Cómo entré en la crónica roja

O de cómo José Lorenzo Fuentes entró en contacto con los grandes del periodismo republicano e ingresó como cronista de sucesos en la revista Carteles.

José Lorenzo Fuentes

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Aunque hasta entonces nunca me había atrevido a aceptar el reto de la cuartilla en blanco, una tarde de lluvias menudas me di cuenta de que acababa de ceder a la urgencia de una vocación de escritor muy bien sofocada. Lo supe porque cuando escampó, ya había concluido mi primer cuento. Después de leerlo y releerlo, decidí vencer las exigencias de la timidez (entonces tenía quince o dieciséis años, no más) y someterlo a la consideración de Emilio Ballagas, quien vivía en La Habana pero viajaba cada semana a Santa Clara, donde se desempeñaba como profesor en la Escuela Normal para Maestros. Diestro como pocos en desentrañar los mensajes secretos de la poesía, en aquellos momentos, Ballagas se dejaba conquistar por una lucha librada con muy buena fortuna contra sus demonios interiores, puesto que sus ojos, de un color indefinido, tenían el brillo acogedor de las personas que han conseguido el dominio de todos sus ímpetus, y sus gestos pausados eran los de un monje de alguna abadía medieval. Ballagas prometió leerlo con detenimiento y al día siguiente me devolvió el original con tres palabras destinadas a fortalecerme la autoestima: “Excelente. Siga escribiendo”. El cuento, que era un verdadero bodrio, tuvo su merecido destino en el cesto de la basura. Fue lo mejor que hice para no tener que arrepentirme más tarde de haberlo publicado. Pero la indulgencia de Ballagas me ayudó a seguir adelante, garabateando páginas y páginas como un desesperado. No experimenté ningún pasmo cuando me percaté de que mis amigos de la misma generación, más cautelosos y sensatos, tomaban las debidas providencias para hacerse de un título de abogado o de médico, dos profesiones que, a su juicio, sin tanto esfuerzo —al menos sin tanto asedio de la crítica— allegaban fortuna y respetabilidad. Sin embargo, con la idea de que hasta entonces mi única peripecia personal importante había sido redactar aquel primer cuento, a partir de ese instante sólo atinaba a trabar contacto con escritores acaso tan tiernos como yo, pero, sin duda, más despabilados, que ya auguraban meter mucho ruido en el panorama literario del país. El primero fue Guillermo Cabrera Infante, quien también vivía en La Habana pero que, por razones que nunca pude explicarme, sentía una extraña fascinación por Santa Clara. Por tanto, no resultó ninguna sorpresa que Guillermo, un día en que coincidimos en La Habana, antes de aparecer la eterna Miriam Gómez, que lo acompañó hasta el final de su vida, me solicitara el favor —estaba a pocos días de contraer matrimonio con Marta Calvo, su primera mujer— de hacerle una reservación en algún hotel de la ciudad. De modo que procuré para los desposados, en la fecha convenida para su luna de miel, una habitación en el tercer piso del Gran Hotel, con ventanal a la calle, desde el cual podían asomarse en horas de la mañana al espectáculo municipal de los coches con sus toldos de hule tirados por caballos bellamente enjaezados, y entre las sombras de la noche, cogidos de las manos como todos los enamorados de las tarjetas postales, les permitiría escudriñar un horizonte que no iba mucho más allá del parpadeo amarillento de las farolas del Parque Vidal.

Todo se confabuló para que yo no le perdiera pisada al destino de la letra impresa, que me tentaba agazapado en los pocos suplementos literarios y en las páginas de aquellas revistas donde alimentaban su fama Lino Novás Calvo, Carpentier, Guillén o Lezama Lima. A poco de estar navegando a merced de una pasión tan cercana al desvarío, decidí enviar un cuento al certamen más importante del país, instituido para honrar la memoria de Alfonso Hernández Catá, quien no tuvo más oficio que el de sembrar en surco ajeno los tiernos maleficios de la literatura, orientando con sus constantes consejos en el dominio de la técnica a los jóvenes creadores. Entre otras personalidades, integraban el jurado del concurso, auspiciado por la revista Bohemia, Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello. Su jerarquía intelectual fue una buena razón para que me invadiera una explosión de alegría cuando mi cuento fue premiado. La llamarada de júbilo fue aplacada por uno de mis tíos. Cuando se enteró de que yo había sido galardonado como escritor, me dijo que no podía creerlo; en nuestra familia, insistió, nunca hubo hasta ese momento una amenaza genética de locura; si no lo sabes, estoy en disposición de decírtelo, escribir es un entretenimiento de idiotas, óyelo bien, de gente sin oficio ni beneficio, ¿qué es lo que pretendes?, me preguntó mirándome fijo a los ojos, ¿que la gente te tome por un bicho raro?, es lo único que vas a conseguir.

Por lo visto, al innombrable tío no le faltaba razón, porque esa misma semana, en la edición dominical del Diario de la Marina, apareció un artículo del afamado columnista Rafael Suárez Solís, en cuyo texto merodeaba desde el título y cada dos o tres párrafos la frase “cuentista sin comillas”. Aquel rótulo enigmático se deshizo de todo misterio apenas me dispuse a leer. Para el articulista, los “cuentistas”, es decir los cuentistas entre comillas, no eran los que escribían relatos literarios sino aquellos personajes avispados que les vendían ilusiones a las muchedumbres, y gracias a las promesas electorales que incumplirían estaban destinados a figurar en las altas cumbres del Congreso de la República. En cambio, los cuentistas sin comillas estaban convocados al peor destino. Para cerciorarme, debía mirarme en el espejo de Luis Felipe Rodríguez, el eximio cuentista muerto hacía poco en la mayor miseria. Y al final del artículo, la advertencia estremecedora: en nuestro país, como en cualquier otro lugar del mundo, nadie cree en el talento de un hombre con los fondillos rotos.

En los momentos en que apareció el artículo, me encontraba en La Habana, adonde viajaba semanalmente. Todavía rumiando con la conciencia intranquila las ideas del columnista, encaminé mis pasos hacia el edificio de la revista Bohemia, a fin de cobrar la colaboración de ese mes. Desde hacía algún tiempo, yo publicaba regularmente en sus páginas. El pagador, que de costumbre me entregaba el cheque correspondiente sin dirigirme la mirada ni pronunciar palabra, esta vez me sorprendió con el milagro de una voz de tenor:

—El jefe de información necesita verlo.

¿Necesita? ¿Había oído bien? El perentorio necesita verlo, en vez del promisorio desea verlo, se me aposentó en la boca del estómago con el filo de una oscura premonición. Por disciplina, sin sobreponerme al desánimo que me recorría de la cabeza a los pies, esbocé la mitad de una sonrisa para favorecer de todos modos la diligencia del pagador, que ya me había apartado de su vista, atareado como estaba en atender a otros reporteros de la fila. Me pregunté: ¿iban a prescindir de mí? ¿Había caído en desgracia por un motivo cualquiera, que ahora no alcanzaba a identificar? Durante el más de medio año que llevaba colaborando con la revista, casi sin faltar una semana, nunca había dado motivos para una sola queja, y tampoco —que recordara— había escrito un solo párrafo a contrapelo de la línea editorial trazada por la cúpula, desde donde tronaban las decisiones inapelables adoptadas por los dioses del Olimpo: el director y el jefe de información. Es más, me publicaban los cuentos y los reportajes sin desgarrarme el texto con añadidos o supresiones ominosas, era la pura verdad, pero nunca nadie, desde las alturas, había descendido para entablar una conversación conmigo. Pensé que mejor era ser ignorado que verme sometido al escrutinio de un inquisidor.

El jefe de información que tantos temores infundía era Lino Novás Calvo, un hombre que había sido de todo a lo largo de su azarosa vida, desde boxeador y carbonero hasta taxista y portero de hotel, que había participado en la Guerra Civil española, y que en el momento exacto en que yo estaba a punto de tenerlo delante de mis ojos, ya era uno de los más importantes novelistas cubanos de todos los tiempos. Subí con pisadas de plomo la escalera que conducía al despacho donde, según la generalizada y a veces festiva opinión de los reporteros, se cocinaba el destino. Toqué a la puerta que tantas veces había visto, desde abajo, con la esperanza volátil de que alguien, algún día, me invitara a pasar. Pero no, por supuesto, para una probable reprimenda. Desde el fondo del silencio me respondió una voz opaca: “Puede entrar”. Entré. Novás Calvo estaba sentado en una silla de resorte detrás de un buró, con montones de papeles a cada lado, que había ido acumulando poco a poco, a lo largo de meses o de años, y que ahora aleteaban al ritmo de las aspas de un ventilador adosado a la pared.

—Las noticias que voy a darle no son alentadoras –dijo sin mayores preámbulos mientras me escrutaba desde detrás de sus espejuelos con armadura de carey—. Usted escribe bien, eso nadie lo pone en duda, pero Quevedo, el director de la revista, me comunicó hace poco que no es posible seguir publicando sus cuentos con tanta frecuencia. Sin embargo, aceptaríamos con agrado que nos suministrara reportajes con temas que usted considere de verdadero interés, sobre todo, reportajes de crónica roja, por los que la mayoría de los lectores siente gran afición. Esas colaboraciones se las pagaríamos bien. Cien pesos si vienen acompañadas de fotografías. Y ahora, un consejo: no se haga tantas ilusiones con la literatura. En Cuba no existen editoriales, y muy pocas personas tienen interés en los libros de ficción. En fin, ejercer el periodismo es lo más provechoso. ¿Me explico?

Por supuesto que entendía, pensé sin mucha convicción, aunque sobraban los motivos para subrayar el mismo punto de vista. Novás Calvo había escrito textos memorables y para publicarlos tuvo que acudir a editoriales de otros países. En l933 había visto la luz en España su fascinante novela Pedro Blanco, el negrero, con gran éxito de venta después de los elogios que Unamuno le prodigó, pero en Cuba, dijo, fue recibida con frialdad. Así que Lino no ocultaba su desencanto ni tenía empacho en trasladárselo a los demás. Antes de abandonar su despacho, sin necesidad de que yo deslizara una sola pregunta, Novás Calvo me explicó que él colocaba en el montón a su derecha aquellas colaboraciones que había aprobado y estaban listas para ser entregadas a la imprenta, y a su izquierda las que no merecían ser publicadas pero que él no destruía pensando que el autor podía solicitar su devolución en cualquier momento.

—Es un trabajo difícil el suyo —comenté.

—Difícil, y a veces aburrido —dijo y sonrió—. Depende del estado de ánimo con que uno enfrente la tarea. En alguno de mis días felices, que no son muchos, le di mi aprobación a algunos reportajes que nunca debieron haber llegado a las rotativas.

Ya en la calle, después de un ocioso empleo del tiempo, yendo de un lugar a otro sin rumbo fijo, atravesando calles y avenidas, consulté mi reloj pulsera: las tres y veinte minutos de la tarde. No había almorzado y, cosa extraña, tampoco sentía sed, aunque el sol me imponía una copiosa transpiración, y el aire, de tan caliente, parecía hervir a mi alrededor. Habían transcurrido no menos de tres horas desde mi conversación con Novás Calvo, cuando al ingresar —¿de nuevo?— a la Avenida Rancho Boyeros, el destino, pensé, acababa de tejer la trama necesaria para facilitar el encuentro, que más tarde calificaría de providencial, con Guillermo Cabrera Infante. Recordé a Jung: sincronicidad. En una ciudad de más de un millón de habitantes era prácticamente imposible que dos personas conocidas, que dos amigos coincidieran en una calle cualquiera sin haberse puesto previamente de acuerdo. Hubiera podido pasarme años procurando inútilmente que todos los factores confluyeran en aquel aquí y ahora. Mientras yo buscaba otras raíces esotéricas a lo imprevisto, Guillermo me ofreció una cumplida explicación: “Qué casualidad”, dando la impresión que se demoraba menos en decirlo que en dibujar (él, que en la vida real, cuando se lo proponía, podía ser tan divertido como en su literatura) el artificio de una sonrisa que, de momento, me recordó —nunca supe por qué— a Burt Lancaster en El pirata hidalgo, una película que siempre estaba de vuelta en mi imaginación. A Guillermo no lo abandonaba la afanosa sonrisa cuando empezó a decirme que en la revista Carteles, donde él escribía la crítica de cine bajo el seudónimo de G. Caín, había quedado vacante una plaza de redactor de la sección de crónica roja. “¿Aceptarías trabajar con nosotros?”. Mientras me veía obligado a rumiar una respuesta, pasó una camioneta con la radio a todo volumen. Calle abajo se iba apagando, poco a poco, la voz inconfundible de Benny Moré, y desde una casa de la acera de enfrente alguien sacaba sillones al portal. Era la segunda vez en el mismo día que me anunciaban la necesidad de convertirme en reportero de la crónica roja; pero, en la primera ocasión, Lino Novás Calvo sólo me había ofrecido la oportunidad de hacer colaboraciones ocasionales. En cambio, ahora, Cabrera Infante me prometía un trabajo fijo. Antes de responder que sí, reflexioné que me iba a resultar desagradable estar reseñando a todas horas actos de violencia, crímenes y robos, pero quizás aquella era la vía de la providencia para allanarme la entrada en una de las más importantes revistas del país. Tratando de vencer cualquier prejuicio, recordé la frase de Papini, uno de los autores favoritos de mi abuelo Serafín: “el pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de los lectores”. La frase, aceptada con vehemencia, me alentó a conjeturar que mis reportajes en Carteles lograrían lo que los cuentos acaso nunca me iban a procurar: que mi nombre se hiciera familiar a una gran masa de lectores ávidos de sensacionalismo. Para no prolongar demasiado el silencio, respondí con un efusivo sí, por supuesto que sí, acompañado de un afirmativo movimiento de cabeza, no sin antes preguntarle a Guillermo si él sabía por qué le decían crónica roja en lugar de policiales, que debía ser lo correcto. Será por la sangre, sangre y policía son sinónimos. ¿Lo dijo realmente Cabrera Infante en aquel momento, o más tarde?, me pregunto ahora, mientras reconstruyo esa escena en mi recuerdo, porque la memoria es yin, veleidosa, esquiva, voluble —puede plegarse en dos, en cuatro, como una hoja de papel en blanco— y traicionera.

En aquellos momentos, Guillermo ya no vivía en Zulueta 408, en un cuarto sórdido al final de un largo pasillo, su primer refugio de pobre en La Habana, según me había contado, hasta que la situación económica de la familia, o la de él, mejoró, porque ahora residía en un apartamento de la Avenida de los Presidentes, en El Vedado, y poseía un pequeño auto descapotable, verde, que él, devoto de las transgresiones, a menudo aparcaba en plena calle, frente al edificio de Carteles, dificultándole el tránsito a los demás vehículos. Sin agobiarlo con la pregunta indiscreta y, tal vez, embarazosa de por qué andaba a pie, echamos a andar en medio de la agobiante reverberación del mediodía. Yo, con las manos de vagabundo en los bolsillos, y Guillermo, tratando de inmiscuirse con sus miradas en la intimidad de las mujeres que se cruzaban con nosotros en las aceras. Eran tantas, que, de momento, a Guillermo lo aturdió la idea peregrina de que estaba ocurriendo desde todos los ámbitos del cielo una lluvia de mujeres, o tal vez habían estado subidas a los techos de las casas, me dijo, y acababan de descolgarse, flotando en el aire como si levitaran, para reeditar algunos ritos de tentación tan antiguos pero tan eficaces como los del Edén. Después, los dos trepamos a un ómnibus y, tras un imperativo gesto de Guillermo, descendimos a media cuadra de su revista, que muy pronto iba a ser la mía, porque ningún pálpito de mala suerte nos rondaba y, además, Guillermo estaba persuadido de que el director de la revista, Antonio Ortega, le daría de inmediato el visto bueno a su propósito. Ortega era un español que había buscado refugio en otras tierras huyendo de la dictadura de Franco, pero era, además, el autor de “Chino olvidado”, uno de los mejores cuentos que se han escrito en Cuba, de modo que, según la opinión de Guillermo, era lógico que tomara la decisión de abrirle las puertas de la redacción a otro cuentista.

Siempre que yo intentaba describirlo, pensaba que la imagen real de Antonio Ortega no respondía a la que yo evocaba, porque el que aparecía en mi mente era un hombre más bien bajo y más bien delgado, con las manos cogidas a la altura del vientre, con mechones entrecanos custodiando una tonsura, párpados abultados y una sonrisa extendida al socaire del bigote, acentuado por alguna sustancia tintórea, y que era lo único que le ensombrecía el rostro. Sentado en un butacón frente a los dos, lo vi cruzar las piernas, descruzarlas, y, apenas supo el motivo de nuestra visita, lo oí preguntarme por debajo de la sonrisa:

—¿Quiere empezar a trabajar ahora mismo?

Después de subrayar mi aceptación y agradecimiento con un ceremonial movimiento afirmativo de cabeza, recibí el encargo de salir cuanto antes en compañía de un fotógrafo rumbo al hospital Calixto García, donde debía entrevistar a un joven nombrado Rubén Puig, quien había sido acuchillado en el pecho y en el vientre por su propia mujer, que, según todos los comentarios, había actuado abrumada por los celos. Desde mucho antes de que Regina, su mujer, alcanzara a enterarse, la noticia de que Rubén Puig la engañaba andaba de boca en boca y, por supuesto, desde mucho antes de que un arrebato de locura la llevara a esgrimir un cuchillo de cocina, sólo para darle un susto y lograr que escarmentara, tal como me refirió cuando la visité en la comisaría para completar el reportaje. “Sólo pretendía asustarlo”, no se cansaba de balbucear entre espesos lagrimones. Sin embargo, otra muy distinta era la opinión recogida poco antes, durante la visita que le hice a Rubén Puig en el hospital. Según me confirmó una enfermera que me repasaba con la vista como si pretendiera desnudarme —¿o sería el resultado de mi vanidad?—, Rubén había estado conectado a tubos y sondas que lograron casi milagrosamente regresarlo a la vida, y la herida que mostraba en el pecho era tan profunda y tan cercana al corazón que costaba creer que fuera accidental, tal como Regina afirmaba. Por el contrario, respondía a la firme determinación de darle muerte antes de verlo en brazos de otra mujer. Al menos, esa era también la versión reiterada por Rubén, quien, para mi mayor estupor (ya sabemos que el amor es ciego), decía estar dispuesto a aceptarla de nuevo en su casa tan pronto como se le pasara la rabieta, si es que no tenía que permanecer durante largo tiempo en prisión.

Alguna vez, en uno de los pocos momentos sosegados de tertulia en la redacción de Carteles, aproveché para revivir algunos de los ingredientes que me servían para sazonar la confección de los policiales: los rostros patibularios de asesinos a los que no les temblaba la voz cuando confesaban los móviles del crimen, o los cadáveres de espanto que me veía obligado a contemplar en la morgue, pero más allá de la vida pervertida por asaltos a mano armada, tumultuosas riñas callejeras, amenazas de muerte y hurtos de menor cuantía, me redimía de mayores decepciones patrióticas haber podido comprobar que en Cuba la mayor parte de los crímenes tenían un fundamento pasional.

—Es una buena noticia que los cubanos matan y mueren por amor –dije a modo de conclusión. Guillermo Cabrera Infante, que entretanto parecía ahuyentar el tedio hojeando un libro donde menudeaban las historias de amor, levantó la vista para subrayar que no estaba ajeno a una conversación que podía servir de pivote para elaborar toda una teoría del hampa habanera.

—Morir nunca es una buena noticia. No me interesa como tema ni como anatema –sentenció, pero antes de regresar al libro que descansaba en sus piernas se creyó en la necesidad de introducir otra opinión que yo acogí como el más sombrío de todos los presagios:

—Pero lo peor de todo es estar muerto en vida.

Posiblemente, lo dijo pensando que en Cuba no era una señal de nada obtener un galardón literario, tal como opinaban Lino Novás Calvo y Rafael Suárez Solís. Pero la huella de un premio continúa persiguiéndolo a uno como un perro agradecido, más allá del tiempo y la distancia, en la misma forma que puede perseguirnos el infortunio, un enemigo o la buena suerte. Años más tarde, en Estados Unidos, Guillermo Cabrera Infante, quien ya era famoso y estaba a punto de recibir el Premio Cervantes, tratando de favorecer una de mis tantas gestiones de trabajo, escribió de su puño y letra en un papel que todavía conservo: He won a prestigious prize in Havana I failed to win. Fue una sorpresa. Guillermo nunca me había hablado de su participación en el concurso Hernández Catá, justo el año en que yo lo gané. Sin duda, fue un gesto generoso de su parte —una prueba más de su grandeza— que Guillermo lo confesara en momentos en que sus libros alcanzaban mayor reconocimiento que los míos.

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Número de páginas: 6 páginas

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