La saga/fuga de J. B.

Unas aguda mirada a los mitos de la crítica en torno a Juana Borrero

Judith Moris Campos

Comentarios Enviar Imprimir


Hija del médico, maestro y patriota Esteban Borrero Echeverría; enamorada de dos poetas, descendiente de una familia de escritores y talento precoz tronchado por la muerte antes de cumplir diecinueve años, lo cierto es que en Juana Borrero (1887-1896) han confluido todos los ingredientes que favorecen la elaboración de un mito. El proceso habría de iniciarlo Julián del Casal en 1892 a partir del calificativo “virgen triste”, empleado en un sentido que ha perdurado hasta hoy y que pocos gestos críticos han intentado, cuando menos, matizar. No sería hasta la publicación de la poesía completa (1966) y la salida a la luz del Epistolario (1966-1967) que la crítica tendría elementos suficientes para penetrar en la intimidad vital y literaria de la escritora. Sin embargo, muchos de los estudios posteriores —con algunas excepciones— han reincidido en aquellas imágenes, sin advertir la tensión que desde las propias cartas se establece con esos juicios.

En su epistolario, Borrero llevó a cabo la más exquisita y a la vez atormentada (re)creación de sí misma. Se inventó una y otra vez con el fin de seguir, por una parte, la ruta vital que Casal le dejó en herencia y, por otra, los modelos femeninos finiseculares de los que, dada su naturaleza apasionada y su fuerte temperamento, se alejaba. Sin embargo, valdría la pena que nos preguntáramos si es realmente “virgen triste” el calificativo que mejor define a Juana, pues, aunque ella insistió en que la tristeza era su mejor presentación y la virginidad su mayor carta de triunfo, ahí ha quedado su correspondencia amorosa para desmentirla. Sus palabras y sus acciones nos confirman que estuvo mejor dotada para el erotismo que para el misticismo; que en su interior había más vida que muerte, y que su desequilibrio psíquico creciente convertía su tristeza en órdenes, celos, orgullo y elevada conciencia de sí misma. Hubo tristeza, sí, pero, en todo caso, no terminó siendo lo principal, ni sería suficiente para definirla; fue sólo la fachada visible de un interior mucho más complejo. Es hora entonces de dinamitar los principales tópicos que se han erigido en torno a Juana Borrero y a su familia. Conceptos “esponjas” —siguiendo el decir bachelardiano— que la crítica raramente se ha atrevido a cuestionar y que se han repetido una y otra vez, mientras que un discurso tremendamente sugerente clama por nuevas lecturas. No se trata de dictaminar “verdades”, sino de remover las que hasta hoy se han tenido por tales y, en todo caso, ampliar las posibilidades de interpretación. Concebir la obra de Juana Borrero y, en particular, de su epistolario, desde una mirada que dinamite los tópicos más extendidos, implica desmontar los presupuestos tradicionales en la articulación de la crítica y renovar las maneras de leer; movilizar paradigmas; desestabilizar los espacios de saber y desentrañar la puesta en escena de los mecanismos utilizados por la escritora para alcanzar su emancipación mediante el texto.

Setenta años tuvieron que pasar para que la última de las hermanas vivas de Juana Borrero entregara las cartas para su publicación, y si sucedió así es, justamente, porque desde ellas es muy difícil eludir la mirada clínica y la conciencia de una subjetividad patológica; como difícil resulta también evadir las relaciones de poder que emergen de ese corpus y en donde el padre —el gran patriarca— disciplina el conocimiento, el cuerpo e incluso el movimiento físico. Pocas referencias hay a la Juana Borrero que de niña musa se transforma en una amante neurótica, posesiva y celosa, hasta el punto de hacer que las cartas dejen al lector agotado por las frecuentes repeticiones. De igual manera, ha sido más cómodo seguir considerando a los Borrero un feudo de la poesía cubana del XIX, centro del saber enclavado en una paradisíaca casona a orillas de un río, que advertir el espíritu carcelario que se ocultaba tras aquel recogimiento familiar supuestamente apacible. La crítica sobre Juana Borrero ha generado un cuerpo de conocimientos válido, pero también plagado de mutilaciones y deformaciones. El silencio y la prudencia con que se ha eludido la genealogía de un nuevo saber —en el sentido foucaltiano del término—, es uno de los motivos que invita a una nueva aproximación. Se trata de juzgar el mito de una crítica que insiste en la “metáfora” —camuflada en el epíteto “virgen triste”— como tropo ideal en el acercamiento.

La necesidad de una lectura psicológica que ayude a entender un poco mejor el epistolario se ha convertido en un tópico reiterado por numerosos críticos, quienes, a su vez, se han creído obligados a invocar la ignorancia o el pudor para evadir el reto. Lo cierto es que pocos se han atrevido, al menos, a desarticular los mecanismos sobre los que Borrero organizó su subjetividad epistolar. También se han impuesto otras razones que se pueden sintetizar en lo que Foucault denominó “saber sometido”, y que responde a la omisión consciente por parte de las instituciones —en este caso asociadas al hecho literario— de realidades que pueden subvertir el orden. Siguiendo a Foucault, no queremos sociedades donde locos y presos tengan la palabra. Juana Borrero, la única mujer del malogrado modernismo cubano, está mejor situada dentro del canon como “niña musa” o “virgen triste”, que como neurótica o celópata con tendencias suicidas.

Las bases estructurales con que la crítica en torno a la escritora operó durante gran parte del siglo XX se encuentran en la mala lectura de sus contemporáneos. El 13 de julio de 1892, aparecía publicado en la revista La Habana Literaria un artículo donde Julián del Casal afirmaba que Juana Borrero había revelado un genio que no titubeó en calificar de “excepcional”, valorando, además, la hermandad de espíritu y el “relente de tristeza” que rezumaban sus versos. Casal no analizó la poesía ni se preocupó por buscarle filiaciones explícitas: ni consigo mismo —algo que se deduce, no obstante, del propio texto—, ni con parnasianos o simbolistas. Su aproximación se limita, casi, a la transcripción de tres de los mejores poemas de la joven, aunque sí habría de describir un modelo de poeta afín consigo mismo —y, según él, también con Juana— caracterizado por un hastío prematuro y un “profundo descorazonamiento”. El curso posterior de los acontecimientos indica que esas observaciones marcarían las inclinaciones de Borrero; Casal signó con sus comentarios un “deber ser” que ella supo interpretar y acatar. Tres años después, el Conde Kostia prologaría Rimas (1895), único libro publicado por Juana Borrero. Más que aportar algún juicio crítico sobre los poemas, Aniceto Valdivia enlazó —con un lenguaje tan modernista como asfixiante— algunos apelativos que articularon el mito de la niña prodigio, acreedora de “dones de hada”: “niña musa”, “niña maga”, “flor de poesía” e “inspirada niña”.

Carlos Pío Uhrbach, por su parte, en un elogio fúnebre que publicó el 15 de marzo de 1896 en El Fígaro, aludía tangencialmente al talento poético de su novia, a quien colocaba demasiado próxima a Casal y entregada a la divisa parnasiana del “arte por el arte”, cuando, en realidad, si algo no estuvo dispuesta a hacer Juana Borrero fue una poesía donde las bellezas formales se impusieran por encima de la emoción; de ahí su escasa militancia en las filas parnasianas y simbolistas. No obstante, no serían esas consideraciones el eje principal de un texto que contribuyó especialmente a la construcción del mito, pues hubo de ser Uhrbach el primero que blindó el acceso a Borrero con una declaración que sentó las bases de un pacto de silencio que duraría más de 40 años: “Yo no quiero, debo ni puedo, exponer la intimidad de esa grande alma que nos deja. Es un santuario inaccesible a los profanos”. Se refirió, además, a “la partida de la Virgen”, lo que marcó la confirmación tácita del tópico casaliano de la “virgen triste”. El poeta despidió a su novia con la imagen que ella hubiera escogido para sí: la de una idealista en la que no hubo el más mínimo asomo de ese temperamento de fuego que algunos intuyeron; nada de tropicalismos, sino odio a la naturaleza y amor por las brumas. Uhrbach se convirtió, de ese modo, en ejecutor testamentario de su amada muerta.

Rubén Darío también se cuenta entre los que elogiaron a Juana Borrero, pues en un artículo publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 23 de mayo de 1896, asociaba el arte de la joven con Cuba, con Casal y con Martí. Partiendo de premisas patriarcales, la consideró una “dulce y rara niña” marcada por el sello de la pureza, y “mujer de excepción” en medio de lo que llamó —con tintes machistas frecuentes en el modernismo— “común vegetación femenina”. Su lectura se resume en el reconocimiento de algunos “sonetos admirables, a lo Casal, llenos de un sensualismo místico, extrañísimo”.

En los anteriores juicios figura, de un lado, la precocidad del genio artístico, asociado en la mujer a un estado de “excepcionalidad” —con apelativos que la marginan de la creación literaria—; mientras que, de otro, nos la presenta como “virgen”, con todo el alcance patriarcal del término: “La imagen del himen no penetrado como signo seminal de una modalidad de la femineidad que se recluye y se domina a partir del hermetismo”. Por lo demás, si bien es cierto que los contemporáneos de Borrero no conocieron sus cartas —lo que hubo de limitar su mirada—, también lo es que el sujeto lírico de su poesía revela, no sólo la tristeza que tanto le interesó subrayar a Casal, sino también algunos indicios claros de esa personalidad compleja que dibuja con más nitidez el Epistolario.

A excepción de Ángel Augier y Dulce María Borrero, en las primeras décadas del siglo XX casi ningún crítico se ocupó realmente de Juana, y aquellos que lo hicieron estuvieron marcados por la herencia de los contemporáneos de la escritora. La profesora y ensayista Eliana Rivero ha resumido ese itinerario:

Gemela de Casal en lo que éste tuvo de ruiseñor puro —y parnasiano— del bosque de la muerte (Salazar y Roig, 1929), adolescente atormentada (Augier, 1938), blanca como las azucenas, familiar y desdichada (Dulce María Borrero, 1945), poetisa sorprendente (Chacón y Calvo, 1946), extraordinaria soñadora que cuenta entre sus estrofas algunas de las más intensas y sugestivas escritas en castellano (Pedro Henríquez Ureña, 1950), “Juanita”, niña genial, uno de los poetas cubanos de más fina y honda sensibilidad (Max Henríquez Ureña, 1954), gran figura del XIX (Bueno, 1964).

En esos años se volvió lugar común la inclusión en el modernismo, la dependencia poética de Casal y la comparación con la poeta y pintora rusa María Bashkirtseff. Este último vínculo, reseñado por Casal en 1892, se repetiría como un eco sin que nadie se encargara de argumentarlo o refutarlo hasta que Vitier lo hiciera en el prólogo al Epistolario.

Ángel Augier publicó en 1938 el primer ensayo importante sobre Juana Borrero. La consulta por primera vez de algunas cartas le permitió enriquecer la entonces escasa biografía, mientras que el calificativo de “adolescente atormentada” abrió el camino hacia lo esencial: entender a Juana Borrero como un caso complejo, cuya subjetividad tiene en la poesía y en el epistolario una desgarrada puesta en escena. No obstante, Augier no logró eludir varios de los lugares comunes que habían instaurado “los contemporáneos”, aunque también es posible que no pudiera hacer más debido a la presión ejercida por Dulce María, guardiana familiar, quien no parece haber estado muy de acuerdo con que Consuelo —otra de las hermanas— permitiera al crítico examinar su lote personal de cartas.

Siete años después, la propia Dulce María Borrero da una visión muy distorsionada donde, ni el propósito de abordar a su hermana sin “escrúpulos de ética familiar”, ni la intención expresa de ofrecer “una visión exacta, nueva, plena” encuentra cumplimiento en un texto que, de antemano, niega la posibilidad de dar con la escritora, ya que —según Dulce María— su vida “sólo pudo ser conocida en todo su verismo amargo y cruel por los individuos de su sangre”. La supuesta incapacidad de la crítica para penetrar de modo certero en la vida y en la obra de Juana Borrero busca validar como único el criterio familiar. Dulce María intenta ejercer el control de la representación y desterrar el impulso crítico, que es un modo de mantener el control y la vigilancia sobre el saber. Rechaza toda relación poética de Juana con el modernismo e incluso con Casal, mientras que en lo concerniente a la relación afectiva entre ambos da a entender que fue un amor imaginario, sin realizar la más mínima alusión a asuntos polémicos, como la discusión que terminó con esa amistad. Indudablemente, la Juana que nos llega a través de su hermana está tan idealizada que no parece ser la misma que nos revela el Epistolario, evidencia de que en Dulce María no anidaba la voluntad ni el deseo de publicarlo, pues, de haberlo hecho hubiera constituido un desmentido público de sus opiniones. De otra forma no se explica la diferencia abismal entre lo que propone su ensayo y lo que las cartas descarnadamente presentan: “no hay complicaciones; no hay quiebras de la sensibilidad, no hay complejos inquietantes en aquella criatura” nos dice; cuando justamente esos aspectos son la médula de un discurso que llega a abrumar al lector. Las citas de las cartas son siempre tendenciosas: fragmentos que justifican la supuesta naturaleza mística de Juana —a la que llega a comparar con santa Teresa— o la fuerza de su amor por Carlos Pío, en visiones dulzonas y reiteradas sobre la virginidad, el misticismo y el motivo del beso casto; pero sin mencionar nada sobre el erotismo ahogado, los desequilibrios o los celos. De ese modo, Dulce María acaba convirtiéndose —igual que lo había sido también Uhrbach— en ejecutora testamentaria de su hermana.

En lo que se refiere concretamente a la poesía, la primera crítica importante no llegaría hasta 1966 con Fina García Marruz, responsable del prólogo de Poesías que luego habría de reproducir —con algunos cambios— en la edición de 1978 de Poesías y cartas. La ensayista profundizó en un elemento clave en el que nadie había reparado: la diferente raíz vital y poética entre Juana Borrero y Julián del Casal, línea que seguiría en los 80 con notable acierto Jorge Luis Arcos. Aunque García Marruz en su lúcido análisis advierte en Juana versos originales, sobre todo en lo relativo a la emoción —apuntando a una mayor presencia de rasgos románticos—, evita algo que hubiera sido necesario: establecer un balance claro entre romanticismo y modernismo en los poemas. Resulta extraño, además, que siendo (igual que Vitier) gran conocedora de la poesía cubana, Fina García Marruz no haya reparado en algunos vínculos que se pueden establecer con poetas como Milanés o Zenea. A García Marruz la seguiría en 1996 el norteamericano Ivan A. Schulman con un ensayo donde más que explorar la esencia modernista de los versos de Borrero —propósito inicial—, terminaría siguiendo el discurso crítico de los contemporáneos de Juana, con lo cual la supuesta filiación modernista de los poemas acabaría por disolverse en esa cercanía. Más interesante resulta la comparación con autores como Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, aspecto que aportaría nuevos elementos al estudio de García Marruz. Eliana Rivero, por su parte, en un valioso ensayo publicado en 2000, se concentraba en demostrar la novedad estética de algunos versos de Juana Borrero, considerándola un temperamento de índole romántica que comparte con el modernismo esteticista diversos iconos plásticos, pero siempre en un espacio donde lo fundamental es el énfasis en la cualidad sensorial de la naturaleza. En el terreno de las influencias, alude a las huellas de Espronceda y de Rosalía de Castro en el ámbito romántico, y a la de Gutiérrez Nájera dentro del modernismo. Rivero —sin ser tan profunda ni extensa como García Marruz— acierta al argumentar la presencia en Juana de una subjetividad afín al modernismo, propuesta que no llevó a cabo ni siquiera un especialista en el tema como Schulman. Destaca, además, que los moldes poéticos de Borrero no fueron los mismos de la mayoría de los modernistas, y la coloca a la vanguardia de algunas iniciativas que luego llevarían adelante poetas como Nervo, Lugones o Herrera y Reissig, idea que sería interesante explorar en detalle. Con un fervor no advertido ni en la propia Fina García Marruz, Eliana Rivero reclama el lugar que en su opinión merece Juana Borrero en la poesía hispanoamericana, y culmina con una comparación muy sugerente con la poeta uruguaya Delmira Agustini, vínculo que la propia ensayista califica de sui géneris, en tanto que Agustini desplegó en su vida y en su obra una pasión de corte mucho más sensual.

A pesar de los estudios comentados, queda la sensación de que falta todavía un ensayo que reúna estas propuestas y que explore otras zonas todavía “vírgenes” —permítaseme la ironía— de la poesía de Juana Borrero. Una poesía que no debe sobreestimarse, pero merecedora de un análisis que vaya más allá de Casal y que la ponga en diálogo con otras voces de la lírica hispana, sea romántica o modernista.

En lo relativo al epistolario, Cintio Vitier y Fina García Marruz se convertirían en los primeros críticos realmente importantes. En su prólogo a la edición de las cartas, Vitier da claves para fundar una lectura que se aparte del paternalismo habitual. Más que una poeta o una pintora, encuentra en Borrero una “extraordinaria amante”; por ello no se entiende que luego no cruce ese umbral del pudor y acabe hablando en términos de “escrúpulos” y “profanación”. Timidez que volverá a quedar evidenciada cuando al comentar el tema del “matrimonio blanco” se limite a presentar la situación y se muestre remiso a tomar un punto de vista definitivo sobre el asunto. Además de rehusar cualquier posible explicación, Vitier potencia la aureola mítica al apuntar que Mercedes Borrero les confió “algunas conjeturas sobre experiencias o traumas psíquicos padecidos por Juana en el tránsito precoz de la infancia a la adolescencia, y que, tal vez, explicarían algunos aspectos desconcertantes de su actitud ante el amor”. El crítico no sólo declinó la invitación a realizar una lectura en clave psicológica a partir de esas hipótesis, sino que negó a los lectores la naturaleza de esas conjeturas. Tal vez hubiera sido mejor que no mencionara su existencia si no estaba dispuesto a compartirlas. García Marruz, todavía más pudorosa y contenida, llega a pedir un “lector ingenuo si es posible, de lo contrario, exquisito”, cuando, en realidad, no es ingenuidad lo que las cartas reclaman, sino lectores acuciosos y desprejuiciados; exquisitos, sí, pero no en el sentido propuesto. Cintio Vitier y Fina García Marruz aciertan mayormente en su análisis, pero, a la vez, no escapan de una lectura políticamente correcta, en la que muchos motivos escabrosos son obviados o simplemente presentados, como la transferencia en Juana de su amor por Casal a Uhrbach, o la visión idílica de los Borrero. Sorprendentemente, Mercedes Borrero se mostró más comprometida con una visión descarnada de su hermana que los propios Cintio y Fina, en tanto que hizo lo que tal vez nunca hubiera hecho Dulce María: entregó las cartas para su publicación, no sin antes recomendar un estudio psicológico profundo de la personalidad de Juana. Resulta interesante reparar en el contrapunto que en el plano familiar se establece entre el citado ensayo de Dulce María y la humilde sugerencia que, desde la voz de Vitier, nos hace llegar Mercedes. Dulce María Borrero veta, deforma y ficcionaliza, a la vez que proscribe a la crítica. Mientras que Mercedes hace lo opuesto: da el primer paso en la liberación del “saber”. Es una pena que siendo también mujer de letras, se inhibiera de hacer públicas esas conjeturas que hubieran podido ayudar a críticos menos pudorosos.

La edición del Epistolario habría de despertar también el interés de Manuel Pedro González que ha sido, en mi opinión, quien más lejos ha llegado en el análisis de las cartas y de la personalidad de Juana Borrero. A partir de las tesis expuestas por Vitier en su prólogo, decidió escribir unos “escolios” al Epistolario que publicó en Cuba, en 1970. Si bien el prólogo de Vitier, tal como se ha dicho, se revela clave, no lo es menos la inspirada y más que meritoria lectura de González, quien asume riesgos, explica, formula hipótesis y no teme enfrentarse al mito ni a quienes han contribuido a él. No evita señalar aquellos aspectos en los que considera que Vitier se ha equivocado, ni tampoco se detiene en ese umbral del pudor que impidió a Cintio ahondar, aunque fuera de manera intuitiva, en el lado patológico del epistolario. Su extenso ensayo fue tan subversivo que la respuesta de Vitier (y de Augier) no se hizo esperar; siendo capaz de promover, por un momento, la polémica en torno a Juana Borrero. En su análisis, González describe sin eufemismos y con agudeza su propia recepción del texto, que resume en una mezcla de agobio por las reiteraciones temáticas y lingüísticas, a la vez que de fascinación por el drama espiritual que encierra. El desenfado con que titula uno de los epígrafes, “Contenido onírico del Epistolario”, es muestra de aquello que lo convierte en el gran exégeta de las zonas más oscuras de las cartas. Su acercamiento desprejuiciado logra completar, rectificar y aun superar en algunos aspectos el análisis de Vitier y García Marruz. No se inhibe de exponer una posible causa del “matrimonio blanco”, ni de mencionar una y otra vez la necesidad de una mirada psicológica que él intenta cubrir al sugerir que Juana padecía una “neurosis de ansiedad”, o que el factor decisivo en muchos de sus sueños era la abstinencia sexual que se había impuesto. Manuel Pedro González hizo lo que nadie había hecho y lo que nadie ha vuelto a hacer: leer el epistolario en clave psicológica. Dio explicaciones, no sin antes apostillar que él carecía de competencia científica para hacer un análisis del epistolario desde esa óptica, pero confiando en que alguien más capacitado para ello tomara el relevo. De la agudeza y suspicacia que recorre su ensayo no escapan otros temas delicados, como la relación de Juana con su familia —en particular, con el padre—, o el escaso valor de Carlos Pío como poeta y como amante. No obstante, en algún aspecto se pierde, como al suponer que la influencia de Casal sobre Juana siempre fue benéfica, y que Uhrbach fue quien la mató como artista y como poeta. Si bien es cierto que Casal fecundó en un sentido positivo la obra de Borrero, también lo es que, cual Parca, signó el curso de esa existencia, al definir sus fobias y sus filias. Ello sin olvidar que Carlos Pío, en cierto modo, cortó el hilo, al no ir a visitarla a Cayo Hueso. En su respuesta a los “Escolios…”, Vitier —con especial inclinación hacia Uhrbach, sobre todo por su decisión patriótica— aceptó implícitamente muchas de las postulaciones de González, menos la que coloca a Carlos Pío como simple “ídolo” o “fetiche”. Valga aclarar que ni Casal fue sólo una influencia benéfica para Juana, ni Carlos Pío se salva para la historia por su traje de mambí.

La crítica posterior no ha dado a González el lugar que verdaderamente le corresponde en el itinerario crítico en torno a Juana Borrero, aunque es cierto que su ensayo fue publicado en una revista de escasa circulación. El silencio, no obstante, parece ser la confirmación del rechazo de las instituciones de poder asociadas al hecho literario a revisiones anticanónicas y desmitificadoras, y acaso también el resultado de instancias ideológicas, pues se da otra posible causa de signo político. Manuel Pedro González, gran martiano, había creado en California la Fundación José Martí que fue acusada en Cuba, en 1974, de utilizar el nombre de Martí como tapadera para actividades “antirrevolucionarias”; mezquina imputación en la que parece haber estado involucrado el tan llevado y traído Luis Pavón Tamayo. No parece inverosímil aventurar que esas acusaciones quizás contribuyesen a la escasa difusión de sus ideas, más aun si tenemos en cuenta que sus tesis sobre Borrero contravenían las mitificaciones tejidas hasta entonces alrededor de la escritora.

En 1984, Belkis Cuza Malé publica El clavel y la rosa (Ediciones Cultura Hispánica / Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid), única biografía existente sobre Juana Borrero, donde la poeta y ensayista mezcla el tono documental —resultado de una detenida consulta de archivos— con el ficcional. La investigación revela hechos de los que apenas se tenían noticias y cita documentos inéditos claves, como las cartas que la joven escribió a su familia en 1892, durante su primer viaje a Norteamérica; evidencias de una Juana juguetona, que comenta sobre modas y comidas, muy distante de esa otra imagen doliente que ha llegado a nosotros. Por lo demás, a pesar de mencionar asuntos delicados como el erotismo reprimido, el libro padece de omisiones o eufemismos en relación con temas esenciales como el vínculo con Casal, con Carlos y con la figura paterna. Hubiera sido deseable por parte de Cuza Malé, un uso más arriesgado del importante material del que dispuso gracias a su relación de amistad con Mercedes Borrero, aunque tal vez ese mismo vínculo afectivo la inhibió. A pesar de ese origen claramente testimonial, lo que más fuerza le resta a la investigación es el tono literario utilizado —ampuloso en ocasiones—, tan diferente, por ejemplo, del empleado por Emilio de Armas en su valiosa biografía sobre Casal.

Ya en los 90, Yaramí Ramos abordaría con bastante acierto la construcción de la subjetividad epistolar en Juana Borrero, advirtiendo aspectos como la utilización del cuerpo enfermo como pretexto para alcanzar algunos fines y la tremenda manipulación que ejerció sobre Uhrbach. En otros apartados —como la contradicción castidad-erotismo— siguió el camino trazado por Vitier-García Marruz, primero, y profundizado luego por Manuel Pedro González, llegando a mencionar incluso un par de hipótesis que darían respuesta al escabroso e irresuelto enigma de la castidad. Sin embargo, Ramos se confunde al achacar las contradicciones de Juana a un fenómeno inherente a su juventud, sin reconocer que esos comportamientos extremos, además de revelar “juegos de fuerzas”, obedecen también a un trastorno de la personalidad.

El profesor norteamericano Jerry Hoeg, por su parte, ha indagado en la recepción de Juana Borrero en Estados Unidos en la década del 90, y ha llegado a la conclusión de que allí se ha formado una nueva imagen y un nuevo mito sobre la escritora, asociados a gestos de factura posmoderna; algunos discutibles, cabría añadir. Según Hoeg, Luis A. Jiménez define en Juana un discurso contestatario, desacralizador y resistente a la dominación patriarcal e ideológica de la colonia cubana; un “feminismo moderno”, en expresión de Rex Hauser, que Iris Zavala ha puesto en relación con aquellos aspectos del discurso modernista (subjetividad, identidad, desmitificación de la racionalidad patriarcal) cercanos a los principios posmodernos. Por lo demás, algunas ideas esgrimidas por Hoeg son rebatibles: como que en Juana hubo un rechazo al matrimonio como institución social, cuando, en realidad, lo que hubo fue una negación a la consumación carnal de esa unión, adoptada por causas ajenas al feminismo. Se trata de un rechazo de índole personal que parece más conveniente relacionarlo con sus desequilibrios psíquicos; un desafío de puertas adentro que no evidencia ninguna voluntad de subversión pública. Juana no fue feminista; otra cuestión es que algunas de sus actitudes la acerquen a posturas de defensa de género, pero sin olvidar que no existió en ella tal intención. En cualquier caso, lo cierto es que, tal como lo describe Hoeg, a la posmodernidad ha dejado de interesarle la forma en que Borrero construyó su subjetividad en las cartas, y ha pasado a interesarle el modo en que la adolescente-mujer-poeta-pintora se proyecta hacia el exterior. El ensayista norteamericano le ha encontrado una genealogía que la acomoda a los nuevos tiempos, pero que corre el riesgo de confundir deseos con realidades.

El profesor y ensayista alemán Ottmar Ette figura también en el escaso grupo de quienes han realizado lecturas desprejuiciadas en torno a Juana Borrero en los últimos años, al punto de advertir en el Epistolario una transgresión del rol de género. Ette enfrenta a Martí con Juana en lo relativo a lo que la feminista norteamericana Judith Butler ha llamado gender trouble, y que supone un rechazo a la esencialización de las identidades de género. No le falta razón al crítico, pues tanto el ideal femenino de Martí como el masculino de Borrero se sustentan en principios que resultan conflictivos al entrecruzarse. Juana se distanció bastante del prototipo de mujer que defendió Martí, quien no fue capaz de entender el modelo femenino liberal de Norteamérica ni pudo escapar del esquema decimonónico del “ángel del hogar”. En el caso de la escritora, la “disputa genérica” se perfila más grave aún, pues su ideal masculino, en cierto modo, vino a ser un ideal “del no hombre”, en tanto que se constituye en abierta oposición al impulso erótico-sexual. De este modo, Borrero representa —en relación con Martí— el otro extremo del gender trouble diagnosticado por Butler. Menos feliz parece la idea de Ette de atribuir las peculiaridades de la construcción amorosa de Borrero exclusivamente a la influencia de sus lecturas. El crítico considera que la extraña fórmula amorosa de la joven respondió sólo a una “relación triangular entre lectura, amor y vida”, postura que le impide reconocer que parte significativa de las observaciones de Borrero sobre el amor —y su dramática experiencia de él— tuvieron una causa clave en su creciente desequilibrio emocional.

Por último, vale mencionar al poeta y ensayista Francisco Morán, a quien se debe la única edición de Juana Borrero realizada fuera de Cuba. Su lectura, bastante desprejuiciada, llega a advertir —sobre todo, a partir de algunos poemas— la emergencia de un deseo homoerótico, idea discutible a la que sería interesante que el crítico dedicara un espacio de reflexión más amplio. Morán también señala la falsa imagen idílica de la familia Borrero y accede a parte de los fundamentos psicológicos de la subjetividad de Juana, cuando reconoce explícitamente su eros aniquilador y alienta a considerar su escritura desde la pulsión erótica. Menos afortunada parece la fórmula de “la pasión como obstáculo”, según la cual la verdadera pasión de la escritora fue el deseo “del imposible”. Para Morán, tanto Casal como Uhrbach —el primero desde el rechazo amoroso y el segundo desde la prohibición paterna— no fueron más que el “combustible” de esa auténtica pasión que en Borrero fue el “obstáculo”. Es cierto que los impedimentos del padre y los intentos por burlarlos excitaban sobremanera a la joven, que constituían un acicate para mostrarse a sí misma y al amado el valor de su amor; pero considerar a Casal y a Uhrbach simples “combustibles” simplifica el drama emocional y psíquico de la autora, a la vez que despersonaliza a esos amados convirtiéndolos casi en meros pretextos.

Aunque el habitual efecto inhibitorio de la crítica en torno a Juana Borrero ha logrado conjurarse cada vez más en los últimos años, y aunque pareciera descorrerse por momentos el velo que la cubre, lo cierto es que nunca ha dejado de ser “virgen triste” la imagen que más ha trascendido en la recepción de la escritora. En 1970, Manuel Pedro González instaba a los críticos de Borrero a “proscribir y abandonar pudibundeces bobaliconas en la crítica literaria, ya que estos no son los tiempos de la santa simplicitas y del cinturón de castidad”. Esperemos que hacia el futuro esa sugerencia presida cualquier estudio de un discurso tan sugerente como desasosegante. Convengamos en que un buen punto de partida será aquel: “Yo sé ser santa y sé ser pantera”, que Juana dirigió a Uhrbach en una de sus cartas, digna continuación del “soy como consiga que me imaginéis”, que Gertrudis Gómez de Avellaneda había inmortalizado.

La obra de Juana Borrero fue editada por Cintio Vitier y Fina García Marruz (Poesías; Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1966, prólogo de Fina García Marruz. Epistolario I, Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1966, prólogo de Cintio Vitier. Epistolario II; Academia de Ciencias de Cuba, La Habana, 1967. Poesías y cartas; Arte y Literatura, La Habana, 1978, prólogo de Fina García Marruz). En 1997, María del Rosario Díaz compiló y prologó algunas cartas inéditas bajo el título Espíritu de estrellas: nuevas cartas de amor de Juana Borrero (Editorial Academia, La Habana).

Los textos de Casal, del Conde Kostia, de Carlos Pío Uhrbach y de Rubén Darío fueron recogidos en Borrero, Juana; Poesías y cartas.

Guerra, Lucía; La mujer fragmentada: historias de un signo; Casa de las Américas, La Habana, 1994, p. 52.

Augier, Ángel; Juana Borrero, la adolescente atormentada; Cuadernos de Historia Habanera, La Habana, 15, 1938. Este ensayo tiene su origen en una conferencia leída por Augier en el Palacio Municipal de La Habana el 17 de marzo de 1937.

Borrero, Dulce María; “Evocación de Juana Borrero”; en Revista Cubana, XX, La Habana, jul-dic., 1945, pp. 5-63. Este ensayo tiene su origen en una conferencia pronunciada en 1943 como parte de un ciclo dedicado a poetas cubanos organizado por el Ateneo de La Habana.

Arcos ha profundizado en el vínculo literario que unió a Casal con Borrero, que resume en la formulación antitética casalianismo-anticasalianismo. Arcos certifica explícitamente una idea que no todos aceptarían: la influencia negativa de Casal sobre Juana. Para el crítico —y esa es una idea fundamental—, el “desvío” de Juana emerge paralelamente a la influencia de Casal: “J. B. vive y crea un pathos y una escritura de una fuerza carnal y espiritual que no pudo legarnos su precursor. Lo que en Casal fue negación (…) en J. B. fue elocuente y profusa afirmación” (“Julián del Casal y Juana Borrero”; en Revista de Literatura Cubana; XIV-XV, 27-29, jul. 1996-dic. 1997, p. 15).

Schulman, Ivan A.; “Una voz moderna, la poesía de Juana Borrero”; en Casa de las Américas; 205, 1996, pp. 36-41.

Rivero, Eliana; “Para Juana Borrero, poeta modernista”; en Caribe: Revista de Cultura y Literatura; 3, 1, Kalamazoo, Jacksonville y Milwaukee, 2000, pp. 51-61.

González, Manuel Pedro; “Escolios al Epistolario de Juana Borrero”; en Anuario del Instituto de Literatura y Lingüística; 1, La Habana, 1970, pp. 103-150. En el mismo número, Cintio Vitier (pp. 151-154) y Ángel Augier (pp. 155-165) muestran su disensión con algunos planteamientos de González. Dos años después, el ensayo fue publicado en Montevideo, en el Centro de Estudios Latinoamericanos dirigido por Ángel Rama, bajo el título Amor y mito en Juana Borrero.

Ramos Gómez, Yaramí; “Juana Borrero: construcción y deterioro de una imagen”; en VV. AA. Campuzano, Luisa (editora); Mujeres latinoamericanas: Historia y cultura. Siglos XVI al XIX; Casa de las Américas, La Habana, Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, 1997, vol. II, pp. 333-340.

Hoeg, Jerry; “Las figuras de Juana Borrero y el qué hacer de la crítica”; en VV. AA. Jiménez, Luis A. (editor); La voz de la mujer en la literatura hispanoamericana fin-de-siglo; Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica, 1999, pp. 127-136.

Luis A. Jiménez ha dedicado varios trabajos a Juana Borrero: El arte autobiográfico en Cuba en el siglo XIX; Ometeca Institute, New Brunswick, Nueva Jersey, 1995. “Dibujando el cuerpo ajeno en ‘Siluetas femeninas’ de Juana Borrero”; en Círculo. Revista de Cultura, n.º 26, 1997, pp. 73-79. “Juana Borrero en el autorretrato de la ‘Mujer Nueva’ fin-de-siglo”; en VV. AA. Cavallo, Susana A.; Jiménez, Luis A. y Preble-Niemi, Oralia (editores); Estudios en honor de Janet Pérez: el sujeto femenino en escritoras hispánicas; Scripta Humanistica, Potomac, 1998, s. p. Hauser, Rex; “Juana Borrero: the Poetics of Despair”; Letras femeninas; 16, 1-2, primavera-otoño 1990, pp. 113-120. Zavala, Iris M.; Colonialism and culture: Hispanic modernisms and the social imaginary; Indiana University Press, Bloomington, Indianápolis, 1992.

Ette, Ottmar; “Gender Trouble: José Martí y Juana Borrero”; en VV. AA. Paatz, Annette y Pohl, Burkhard (editores); Texto social. Estudios pragmáticos sobre literatura y cine. Homenaje a Manfred Engelbert; Tranvía-Verlag Walter Frey, Berlín, 2003, pp. 79-96.

La pasión del obstáculo. Poemas y cartas de Juana Borrero; Stockcero, Buenos Aires, 2005. Prólogo, selección y notas de Francisco Morán, quien, asimismo, preparó un homenaje a Juana Borrero en la revista electrónica La Habana Elegante, segunda época, n.º 21 (primavera, 2003). Ver www.habanaelegante.com/Spring2003/Azotea.html

Página de inicio: 104

Número de páginas: 10 páginas

Descargar PDF [112,51 kB]

En esta sección