LLegada a Barcelona

Capítulo de la novela inédita Defensa de los trenes.

Abilio Estévez

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Llegar a Barcelona estos precisos días de noviembre, y sobre todo llegar por primera vez, posee algo de fantasmagórico. Me gusta esta antigua palabra: suelo usarla: fantasmagórico: evoca para mí muchas cosas, entre ellas, al mejor Quevedo, al que prefiero, aquel delirante de Los sueños.

Caminar por Barcelona es como deambular, digo yo, por un recuerdo. O ni siquiera. En cualquier caso, no por un recuerdo propio, sino a lo sumo por el recuerdo de un ausente, o su invención, su leyenda de ausente, la de un viajero muerto y, por lo mismo, definitivamente desterrado, que viene siendo lo mismo.

Por tanto, y como se comprenderá, esta impresión me agrada. Soy, lo reconozco, un pobre hombre que bien pronto, recién salido de la adolescencia, decidió retirarse de la batalla, fugarse, o batallar de otra forma, refugiado, observando, entre libros. Alguien que prefirió cualquier artificio, el más primoroso de los disfraces. Nunca me han interesado las rudezas, las groseras inexactitudes de la realidad.

A las seis y tantos de esta tarde (inmóvil) llego a la Plaza Catalunya.

Aún llueve. La llovizna no llega al suelo y no se sabe si es llovizna el agua sucia que sólo empaña los cristales de mis espejuelos. Es tarde. No encuentro, por tanto, ni una de las palomas de las que se han hartado de hablarme mis amigos viajeros, siempre entusiasmados por las palomas dóciles de Barcelona, que, según me han dicho, bajan rápidas de los plátanos, “como revelaciones”. Mis pocos amigos tenían, tuvieron o tienen ínfulas de poetas.

Los pájaros, supongo, están recogidos, con esa sabiduría de los animales, y sobre todo de los pájaros, para conocer el momento exacto en que se hace preciso desaparecer.

Veo, eso sí, muchachos bajo la llovizna. Están sentados en los muros y son muy jóvenes, abrigados con pellizas negras, silenciosos, con los ceños fruncidos, indignados, concentrados o indiferentes, meditando acaso sobre la acción del fuego en los papeles de fumar. Pitillos que, al parecer, acaban de liar y se llevan a los labios con desgano, casi como si constituyera un deber.

Bajo los portalones iluminados y bulliciosos de una tienda de nombre que pretende ser distinguido, El Corte Inglés, una mujer vestida de faralaes, maquillada como un payaso, canta una canción rusa, melancólica, triste, como se supone que son desde siempre las canciones rusas. Renqueando levemente, andando despacio que es el modo de renquear levemente, paso junto a ella, curioso, fascinado, y veo que no es una mujer, sino un hombre, o mejor dicho un anciano vestido de faralaes, que canta las glorias perdidas de los jardines que dormitan en el silencio de las noches de Moscú.

Entro a un paseo ancho y concurrido cuyo nombre es Portal del Ángel. El gran termómetro de Cottet (aún no sé lo que es Cottet) marca siete grados, poco más o menos. Como además de anticuado, soy susceptible y un poco extravagante, saber la temperatura me hace sentir frío por primera vez. Me ajusto la bufanda que hace muchos años tejió mi tía, para un fallido viaje a Montpellier, y sonrío con gusto y pienso que en La Habana siete grados serían una catástrofe. Quiero decir, otra catástrofe.

Y hablando de frío, de catástrofes… Recuerdo un amanecer de enero de 197… Aquella zafra, el campamento donde estaba designado como cortador de caña, cercano a San Miguel de los Baños. Hace treinta y tantos años. Toda una vida, como dicen siempre los buenos boleros y a veces los malos poemas. En aquella ocasión el frío, todo el frío del mundo se concentró en río Negro y la laguna de Macurijes. Los termómetros bajaron a un grado, a un solo grado en un campo de Cuba (y eso es mucho decir). Los amaneceres eran de poema de Juan Clemente Zenea. Campos moribundos, y por lo mismo vivos y hermosos como los que añoraba Zenea. Campos como aquellos de los cuadros del matancero Chartrand. Rocío escarchado en las largas, en las blancas hojas de las cañas, levantadas y heladas, como lanzas. Sonrío. Suspiro. (La comparación de aquellos campos odiosos con ensoñaciones de Zenea y de Chartrand es una ridiculez actual. Nada que ver con lo que opinaba entonces).

El suspiro me provoca un comentario:

—Barcelona, desde aquí ¡qué lejos la laguna de Macurijes y los años 70 de todas las lagunas de Macurijes en que cortábamos caña para zafras imposibles, diabólicas, forzosamente voluntarias, en las que se decía que estaba en juego el destino de la nación! Qué lejos aquellos eneros… terribles y elegíacos.

Así me gusta llamar a esos años abominables, elegíacos; no sin ironía, como se comprenderá. Ennoblecía los malos recuerdos con mis poetas preferidos, con el propio Zenea, Joaquín Lorenzo Luaces, Luisa Pérez de Zambrana, poetas de nombres hermosos, nombres que, ignoro la razón, ya nadie lleva.

A pesar de que la frase ha sido un grito, y ha debido escucharse a varios metros a la redonda, nadie me mira. Me hago entonces una pregunta importante: ¿Será verdad que los catalanes no miran, que no miran nada, mucho menos a otros seres humanos, y mucho menos aún a otros seres humanos que vienen de lejos y exponen en alta voz sus obsesiones ocultas?

Una marea de paraguas negros me indica el camino exacto, por dónde debo seguir. Doblo por una calle, cuyo nombre, Santa Ana, es justo (y por raro que parezca) el nombre de aquel campamento cañero de Limonar.

Me descubro en las Ramblas. ¿Por qué lo sé?, ¿por qué yo, habanero de vida pobre, sé que estoy en las Ramblas?

Por fin algo que no será difícil explicar. Bajo el cristal del buró de mi pequeño estudio, guardaba una antigua postal de la fuente de Canaletas. Una postal en blanco y negro. Me la envió mi querida amiga María Luisa cuando estuvo de paso en Barcelona, camino de Lugano, casada con un suizo (un verdadero amor, o lo más parecido al amor, y es de justicia que lo aclare). Hace mucho que María Luisa murió en un accidente de tránsito, camino de un sueño, Venecia, en la carretera que une Brescia con Verona, y su rostro, el recuerdo de su rostro, a veces se borra entre la colección profusa y difusa de mis muertos.

La fuente de Canaletas (o su imagen en la postal) ha logrado permanecer con la terquedad, el instinto de perseverancia que tienen las cosas, por encima de la frágil porfía de los hombres. La postal continúa allí (sí, allí debe continuar todavía), viva, o por lo menos visible, en lugar de María Luisa. Y aparte de la postal y de la fuente, sí que permanecía la letra de mi amiga, una letra grande, de mujer valiente que de pronto creyó descubrir la libertad.

Y ahora, para corroborar la paciencia de los objetos y los monumentos, vengo yo, treinta y tantos años después, y encuentro la fuente. La de verdad. Con agua de verdad, de la que bebo no sólo por sed, sino también por María Luisa. Y por el mito, seguramente verdadero, de que su agua hace que el viajero vuelva siempre a esta ciudad.

Y de todas maneras, ¿hubiera hecho falta la constatación de la postal? Para saber que estoy en Barcelona, en las Ramblas, ¿no basta el olor de los plátanos húmedos, un olor que también persiste, a pesar del otoño, de la caída de las hojas?, ¿no bastan los colores penetrantes de las cosas, a despecho de la poca luz, o quizá por eso mismo, por la falta de brillo de esta tarde sobrecogedora y fantasmagórica de noviembre?

Con toda calma bajo cojeando por el paseo. No quiero parecer sorprendido. No sería elegante.

Me detengo ante un Elvis Presley a quien la llovizna no hace perder el blanco maquillaje, que se ha incrustado en su piel como en una piedra. Otro señor, vestido de esplendente gris perla, monta una bicicleta inmóvil, mientras lo sigue de cerca, aun más brillante, casi iluminada, una joven muerte, de capucha y guadaña.

Aunque la oculto, preocupado por parecer hombre de mundo, habituado a las multitudes, continúa inundándome esta alegría que desde hace mucho no experimentaba. Puede que la alegría esté asociada con un sentimiento que jamás había sentido: la sorpresa de no saber adónde dirigirme. Carezco de lugar preciso adonde encaminar mis pasos y, lo mejor, nadie me espera. ¿Existen o no sobradas razones para la alegría? Y, desde luego, muy por encima de todo, el contento proviene de un hecho trascendental, asociado a lo anterior: nadie me conoce. Nadie sabe quién soy. No digamos ya adónde voy, puesto que yo mismo ignoro semejante circunstancia, sino mucho más importante: nadie sabe de dónde vengo. Para bien o para mal, a nadie le importa quién es este cojo, miope, insignificante, de aspecto anticuado. Si supieran mi nombre, se percatarían de que es falso.

Ya en Madrid, en algún glorioso momento que no puedo precisar, como por arte de magia, me abandonó la lejana e irritante sensación habanera de saberme observado. Perseguido. Importunado. Investigado. No es que me crea protegido, que no me sepa vulnerable. Es algo más complicado, o más simple. En esta ocasión, a diferencia de antiguas debilidades, me reconozco dueño de mi propia vida, si entiendo por vida lo que en realidad es: el pequeño prodigio de un paseo por las Ramblas, en una tarde lluviosa, fantasmagórica, de noviembre.

Me creo (y tengo todo el derecho) un hombre sin sombra. No la he vendido, por supuesto. Carezco de ella. La he perdido en un tren. O tal vez sería mejor escribir: la he perdido en un viaje inexplicable. ¿Qué mayor dicha?

Me descubro cantando:

—Y cuando nadie escuche mis canciones ya viejas, detendré mi camino en un pueblo lejano, y allí moriré…

A mi madre le encantaba la canción. Solía cantarla en las tardes de los portalones con diecisiete sillones de nuestra casona de Marianao. La visión de mi madre en los portalones es fugaz, y sin duda resultado de mi bienestar. Mi madre. Los sillones. Los portalones amplios, frescos. Las matas de mango, limones, guayabas, tamarindos y aguacates de nuestro patio, colindante con los potreros de El Palmar, donde ya Marianao estaba a punto de convertirse en puro campo.

La visión se esfuma y deja una sensación grata.

Me veo ahora en una esquina donde una pareja, de negro riguroso, baila un tango, sin música, bajo la llovizna. Se les ve concentrados, con esa voluptuosidad desconsolada del tango, un baile que presagia desdichadas delicias.

Y descubro, por encima de la pareja gozosamente triste, una inscripción que anuncia una calle de nombre maravilloso: Pintor Fortuny.

Cualquiera que me conozca sabrá lo que el nombre origina en mí. Recuerdo las reproducciones bien realizadas de aquellos cuadros, la de la odalisca y la otra, la del encantador de serpientes, o algo así, que el tío Máximo, que, además de a Ravel, Debussy y a Stravinski, amaba la pintura de género, tenía sobre su piano Clementi. “Fortuny parece haber colaborado en la concepción y nacimiento de la luz”, escribió Martí en algún artículo.

Y quedo halagado de mí mismo, satisfecho de mi buena memoria.

Buen nombre para una calle. Hermosa tarja donde se habla de Reus, la ciudad del pintor. Me gusta la evocación del tío Máximo, el recuerdo de la frase de Martí, y doblo por esta esquina con el paso cansino de cojo cincuentón que está de vuelta de todas las cosas y no está dispuesto a asombrarse de nada. O mejor dicho, cincuentón que no está dispuesto a que los otros se den cuenta de su asombro.

Ya no es la misma esta Barcelona en la que voy entrando.

¿De dónde salen estas silenciosas mujeres con hijabs y algunas hasta con melfas? ¿De dónde estos mocetones hermosos, enérgicos, oscuros, de miradas escrutadoras, hoscas, o incomprensibles, que parecen salidos de algún rahil del desierto, y de quienes se diría que acababan de dejar babuchas, caballos, albornoces y cheliles para camuflarse entre la multitud de occidentales sospechosos? ¿De dónde las bellas mujeres de saris? ¿De dónde los negros espigados y altísimos, como príncipes, ataviados con coloridos dashikis?

Plaza del Pedró. Así se llama esta plaza silenciosa en donde me detengo. Silenciosa y, sobre todo, sombría, con olor a suciedad, a cuerpo sucio, a “cachorro de león”, como escribió Paul Morand, que es el olor de la Europa mal lavada y descuidada. La fuente, que se convierte en obelisco, termina (o eso creo) en una imagen de la Venerable Eulalia.

Soy historiador, un historiador muy leído, de modo que sé quién es. Eulalia, la niña santa y noble de Sarriá, que a sus catorce años se presentó ante Daciano, proclamó su fe cristiana, y terminó crucificada. Y como el mundo (ignoro si por suerte o por desgracia), se ha vuelto cada vez más complicado, a los pies de la niña cristiana y mártir hay tres magrebíes que beben. No sé qué beben. Uno de ellos, a pesar del frío y la llovizna, se ha quitado la camisa, y muestra un torso nítido, de tetillas negras, y alza la camisa como una bandera. Hablan por lo bajo, concentrados, serios, con los ceños fruncidos, sin gesticular. No entiendo qué hablan, así que continúo por la primera calle que aparece. Carrer De la Botella, especifica el mojón.

Debiera escribir: “el hostal es sórdido”. Debiera escribirlo con la misma despreocupación con que digo dónde se encuentra: calle Vistalegre, a punto de llegar a la de Riereta, barrio del Raval. El hostal es sórdido, en efecto. Al menos desde un punto de vista. Desde otro, el punto de vista del recién llegado, el de la alegría o la ilusión del recién llegado, no lo es.

Y, por lo demás, como se entenderá enseguida, me he dejado seducir por el nombre: Quo Vadis.

Un hostal cuyo nombre sea Quo Vadis, pierde de inmediato cualquier sordidez. Lo elijo por eso, y por un sobresalto al que se me ocurre denominar esperanza.

Al cartel con el nombre lo he visto enseguida, a pesar de que las letras, torpemente pintadas en la pared, sobre la parte superior de la puerta o portilla (mampara, para ser preciso), han sido medio borradas por la intemperie, y para verlas habría que fijarse mucho, entrecerrar los ojos, casi adivinarlas.

Acceder a la Recepción se convierte en una peripecia que requiere habilidad. Se hace preciso empujar la portilla que en algún tiempo debió tener hermosas cenefas de hojas enlazadas, doblar hacia un hosco pasillo, avanzar unos pasos por entre una penumbra que atemoriza, alcanzar un vestíbulo donde hay un sillón sin fondo, otra Santa Eulalia y un San Pancracio enmarcados por una luz de neón cuya conexión debe estar defectuosa puesto que parpadea, y remontar una escalera de madera, angosta, quejumbrosa, que un siglo atrás debió de ser blanca.

Aunque indudablemente subo, tengo la impresión de que desciendo.

Al llegar a lo más alto (que es para mí lo más bajo), encuentro una puerta que en tiempos más prósperos debió hallarse encristalada. Al abrirla, suenan cencerros. No campanas: cencerros.

Pequeña y también estrecha, la Recepción, o como quiera que pueda llamarse este espacio de supuesta bienvenida, muestra una suciedad que se diría intacta desde los tiempos en que el crucero Eugenio di Savoia bombardeó la ciudad. Huele a tabaco, a tierra, a humedad, a orín. Tras el mostrador, en una poltrona art nouveau, como resulta inevitable, hay una señora, más que sentada, desvanecida, medio somnolienta, como si no pudiera con la gordura, ni con el tedio, ni con el maquillaje de cantante imposible, ni con el aire de mujer de otra época.

Le encuentro cierto parecido a lo que yo considero que debieron haber sido dos celebridades, Adelina Patti y doña Emilia Pardo Bazán.

Lleva, además, el pelo de un dorado de rabia, ajustado con hebillas que resplandecen en la húmeda penumbra de la recepción.

A pesar de la somnolencia, se escucha, a toda voz, un partido de football en una radio ubicua. Voces de narradores deportivos, de turba enardecida. He escrito “a pesar de la somnolencia”, sin reparar en que, desde siempre, ese sonido, por extraño que parezca, ha favorecido la modorra.

Pausado y cojo, me aproximo, entrecerrando cuanto puedo los ojos miopes. A su vez, la mujer pestañea, bosteza con fastidio, da un pequeño golpecito en el anticuado timbre de la recepción, también con fastidio y con sorpresa. La nota del timbre toma el lugar de los opacos cencerros y queda breve, estremecida en el aire turbio.

La mujerona no da, por el momento, otra muestra de vida. Ni siquiera continúa pestañeando. Tampoco baja el volumen de la radio. Ajustándome los espejuelos, la miro en silencio, con el detenimiento, el asombro y la brusquedad, con que solemos mirar los miopes.

Me acerco. Levanto la mano derecha como si dijera adiós. No sé si pregunto lo que corresponde:

—Por favor, sería tan amable, ¿tiene alguna habitación vacía?

Sí, es cierto, calculo, tiene que haber alguna habitación vacía, aquí no ha venido nadie desde aquel bombardeo.

—Señora…, madame…, si us plau

La mujer vuelve a bostezar. Necesita un aire especial para responderme. Levanta por fin los párpados alevosamente cubiertos, manchados, por crema añil, con brillitos, y palpa las hebillas de su pelo como si se hallara frente al buen ladrón que ha tenido la paciencia de esperar toda la tarde.

Descubro las manos de esta Adelina Patti, pequeñas, frágiles, manos que en rigor no debieran pertenecerle, cargadas de anillos.

—Por favor, si us plau, señora, madame, ¿habrá alguna habitación vacía?

En mi cara brilla la que supongo sea la más encantadora de mis sonrisas.

Uno las manos como un monje: gesto que aprendí en La Habana, muy pronto. Me inclino ceremonioso. No se debe olvidar que, aunque haya leído a Mme. de Staël, a Chateaubriand, y sepa casi, par coeur, las Memorias de Saint-Simon, soy un hombre que no conoce el mundo. Explico, además, algo que debe resultar obvio:

—Estoy cansado, deshecho, y si supiera…, ¿para qué contarle?, llevo horas de itinerarios, de emociones, ha sido un viaje demasiado largo.

La gorda se revuelve inquieta en su poltrona inevitablemente art nouveau.

—¡Goool! —grita uno de los comentaristas deportivos, y es como si encontrara la palabra apropiada para salir del marasmo.

La habitación cobra una vitalidad que al instante se extingue. La señora afirma, satisfecha, con la cabeza.

—Gol, claro está, del Barça —grita la señora—, gol de Eto’o, un negrito de Senegal o de Camerún, de por allá, da lo mismo, toda África es un sitio inmenso y único, de leones, monos, elefantes y baobabs.

Sólo le ha faltado declarar que ella tenía una granja en África.

Más animada, se incorpora. Habla en un catalán misterioso, empecinado, sin importarle que el pobre señor que tiene delante se haya dirigido a ella en un castellano que llega, a todas luces, de un lugar distante, más distante que el África de los baobabs, cualquiera que sea ese paraje al otro lado del Atlántico. Un castellano el mío, el nuestro, lo sé, untado de delicadezas, carente de zetas, casi cantado, con erres dulces que se pronuncian leves, y eses que a ratos, y jubilosas, se transforman en jotas o en puntos suspensivos.

No, no le importa. Lanza el largo discurso en catalán inverosímil, sin mover más que las manitos enjoyadas. Los labios carmesíes están a punto de ser negros. La arenga termina con una pregunta que se diría un apotegma:

—¿Com et dius?

Por suerte, soy historiador, soy filólogo. Y digo mi nombre. O no, no lo digo, no, lo entono, lo recalco, lo paladeo casi cada sílaba de mi nombre falso. Y el nombre, que es sonoro y teatral, resulta pronunciado sin falsedad, como si fuera verdadero, con la jactancia propia de quien habla de un linaje y espera que los demás comprendan y acepten.

Sin inmutarse, la señora hace otra pregunta. Esta vez sí que no la entiendo.

—¿Podría hablarme en castellano, por favor?

Adelina Patti, combinada con doña Emilia Pardo Bazán, ríe como si yo hubiera preguntado algo gracioso y comenta:

—¿Sabe lo que pasa?, soy distraída, y a veces creo, como el común de mis compatriotas, que el catalán es la única lengua del Universo, la perfecta, el idioma de los idiomas, a pesar de que tan pocos lo hablemos en el mundo, disculpe usted, le preguntaba…, nada, olvídelo, no tiene importancia. A veces los catalanes nos creemos el ombligo del mundo.

—Perdone usted —me justifico—, el catalán no es un idioma que se hable mucho en Cuba.

Sus ojos se abren por la sorpresa.

—¿Cuba, dijo Cuba? ¿Es cubano?

Ha habido nostalgia mezclada con júbilo en el tono de la pregunta. La gorda se ha puesto de pie. Alza las manitas. Las hebillas del pelo lanzan destellos. Como si hubiera visto un ser sobrenatural.

—Es cubano, ay, como mi abuela —exclama en éxtasis, cerrados los telones azules de sus párpados—. Mi abuela Cata, que en gloria esté. Cubana de un lugar llamado Arcos de Canasí, ¿lo conoce?

—Sin duda —miento pensando en Jaruco, en Santa Cruz del Norte, en Hershey y en el trencito que pasa (o pasaba) por allí, hasta la bahía de Matanzas. De todos modos, a ella poco le importa si conozco Arcos de Canasí.

—Mi abuelo —dice—, un viajero impenitente, estaba de paso en la isla, y conoció a mi abuela en Matanzas, en una ermita que, según me han contado, levantaron en una loma, dedicada a nuestra virgen, a la moreneta de Montserrat, frente a un valle que la yaya, quiero decir la abuela, Cata (se llamaba Cata, bueno Catalina en realidad), me contaba que era el valle más bello del mundo.

Sonrío. Esta vez sí que soy un buen conocedor. Valle del Yumurí. Y hago silencio, porque, aunque soy historiador, no sé qué otra cosa decir.

Me mira enternecida.

—Se enamoraron, se casaron, vinieron a Cataluña y compraron una casita en el barrio del Bon Pastor, Santa Coloma de Gramenet, donde vivieron felices, muy felices, hasta que la muerte los separó…

—La muerte que todo lo separa —reflexiono porque continúo sin saber qué actitud adoptar.

Se apoya en el mostrador, los codos juntos, y descansa, evocadora, la barbilla en las manitos enlazadas.

—La yaya Cata cantaba canciones cubanas, preciosas. Las cantaba cuando íbamos en invierno a Sant Andreu. Ya le he dicho, el abuelo tenía sus caprichos, le gustaban la nieve y la montaña, y ella, mi abuela, se sentaba junto a la ventana y se ponía a mirar las montañas blancas, la nieve de los Pirineos, y comenzaba a llorar.

—Morriñas —digo, y de pronto, acabándola de pronunciar, me percato del faux pas: la palabra es gallega o portuguesa.

Sin escucharme, ella se yergue repentina, se prepara como una gran diva en el escenario de La Scala, y canta con una hermosa y sorprendente voz de soprano:

—Era una cleptómana de bellas fruslerías, robaba por un goce de estética emoción. Linda, fascinadora, de cuyas fechorías jamás supo el severo juzgado de instrucción.

Pausa larga.

La cabeza alta, las manos casi unidas, separadas sólo por el breve espacio de una vacilación. Segundos en que la recepción (o lo que sea) simula ser más pequeña y la mujer mucho más alta, más corpulenta.

Afirmo nervioso, atónito, con énfasis, muevo las manos como los niños que recitan versos de Espronceda. Sólo me atrevo a exclamar:

—¡Dios, ah!

Y entonces comprendo, en todo su esplendor, el parecido con la Patti. Debo reconocerlo, soy un historiador suspicaz. Y luego de otra pausa tan justa como obligatoria, ya repuesto, escucho mi voz entrecortada cuando aclaro profesoral:

—Soneto del matancero Agustín Acosta, al que puso música otro matancero, Manuel Luna.

De cualquier modo, comprendo que ella espera algo más que datos que sin duda conoce o que la tienen sin cuidado.

—¡La felicito, madame, no creía que nadie en España, no ya en Cataluña, conociera esa canción…, además, es usted otra Adelina Patti!, y escucharla es como comenzar un viaje en el lomo de un insecto y acabarlo en el ala de un ángel.

Conmovida, casi llorosa, la gorda se inclina ante mí como ante la platea repleta de La Scala. Nunca sabrá que esa frase “grandiosa”, la del insecto y el ángel, no es mía (líbreme Dios): fue un exabrupto martiano ante la grandeza de la verdadera Patti reseñando un concierto en la sala Steinway hacia 188…, si mi memoria no falla (y no falla).

Tiene lugar ahora una cadena de acciones que ya se iba echando en falta: saca de los senos un pañuelito de encajes; seca su frente, meticulosa; luego, las mejillas; incluso las palmas de las manos, con mayor cuidado todavía. Acaricia con el pañuelito los senos relevantes, como su voz: al fin y al cabo es allí donde se esconde la voz. Une las manos, hace que el pañuelito desaparezca, e ignoro si se trata de algún acto de magia. Entreabre la boca, vibrante aún. Y sin transición, sin decir palabra, me alarga una tarjeta que debo rellenar.

—Son treinta mil pesetas cada noche…

Y lo expone con tan limpia musicalidad, que la frase queda palpitando en mi oído como lo que es, un endecasílabo perfecto.

Bien, pienso, muy bien.

Golpeo con suficiencia la madera del mostrador. Más que bien, excelente, pienso, y me digo: “Repintada señora, tan buena soprano, lánguida en tu poltrona, no sabes que tengo mil euros, mil maravillosos euros que me enviaron desde Estados Unidos, dos amigas aún más maravillosas, tú, combinación de Patti y Pardo Bazán no sabes que soy rico, por primera vez en mi vida tengo la cantidad respetable de dinero de mil euros, y esa cantidad es suficiente: soy rico (y no sólo por eso).

—Me quedaré unos días, y para ser justo, dejaré que esos días sean acompañados por sus noches, no pregunte cuántos, no lo sé.

¿Sonríe ella?

—Son treinta y ocho euros la noche… Usted sin embargo es cubano, como mi yaya.

Me mira. Recalca “cubano”. Repite el gentilicio varias veces, con estupor, admirada, como si se dirigiera al último espécimen de una raza extinguida.

Se golpea el pecho y suspira:

—No le cobraré nada.

Muestra unos dientes pequeños, carcomidos, manchados de carmín y de alguna otra cosa indescifrable. Intenta humedecerse los labios con una lengua también diminuta y bastante blanca.

Yo por mi parte, reverencioso, casi pego la frente al mostrador.

—De ninguna manera…

Ella detiene cualquier comentario. Alza un brazo de valkiria y señala la escalera.

—A la derecha, habitación 403, cuarto piso, el váter, de uso comunitario, lo encontrará en el 408. No hay duchas.

Tomo de sus manos la llave excesiva, digna de un castillo.

Absorta, me dice adiós. Y canta:

—¡Era una cleptómana de bellas fruslerías, y sin embargo quiso robarme el corazón…!

Capítulo de la novela inédita Defensa de los trenes.

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