echevarría entre 1972 y 1980, acompañada por un prólogo con útiles aclaraciones sobre cada una de las diecisiete misivas del novelista, el texto íntegro (y hasta hoy, inédito) de la primera entrevista que González Echevarría realizara a Carpentier en París, en mayo de 1973, así como el enjundioso relato sobre la visita del novelista a Yale en 1979, a escasos meses de su muerte, para participar en un simposio literario. Se incluyen también varias fotografías de esa presentación, junto a Emir Rodríguez Monegal y al propio autor del volumen.

 

La etapa en que transcurre el intercambio epistolar marca ocho años de febril actividad en la vida de Carpentier. Es el tiempo en que publica el singular relato Derecho de asilo (1972) y sus cuatro últimas novelas (Concierto barroco, El recurso del método, La Consagración de la Primavera y El arpa y la sombra), y recibe los más importantes galardones y homenajes, dentro y fuera de Cuba. Pero es también el momento en que, consciente de la cercanía de la muerte, intenta recomponer, acomodar y justificar aspectos de su vida personal de cara a la posteridad.

 

Interlocutor inmejorable, González Echevarría nos brinda el contexto necesario para poder extraer las más recónditas verdades de cada misiva. Cuando, en dos cartas de 1977, Carpentier le protesta al crítico por los “errores” cometidos al presentar aspectos de su biografía, estamos adentrándonos en el umbral de una porfía que va a tener un contundente desenlace muchos años después, en 1991, con la revelación del acta de nacimiento del escritor en Lausana, Suiza, en lugar de La Habana. Aunque la condición de escritor cubano de Carpentier está fuera de toda duda, el hecho sirve para explicar sus fervorosas afirmaciones de cubanidad en plena juventud, calzadas por el empeño de construirse una infancia campesina en las afueras de La Habana, mientras asistía a colegios habaneros como el Candler College y el Mimó.

 

“Es precisamente esa época, acaso, la más importante de mi vida, la que me marcó para siempre. Durante esos años de segunda infancia y temprana adolescencia solamente conocí la compañía de campesinos cubanos y acabé, literalmente, por hablar su lenguaje”, asevera Carpentier en una puntillosa carta del 30 de septiembre de 1977. Y agrega en ese mismo texto: “Me jacto de haber conocido París, por primera vez, a la edad de 23 años, aunque hablando perfectamente el idioma, pero sin haber pasado en esa ciudad más de cuatro meses en un fin de curso del Liceo Jeanson”.

 

Como afirmaba Gastón Baquero, Carpentier era el literato genuino, el inventor cuya verdad está en lo inventado, y que era capaz de mitificar su propia existencia al mirar al pasado. Está claramente documentado en este libro, con sus propias palabras incluso, que Carpentier sí estuvo de niño en un colegio en París, pero quedan aún numerosos cabos sueltos de su visita por entonces a Rusia, acompañando a sus padres, o los motivos reales del viaje a Haití en 1943, al parecer financiado por el gobierno cubano, sin que mediara la invitación del actor y director francés Louis Jouvet. González Echevarría nos descubre estas contradicciones como parte de la ansiedad intelectual que define la obra del escritor, y que va a permear notablemente sus dos últimas creaciones: La Consagración de la Primavera (1978), una suerte de autobiografía oblicua con tintes panfletarios donde el autor recuenta las vidas que le habría gustado vivir como protagonista de la historia, y El arpa y la sombra (1979), irreverente proyección personal utilizando la figura de Cristóbal Colón.

 

Las cartas permiten, también, compartir reflexiones y deslindes literarios que estimulan nuevas miradas en torno a la obra carpentieriana. Replicando al libro de González Echevarría, Carpentier justifica el largo silencio que medió entre la publicación de El Siglo de las Luces (1962) y El recurso del método (1974):

 

“¿Acaso se le echa en cara a García Márquez que haya estado más de ocho años de silencio entre Cien años… y El Otoño…? ¿Y el larguísimo silencio de Rulfo?... Cada obra obedece a procesos de elaboración interior que los críticos se niegan siempre a explicarse admitiendo las razones más sencillas... En ciertos casos: simple prueba de probidad intelectual. Hay escritores que pasan por momentos de lo que Rilke llamaba ‘momentos de aridez’, de gestación lenta”.

 

En esta carta de 1977, el novelista refuerza su argumentación retomando un tema obsesivo que lo perseguirá hasta la muerte: la trascendencia literaria como fruto de una cantidad reducida de libros ejemplares, no de una producción abundante e irregular. Flaubert y Balzac son los autores de referencia para este sugerente contrapunto, que, curiosamente, resurge en su último artículo periodístico, concluido horas antes de morir y publicado póstumamente en el diario español El País (“Presencia de Gustave Flaubert”; 26 de abril de 1980). Porque, definitivamente, Carpentier se declara contra “la torrencial producción de ciertos novelistas europeos contemporáneos” que cada año añaden obras detestables a los catálogos editoriales.

 

Sin embargo, las apostillas del crítico contienen otras inquietantes consideraciones sobre el silencio literario de Carpentier, coincidente con la etapa del boom en la narrativa latinoamericana. Aunque en múltiples estudios se le menciona como precursor del boom, no puede ocultarse que Carpentier fue muy crítico con las producciones novelísticas de contemporáneos y discípulos suyos que imprimieron aires de renovación a la novela y al cuento en América Latina en los 60. La nueva narrativa de García Márquez, Vargas Llosa, Donoso y Fuentes no sólo se le adelantó técnica y temáticamente, sino que terminó desplazándolo de los primeros planos de reconocimiento. Hay que señalar, además, que es una época cargada de responsabilidades para Carpentier como funcionario cultural y enviado gubernamental, lo que influyó sin duda en este descenso. González Echevarría opina que se trató de un repliegue estratégico posterior a El Siglo de las Luces, que aprovechó el escritor para meditar sobre los rumbos que debía tomar su creación y resurgir con un espíritu superador en El derecho de asilo (1972), El recurso... y Concierto barroco, obras que preconizaron la irrupción del posmodernismo.

 

Valen, asimismo, estas páginas para escuchar, en palabras de Carpentier, sus reproches personales —casi desconocidos hasta hoy— contra García Márquez y el crítico Angel Rama. De Rama dice que “demuestra una vez más que es del cono Sur” y “no acaba de entender el Caribe”, cuando se extraña por el uso de vocablos mexicanos y centroamericanos empleados en El recurso... En el caso del autor de Cien años de soledad, Carpentier sale al paso a una entrevista aparecida en Le Nouvelle Observateur, en agosto de 1974, en la que García Márquez lanza fuertes dardos contra la izquierda latinoamericana y su apoyo a los movimientos revolucionarios en el continente, y fustiga por igual la sordera antidemocrática de la Unión Soviética, “la imbecilidad de los dirigentes chinos” y al régimen de Fidel Castro.

 

Aunque la mención a García Márquez aparece como un comentario al margen, enmarcado entre paréntesis, se convierte en el principal atractivo de la carta, con un Carpentier obligado a cerrar filas junto al oficialismo prosoviético de La Habana:

 

“¿Ha leído usted la increíble entrevista de García Márquez publicada en reciente número de L'Observateur de París?...¡Increíble!... ¡Es que si sigue así acabará por hacerse aborrecer por la gente joven, lo cual no es destino enviable [sic]!... Lo peor no está en que niegue algo. Eso puede ser respetable.... Pero... ¡es que lo niega todo, todo, todo! Dan ganas de preguntarle (como tiene uno ganas de preguntarle a Sartre, algunas veces)... pero... ¿con quién está usted? ¿Y dónde está usted? Esa gente me hace pensar en el famoso camaleón de Cocteau que, de tanto cambiar de color, acabó por morirse de cansancio”.

 

Cartas a Carpentier transparenta finalmente una lección valiosísima sobre las relaciones entre crítico y creador. Lo que nació como resultado de la curiosidad y la admiración de González Echevarría por la obra de Carpentier, se consolidó en poco tiempo como un fructífero vínculo intelectual y terminó por fraguar una amistad fundada en el respeto mutuo. Y, favorecida indiscutiblemente por el nexo común de la cubanidad, terminó por imponerse a las diferencias políticas e ideológicas. Resulta reconfortante que los mejores acercamientos críticos al escritor pertenezcan a un estudioso que lo miró desde la distancia, ajeno a los círculos de alabarderos oficiales y de carpentierólogos itinerantes por el reino de este mundo.

 

 

 

 

 

El espejo como umbral

 

Jorge Luis Arcos

 

 

VV. AA.

 

Cuba: contrapuntos de cultura, historia y sociedad /

 

Counterpoints on Culture, History, and Society

 

Francisco A. Scarano/ Margarita Zamora (editores)

 

Ediciones Callejón, San Juan de Puerto Rico, 2007

 

411 pp. ISBN: 978-1881748-60-1

 

 

Es frecuente en el ámbito académico las memorias de congresos que funcionan como indispensable material de consulta, y, cuando son fructíferas, suelen marcar un hito en el conocimiento de su objeto de reflexión. Ya va constituyendo una tradición que aquellos eventos cuyo tema es Cuba y que pretenden reunir físicamente a intelectuales que residen en la Isla y en la llamada diáspora sean demediados por la obscena intromisión de la política, lo cual no hace sino demostrar, como un síntoma más, que es una realidad convulsa, interesante y justamente proclive a ser estudiada y discutida por las más diversas voces y puntos de vista.

 

Como se explica prolijamente en su Presentación, este congreso no ha sido una excepción. Siempre estas experiencias tienen que atravesar el umbral que separa a un mundo cerrado, totalitario y antidemocrático de su reverso. Un salto en el espacio y en el tiempo a través de un espejo que refleja un camino turbio, una realidad de sucesivas máscaras. Aunque, a veces, la política preestablecida de la presunta sede democrática pueda también —como sucedió en esta ocasión— influir negativamente en el libre desenvolvimiento del evento, como si se tratara de una suerte de vestigio de la Guerra Fría. Todo ello contribuye, sin duda, a acentuar esa trágica y nefasta excepcionalidad o singularidad que marcan todavía cualquier manifestación de ese ente metafísico llamado “lo cubano”.

 

No todos los invitados de la Isla pudieron asistir al evento, ya fuera porque no recibieron las visas correspondientes o por las presiones dentro de Cuba. Algunos tuvieron que contentarse con enviar su ponencia, perdiendo la oportunidad de participar en los debates. A su vez, los editores tuvieron a bien completar el conjunto de textos leídos en el evento, con otros escritos para otros fines. Al cabo, se logró una imagen híbrida, cuya única comunidad suele ser aquella que trata de reflejar algún aspecto de la cultura cubana. Así, el lector puede transitar desde una muy interesante revalorización del padre Las Casas —“Avatares del intelectual: Las Casas en Cuba”, de Margarita Zamora— hasta diversos fenómenos culturales que fueron consecuencia del llamado Período Especial. Pero, acaso esta suerte de dispersión temática y temporal no hace sino enfatizar en la necesidad de una mayor coherencia en la hermenéutica de una realidad ya enquistada o contenida dentro de la Isla y otra realidad en fuga fuera de ésta. Pudiera pensarse que el conocimiento es atemporal y que escapa a los meandros de la historia y la política. Este libro entonces vendría a probar lo contrario. Muy pocos textos se libran de una irrefrenable temporalidad y/o subjetividad.

 

Con muy pocas excepciones, casi todos los textos pueden soportar diversas y hasta antagónicas lecturas. Esto es una virtud. Parecen tratar de una realidad novelable, es decir, abierta o proyectada hacia un confín desconocido. Cuando pase el tiempo esta extraña fisonomía servirá para apresar la temperatura, la intensidad y la compleja imagen de un tiempo que no acababa de ser pasado… Pero esta virtud general puede ir acompañada de fatigosos hastíos, como aquellos que se derivan de la constatación de límites inexorables. Por ejemplo: la acuciosa y apasionada historia crítica del documental cubano de la Revolución, escrita por una inteligente mujer que vive dentro de la Isla —me refiero a Marina Ochoa y a su texto “Apuntes para un análisis del cine documental del ICAIC”—, no puede impedir que este lector note extraños saltos o se libre del estupor de que su misma discursividad no culmine en el juicio obvio. ¿Autocensura? Bien. Pero es que a veces son los matices que se pierden lo que más interesa de la realidad. Es cierto que todos debemos partir de que la realidad mirada (la cubana) y, sobre todo, también vivida, es una realidad —¿cómo no verla así?— esquizofrénica. Pero la crítica no puede avanzar coartada ya desde la raíz. Otro ejemplo, éste más angustioso: “Pasar por joven (con notas al pie)”, de Arturo Arango. Como quiera que este prestigioso novelista pertenece a mi propia generación, su texto, que se pretende crítico o aleccionador, deviene, para mí, una máscara sobre otra máscara. ¿Cómo intentar siquiera valorar las consecuencias éticas del período llamado indistintamente “quinquenio gris”, “década oscura”, etc., como si fuera pasado, cuando la realidad última que lo sustentó permanece inalterable? ¿Es que puede haber alguna esperanza de refundar algo dentro de un sistema que, justamente desde un mirador ético (por no hablar de otros), pertenece a la Historia Universal de la Infamia? El autor aduce que entrevistó a algunas de las víctimas más notorias de aquel período; pues bien, ¿dónde están esas entrevistas? O ¿es que ni siquiera esas entrevistas pueden salir a la luz (si es que realmente fueron transcritas)? ¿Fueron entonces conversaciones a oscuras? ¿No es tiempo todavía de que vean la luz? Y ¿por qué?, pregunto como un tonto. Las preguntas pueden ser infinitas, pero hay una certeza: todavía prevalece lo sombrío. Y quiero pensar que estas preguntas que me hago las propició el propio autor.

 

Más sugerente es un texto que antecedió a este congreso: “As Dark as Very Dark”, de Ena Lucía Portela, ya incluido, en una versión más reducida, en la compilación de Iván de la Nuez, Cuba yel día después. Aquí sí se aprecia algo nuevo. Aquí hay una mirada definitivamente posrevolucionaria. Juego, ironía, en fin, libertad ensayística. Una mirada que desborda cualquier límite, acaso porque pertenece a un presente (singular, subjetivo) ahíto de futuridad. Otro texto muy valioso es “Cuba desmantelada”, de José Quiroga. Es acaso el texto más pletórico de sentidos que contiene esta compilación. Parte de la obra poética y, sobre todo, narrativa de Antonio José Ponte, y contiene un sinfín de miradas críticas muy penetrantes. Lo antecede en el orden del libro, precisamente un texto ya conocido de Ponte, “La Habana: un paréntesis de ruinas”. Como la imagen de Las comidas profundas, ésta, la de las ruinas, devenida tópico insular, ya pertenece a una historia perdurable, la de la imaginación.

 

El libro se completa con otros ensayos: “El panteón en discordia: Revolución, disidencia y exilio”, de Rafael Rojas, fragmento de Tumbas sin sosiego; “Antecedentes de la homofobia cubana contemporánea”, de Emilio Bejel; “Redefining Revolution in Cuba: Creative Expresión and Cultural Conflict in the Special Period”, de Lillian Guerra; “Women and Household Change in the Special Period”, de Helen Safa; “Manbisa and (Mala)Madre: the Mulata and Cuban American literature”, de María del Carmen Martínez; “Un hueso es una flor”, de Abilio Estévez (una interesante reflexión sobre el sentido de la muerte en José Martí); “Casal, Martí and Late Nineteenth-century French and Cuban Painting”; “The Cuban-American Political Machina: Reflections on its Origins and Perpetuation”, de Alejandro Portes; “In Search of Cuba: Remembering and Returning in the Writings of Cuban Novelists in Exilio”, de Marilén Loyola; “El Trinquenio Amargo y la ciudad distópica: autopsia de una utopía”, de Mario Coyula, y un epílogo: “¿La isla que se repite? Contrapuntos cubano-puertorriqueños entre la Guerra Fría y el reencuentro”, de Francisco A. Scarano.

 

Dada la variedad temática presentada, no puedo referirme uno por uno a cada texto para no rebasar los caracteres concedidos. El curioso lector podrá buscar la entrada que sea de su interés. Creo que en todos hallará valiosas e incluso polémicas reflexiones. Pero no quiero concluir esta reseña sin llamar la atención hacia un hecho que, si en primera instancia puede resultar algo extraño, ya va poco a poco adueñándose de una futura naturalidad: el complejo fenómeno cultural del bilingüismo. ¿Será ésta una imagen de la Cuba futura?

 

Hace unos años, en una entrevista que le hice a Roberto González Echevarría, al preguntarle el porqué de la ausencia de Martí como prosista dentro del canon occidental de Harold Bloom, me respondió; “Martí no viaja bien en inglés”. Pero, ¿acaso es el idioma inglés —y no cualquier otro— una condición para pertenecer a un canon? Sin pretender agotar aquí tan complejo y contemporáneo asunto, sólo puedo indicar que este libro, por su propuesta bilingüe, parece apostar por una promiscuidad o simbiosis cultural ya de hecho preexistente a su manifestación lingüística. Parafraseo ahora un conocido juicio del propio Martí : conocer(escribir) diversas literaturas (lenguas) es el mejor modo de liberarse de la tiranía de algunas de ellas. En todo caso, esa Cuba futura existirá. Si perdura culturalmente, da lo mismo que sea sólo en español, en español y en inglés, o incluso sólo en inglés, aunque acaso prefiriéramos lo primero.

 

 

 

 

 

La estrategia de los aventureros

 

Jorge Ferrer

 

 

Jorge Serguera Riverí (Papito)

 

Che Guevara: la clave africana.

 

Memorias de un comandante cubano,

 

embajador en la Argelia postcolonial

 

Líberman, Jaén, 2008

 

492 pp. ISBN: 978-84-936280-2-4

 

 

La historia de la Revolución Cubana de 1959 carece de un cuerpo orgánico de memorias de sus principales actores que sirva para conocer, de primera mano, y desde una perspectiva íntima el desarrollo de procesos históricos maltratados por una historiografía partidista. Unos pocos volúmenes de memorias se han publicado en los últimos años, entre los que resaltan Contra Batista, de Julio García Olivera (Ed. Ciencias Sociales, 2006) o La secretaria de la República (Ciencias sociales, 2001), memorias de Teresita Fernández recogidas por Pedro Prada. También, el volumen de cartas que publicó en España Alfredo Guevara, ¿Y si fuera una huella? (Ediciones Autor, 2008), como las memorias en las que ha anunciado que trabaja, constituyen excepciones a ese silencio de la memoria cubana.

 

Una carencia ésta que es particularmente notable respecto a la fase expansiva de la Revolución Cubana en la década de los 60, cuando La Habana intentó exportar la revolución a África y América Latina —crear “muchos Vietnam”— en el marco de una vasta operación de desgaste de Estados Unidos. El volumen de memorias de Jorge Papito Serguera, fallecido pocos meses después de la aparición del libro, constituye una de las escasas aportaciones conocidas hasta hoy para el conocimiento, de primera mano, de los años de subversión internacional inspirada y apoyada por La Habana.

 

“Este libro no debió ser publicado”, escribe Serguera en el prólogo a la edición española, la única, porque él mismo se ocupa de anotar que sus memorias, a las que puso punto final en febrero de 1997, no fueron publicadas en Cuba. “Probablemente, no debió ser escrito”, continúa, “pues muchos de los eventos narrados formaban parte de los secretos del Estado cubano”. Una condición de inéditas que explican el tono de bravuconería no exenta de resentimiento con el que aborda su etapa como embajador de Cuba en Argel y su protagonismo —de la mano de Fidel Castro y Manuel Piñeiro— en los albores de la aventura africana de la Revolución. “No podría decir cuántas veces escuché la idea de que había ‘embarcado’ a la dirección política de la Revolución con el asunto de Argel”, constata desde el primer capítulo, para volver a ello 400 páginas más adelante: “…hay quien no vacila en afirmar que (el fracaso de la política cubana en África) se debió a ‘la apreciación incorrecta de un diplomático cubano’”. Y concluye: “Para mí, todo el que use la palabra fracaso o deduzca, de lo ocurrido entonces, la derrota de las ideas y métodos del Che en África, en esta etapa, es un ingenuo, en el mejor de los casos, o un bastardo contrarrevolucionario disfrazado de revolucionario”. Si la lectura de todo libro de memorias requiere del lector extremada cautela, la beligerancia con que el propio Serguera descubre los propósitos que lo animaron a tomar la pluma es aviso adicional.

 

Jorge Serguera formó parte de la guerrilla en la Sierra Maestra; fue jefe de los llamados tribunales revolucionarios y jefe militar de las provincias de Matanzas y Las Villas, donde tomó parte activa en el sofocamiento de las guerrillas anticastristas. En los últimos días de 1962, y sin previo aviso, recibió la orden de marchar a Argel. Llegó allá sin experiencia diplomática alguna y con un mensaje: no se acreditaba como embajador, sino como revolucionario.

 

No llegaba a una capital cualquiera. Meses antes, Argelia había alcanzado la independencia tras ocho años de feroz guerra con Francia. Ahmed Ben Bella, uno de los dirigentes del Frente de Liberación Nacional, fue elegido poco después presidente del país, que pasaría a convertirse en vórtice de los movimientos de liberación nacional que agitaban África y Asia.

 

¿Qué buscaba Cuba allí? Serguera, quien convirtió la Embajada en un “club tercermundista”, sostiene que la “presencia [de Cuba] en Argelia formaba parte del sistema de acciones defensivas de la Revolución Cubana frente a la potencia norteamericana”. Un afán trazado desde La Habana con astucia y que Papito, un diplomático que funcionaba en realidad como militar y oficial de inteligencia, describe en términos ajenos a la sobada retórica de la “solidaridad”.

 

Uno de los aspectos más interesantes del relato de Serguera es la aportación al debate acerca de la condición satelital de Cuba respecto a la URSS, al resaltar la independencia que guió a las acciones emprendidas por Cuba en el Tercer Mundo. No sería, en efecto, hasta pocos años más tarde que el alineamiento de Castro con el Kremlin convirtiera a la Isla en una pieza obediente —si bien mantuvo siempre salidas díscolas— del entramado del socialismo mundial. A principios de los 60, en cambio, Cuba conseguía mantener importantes cuotas de autonomía a las que ayudaba el diferendo entre China y la URSS y las apetencias de ambos países por atraerse los favores de los países poscoloniales.

 

Che Guevara: la clave africana contiene abundante información acerca de ese triple juego que ocupó a las dos grandes potencias socialistas de entonces, a los movimientos de liberación en África y América Latina y a las naciones poscoloniales. Una dinámica en la que el gobierno de Cuba jugó todas las cartas, con un afán participativo y a la vez equidistante que constituye uno de las claves de la centralidad que el país ganó en esa década, antes de hundirse en la grisura de los 70. Tal equidistancia —en realidad, una bien calculada estrategia— explica que Cuba asumiera en tantas ocasiones ante la URSS un papel de intermediario entre los movimientos de liberación o las colonias recién liberadas. Así, Serguera narra varios episodios de intercesión de Cuba a favor de Argelia, a partir de solicitudes de Ben Bella. También, alguna anécdota hilarante, como la ocasión en que Nikita Jruschov comentó a Fidel Castro que los imperialistas querían involucrar a Cuba en el golpe de Estado en Zanzíbar, porque siempre creían ver la mano de los países socialistas detrás de levantamientos populares. Correspondió al propio Serguera, según testimonia, sacarlo de su error e informarle de que no había mentira alguna, pues los artífices del golpe habían sido entrenados en Cuba, razón que motivó que dieran la asonada al grito de “¡Patria o muerte! ¡Venceremos!”.

 

Además de los dirigentes argelinos, en quienes se centra la mayor parte del relato, numerosos líderes africanos se pasean por las páginas de estas memorias: Ahmed Sékou Touré, Amílcar Cabral, Massemba Debat, Modibo Keita… Asimismo, asoman guerrilleros como Ricardo Masetti, que salió de Argel hacia Argentina, donde murió; los dirigentes del Partido Comunista de Venezuela por quienes Cuba intercedió ante Ben Bella para que recibieran apoyo en armas y entrenamiento en Argelia cuando decidieron pasar a la lucha armada; Santiago Carrillo, el dirigente comunista español entonces exiliado, quien también se apoyaba en la Embajada de Cuba para la instalación de una sección del Partido Comunista de España en Argel. Por último, Serguera narra su visita a Juan Domingo Perón por encargo de Ernesto Guevara. Perón desoyó la sugerencia que le llegaba de La Habana en relación con el traslado de su residencia a Argel. Aceptó, sin embargo, la maleta enviada por Ernesto Guevara, de cuyo contenido nada dice Serguera.

 

Si bien la aventura africana de Ernesto Che Guevara da título al libro y le sirve de reclamo, las páginas dedicadas a los dos viajes que el guerrillero argentino realizó a Argelia poco aportan al desentrañamiento de la “clave africana” de Guevara. De hecho, llama la atención que Serguera, quien vivió tan de cerca aquellos acontecimientos, incluida la participación de Guevara en el Seminario Económico de Solidaridad Euroasiática, celebrado en Argel en febrero de 1965, no sea capaz de aportar más que su propia interpretación del guevarismo. Alguna anécdota regala, sin embargo, como una ocurrida cuando llegaron ambos a Congo Brazzaville durante la gira africana de Guevara en diciembre de 1964 y se toparon con un conato de golpe de Estado. Sin pensárselo dos veces, el argentino ordenó a Serguera que buscara armas y éste se desplazó hasta la casa de unos opositores donde sabía que podría encontrarlas. Media hora más tarde, el motel donde se alojaban y la nave de Cubana de Aviación en la que realizaban el viaje estaban debidamente protegidos por improvisado arsenal de fabricación soviética.

 

Con todo, Che Guevara: la clave africana constituye una magnífica herramienta para el historiador que quiera adentrarse en los primeros años de la relación de Cuba con el Tercer Mundo y para el estudioso interesado en las estrategias que convirtieron a la Cuba de los 60 en vórtice de un mundo que asistía a la Guerra Fría y a la eclosión de los movimientos de liberación del colonialismo.

 

Es una lástima, entonces, que no haya tenido la suerte de contar con un editor juicioso que podara el texto de las farragosas interpolaciones de un Serguera con ínfulas de filósofo de la historia que aparecen por todo el libro cortando el relato con un afán didáctico a veces insoportable.

 

 

 

 

Búsqueda de un sentido de la memoria

 

Magdalena López

 

 

Edmundo Desnoes

 

Memorias del desarrollo

 

Mono Azul Editores

 

Sevilla, 2007, 252 pp.

 

ISBN: 9788493496760

 

 

En ésta, su última novela, Edmundo Desnoes viene a cerrar la secuencia ficcional-autobiográfica de un mismo personaje que se hiciera muy famoso en los años 60 gracias a la adaptación cinematográfica de la novela Memorias del subdesarrollo por el director Tomás Gutiérrez Alea. Escrita de modo similar a aquella obra, asistimos ahora a un diario fragmentario, en el que el personaje Edmundo apunta diversas impresiones desde el exilio estadounidense.

 

La narración se desplaza entre los espacios de Estados Unidos y Cuba. El primero se caracteriza por un acelerado proceso de alienación social. Este espacio corresponde al presente del narrador situado consecutivamente en Nueva York y en las montañas de Catskill. Edmundo refiere su cotidianidad en la gran metrópoli una vez que ha decidido romper con todos los lazos afectivos y académicos como profesor universitario. Posteriormente, se muda a una cabaña rural en la que permanece hasta su muerte. A Cuba pertenece la dimensión de la memoria. Aquello que Edmundo va trayendo del pasado: la relación entre sus padres, culturalmente diferentes; su proximidad incestuosa con la tía Julia; la trágica historia de su hermano homosexual ―versión ficcional de Néstor Almendros―, marginado por la Revolución y luego muerto de sida en Estados Unidos; su exilio, primero, en Europa y, luego, en Nueva York; su relación con una mulata de origen campesino. Las últimas páginas suponen un epílogo, en el que las notas de Natalia, la hija del protagonista, finalizan el diario del padre después de la muerte de aquel.

 

Edmundo parece abandonar toda ambición por clarificar sus anteriores ambivalencias ideológicas. Ya no le interesa ni el ideal de una masculinidad épica que tome partido por un absoluto revolucionario, ni el del burgués seductor de Memorias del subdesarrollo. Ahora, nos dice: “soy el pene deshuesado que ve el polvo en el camino” (p. 85). Más que al ámbito de las certidumbres, esta masculinidad ruinosa revaloriza la necesidad de indagar en una escisión interna que se expresa como ambigüedad y que afecta su relación con el entorno a manera de permanente desencuentro: con la Cuba socialista y con Estados Unidos. Con 67 años, el viejo Edmundo parece habitar un cuerpo en decadencia al que asisten simultáneamente las huellas de la memoria y la cotidianidad de una nación en declive marcada por la catástrofe del 11 de septiembre. La vejez funciona entonces como contranarrativa, tanto de los grandes mitos revolucionarios como de los del consumo capitalista. La tarea de Edmundo parece consistir en la búsqueda de sentido de su memoria. Si Memorias del subdesarrollo dramatizaba la confrontación de polaridades conceptuales (desarrollo/subdesarrollo), esta nueva conciencia memoriosa desciende a la precariedad de lo escatológico en un ámbito en que todas las certezas, excepto la de la muerte misma, se añejan y se descomponen. El mundo de las ideologías parece relegado al pasado de la juventud y madurez, a aquellos años que Edmundo Desnoes refiere en una entrevista reciente como los de “certeza ridícula”.

 

La apertura anamnésica, sin embargo, no es nostálgica, no se trata de rememorar un pasado idealizado. Por el contrario, la memoria funciona como una afirmación dolorosa que se distancia de las grandes narrativas ―la del exilio y la revolucionaria― para sumergirse en la custodia de las ruinas. Ruinas que permiten una reapropiación de la historia no tanto desde, sino contra el exilio sufrido por el narrador. Como las ruinas de La Habana revolucionaria, el poder de las palabras en español cobra encanto en la medida en que conducen a una dimensión corporal de afectos y dolores, borrada por el vacío del idioma inglés. Entendido el exilio como una forma de castración, el inglés funciona como silenciamiento. En un intento por minimizar el poder de Fidel Castro, el viejo Edmundo adquiere un bastón con empuñadura de perro al que denomina maliciosamente Fiddle. Dirigirse al perro-bastón-máximo líder con un diminutivo en inglés funciona como una forma de silenciamiento doble: refiere tanto al intelectual cubano en el contexto de la Isla, como al mandatario latinoamericano en Estados Unidos: “Te das cuenta le dije ayer. Las masas no te prestan aquí la más mínima atención. Mira bien a tu alrededor. La gente es indiferente, rechaza la mierda que produces” (p. 179). Ciertamente, la novela propone una relación especular, ya explorada antes por el autor, entre la intelectualidad y el poder. Fidel o Fidle posee cierta familiaridad con Edmundo: “si algo tenemos en común, yo y Fiddle, mi violín y yo, mutatis mutandis, es el terror y el amor a las palabras. Los dos vivimos marcados por el pecado original: nacer en español. Ahora podemos hablar, pero aquí las palabras ni pinchan ni cortan” (p. 24). El rasgo identitario diferencial frente a Estados Unidos es el poder de las palabras en español. En una cadena semántica, la política, la escritura y las palabras son valores que Edmundo identifica con Cuba ya que harían posible una trascendencia inexistente en el vacío estadounidense. De este modo, Desnoes retoma el tópico arielista, la falta de espiritualidad anglosajona, que expone en diversos personajes, como sus vecinos rurales o su amante protestante. Por el contrario, la memoria legitima el espacio cubano a través de una trascendencia dolorosa: el vértigo incestuoso de la tía julia, la marginación, enfermedad y muerte de su hermano homosexual, el fracaso revolucionario.

 

Gracias a la capacidad de simulación de Edmundo, quien, como extranjero permanente, es capaz de esconder su rostro bajo varias máscaras para circular por diferentes espacios, la novela desvaloriza la vida rural y la institucionalidad intelectual estadounidense. En contraposición a cierta grandeza en la experiencia del fracaso revolucionario cubano, ambas son menospreciadas. La movilidad como extranjero periférico explica el porqué de la empatía que Desnoes ha declarado con la picaresca. Las aventuras del Lazarillo moviéndose en los intersticios de la metrópoli española se han transmutado aquí en los balbuceantes desplazamientos de un anciano que, ya sin el imperativo del medro, desmitifica la ciudad de Nueva York y la ruralidad estadounidense. Una picaresca de la ancianidad permitiría hacer un paralelo entre la decadencia estadounidense ―cuya máxima expresión la constituye la referencia a la caída de las Torres Gemelas― y la decadencia corporal. El vacío del exilio, el fracaso de la Revolución, la precariedad corporal, la pérdida de la Isla, permiten lo que Agamben denominaría una “reconfiguración fantasmal”, donde la experiencia de la pérdida alcanzaría una dimensión colectiva.

 

Memorias del desarrollo cierra su narrativa con un reencuentro filial. Daniela Desnoes es el fruto, ignorado por Edmundo, de su relación con la mulata Caridad Virginia veinticinco años atrás. Este desenlace no deja de constituir una vuelta al tradicional discurso cubano del mestizaje como producto sintético de las diferencias internas. La variante, sin embargo, es que esta Cuba mestiza trasciende los límites territoriales de la Isla. Ciertamente, la hija mulata parece responder a una necesidad conciliatoria. En medio de las ruinas de los ideales revolucionarios, Daniela decide salir de Cuba con la única obsesión de encontrar a su padre. Lo logra justo a tiempo para convivir con él los últimos días de su vida en la cabaña rural. Este encuentro familiar le permite a Edmundo reconectarse plácidamente, mientras agoniza, con una afectividad cubana. Por su parte, Daniela adquiere una capacidad creativa al recontinuar la escritura del diario del padre. El imperativo de las últimas líneas es la apertura del hacer, del obrar: “tengo que irme y hacer algo en alguna parte” (p. 151), nos dice Daniela. El obrar entraña el deseo religante aun sin consumar. La memoria, la historia, la literatura no son sino las huellas productivas de la catástrofe revolucionaria.

 

Memorias del desarrollo es una novela que permite recorrer el trayecto final de una subjetividad cubana y su complicada relación con la Revolución. Desnoes forma parte de una generación que, si bien optó por el exilio tras el fervor revolucionario inicial, ha expresado continuamente su rechazo a identificarse en los marcos dicotómicos totalizadores, tanto dentro como fuera de la Isla. En cierto sentido, esta novela supone una visión identitaria alternativa, periférica; rasgo que se ve acentuado con su publicación en una editorial andaluza relativamente nueva y desconocida.

 

 

 

 

Dear Wendy

 

Orlando Luis Pardo Lazo

 

 

 

Wendy Guerra

 

Nunca fui primera dama

 

Ed. Bruguera, Barcelona, 2008

 

288 pp. ISBN: 9788402420466

 

 

La literatura cubana padeció un siglo XX fundamentalmente fundamentalista. Una era no tan represiva como reiterativa, donde el verbo de orden era fundar. Fundar catedrales en el futuro, barrotes barrocos de los grandilocuentes sistemas poéticos y políticos. Fundar pinos nuevos que jamás den su tronco a torcer: la fidelidad como justificación ética de la intolerancia. Fundar un destinorigen para la República de las Letras Cubanas, y desde allí parapetarse en una muralla moral contra la decadencia y la desintegración (el límite marcado por el alambre de púas de una-y-sólo-una tradición nacional). Fundar un feudo, aun a riesgo de terminar fosilizados dentro de sus coordenadas: un precio asumido como un mal menor. Nada de jueguitos, experimentos esperpénticos y, mucho menos, fugas de la patria raigal (radical): nada de superficialidades más allá del corcho constituyente de nuestra plataforma insular.

 

Por suerte, la literatura es algo demasiado serio para dejarla en manos de los literatos. Hay que negar y, de no ser mucha molestia, renegar de Lo Cubano como cliché. Remar en contra de la cordura consensuada es ya un primer síntoma crítico de salud. Y justo en uno de esos oasis paraliterarios me refresca la narrativa de Wendy Guerra (La Habana, 1970), actriz jpg y poeta traviesa que, a contrapelo de su generación, coquetea con poses de enfant terrible del verso leve a la novela ingrávida (helio versus heroicidad), en una apuesta pop por desmarcarse de esa tentación tórrida llamada la Gran Novela Histórica de la Revolución (desde Alejo Carpentier hasta Jesús Díaz, todos nuestros novelistas “serios” sucumbieron al mismo bluff estético).

 

Tras su primera ficción o diario (Todos se van; Ed. Bruguera, 2006), Wendy Guerra sigue aferrada a su prosa como un surfista a la tabla de diversión. A golpes de desenfado intuitivo, en Nunca fui primera dama (Ed. Bruguera, 2008), ella pulsa ciertos acordes disonantes que deconstruyen cualquier ilusión de epopeya perpetua. Para mí, lector perverso, estos desmarques simbólicos ya son suficientes para oxigenar una atmósfera patria tan provinciana que aún duda si publicar o no sus libros en Cuba.

 

El tono a ratos ñoño de Wendy Guerra es lo de menos (supongo que esto forme parte de su candor glam, como la tinta rosa de la portada). La tendencia a lo sentimental en sus argumentos y cartas tampoco importa demasiado (acaso sea un guiño de marketing para explicitar que la narradora es una mujer). Y los tópicos típicos al final le quedan bien dosificados en un espacio narrativo banal que por momentos deviene bizarro. Así, en esta sinuosa alternancia entre pasto común y visión individualísima, Nunca fui primera dama se deja poseer con la tentación tímida de una virgen naíf.

 

Y es que la novela está en otra parte. A los efectos de la memoria emotiva, lo significativo son esos momentos impredecibles que se articulan como trampas de intensidad. Mamar leche imaginaria de la tetilla de un hombre, como paliativo contra la jornada laboral materna o quizá el exilio. Deshabitar en una familia de solitarios a trío, entre libros forrados con las máscaras mudas del miedo en la dictadura del proletariado. Posar inocentemente desnuda ante el Che en la intemperie de los años 60. Hacer catarsis radial en una emisión sin censura a lo largo y estrecho de la madrugada cubana. Fornicar en Francia con su uniforme de pionerita, en una orgía gimnástica para consumo exclusivo de dos (y también para todos nosotros, los voyeurvivientes), lo que, a la postre, resulta un episodio de Edipo Rev. Hacer zoom-in con una cámara oculta a la alcoba vacía del Máximo Líder: ¿primeros flashes para una biografía de la cópula en la cúpula verde oliva? Dialogar a través de un televisor amnésico con el poltergeist del propio Premier. Un suicidio ante nuestras narices que se nos impone desdramatizado y distante, brecha brechtiana que excluye casi hasta al narrador(a). La primera muerte de Fidel en el verano octogenario de 2006: una asignatura pendiente a relatar sin metáforas ni alegorías por nuestra impericia intelectual (el peligro nos paraplejizó). Miami como un espejismo de la espera sin esperanzas en La Habana. Y algunos más. Son sólo ejemplos de la materia prima con que Wendy Guerra despliega la baraja fragmentaria y antinovelesca de Nunca fui primera dama.

 

Ella, que nunca fue primera nada. Y a quien, por desidia o envidia, el impúdico público ya le ha dicho de todo: nieta díscola de la Revolución, retratista del desencanto, chica chic, practicante coqueta y frívola del glamour (cabeza rapada, sombreros de bolas, medias a rayas por las rodillas, agua de flores y velas de vainilla al despertar, poemas con sándalo y un escandaloso paraguas, así en una tumba de París como en una boutique de La Habana). Ella, puteada en los webcomentarios pacatos de quienes día a día emputecen hasta el lenguaje: machitos locales o deslocalizados que le hacen la guerra a Wendy en lugar de hacerle el amor (leen sin libertad ni libido). Ella, de la entrevista light a las luces de la pasarela, lejana como Cuba (aquí la tengo), que nunca será primera en nada y que, justo por eso mismo, escribe de espaldas a todo funambulismo fundamentalista literárido.

 

Sospecho que es un privilegio contar con una escritura poscubana así. Esta no/vela no se arrodilla a beber del manantial patrio de nuestros textos canónicos (a pesar de estar partida en dos por el eje fálico de la nostalgia cubanesca), sino que acaso se salpica con la saga fresca de una Françoise Sagan: ¿Buenas Noches, Tristeza? Cada capítulo se entiende mejor como el post de un blog bloqueado que es su propio nombre de guerra en tiempos de paz (wendy.war.world). Son textos esquivos y equívocos, exiliados en Gris Menor pero con pasaporte rouge nacional. Prometen de todo para cumplir con muy poco (es la base de la seducción). Narcisismo al punto del morbo, sin el tedio moroso de ese corsé de fuerza que los teóricos llaman una “alta factura”.

 

Por el contrario, Nunca fui primera dama es pura ropa interior: un hilo lingual. Graffiti con creyón de labios sobre un espejo manchado por el excesivo azogue y azote de lo histórico (esa mala mayéutica que a tantos creadores castró). Piel próxima y precaria, la política a ras de lo privado, la palabra íntima gimoteada como performance en plena plaza. Partitura silente, rapto raro, parto sin pujos, pacto pacífico de la página o una bandera en blanco. Acto museable en el mausoleo de una epoquita sin épica. Relato que escapa, en fin, entre las alambradas tiránicas de una-y-sólo-una tradición ahora ya en fase terminal.

 

Lo siento. No tiene sentido ocultarlo: me encanta este libro en rosa de Wendy Guerra. No hay que ser escritores de culto para ser libres.

 

 

 

 

Otros cielos nublados y tempestuosos

 

Mirta Suquet

 

 

Miguel Ángel Fraga

 

En un rincón cerca del cielo. Entrevistas y testimonios sobre el SIDA en Cuba

 

Editorial Aduana Vieja

 

Valencia, España, 2008, 335 pp.

 

ISBN 978-84-96846-13-5

 

 

En un rincón, arrinconados, cerca de El Rincón, cercados, acercados a la muerte —más cerca de la muerte social, que de la muerte física, y del infierno de la palabra que condena que del cielo—, un rebaño de hombres debe olvidar la trashumancia, la libertad de caminar y amar, de formar parte de una familia, de un país, de un devenir histórico que se construye o se odia. Un rebaño pacífico de reses, rumiando su vergüenza, su docilidad ante el hierro que marca y el dueño que ordena. O, de lo contrario, un grupo de violentos diseminados por las calles, engendrando el caos, alcanzando con las flechas de la enfermedad —como un cuadro medieval de la peste— el cuerpo saludable de la Nación. Una de dos, o aterrados o terroristas: el Poder no sabe diseñar otras existencias posibles; o enfermos o saludables, o condenados o inocentes, o víctimas o victimarios. Ésta es una lectura sencilla del régimen sanatorial impuesto por la Salud Pública cubana a los portadores de VIH y enfermos de sida en Cuba. Pero ya se sabe que asunto tan polémico y pluridimensional no admite recuentos fáciles, conclusiones tajantes. Es lo que parece advertirnos, de manera soterrada, Miguel Ángel Fraga, cubano y residente ahora en Malmö, Suecia, quien ha publicado Cuentos de lo Probable, lo posible y lo imposible (Génesis, 2000); No dejes escapar la ira (Letras Cubanas, 2001); Cuentos del amor escandaloso (Edición personal, 2001), todos de cuentos, y la novela Olvidó que me quería (Aduana Vieja, 2008). Justamente por haber vivido en el vórtice de la tormenta, Miguel Ángel Fraga es capaz de atestiguar la paz que extrañamente puede reinar en el centro.

 

En un cuerpo social tan codificado como el cubano, tan ilusoriamente diseñado sobre figuras modélicas y proyectos de identidad nacional —con un control estricto sobre las drogas y la prostitución, una comunidad homosexual constantemente puesta en jaque y un sistema de salud y vigilancia óptimos— el VIH/sida fue la pesadilla que hacía añicos la homogeneidad y superioridad moral del cuerpo nacional. Fue la confirmación de la disidencia, de la pluralidad de los individuos y de sus prácticas sociales y sexuales. No importa que un índice considerable de seropositivos proviniese de las filas del ejército que había ofrecido su ayuda militar a países africanos en conflicto, y de sus esposas y/o amantes ocasionales. A su vez, la creación de los sanatorios y el internamiento obligatorio de los enfermos —política sanitaria implementada en Cuba para hacer frente a la epidemia y sumamente criticada por la comunidad internacional— consolidó en el imaginario cubano la permisividad y naturalidad de la segregación de los seropositivos, su no pertenencia a la comunidad, y potenció el estatuto de criminalidad de los enfermos que el encierro de por sí otorgaba. Los “portadores del mal” fueron, ante todo, concebidos y afirmados como culpables de su enfermedad, y esta culpabilidad se afianzó en la creencia del carácter disoluto e irresponsable de estos individuos.

 

El libro de Miguel Ángel Fraga es el cruce de caminos en el que colisionan las experiencias de los que vivieron la creación del primer sanatorio cubano para pacientes con VIH/sida, situado en la finca Los Cocos, cerca de El Rincón, localidad al sur de La Habana donde se encuentra la iglesia de San Lázaro, sitio de peregrinación y antigua leprosería. Nos retrotrae a aquellos años en los que se edificaba un proyecto, en los que la enfermedad nacía con el peso de la execración a la vez que la arquitectura del lugar se transformaba paulatinamente —y ya se sabe del valor altamente ideológico de las configuraciones espaciales—. Época de pocas sutilezas, de dolores encerrados en compartimentos menores (zonas, muros, divisiones) que nacían dentro del claustro mayor que era el sanatorio. El autor consigue no orquestar las voces; la unanimidad, demasiado sincrónica para ser real, queda excluida de su libro. A cambio, nos ofrece el hilo conductor de la duda: un tejido de discrepancias, (in)exactitudes y singularidades que no necesitan ser verificadas, pues la medida de la veracidad es la vivencia de cada entrevistado.

 

En un rincón cerca del cielo es el único libro publicado sobre el VIH/sida en Cuba que hace hablar directamente a los implicados en la epidemia, con sus nombres propios y palabras ríspidas, sin maquillaje. Intentos anteriores, como Sida: Confesiones a un médico (Ediciones Lazo Adentro, La Habana, 2006), de Jorge Pérez Ávila, (director del sanatorio entre 1989 y 2000) utiliza las mismas fuentes que Fraga y entreteje similares experiencias, pero ya se sabe que el formato de la confesión ha sido un recurso del poder central en las sociedades disciplinarias como para no mirarlo con ojeriza, aun cuando el autor pretenda una honestidad y cercanía imposible de alcanzar.

 

Por el contrario, En un rincón… no pretende suplantar identidades, ni confesar y/o absolver a nadie. No se trata de entretener a los lectores con un relato más o menos doloroso —al gusto del público de telenovelas—, y mucho menos aleccionar o mostrar senderos insanos que debemos evitar. Tampoco se pretende humanizar a las “reses” con fórmulas de perdón o comprensión; mostrar a toda costa que el establo es un pesebre de oro y no una pocilga; que el sanatorio es una vía óptima y no una cárcel o un moridero donde se confina lo peligroso. No se intenta hacer, una vez más, la única versión posible del padre bondadoso que acoge a sus hijos descarriados y les ofrece, a cambio, una habitación con aire acondicionado y un poco más de comida: en la Cuba de los años duros en que fueron creados los sanatorios, estos dos beneficios sólo se brindaban en hospitales y hoteles, como si sólo los que estuviesen de paso, los enfermos o los turistas, pudieran llevar su marca de no pertenencia al tráfago nacional en las pieles frías y los estómagos llenos…

 

Este libro de testimonios, que se publica con una década de retraso –por una mezcla obvia de censura y cautela— con respecto a su elaboración y al contexto histórico-social que reconstruye, abole la autoridad y prácticamente la autoría. El escritor es, ante todo, un veedor y un oyente; después, un transcriptor de voces que en su mayoría (desgraciadamente) ya nos llegan desde el cielo: un medio —el médium—, un intermediario entre los que hemos tenido los cinco sentidos abotargados y no hemos visto ni oído nada (o acaso hemos mirado hacia otra parte) y los protagonistas del libro, esos que en muchos casos sólo existen en calidad de cifras o como personajes insólitos en los anecdotarios de los médicos. Libros como éste retuercen nuestra conciencia cívica; nos convierten en carceleros anónimos que coadyuvamos, directa o indirectamente, a una política de salud errada, absolutamente arcaica, medieval. Recuerdo al pueblo —a la mayoría de esos miembros “sanos” del cuerpo de la nación— que seguía los informativos aciagos que por el año 86 ofrecían los datos de la entrada del VIH/sida en Cuba, y recuerdo (aunque yo fuese una adolescente y me creyese entonces exenta de toda mácula) que la gente aplaudía el encierro de los portadores, la exclusión, el olvido, como si los sanatorios revolucionarios fuesen la concreción de aquel utópico islote donde los racistas republicanos deseaban encerrar a los negros para regular, también, la mezcla de sangres, la contaminación… Un 98 por ciento de la población respiraba en paz, decían las encuestas: la Isla incontaminada era una especie de El Dorado, y el sanatorio, un proyecto salido de una noche de pesadillas en la que el hombre nuevo se miraba al espejo y descubría manchas sospechosas...

 

Acostumbrados a lo obvio, a la afirmación de los lugares comunes del discurso oficial, En un rincón… pone al descubierto la verdadera intensidad de la palabra marginal, nos desautomatiza (y también contribuye a sacudir al género testimonial) con la crudeza de quienes cuentan sus historias, hastiados de que hablen por, y de, ellos. Y para que sean más nítidas las diferencias entre el discurso de los enfermos y el de médicos, enfermeras y psicólogos del sanatorio —todos aquellos que tienen conciencia de ser representantes ventrílocuos de los otros—, los testimonios de cada grupo se entrelazan (“juntos pero no revueltos”, como advierte un refrán popular), para que, a su vez, constatemos la imposibilidad política de la comunicación, la demagogia de todo poder que pretende que unos puedan ponerse en el “lugar” o la piel del otro, que sean representantesde: las voces de los que así hablan resuenan, más bien, a representación teatral, a grandilocuencia y altruismo enfático, aun sin tener conciencia de ello o sin pretenderlo.

 

Detrás de cada presunción de verdad, los fragmentos se recombinan y las certezas adquieren una variedad morfológica infinita, siempre huidiza. Quizás lo más apreciable de este libro, además del valor que otorga a la palabra quebrada y desautorizada, es la fluidez de las evidencias, el permanente equívoco de nuestros testimonios; la posibilidad de que la experiencia nos haga apreciar pequeñas (o descomunales) sutilezas que cambian radicalmente una historia. Y, luego, aquellos indicios de lo que se calla u oculta, de la necesaria y estratégica adecuación al poder como forma de subsistencia, del titubeo y el miedo a llamar las cosas por su nombre o, acaso, el convencimiento de que pocas cosas tienen un nombre exacto, único o irreversible.

 

Por otra parte, En un rincón… hace que emerja la cotidianidad de los que imaginábamos arrancados de lo cotidiano y lo intrascendente. Un mundo paralelo semejante al de cualquier cubano, con dimes y diretes, con colas en la bodega y ollas en el fogón, con fiestas y desesperanzas, con sueldos que no llegan a tiempo y dinero que no alcanza, con trampas para burlar las leyes, trapicheo y mercado negro, con peleas y machetazos, con infidelidades y celos, con mentiras y sobornos, con resignación y puesta en escena de verdades prefabricadas para obtener garantías —esos ansiados “permisos de salida” de la institución—, con ganas de vivir y ganas de morir a cada hora, cada día… y con el estremecimiento de que la mácula de la exclusión y del encierro (en un sanatorio, pero también en un país que aherroja, en una Isla que es cárcel y refugio a la vez, patria y matria, vida o muerte) es, a veces, más dolorosa y menos soportable que la enfermedad más cruel.

 

 

 

 

Son y no son

 

Cristóbal Díaz-Ayala

 

 

Benjamin Lapidus

 

Origin of cuban music and dance. Changüí

 

The Scarecrow Press, Inc.

 

Lanham, Maryland, 2008, 199 pp.

 

ISBN-13: 978-0-8108-6204-3

 

 

El autor de este volumen es una rara mezcla de profesor de música caribeña y “world music” en varios centros educacionales de Nueva York y otras partes del mundo, y músico profesional especialista en guitarra y tres cubano, con varios álbumes grabados con su grupo Sonido Isleño. Ejecutante, arreglista y compositor siente una fuerte atracción por Cuba, adonde ha ido en varios y extensos viajes de estudio, pero no a La Habana, sino a Oriente, y tampoco a Santiago, sino a Guantánamo y sus alrededores, en busca de un tema que le obsesiona: el llamado changüí, una especie de pariente pobre del son, al parecer oriundo de dicha región.

 

Considerado por muchos como una protoforma del son, como el nengón, el kiribá o la regina, el changüí había sido brevemente estudiado por investigadores cubanos, sobre todo, por el profesor Danilo Orozco. Pero nadie había dedicado un libro entero a este género, comenzando por un estudio histórico-social de Guantánamo y sus regiones circundantes, siguiendo en otros capítulos con el análisis de los instrumentos típicos que interpretan este género. El libro, escrito tanto para los que no sabemos música, pero nos interesa su historia, como para los intérpretes, analiza técnicamente los diferentes estilos de improvisación en el tres.

 

Lapidus también analiza cómo el changüí, igual que el son, aprovecha la letra de sus canciones para contar la historia del origen del género, y la de sus intérpretes más destacados, en una especie de efectiva autopublicidad. El autor se detiene en los “parientes” del changüí antes mencionados, como el nengón y otros, y, asimismo, en las variantes del propio changüí que, a diferencia de esos otros géneros, se mantiene activo, con grupos que lo cultivan y nuevas composiciones musicales.

 

Un capítulo estudia la posible y discutible influencia de la presencia afrohaitiana en Cuba desde principios del siglo XIX en el desarrollo del son. Que se hable aquí del son contradice un tanto su defensa de la independencia del changüí, pero el autor lo argumenta suficientemente. Y un último capítulo habla de festivales y competencias en la zona oriental, especialmente en la guantanamera, donde se cultiva este género.

 

Como si se tratara de un caso legal, Lapidus resume en las “Conclusiones” sus argumentos a favor del changüí como género musical independiente y distinto del son, con características propias, entre ellos el muy atendible de que, a diferencia de otros “protosones”, que raramente se escuchan, el changüí sigue teniendo fuerza y vigencia. Hay una extensa bibliografía, discografía y selección de vídeos, aunque se echan en falta fotos que ambienten un poco el texto.

 

Guantánamo, con buenos músicos, orgullosos de su terruño, ha tenido mala suerte en la historia. Aislada físicamente del resto de Cuba, es conocida mundialmente por la base naval establecida allí por Estados Unidos desde 1898. Se ha convertido en un nombre maldito, como cuando se hablaba de la Isla del Diablo en la Guayana Francesa, o de la prisión de Alcatraz. Ojalá este humilde libro de reivindicación de su música sea la señal de futuros tiempos, y que cuando se hable de Guantánamo pensemos en la “Guajira guantanamera” y en el changüí.

 

 

 

 

 

Los ritmos implosivos de Rolando Jorge

 

Pablo de Cuba Soria

 

 

Rolando Jorge

 

Toda la belleza del viaje

 

Bluebird Editions, Miami, 2007

 

218 pp. ISBN: 9781430315742

 

Los poemas recientes de Rolando Jorge son viajes implosivos, hacia el hueso. Las piezas de este último libro dan testimonio de tales contracciones. Si bien hablan de más de una década de escritura, lo hacen también de una poesía que se comprime cada vez más, que tensa el cuerpo poemático hasta sólo quedar la estructura ósea. En la trayectoria que va de El linchamiento de los caballos expósitos (1997) a Los Bordes (2005) y Barco de paseo pintado por Monet (2006), pasando por La ciencia de los adioses (2003), asistimos a un desgarramiento alegre del discurso, en ascenso. Cimientos que aúllan melodiosamente. Sí, porque esta poesía se sostiene desde una sequedad desbordante/armoniosa (“soledad sonora”, acuñó san Juan de la Cruz) que no pretende las tan estériles nadas y absolutos misticoides que minan, para alimento de la burla y/o de la pena, gran parte de la poesía castellana.

 

Hay ciertos poetas que se definen en/desde el desplazamiento/los vaivenes entre formas retóricas. Verbigracia, un par de ellos son imprescindibles en nuestra tradición: Julio Herrera y Reissig y Martín Adán. Traduzco: en Toda la belleza del viaje el sujeto lírico (o poeta, da igual cualesquiera de los dos calificativos, apenas implican figuras/niveles del discurso) aunque no se desprende de las amarras discursivas de la tradición española (sobre todo, de un Vallejo entrelineado), tantea simultáneamente otras formas de la expresión (por un lado, cierta arteria objetivista: Williams, Zukovski, Oppen; por otro, el cubismo de Reverdy), una suerte de territorio donde asimilación y ruptura se encuentran en un punto, donde el ritmo de otras lenguas se incrusta (camisa de fuerza necesaria) en la natural cadencia de la nuestra. Estilos que se superponen hasta alcanzar lo que el centauro. Y aquí no indico/señalo neutralidades (toda escritura es en contra/a pesar de), ni mucho menos almacenes de obras leídas y vivencias (cúmulo/suma siempre difusa de lecturas y experiencias), una yuxtaposición de imaginarios, es decir, palimpsestos de lecturas e intuiciones. Frases tachadas/rayadas a las que se superponen los golpes líricos/mensajes enviados desde las hendeduras de la cabeza. El poeta dilata —sinónimo aquí de tensar— la sintaxis hasta la convulsión. De tal manera, leo “Con gilberta, cerca de Combray”: “cuál arnaldo /cadena en oro. /soy el que llora y canta /sólida liebre. /hediondez /coleccionar introspecciones /lechuga, coliflorabuelo. /busco /impresiones lascivas”.

 

En las dos primeras secciones/apartados del libro, encontramos no pocos versos sostenidos en una especie de nostalgia fácil que malogra los poemas —aunque ya ciertos giros/amarres anuncian el desvío—. Melancolías que, de momento, no corresponden a aquella de la anatomía de Burton, precedente del caos, anterior a las naciones/nociones. Un poema es más que recuerdos, más que memoria, ya que es anterior y posterior a ella; el poema dota a la memoria de existencia, de palabra trascendente. La poesía “es el idioma que se rebela contra los tiempos puros de la gramática” (Magris). Así, versos como “El aire de La Habana en el restaurante Moscú /secaba tus lágrimas equinocciales” (“Balada del desertor”) quedan para la mediocridad poética cotidiana. Pero el poeta intuye que el reino de Dinamarca, a veces, huele a podrido y entonces prosigue el viaje; entonces, otro es el cincel con el que se quiebran los sintagmas/la sintaxis, por lo que páginas después nos tropezamos con un extraño como “Los cafés de Praga”: “rueda /por dornajo. Ni gota /evoca /librería //escena /llega /carnicero a calle del garabato /para pulir sustancias de desesperaciones”. Justo ahí es donde asoma el hueso/tejido silábico en bronca con el lenguaje, urdimbre desprovista de cualquier reminiscencia gratuita.

 

En el buen sentido del término, los dos últimos cuadernos de Toda la belleza del viaje discurren desde/en la reducción del espacio poético. La escritura no se expande, sino que se estremece, se vuelve fragmentos, retazos, esqueleto a la intemperie: “establo /¡ho, ho! ¡grecia, /palangana /arriba. suban, /rodilla /y codo /sobre vinateros están, /que viven //manuel, rolando! //¿puede ser ninguna forma? //enroscan /países /establos”. Cierta solemnidad mojigata que en los poemas iniciales provocan ganas de cerrar el libro, va desapareciendo en tanto que la contención electiva comienza a hilar/concatenar la escritura. Ahora, el tratamiento de lo melancólico difiere 360° respecto de aquellos versos ya citados. Leo así el poema “Cajas vacías”, tensado hasta lo sumo, donde lo nostálgico es puro tuétano/meollo: “artistas con tripas /toque de queda en cuchara. //pueblitos /ojos de matojo /cabeza de pájaro /entre árboles /del paseo de Noda y otras notas del señor Méndez /cuchichea lagartija en ornamenta. Filma /filma por portugal /semialzada, lejos, encima del trueno de los olivos. //pasan trenes /(jipan solos) /esta canícula comerán /manchas de vino gente de hollywood /mi hermano. //después tuve fama, sabe. //feriano /en cuanto a mí /en cuanto a vottorio /carruaje /da vueltas /chirrido de pozo en pelos. //feriano. //diez liras”. Por ello, el libro permanece abierto y el viaje/la lectura prosigue. La belleza del viaje, a la que alude el título, provoca ese salto/tracción hacia adentro, hacia lo implosivo. Inducción intravenosa/aire comprimido. Lo bello ahora deviene lo que se deforma/lo que se tuerce: formas clásicas desechas/mutiladas por mediación de un azar abolido/racional. Es el poeta forcejeando contra sí mismo, el escriba dialogando de manera inquietante con la tradición.

 

Samuel Beckett en sus conversaciones con Charles Juliet habla de su concepción del hecho literario, de su “manera de actuar hacia la nada, comprimiendo el texto cada vez más”. La poesía de Rolando Jorge se revela/manifiesta precisamente desde esa manera del proceder creativo, pero no es su intención consumar la aridez, asirla, sino que se regodea en los bordes de la sequedad. Piezas entrecortadas que distan del mero vaciamiento. “La escritura resulta en el detalle, no en el espejismo, de ver, de pensar con las cosas tal y como existen, y de dirigirlas a lo largo de una línea melódica” (Zukovski). No se experimenta el golpe metálico de la campana a raja tímpanos, sí las vigorosas resonancias que nos llegan desde cierta distancia/contención. Traduzco: un ejercicio poético de inhalación constante donde los músculos se tensan hasta reventar en un armonioso ruido de huesos.

 

 

 

 

El “exilio histórico”. Política, religión y paternidad

 

Jorge Duany

 

 

Javier Figueroa

 

El exilio en invierno. Miguel Figueroa y Miranda. Diario del destierro.

 

Librería La Tertulia y Ediciones Callejón

 

San Juan, Puerto Rico, 2008, 273 pp.

 

ISBN: 13-978-1-881748-64-9

 

 

Al concluir su incisivo preámbulo a El exilio en invierno, Javier Figueroa hace una escueta confesión: “Miguel Figueroa y Miranda era mi padre”. Para mí, esa es la clave del texto. El autor escudriña el diario de su padre ausente, encontrado “de manera fortuita después de su muerte en 1993 y que sólo abarca unos setenta y un días del año 1962”. Según Javier Figueroa, “el diario de Miguel Figueroa y Miranda, con sus datos y reflexiones, se convierte en una suerte de experiencia colectiva” del exilio cubano en Miami entre 1959 y 1962. Más adelante, señala que el diario es “un registro de enorme valor para acercarse a las múltiples incidencias que fueron parte de la vida cotidiana de muchos cubanos y cubanas” emigrados en esa época. El proyecto intelectual del autor es, entonces, reconstruir la biografía política de su padre dentro de la coyuntura histórica que muchos cubanos de clase media percibieron como “la revolución traicionada” por Fidel Castro y sus seguidores. En particular, Javier Figueroa aborda las creencias, valores y acciones paternas como parte de la Agrupación Católica Universitaria (ACU), un movimiento social poco estudiado hasta la fecha. Supongo que el mayor interés personal de Figueroa hijo, es establecer su propia genealogía ideológica dentro del éxodo cubano, aunque lo haga tras bastidores, entre líneas y, sobre todo, en notas al calce.

 

El propósito básico de El exilio en invierno es documentar las perspectivas y experiencias de los cubanos que se opusieron a la radicalización de la Revolución Cubana por razones fundamentalmente éticas y religiosas. Para muchos de los primeros emigrados, el giro del Gobierno Revolucionario hacia el marxismo-leninismo representó una inaceptable tendencia laicista, materialista y atea. En ese sentido, las memorias de Figueroa y Miranda articulan la ideología conservadora de un sector nutrido de la elite prerrevolucionaria, educado principalmente en colegios católicos como La Salle o Belén y, luego, en la Universidad de La Habana; sustentado en profesiones liberales como la abogacía, la medicina y la ingeniería, e identificado con las doctrinas de la ACU. Esta última proponía la “recatolización” de la sociedad cubana mediante la transformación espiritual, formación intelectual y participación política de sus miembros. Junto a otras organizaciones cubanas, los militantes de la ACU favorecían la restauración de la Constitución de 1940 (pp. 109-111). En su ensayo introductorio, Javier Figueroa traza los orígenes de la ACU en Cuba en 1931 hasta su trasplante a Estados Unidos en 1961. Con el tiempo, la mayoría de los “agrupados” se reencontró en Miami y se opuso tenazmente al gobierno de Fidel Castro.

 

Figueroa se suscribe a una filosofía de la historia como “un proceso abierto e indeterminado” cuyos sujetos son “agentes libres y responsables” y “donde están implicadas múltiples posibilidades”. Esta visión lo lleva a rechazar interpretaciones “deterministas” de la Revolución y la “contrarrevolución”, esgrimidas por intelectuales de izquierda y de derecha. El autor se pregunta qué alternativas de resistencia tenían los opositores del régimen fidelista a principios de los 60; su respuesta es que sólo podían escoger la vía insurreccional. Javier Figueroa subraya que, durante sus primeros tres años, el Gobierno Revolucionario había cerrado “los espacios para la política del diálogo, la negociación y la competencia entre grupos diversos”, especialmente, mediante el aplazamiento de las elecciones y la represión de la disidencia en la Isla. Parafraseando al Consejo Revolucionario de Cuba (CRC), establecido en Miami, el autor plantea que “el único instrumento que le queda[ba] a los cubanos de la oposición para lograr en aquel momento un cambio de régimen en Cuba era el de la guerra convencional”. El exilio en invierno examina las profundas implicaciones de esa premisa, tanto para Miguel Figueroa y Miranda como para miles de militantes del exilio histórico —o “dorado”, dada su selectividad socioeconómica—. Como apunta Javier Figueroa, el grueso de los emigrados entre 1959 y 1962 pertenecía a los estratos más privilegiados de la Cuba prerrevolucionaria.

 

Metodológicamente, el libro está compuesto por un collage de múltiples voces, textos y registros, y éste es uno de sus mayores aciertos. En primer lugar, está el relato magisterial de Javier Figueroa, redactado por un narrador omnisciente en tercera persona, basado en fuentes primarias y secundarias de información. En segundo lugar, se reproduce —con revisiones estilísticas menores— el diario póstumo de Miguel Figueroa y Miranda, testimonio personal de sus vivencias e impresiones como refugiado recién llegado a Miami, desde el 3 de febrero hasta el 14 de abril de 1962. En tercer lugar, la sección titulada “lo diario” amplía la información sobre los principales sucesos referidos en el texto de Figueroa y Miranda. En cuarto lugar, se reseñan revistas y periódicos de la época, especialmente los “periodiquitos” del exilio, archivados en la Colección de la Herencia Cubana de la Universidad de Miami. En quinto lugar, una sección biográfica, organizada alfabéticamente, identifica a numerosos personajes históricos mencionados en el libro. Por último, se incluyen dieciséis fotografías y caricaturas alusivas al éxodo cubano en Miami a principios de la década de 1960. El uso de diferentes tipografías ayuda a distinguir visualmente las perspectivas y fuentes contrapuestas a lo largo de la obra.

 

En conjunto, el libro ofrece una visión caleidoscópica de los inicios de la diáspora cubana después de la Revolución. Aunque se ignora exactamente por qué el padre del autor comenzó a componer su relato, y por qué dejó de hacerlo, se intuye que se sentía agobiado por su condición de desterrado, desempleado y dependiente de ayudas gubernamentales, pero esperanzado por su eventual retorno a la tierra natal. El 7 de febrero de 1962, Figueroa y Miranda escribió en su diario: “nuestro deber es hacer lo posible por regresar a Cuba y continuar mientras tanto la unión y en lo que fuera posible la actividad como grupo independiente”. Se refería específicamente a la organización religiosa de los cubanos refugiados en Miami, pero también sugería la urgencia de la cohesión política. A pesar del fiasco militar de Bahía de Cochinos en abril de 1961, el exilio no cedió en su beligerancia. Por el contrario, la crónica de Figueroa y Miranda constata los múltiples preparativos tácticos, gestiones propagandísticas y luchas intestinas en torno a un objetivo compartido por la mayoría de las organizaciones de aquella época en el exilio: el derrocamiento forzado del régimen fidelista.

 

Sin embargo, la acción bélica sería cada vez menos viable para la oposición anticastrista. El 4 de abril de 1962, Figueroa y Miranda vaticinó: “Me siento muy pesimista[,] creo que el problema de Cuba es muy largo, y quizás no se resuelva nunca”. Lo que no podía entrever en ese momento era que la Crisis de los Cohetes, en octubre de ese año, pondría fin a cualquier intervención militar directa de Estados Unidos en Cuba, como resultado de un acuerdo diplomático con la Unión Soviética. Ese también sería el fin del llamado exilio histórico, puesto que los vuelos regulares entre Cuba y Estados Unidos se suspendieron entonces y sólo se reanudaron con los “Vuelos de la Libertad” (desde diciembre de 1965 hasta 1973), originando una segunda oleada migratoria.

 

A mi juicio, la contribución sustantiva de El exilio en invierno es recrear, en toda su complejidad, el momento fundacional de la comunidad cubanoamericana (aunque muy pocos exiliados se describieran así en esos años; la mayoría se percibía como refugiados transeúntes que pronto regresarían a su patria). Contrario a otros estudiosos del tema, Javier Figueroa recalca la heterogeneidad ideológica de los primeros emigrados y sus proyectos de reconstrucción nacional. Esta pluralidad de opiniones, criterios y estrategias se reflejaba en la gran cantidad de instituciones políticas del exilio, incluyendo al Frente Revolucionario Democrático, el Movimiento Revolucionario del Pueblo, el Movimiento Demócrata Cristiano, el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, la Acción Revolucionaria Social Demócrata y la Agrupación Montecristi. El autor cita un artículo de Bohemia Libre Internacional, de 1962, lamentando “las ciento y pico de facciones, tendencias, movimientos, frentes, directorios, grupos y asociaciones en que está dividida la oposición cubana al régimen comunista de Fidel Castro Ruz y de Carlos Rafael Rodríguez”. Otro artículo del mismo año del Diario de Las Américas sentenciaba: “los cubanos son incapaces de producir la unidad política y de propósitos necesaria para combatir el régimen que encabeza el barbudo Castro”. Durante esa época, un manual confidencial de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) identificó 59 organizaciones principales del exilio cubano, cada una con sus propios líderes, plataformas, actividades e instalaciones.

 

Por su parte, Figueroa y Miranda se distanció de los grupos que buscaban restablecer al depuesto dictador Fulgencio Batista en el poder, y se alineó con el Consejo Revolucionario de Cuba (CRC), una coalición de organizaciones presidida por José Miró Cardona, ex primer ministro del Gobierno Revolucionario. En varios momentos, incluso se burla de los batistianos: “quienes más ruido hacen por radio y periódico y conversaciones y quienes más logran influir en la opinión son los batisteros. Dice [José Ignacio] Lasaga que es porque como fueron los que robaron son los que tenían el dinero para pagar la propaganda”. En otro lugar, ironiza: “ahora resulta que los únicos limpios, puros e inocentes son los batistianos”.

 

El diario evoca los estrechos lazos personales —no siempre amistosos— entre las figuras más prominentes del exilio histórico: Carlos Hevia, Tony Varona, José Ignacio Lasaga, Manuel Artime, Manolo Ray, Felipe Pazos y Justo Carrillo. El relato también constata la injerencia de la CIA en la causa anticastrista, a la que apoyaba económicamente, pero le restaba legitimidad y autonomía. Como apunta Javier Figueroa, las conexiones con la CIA deterioraron la imagen pública del CRC dentro de la comunidad exiliada en Miami. Finalmente, Figueroa y Miranda participa de una compleja red de contactos oficiales y extraoficiales con la jerarquía de la Iglesia católica, dada su militancia en la ACU y experiencia diplomática en el Vaticano. Sin embargo, tras el nombramiento de monseñor Cesare Zacchi como encargado de negocios de la Santa Sede en La Habana, en 1962, la Iglesia tendió a adoptar una postura de coexistencia y diálogo con la Revolución Cubana.

 

Un tema recurrente de El exilio en invierno es la resistencia de los exiliados a dispersarse. El propio Figueroa y Miranda luchó contra este proceso auspiciado por el Centro de Emergencia para Refugiados Cubanos, porque “creía mi deber quedarme [en Miami] para ayudar en lo que pudiera”. (En 1965, Figueroa y Miranda se radicaría en Puerto Rico, donde ya residían su hijo mayor y unos 13.000 cubanos relocalizados por el gobierno federal). Como demuestran numerosos artículos periodísticos recopilados por Javier Figueroa, la renuencia a la reubicación se debía primordialmente a la necesidad de concentrar la oposición anticastrista en el sur de la Florida. También existían otras razones de peso, como la cercanía geográfica a la Isla, el clima tropical, la creciente popularidad del idioma español, la posibilidad de recrear la cultura prerrevolucionaria en el exterior y, más tarde, las oportunidades económicas que crearía el enclave cubano en Miami.

 

En conclusión, la búsqueda del padre perdido —un poderoso motivo literario y mítico en la cultura occidental— rinde grandes frutos en El exilio en invierno. Por un lado, el hijo, ahora adulto, logra desentrañar la mentalidad política y religiosa que llevó a su familia a irse de su país hace casi 50 años. Hay que agradecerle a Javier Figueroa que compartiera las memorias paternas y que, como buen historiador, las situara en su contexto social más amplio. Por otro lado, este gesto le permite entender por qué su padre —como muchos compatriotas de su generación— escogió la lucha armada como principal estrategia política, incluso antes del triunfo de la Revolución en 1959. Irónicamente, el fracaso de la confrontación abierta por parte de los exiliados ayudó a consolidar la Revolución Cubana durante casi cinco décadas. No obstante, el papel de Javier Figueroa como historiador no es juzgar retroactivamente las decisiones de su padre y sus contemporáneos, sino “poder conocer mejor la naturaleza de lo que significa estar en el exilio, es decir, obligado a abandonar por razones políticas un espacio territorial determinado con el que está vinculado afectivamente”. El 11 de febrero de 1962, Miguel Figueroa y Miranda despidió a su hijo mayor que se trasladó a Puerto Rico. Ese día anotó en su diario: “Después de perder todas las cosas, no sólo las materiales sino los proyectos, las ilusiones, los afectos, ahora también vamos perdiéndonos unos a otros al irnos separando”. He leído pocas definiciones más precisas y desgarradoras del exilio, ya sea en invierno o cualquier otra estación del año.

 

 

 

 

Piedras, nada más que piedras

 

Lizabel Mónica

 

 

Juan Carlos Flores

 

Un hombre de la clase muerta. Antología poética (1986-2006)

 

Editorial Torre de Letras

 

La Habana, 2007, 155 pp.

 

 

I

 

Juan Carlos Flores es un escritor extraño; su poesía parece decirnos que las palabras sobran. La economía de la letra se impone, se vuelve mineral, bajo un tranquilo fluir de las páginas. ¿He dicho “bajo”? Más bien ha sido inverso, diagonal, cual una superposición de vigas. Libro-galería, Un hombre de la clase muerta, antología poética personal –selección de sus tres cuadernos de poesía– compromete un despliegue tropológico atravesado por incipientes zonas de lectura. Los trazados se entrecruzan y engañan, los planos desaparecen. Lector y escritor se topan continuamente con la posibilidad de encontrarse, perderse de vista o desvariar. Ambos visitantes de una extensión finita, aunque múltiple. Flores conforma sus libros, y en especial esta antología recién publicada por Editorial Torre de Letras, en tanto que estructura móvil, arquitectura de la potencia. Bajo una inspiración que parece prefigurada desde las cercanías a un Cornelius Escher, la aparente precariedad de los cortes laterales o el murmullo seco del constante levantar de paredes ciegas, no escatima la escritura de superficie, escritura de la inmanencia. Galerías y más galerías: las habitaciones permutan, las paredes desaparecen. Se trata de hacer un recorrido, de entrar y salir.

 

Así, en el primer libro, tenemos toda una galería dedicada a poemas marginales, mientras que en El Contragolpe aparecen la galería mujeres o la galería artistas. Pero, ¿quién puede nombrar en verdad estos espacios, asentar trayectorias? Cuando decimos “se está cerrando un círculo…”, hay un círculo que se abre en las inmediaciones de aquel. El círculo permuta. Entrar o salir a un(os) territorio(s) de un poema es correr el riesgo de no salir, de hacerse otro. Aun más, leer poesía es asumir ese riesgo, propiciarlo. La materia poética se resiste a nuestra necesidad de abolir el ritmo.

 

Como Pound o Whitman, Juan Carlos Flores echa de menos una tradición. Pero esto no le abruma. Bebe de aquí y de allá, digiere lo que puede, se alimenta de piedras, como ya hemos dicho en la presentación de El Contragolpe en Torre de Letras, el 23 de octubre de 2008. En Flores la palabra no se “oye con los ojos”, como en Brull, sino que se reduce a piedras. Tampoco hay “sabor del saber”, como en Armand. En Juan Carlos es movimiento geológico, intestinal: la piedra es a la boca lo que a los ojos: piedra y nada más que piedra. El culto a la abundante comida, o a las sabrosas sorpresas de la letra, tiene su dique aquí. No se espere juego, lucidez, belleza intelectual, entendidas como la entiende la ciudad literaria, o su resaca. A este poeta le molestan dichas maneras; la alegría autocomplaciente, contenida en las tres, es la que define esta ausencia. Su poesía es moderada, y no tiene danzas o marchas: arrastra los pies. Gusta de manifestarse con los signos de la misma decadencia (ruina) que la palabra manifiesta. Ya no las ruinas de Mariano Brull, ni las que encuentra Octavio Armand en Lezama. Es una Troya desierta, sacudida sólo por esa risa tenue, persistente, que crece en nuestras barbas.

 

 

 

II

 

¿Humor en Juan Carlos Flores? Al traspasar el umbral de Un hombre de la clase muerta, nuestro cuerpo se encoge, se agrieta la experiencia. Somos mofetas, saltamontes, hombres-leopardos, un viejo, una gorda peninsular, el repartidor de biblias. Hemos entrado al territorio del sarcasmo. Al territorio de la experiencia común. ¿Cuánto tiempo tardaremos en reír?

 

Juan Carlos Flores no narra una sola Troya. Describe Troyas, muchas Troyas que se suceden ante la mirada estupefacta. Son los restos de una guerra, de una Troya, pero a la vez estos se inscriben sobre las tantas ruinas dejadas en la experiencia cotidiana. Las pequeñísimas Troyas que componen la vida de un hombre cualquiera. El ciudadano, fastidiado del César. El hombre, cansado de las ciudadanías. La escritura es menor, busca llenar las bacinillas vacías del hospital literario con un poco de saludable orín. O de enfermo orín. La enfermedad, esa zona subyacente a la vida y que toda escritura social pretende mantener desterrada. Cierto es que cuando Trotski habla de un “emigrado interno”, parece que nombrara alguna suerte de padecimiento fisiológico; el padecimiento fisiológico que sufre un Estado. Sólo que ninguna ideología de Estado, hasta hoy, se ha alimentado de La enfermedad como camino

 

Para Juan Carlos Flores no hay poeta de la Revolución cubana. La Revolución en nuestro país no ha dado abejas reinas que produzcan su miel a partir de las libaciones sociopolíticas desencadenadas en el proceso histórico. Reinaldo Arenas, dice Flores, lo ha sido un poco desde la narrativa. Asentimos: un enorme abejorro perturbador. Desde el poema, sólo yo me he atrevido, continúa Juan Carlos, dado el carácter eminentemente revolucionario de mi poesía. Cíclica, giratoria del hecho poético, mis textos llevan a cabo incesantes, convulsas “revoluciones”. Tantas revoluciones por minuto, el “no-cumpleaños” de Carroll celebrado hasta el cansancio en un reino fuera del tiempo. En este caso, el poema.

 

Reinaldo Arenas es también el individuo atrapado por el Estado, incapaz de sustraerse de sus redes, calado hasta los huesos por éstas. Arenas no pudo librarse del régimen del que escapó físicamente. Su lucha con éste duró lo que su vida adulta, dentro o fuera de Cuba. Es la angustia de un individuo frente a un sistema, que se revierte en producción literaria, gigantesca parodia, pero también monstruosa agonía que en el texto vuelve a erigirse como máquina demoledora del sujeto que escribe.

 

Kafka, quien supo mantenerse a salvo, pero huyendo de sus magníficos castillos de tinta y papel, poseía ese humor sarcástico, casi un pus de la lengua enferma, que supo ver Kundera y que es reconocible a su vez en las páginas de Flores, especialmente en su libro El Contragolpe.

 

Es sencillo el tejido, pero apunta en su avanzar tranquilo, sosegado aunque adolorido, a las zonas más vulnerables, más blandas, del cuerpo nacional.

 

 

III

 

Un hombre de la clase muerta es un libro que permite vislumbrar ciertos itinerarios. En poemas como “El viejo”, de su primer libro, Los pájaros escritos, están presentes con claridad los síntomas que explicitan luego sus posteriores cuadernos: la circularidad como progresión del texto o, más bien, como modus operandi; las reiteraciones; el poema en prosa a la manera francesa de un René Char o un Francis Ponge (la prosa es presentida desde su primer cuaderno; ya entonces no son versos sino líneas, y el fraseo se constituye según oraciones gramaticales); la economía mineral del lenguaje, una voluntad de utilizar la página en tanto que espacio para distribuir sobre ella ciertas intencionalidades gráficas. En el primer libro, la puntuación es aun deficiente y arrítmica (lo que puede verse con particular claridad en “El viejo”), y aún persiste entre corredores cierta elocuencia, que aunque se muestra ya agotada, engalana, como para lecturas de salón, la sequedad innata de los textos. La segunda versión de este poema, que aparece en su segundo libro (Distintos modos de cavar un túnel; Ediciones Unión, La Habana, 2003), titulada para entonces “La silla (otra lectura, otra versión)” (p. 32), marca las diferencias que van de Los pájaros escritos a su segundo libro, Distintos modos de cavar un túnel, publicado diez años después. Aunque este poema resulta aún deficiente, consideramos una lástima que sea suprimido de la antología, teniendo en cuenta que su presencia hubiera servido al lector para apreciar la transición del primer poeta, aún en ciernes, al poeta de hoy.

 

Si algo caracteriza a esta antología es su carácter de anti-antología, ya que el criterio de selección de los poemas no se basa tanto en la calidad de los textos —aunque sí lo toma en cuenta, lo que comprobamos en el chapeo oportuno que hace de los tres cuadernos—, ni en un sentido de mapeo de la obra abarcada. Los poemas son tratados, al igual que en sus otros libros, como piezas de una pieza mayor, estancia circunstancial, habitáculo. Cual si fueran los últimos poemas que vieron la luz, escogidos desde esa mirada circunstancial, para armar el libro más reciente. En este sentido, creemos que esta antología viene a ser un cuarto libro del poeta, donde el relato de los textos seleccionados es una reescritura más que una compilación. Ello tiene un valor, un valor que sólo puede adquirir una antología poética si es hecha por su autor. Es visible además la apretada síntesis del libro, que apenas cuenta con transiciones, ni con poemas malos o flojos. La antología ha sido desyerbada con ahínco y se extrañan esas malas hierbas que pudieran provocar la contingencia, algún accidente en la lectura. Es por ello que Un hombre de la clase muerta amenaza con parecer una única galería, la galería de un museo, donde vemos los cuadros almidonados y tensos en su postura de sostener la pared y totalmente eclipsados por una curaduría monótona. A nuestro entender, no llega a tanto, aunque cierto hedor a ambientadores casi nos hace presentir la rigidez en la espalda de un vigilante de obras de arte. Poemas que saltan a la vista del lector en El Contragolpe son sencillamente pasados por alto en la antología. “En el dojo”, de El Contragolpe(y otros poemas horizontales) (Editorial Torre de Letras, La Habana, 2007, p. 76), texto autobiográfico donde se roza oblicuamente la automarginación en el contexto de una sociedad en crisis, sumida en los dictámenes de un régimen que clasifica, en términos maniqueos, la experiencia, en nombre de partidos u orientaciones de Estado. También falta la excelente pieza “Días de 1834” (Íd., p. 88), en que la prosa se vuelve notablemente eficiente y singular. Asimismo “Tren a Vegas” (Íd., p. 82), que toca su última estrategia ante la vida y la poesía, la del retirado de la “ciudad criminosa”, y su acercamiento a cierto ethos de la idiotez. O el poema “El Contragolpe” (Íd., p. 103), que finaliza y da nombre al libro, y que contagia al lector de ese “humor” presente en toda su obra; la ironía punzante, autoparódica.

 

Celebramos esta nueva aparición de Juan Carlos Flores, “escribano de las minucias”, hombre de la clase muerta, como diría él: “Ser quien escribe o quien habla es habitar en un cementerio, pero dentro de una fosa común” (“Un hombre de la clase muerta”, en Poemas encontrados, p. 127).

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