Para una metafísica del hambre

Un revelador ensayo sobre el hambre, las mitologías y los dioses, el erotismo, los hombres, el arte y la Historia.

Manuel Pereira

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Allá por el año 1972 vi en un cine habanero la película Hambre (1). Adaptación de la novela homónima del noruego Knut Hamsun, el filme narra las peripecias de un escritor que vagabundea hambriento por las calles de Oslo intentando vender sus textos a las revistas. Escuálido, mórbido y mortecino como una fantasmagoría de Munch, el protagonista tenía tanta hambre que, en cierto momento, se disputa un hueso con un perro callejero. En un primerísimo plano, ambos enseñaban los dientes, gruñendo; el escritor se arrastraba en el adoquinado, rebajado a la altura del perro, pugnando por un hueso maloliente.

En ese instante, alguien en la sala oscura gritó: “¡Coñooo, ese está peor que nosotros!”. Las carcajadas estremecieron las lunetas, y yo temí —mientras reía— que la policía irrumpiera en el teatro y nos llevara a todos presos.

La jocosidad cubana, tan socarrona, había estallado al amparo del anonimato que sólo puede ofrecer la penumbra de una sala de cine. En Cuba estaba prohibido, entre otras cosas, decir abiertamente que teníamos hambre. La libreta de racionamiento cumplía ya diez largos años y las cuotas de víveres que el Gobierno distribuía a través de esa odiada cartilla eran cada día más exiguas (2).

Esas raciones estaban minuciosamente calculadas, como si un genio del mal las hubiera diseñado para que nadie muriera de hambre, pero sí de frustración estomacal y de desdicha doméstica. El hambre científica, así como la distribución igualitaria de la miseria, eran los rasgos inequívocos del mayor y más largo experimento utopista del siglo XX en el hemisferio occidental (3).

En esas condiciones, ¿a qué despistado funcionario cultural se le habría ocurrido estrenar una película con semejante título? En todos los cines donde proyectaban aquel filme había carcajadas, gritos, chiflidos, chascarrillos... A los pocos días desapareció de las pantallas. Una cinta que provocaba entre los espectadores comentarios tan políticamente incorrectos tenía que ser inmediatamente censurada.

A falta de bistec con papas fritas para masticar, mandíbulas batientes para carcajear. El chistoso exabrupto de aquel espectador oculto en las sombras era todo un monumento a la disidencia oral del pueblo cubano.

Por mi parte, aquel día descubrí que el hambre podía ser algo más que una oquedad en el estómago. Supe que podía alcanzar una jerarquía artística, no sólo cinematográfica, sino también plástica, literaria, y aun filosófica.

Por entonces yo ignoraba que el hambre está en la raíz de todo acontecimiento cultural. Universalmente, toda mitología empieza con algún suceso asociado al hambre. Los dioses, por ejemplo, siempre gozan de excelente apetito. Como vemos en la pavorosa imagen de Goya, el dios Cronos se comía a sus hijos, por hambre de poder. En los avatares del orfismo tenemos a Zeus devorando el corazón de su hijo Dioniso, en este caso para resucitarlo.

A Jehová le encanta el humo de carnero asado, por eso prefiere las carnes que le ofrece Abel a la ofrenda de verduras de Caín, en lo que no es más que una alegoría de la primera división del trabajo entre ganaderos y labradores.

Dios no es vegetariano, es carnívoro. Con el gusto divino por la fibra roja se extiende sobre la tierra la primera sangre cuando Caín mata a Abel por celos, o por envidia. Más allá de que sean hermanos, se trata de un agricultor matando a un ganadero. La ganadería —favorecida por Dios— empezó a separarse de la agricultura en una primera especialización. Los labriegos siguieron en sus campos, sin ver más horizonte que el de sus sembrados. Los ganaderos, en cambio, gracias a la trashumancia, se desplazaron más y más, cubriendo distancias cada vez mayores, enriqueciendo sus pupilas con nuevos paisajes, aprendiendo otras costumbres, universalizándose.

La ganadería es desarrollo, expansión territorial, cambio constante de cosmovisión, mientras que la agricultura es más cerrada, más provinciana. No sólo Dios, sino también los reyes, favorecieron a la ganadería. Basta ver la importancia que tuvo la Mesta, creada por Alfonso X en la España medieval.

Esta separación —a veces litigiosa y conflictiva— entre pastores y labradores explica, en parte, la creciente diferenciación entre la ciudad y el campo. Las avenidas de la carne crearon una nueva cartografía repleta de caminos, que enlazaban unas comarcas con otras, cosa que la agricultura nunca habría logrado por sí sola, si es que alguna vez se lo hubiera propuesto.

A lo largo de estas rutas o cañadas, anteriores al rey sabio, proliferaron ermitas, dólmenes, abrevaderos, majadales, puentes, verracos —cerdos o toros de piedra (4)—, calzadas, fuentes, castros, pueblos y ciudades. Todavía existen calles en España que son vías pecuarias, por ejemplo, en Madrid: la Cañada Real de la Puerta del Sol. En uno de mis exilios me tocó vivir en un pueblito de Extremadura. Yo vivía en una calle que se llama “cordel”, pues tal era la denominación que se daba antiguamente a la vía pastoril más estrecha, de 45 varas de ancho (5).

En esa calle, dos veces al año, me despertaban los cencerros y los balidos del rebaño de ovejas que por allí seguía pasando, desde hacía siglos. La calle estaba pavimentada, tenía aceras modernas, cafeterías, restaurantes, alumbrado público... y aun así, por allí seguía pasando aquel río de vibrante lana musical. Yo abría la ventana y aquello era una fiesta, todo un espectáculo medieval a comienzos del siglo XXI.

La oveja, la lana, los cercados en Inglaterra, la Mesta en Castilla, la industria textil, los telares de Flandes, la emigración de campesinos a los núcleos urbanos, la Reconquista... todo ello tiene que ver con la formación y crecimiento de las ciudades en Europa, y todo se debe a la ganadería que transformó el paisaje modernizándolo.

La oposición entre prosa y verso está prefigurada en el crimen de Caín. Versus significa en latín “verso”: lo que vuelve sobre sí, el camino de ida y vuelta, la huella que va dejando en la tierra el buey que tira del arado. Cada surco, un verso. Cada campo sembrado, un soneto.

A su vez, prorsus significa en latín “hacia adelante”. De ahí deriva la palabra “prosa”, que es el discurso en línea recta, extendiéndose al infinito, liberado de métricas y cadencias, camino que siempre avanza, sin regreso. Así, mientras el verso regresa sobre la página una y otra vez hacia el margen izquierdo —igual que la yunta de bueyes cuando labra la tierra—, la prosa, con sus renglones de palabras como ceñidos batallones de hormigas, desciende desde la primera hasta la última línea, cubriendo toda la superficie del papel.

A vista de pájaro, un campo roturado es un poema, mientras que una carretera equivaldría a un renglón prosado. Al principio, todo fue versificación; luego vendría el prosaísmo, lo prosaico: el cuento y la novela.

El verso es para los rapsodas y los juglares que van cantando por veredas y senderos polvorientos, de pueblo en pueblo o de castillo en castillo. La prosa es más romana que griega, pertenece a la carretera, al universo más bien rectilíneo de Petronio. La prosa es la vasta red de calzadas del Imperio romano. Significa mercantilismo, intercambio cultural con otras regiones, amplitud de miras.

El campo es versificador, repentista y rimador, mientras que la ciudad es prosista o prosada. La prosa es más cosmopolita que el verso. El verso es más limitado, se queda en la finca, o en el rancho, y de ahí no sale, siempre va y siempre vuelve, como una lanzadera. Regresa eternamente, es repetitivo como la rima, como la noción del tiempo del campesino, que es circular, porque sigue atada a la sombra del reloj solar y a la reiteración de las horas canónicas.

Por otra parte, el verso se subordina más a la emoción que la prosa, que es más conceptual. Todo sentimiento excesivamente bucólico es antiurbano por naturaleza. La prosa, en cambio, es urbana, se alimenta del asfalto y del adoquín, se metamorfosea en oratoria, en silogismo, en filosofía, en periodismo, en narración y, en el peor de los casos, deriva en lenguaje leguleyo, burocrático y ministerial. Los párrafos fluyen sin retorno, como el polvo dorado que cae en un reloj de arena.

En rigor, el verso pertenece a las formas de producción esclavistas, es la amurallada rima feudal, el encastillamiento de sinalefas almenadas, o bien la cerrazón métrica y la monotonía económica de las sociedades utopistas con mentalidad de plaza sitiada, incluyendo, por supuesto, las comunistas.

Todo lo anterior queda confirmado por la manía existente en los países comunistas de encumbrar a los llamados “poetas nacionales”. La simple invención de semejante título oficial es ya pueblerina, decimonónica. Iván Vazov en Bulgaria, Nicolás Guillén en Cuba, Sándor Petöfi en Hungría... Es muy curioso que en esos mismos países nunca se haya instituido el título de “novelista nacional”, ni el de “ensayista nacional”. Es como si la prosa fuera ideológicamente más sospechosa que el verso.

¿Por qué sólo los poetas merecen tanta prominencia en los regímenes utopistas? Porque se trata de sociedades tentadas por el retorno al mundo rural, sustentadas en descabelladas filosofías que incluso llegan a padecer nostalgia de las cavernas.

Inversamente, la prosa es más burguesa, capitalista, librecambista. Siendo tan libre, es normal que emigre, como el ganado trashumante, y como los capitales. La prosa es exilio, mientras que el verso es más bien sedentario, lugareño, se siente más a gusto en su ruralidad. A pesar de lo cual, la poesía conservó un prestigio estético que la novela envidiaría hasta que llegó Flaubert, quien abrió la puerta a Joyce, a Proust, a Musil...

De ahí que durante mucho tiempo la novela fuese considerada prosaica, mero instrumento de entretenimiento para modistillas ociosas, algo insulso y vacío, con demasiadas palabras para decir tan poco, mientras que el poema, por su capacidad de sublimar la realidad, fue siempre reverenciado como un género más decoroso, de mayor elevación espiritual, por lo menos hasta bien entrado el siglo XIX.

No es casual que una de las primeras novelas en Occidente (Dafnis y Cloe) sea una narración pastoril, o sea, ganadera, más propia de Abel que de Caín. Su autor, Longo, era un escritor griego de la época romana, momento de eclosión de la prosa. La novela es un género más tardío que la poesía porque la ganadería es posterior a la agricultura.

Evitemos malentendidos. No estoy atacando a la poesía ni a los poetas, mucho menos a los campesinos. Simplemente, estoy precisando un origen, la pertenencia de ese género literario a la tierra, aquello que tan rotundamente comprendió Wallace Stevens: “Tiene que haber algo de campesino en todo poeta”.

Por lo demás, también la poesía se liberó de la camisa de fuerza de la versificación, del metro que la escayolaba. Fue un proceso largo, jalonado de fulguraciones: Garcilaso de la Vega escribió en verso libre su Epístola a Boscán (1534); El paraíso perdido, de Milton, es una epopeya sin rima (1667); su autor opinaba que sólo el verso suelto podía darle al inglés la dignidad de una lengua clásica; Aloysius Bertrand inventó el poema en prosa con su Gaspard de la nuit (1842). Así, poco a poco, el verso fue liberándose de la rigidez del arado y de la yunta de bueyes.

Pero volvamos al hambre de Dios, que desencadenó toda esta historia. El holocausto que Abraham iba a perpetrar en su hijo Isaac parece confirmar que entre los hebreos hubo sacrificios humanos. El ángel que le grita al patriarca en el último instante, evitando así el filicidio, quizá alude al final de aquella costumbre cananea.

Moloch o Baal era otro dios, esta vez fenicio, que devoraba bebés. Parece ser el becerro de oro que tanto encabronó a Moisés cuando bajó del monte Sinaí con las Tablas de la Ley, el mismo Baal que sacó de quicio al profeta Elías, aunque también pudiera tratarse de un trasunto de Apis, o de Hathor, deidades vacunas egipcias. Otra vez la ganadería...

En las religiones politeístas y animistas de África abundan las ofrendas sacrificiales tributadas a los dioses: chivos, gallos y palomas degollados, la sangre salpicando las paredes, los campos, las encrucijadas. Los ídolos africanos trasplantados al Brasil y a las Antillas se alimentan de sangre, siempre están embadurnados de coágulos y untados con manteca de corojo.

Los tambores de fundamento también son divinidades que se expresan a través de su música frenética. El etnólogo cubano Fernando Ortiz afirmó que "el primer tambor membranofónico producido por la Naturaleza debió ser un cadáver hinchado por los gases de la putrefacción". Santeros y babalaos afrocubanos me han contado que en la noche de los tiempos, cuando en África se confeccionaron los primeros tambores, el cuero tensado del parche era piel humana, acaso resultado de algún sacrificio previo. Más tarde, esa tradición fue desechada y la piel del chivo sustituyó a la de los seres humanos.

Los griegos arcaicos también inmolaban niños y doncellas, un ritual que se extendió, incluso en algunos momentos, al Imperio romano, verificándose igualmente entre los celtas.

En el México precortesiano se practicaban sacrificios humanos en honor de diversas deidades. La sangre humana servía para alimentar al sol y mantenerlo activo. Era una forma de evitar la destrucción universal.

También hubo casos de canibalismo entre los conquistadores españoles. Algunos cronistas de Indias consignan episodios de españoles comiéndose a otros españoles, o a indios, cuando el hambre era extrema. El hambre es mala consejera, y esto vale tanto para los europeos como para los no europeos.

Sin embargo, no está del todo demostrado el ritual de sacrificios humanos en el Antiguo Egipto. La presencia de muchos esqueletos cercanos al faraón pudiera indicar un suicidio colectivo —voluntario u obligatorio— de los miembros del séquito del rey para acompañarlo en su viaje al Más Allá. Otro tanto ocurre en las tumbas reales de Ur, en Mesopotamia, donde doncellas y sirvientes parecen haberse envenenado para seguir a su príncipe en la muerte.

La música religiosa tibetana nos reserva desagradables sorpresas: la trompeta llamada Kang Ling hecha con una tibia humana, y el tambor Chodar, formado por dos cráneos humanos y con bolas batientes.

Adondequiera que miremos, desde las tierras bíblicas hasta la Mesoamérica y el Incanato prehispánicos, pasando por la Grecia arcádica, vemos a dioses hambrientos de carne humana o animal, sedientos de sangre.

A tanta hecatombe puso punto final Jesucristo, quien por esa sola razón debería ser adorado por todos. En la Última Cena, él metaforizó todos esos sacrificios al convertir simbólicamente su sangre en vino y su cuerpo en pan. Esa transposición poética fue el final de tanto derramamiento de sangre. Sólo así se entiende que Él, a su vez, ofreciera la suya como colofón.

A partir de ahí se inició la fase superior de la civilización que hoy llamamos occidental. Cristo modernizó y humanizó la religión más que nadie en el mundo antes y después de Él. La transustanciación evita y enmascara el abominable acto del canibalismo. Lo suaviza, lo civiliza. ¡Es la civilización apartándose de la barbarie! Esta idea estaba ya sugerida en el sacrificio inconcluso del hijo de Abraham. Por lo demás, la eucaristía es una forma de comerse a Dios, haciéndonos dioses. Es el hambre mística de Dios. Antropofagia a lo divino.

Antes de Cristo, las Altísimas Eternidades se comían a los seres humanos; a partir de Él, esa fórmula se invirtió, democratizándose, ahora son los hombres quienes consumen a Dios. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. (Jn, 6, 54).

Nuestro planeta también experimenta un apetito pantagruélico. La tierra devora las semillas sepultadas en los surcos —que son como tumbas—, de donde más tarde brotarán las plantas, los frutos. Posteriormente, estos, a su vez, si caen al suelo, se pudren. La tierra los vuelve a tragar, para que de nuevo generen frutos, y así sucesivamente en un ciclo eterno. La sucesión de las estaciones, los ciclos de la vegetación, la muerte y la vida, el invierno y la primavera... toda esa relojería telúrica y celestial, vinculada al infierno, se oculta en los misterios eleusinos. De hecho, incluso las plantas erotizan a la tierra. ¿Acaso no la penetran profundamente con sus raíces? No otra cosa hace el campesino con su arado. La tierra es mujer. Es Gea, la madre tierra. Madre y amante que nos devora al final, como hace la mantis religiosa.

La tierra engulle nuestros cuerpos sin vida, abono para gusanos. Toda la belleza de nuestro planeta encubre el horror de la masticación de las cosas muertas. De la putrefacción puede nacer la rosa. La palabra croquemort significa “enterrador” en francés. Croquer es comer a mordiscos. Los sepultureros como devoradores de cadáveres exquisitos, poemas comestibles. Esta tradición maldita está en la raíz de toda la literatura francesa, desde François Villon hasta Lautréamont. La necrofilia de Poe deslumbró a Baudelaire, quien se vanagloriaba de haber comido sesos de niños.

Esos canibalismos están de moda. Un presentador de la televisión sueca se come sus propias nalgas en pantalla, un japonés mata a su novia holandesa y se la come “por amor”, un alemán se come el pene de su amante y filma la escena; si creemos en los rumores, dos delirantes dictadores africanos fueron caníbales, un “artista” chino devora fetos a la parrilla ante los televidentes y por Internet, un mexicano llamado el “Caníbal de la Guerrero”, aparte de comerse a sus parejas, escribía novelas y poemas, practicaba brujería, quería ser mujer y ha sido comparado con el personaje de El silencio de los corderos... Son algunos ejemplos.

El canibalismo es también una manera de apropiarse del coraje del enemigo sacrificado tras ser capturado en el campo de batalla. Esa sustancia —las moléculas del arrojo ajeno— metabolizan en el cuerpo del vencedor aumentando su capacidad combativa.

En su ensayo De los caníbales, Montaigne nos regala una canción de antropófagos. El que va a ser devorado, canta delante de sus adversarios: “Que vengan resueltamente todos cuanto antes, que se reúnan para comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de sus abuelos, que antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos músculos, estas carnes y estas venas son los vuestros, pobres locos; no reconocéis que la sustancia de los miembros de vuestros antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y encontraréis el gusto de vuestra propia carne”.

Así, la antropofagia deviene —por carácter transitivo— metempsicosis intestinal o yantar genealógico. El canibalismo adquirió categoría intelectual en 1928 con el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade. Alfonso Reyes, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Octavio Paz, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato... son antropófagos culturales afanosos de apoderarse de la sabiduría universal desde sus parajes tercermundistas.

En cierta ocasión, Bronislaw Malinowski se entrevistó con un antropófago. Le preguntaba por qué comía seres humanos. El “salvaje” vio unos periódicos con fotos de montones de muertos en la Primera Guerra Mundial y le preguntó al antropólogo si en Europa no se comían aquellos cadáveres.

—¡Por supuesto que no! —reaccionó perplejo el investigador británico.

—Y entonces, ¿para qué los matan? —inquirió el “bárbaro”, como si pensara “¡qué desperdicio!”.

Los alimentos, como contrapartida del hambre, también desempeñan un protagonismo esencial en algunos mitos fundacionales. La griega Deméter, su hija Perséfone y el dios de los infiernos forman la saga del trigo. La vaca es sagrada en la India porque un himno védico afirma que de su primer ordeño salieron las aguas y la leche. Los chinos tenían su Diosa del Arroz, más poderosa incluso que Buda. Para los musulmanes, el arroz proviene de una gota de sudor de Mahoma, caída del Paraíso. El Popol Vuh —la Biblia de los quichés— relata que el hombre fue hecho de maíz, alimento básico de aquellos pueblos mayas al sur de Guatemala. La yuca (mandioca) tenía su dios entre los pobladores precolombinos de las Antillas y de la cuenca del Orinoco, en Venezuela. De ese tubérculo se hacía el casabe, que era el pan de los arahuacos (taínos). En las islas del sur del Pacífico domina el árbol del pan, cuya deidad tahitiana es Taaroa.

Como se ve, los alimentos primordiales de las civilizaciones devienen fermentos de literatura sagrada, destino antropológico, arqueología del gusto. El trigo, la leche, el arroz, el maíz, la yuca y el árbol del pan son potencias culturales que irradian su física y su metafísica en vastos territorios. Faltaría el maná, ese milagroso manjar que Dios hizo llover para alimentar al pueblo hebreo durante la travesía del desierto (Éxodo, capítulo XVI). Según Robert Graves, este “pan del cielo” o “comida de ángeles”, al fermentar, albergaba un parásito que contenía alcaloides enteógenos, o sea, una droga que induce alteraciones de la conciencia. ¿Será el maná dulce que exuda el tamarisco (Tamarix mannifera)?

De una u otra forma, todo alimento fundamental está solidarizado con alguna divinidad. Los mitos son al mundo lo que los sueños a los individuos: visiones colectivas que revelan a medias lo insondable que hay en nosotros. Súbitos viajes del alma a dimensiones pretéritas o, incluso, futuras. Son, como diría Rimbaud, “iluminaciones”. Relámpagos, destellos que alumbran zonas profundas y oscuras de la memoria particular y universal.

El padre de la gastronomía como ciencia del paladar, Brillat-Savarin, decía: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella”. También afirmaba: “Dime lo que comes y te diré quién eres”. Poco después, vino a darle la razón el materialista Feuerbach con su célebre adagio: “el hombre es lo que come”. Todo lo cual se reduce al hecho irrefutable de que la comida es cultura.

Nanook el esquimal se desayuna una morsa con un cuchillo ensangrentado que relame como si fuera una paleta de chocolate. Ese acto cultural, que tanto repugna a los espíritus más delicados, podemos verlo en el documental de Flaherty (1922). En el Ártico no hay trigo, ni maíz, ni siquiera mandioca... Los perros de Nanook ladran todo el tiempo, enseñando sus colmillos, porque están famélicos, como el perro noruego de la película Hambre.

En Ladrones de bicicletas, Vittorio de Sica desliza una secuencia que siempre me da hambre: la del niño pobre en el restaurante viendo comer al niño rico. El niño pobre estira entre su boca y los dedos un pedazo de mozzarella, pero no puede dejar de codiciar —de reojo— los suculentos platos que sirven en la mesa del niño rico.

Los cuadros descarnados, sangrantes, de Chaïm Soutine también convierten el hambre en obra de arte. Sus naturalezas muertas no podían estar más muertas: muestran carnes en diversas fases de putrefacción. Incluso los seres humanos que retrata son flacuchentos, anémicos, depauperados y feos. Todos son muertos de hambre.

Soutine era judío, lituano, francés, genial. Recorría las carnicerías de París contemplando pollos y otras carnes que, dado que no podía comprarlas, se conformaba con pintar. Toda su iconografía es un testamento del hambre.

El hambre se enseñorea no sólo del espectáculo de la naturaleza, sino también de la historia de las formas y del fulgor de las letras. Creo que no miento si digo que mis mejores páginas las he escrito con tremendas ganas de comer. ¿Será que el hambre aguza el ingenio?

También atesoro una antigua relación gástrica con el cine y con la pintura. Una paleta llena de colores pastosos, oleaginosos, un lienzo con su textura de espesos brochazos, un frasco de trementina donde se ahogan los pinceles... todo eso se me antoja digno de ser masticado, sin hablar del barro en la artesa, cuando parece chocolate crujiente.

Nada es tan apetitoso como dejar resbalar sobre la arcilla un palillo de modelar a guisa de cuchara. No en vano la mayoría de los pintores son buenos cocineros. Combinan los colores en su paleta, mezclándolos y aliñándolos como si estuvieran aderezando una ensalada de Niza. Los pintores, al igual que los cocineros, usan delantal. En la pintura participan sustancias pastosas como el aceite, barnices y esmaltes grasos. En la pintura al temple intervienen como aditivos colas de conejo o pescado, clara o yema de huevo, caseína (proteína de la leche), ácido acético (vinagre), sacarosa (azúcar).

El fuego no podía faltar en la pintura al encausto: miel de abeja caliente, derretida, aunque los verdaderos postres quedan para la pintura al pastel. En la cerámica es indispensable el horno, como de panadero. Todo eso siempre ha excitado mis papilas gustativas.

Cuando mi hermana estaba embarazada rascaba las paredes para comerse el yeso. Lo hacía casi inconscientemente, hasta descascarar toda la pared junto a la cama. Muchas mujeres lo hacen. Desesperadamente, buscaba calcio, guiada por el instinto. De haberlo tenido a mano, se hubiera comido cualquier original en yeso de Rodin (6).

En el kindergarten, y aun en primaria, yo mordisqueaba los crayones (o creyones) de color esperando que el rojo supiera a fresa, el verde a limón, el azul a anís... aquella cera masticada era como un chicle insípido que no alimentaba nada salvo mi imaginación o mi hambre cromática. Por entonces, mi madre me llevaba al cine cada noche para no tener que cocinar. Entretenía mi hambre con imágenes y con un cartucho de baratos panes de gloria que compraba en la panadería El Diorama antes de entrar en el cine Majestic, o en el Verdún.

Cada vez que aparecía un actor gordo en pantalla, mi hambre se incrementaba. Dondequiera que asomara el mofletudo Charles Laughton (El motín del Bounty), o Peter Ustinov (Espartaco), se me abría el apetito y empezaba a comerme los panes de gloria. Todavía hoy, cuando veo al obeso Sydney Greenstreet (El Halcón Maltés, Casablanca), me dan ganas de comer. Chaplin comiéndose un zapato en La quimera de oro también hace que me suenen las tripas, sobre todo desde que su hija Geraldine me contó que aquel botín estaba hecho de chocolate.

Mientras tanto, en otra tanda, mi madre se emocionaba hasta las lágrimas con Scarlett O’Hara exclamando: “¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!”.

Eso ocurría en La Habana de 1958. Todavía los barbudos no habían entrado triunfalmente en la capital cubana. Nadie gritaba en el cine nada acerca del hambre de Chaplin o del gordo que lo persigue creyendo que es una gigantesca gallina. Porque nadie podía sospechar el hambre que nos esperaba.

Por lo menos, en aquel entonces, había panes de gloria para mitigar el hambre. Blandos panes azucarados que desaparecieron pocos años después de la llegada de los utopistas a La Habana, porque el viento —el viento huracanado de la Revolución— se los llevó para siempre. Y conste que eso no fue lo único que el viento se llevó.

Aparte de la novela de Hamsun, una de las pocas piezas literarias que aborda en exclusiva el tema de la falta de condumio, o de la abstinencia, es Un artista del hambre, de Kafka. El ayunador, que convierte en espectáculo circense su inanición, de alguna manera se parece a Gregorio Samsa por su absurda existencia. Un escarabajo en eterna cuaresma.

Por supuesto, la mejor crónica del hambre (o del apetito) está en Gargantúa y Pantagruel, cuando Rabelais describe la insaciable voracidad de estos dos gigantes, sólo comparable con el barril sin fondo del Tonel de las Danaides.

Heredero del afán grotesco rabelaisiano, Jonathan Swift invierte las dimensiones, trastocando toda proporción: la escala normal se agiganta o se enaniza, según los casos. Cuando Gulliver está en el país de Liliput, el secretario de Hacienda observa que mantener la alimentación del ciclópeo visitante acabará pronto con las reservas del reino. Tan sólo en su primera comida, el médico naufragado había engullido grandes cantidades de diminutos panes, carne y muchos barriles de vino. Considerado un gran gasto para la nación, los liliputienses deciden que a Gulliver había que sacarle los ojos, dejarlo morir de hambre y, luego, poner su esqueleto en un museo.

Daniel Defoe cuenta que Robinson Crusoe decide “apartar a Viernes de sus espantosos hábitos alimenticios y hacerle desistir de su apetito caníbal”. Para ello, el náufrago mata de un disparo a un cabrito de su rebaño y agasaja a su amigo y esclavo con un trozo de carne asada. A Viernes le encantó, y se olvidó de los cadáveres humanos que pretendía zamparse. Aquí, de nuevo, la ganadería le ganó la partida a la antropofagia.

Otros clásicos se ocupan del tema de la manducatoria. Sería demasiado prolijo exponer aquí el menú desplegado en el banquete más opíparo que recuerda la literatura: la cena de Trimalción. En ese episodio central de El Satiricón, Petronio hace alarde de suntuosidad, escatología, obscenidad, lirismo, refinamiento, ventosidades, astrología, brujería, prostitución y licantropía. Los más extravagantes manjares desfilan ante la imaginación del lector revelándonos una cartografía bastante exhaustiva de la cultura gastronómica en la Roma de Nerón.

Más de quince siglos después, Shakespeare reinventa la cena de Trimalción, pero al revés. En Timón de Atenas, la opulencia antes descrita por el “árbitro de la elegancia”, se transforma en quemante frugalidad, pues aquí todos los platos están llenos del agua hirviente que Timón arrojará a la cara de los comensales quejándose de la falsa amistad de sus invitados.

En el poema XXIII de Trilce, César Vallejo evoca la cocina de su madre cuando dice: “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos pura yema infantil innumerable, madre”. Sin embargo, no fue el peruano, sino el bien alimentado Jorge Luis Borges, quien consagró todo un poema al hambre conjurándola así: “Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra, borrado sea tu nombre de la faz de la tierra”.

En ese mismo poema, Borges alude a la Torre del Hambre de Ugolino de Pisa, aquel conde a quien Dante describe en el último círculo del Infierno royendo la cabeza del arzobispo Ruggieri degli Ubaldini, que fue quien lo traicionó y lo condenó a morir de hambre en la torre antes mencionada junto con sus hijos y nietos.

Si durante su atroz encierro el conde se comió o no a sus descendientes, es algo en lo que los comentaristas nunca se han puesto de acuerdo. En cualquier caso, la leyenda de este hipotético canibalismo tuvo vastas repercusiones en la pintura, en las letras y hasta en la arquitectura.

El hambre promueve guerras, rebeliones y delitos, desde el hurto famélico de Jean Valjean hasta el homicidio de Raskólnikov. Pero ni Victor Hugo ni Dostoievski otorgaron trascendencia a este tema, sólo lo trataron episódicamente.

“No te metas a poeta, mira que te vas a morir de hambre”, insistía mi hermana —la comedora de yeso— haciendo gala de su sabiduría popular. En efecto, los poetas siempre están soñando con cornucopias. Basten dos ejemplos de sibaritas entregados a los placeres de la mesa. Pablo Neruda con sus odas a la cebolla, al tomate, al pan o al caldillo de congrio convierte lo aparentemente insignificante en trascendencia poética. El otro escritor gourmet es José Lezama Lima, quien en su novela Paradiso introduce a dos cocineros, uno mulato y otro chino, dando así imagen del mestizaje en la gastronomía cubana, además de desplegar en el ensayo “Corona de las frutas” su sensualidad barroca al explorar el esplendor del mamey, de la guanábana, del caimito, de la piña, del mango, de la papaya... (7).

Ese mestizaje de la cubanidad ya había sido señalado por Fernando Ortiz en 1940: “Cuba es un ajiaco, ante todo, una cazuela abierta. Eso es Cuba, la isla, la olla puesta al fuego de los trópicos... cazuela singular la de nuestra tierra, que ha de ser de barro, muy abierta...”.

En Tientos y diferencias, Alejo Carpentier volvía sobre el tema al referirse a los contextos culinarios. “El ajiaco cubano, por ejemplo, plato nacional de la cocina criolla, reúne, en una misma cazuela, la cocina de los españoles –la que traía Colón en sus naves–, con productos (las "viandas" llaman todavía a eso) de la primera tierra avistada por los descubridores. Después, la cocina española se llamó el “bucán”, porque unos aventureros franceses, por ello llamados bucaneros, se dieron a sistematizar en Cuba la industria elemental consistente en solear, ahumar y salar carnes de venado y de cerdos jíbaros”.

Otro cubano (y ya van cinco, conmigo) insiste en el asunto desde una mesa vacía, amortajada con un mantel de hule estampado con frutas inexistentes. Es Antonio José Ponte en su ensayo Las comidas profundas.

¿Por qué tantos cubanos hablando siempre de lo mismo, del hambre, o de la comida, o de la sensualidad palatal?

La historia del hambre como fuente de inspiración literaria no tiene para cuando acabar. La novela picaresca nació del hambre. Todo un nuevo género literario surgiendo del bostezo de un estómago vacío.

En El Lazarillo de Tormes tenemos al primer pícaro, un mendigo que pasaba mucha hambre, y cuyo ingenio estaba enderezado a conseguir alimento, aunque para ello tuviera que recurrir a algunas fechorías.

Interesa subrayar que el Lazarillo es un vagabundo, es decir, un personaje itinerante, que con su nomadismo nos ofrece una novela pecuaria, como no podía ser de otro modo. Eso queda perfectamente simbolizado en el episodio del verraco de piedra contra el cual el ciego hace chocar la cabeza de Lázaro, pues, como se sabe, tales esculturas zoomorfas representan la importancia de la ganadería en la cultura vetona.

El hambre también engendra utopías, como la leyenda del País de Jauja. Este lugar imaginario donde todo es prosperidad, holganza y abundancia, pertenece a la estirpe de las quimeras que poblaron la fantasía europea a raíz del descubrimiento de América. En esa tradición habría que incluir El Dorado, la búsqueda de las Amazonas, la Fuente de la Eterna Juventud, en la Florida, y otras fantasías de los conquistadores españoles.

En 1533, Hernando Pizarro exploró la región de los Hatun-Xauxas, y así nació —por homofonía con Xauxas— la fábula de Jauja. La belleza de aquel territorio inca, unido a la bondad del clima, a la abundancia de comida que encontraron y al hecho de que hasta allí llegara todo el oro y la plata que Atahualpa dio para su libertad, multiplicó los espejismos. Los conquistadores y los cronistas ya no hablaban de Hatun-Xauxas, sino del País de Jauja, donde te daban una paliza si te veían trabajando, y te pagaban por dormir. En Europa se escribieron poemas, entremeses y libros sobre lo que hoy es el Valle del Mantaro. Lope de Rueda lo describe en El deleitoso como un lugar por donde corren ríos de leche, las barreras son de carne asada, los árboles, de tocino; allí hay lagunas de miel de abeja, pantanos de cuajada, lagunas de oporto.

Pieter Brueghel pintó un cuadro titulado Jauja (1567) donde podemos ver a un clérigo, un campesino y un soldado, tendidos, panzudos y ahítos de tanto comer. Los tres están rodeados de setos hechos con longanizas, hay un cerdo que llega ya con el cuchillo clavado, ni siquiera hay que matarlo, los techos están cubiertos de tortas... Todas estas ilusiones nacían del hambre de los conquistadores que exageraban cualquier buena noticia hasta convertirla en visiones paradisíacas.

En la sala oscura, mi madre levanta el puño derecho imitando a la despeinada Vivien Leigh. De reojo, veo sus labios murmurando el juramento: “A Dios pongo por testigo...”. La cámara retrocede en esa imagen final, enmarcada en un paisaje romántico, con un fondo de cielo enrojecido y hasta un árbol de torturadas ramas secas que parece sacado de un lienzo de Caspar David Friedrich. Terrible augurio, ya que mi madre tampoco sabía que pronto todos levantaríamos el puño, pero no el derecho, sino el izquierdo. La historia como gesticulación ambidiestra.

La mano crispada, ese puño que levanta Scarlett O’Hara... ¿es un gesto de rabia? ¿Será una ofrenda a Dios? ¿Qué le está ofreciendo al Dios que invoca? La tierra roja de Tara. Simplemente, tierra.

La palabra “hombre” viene del latín homos, hominis, que nos remite a humus, es decir, “tierra”, de donde brota el hombre. En el Génesis, Dios moldea al hombre con barro, ya que el hombre pertenece a la tierra, por oposición a las divinidades que viven en el cielo.Además, el hombre ha de volver al humus, de donde procede, cerrando así el ciclo vida-muerte. "¡Hombre, acuérdate que polvo eres y al polvo volverás!" (Génesis, III, 19).

Humum ore mordere (morder la tierra), decía Virgilio. Comer tierra... Vivien Leigh recoge un nabo de la tierra antes de cerrar el puño para levantarlo. ¿Pensará comerse un puñado de tierra junto con el nabo, igual que Nabucodonosor cuando fue castigado a comer hierba con los bueyes?

De humus proviene también “húmedo”, porque la tierra casi siempre está vaginalmente húmeda. Curiosamente, un manjar árabe bastante conocido, hecho con puré de garbanzos, se llama humus. Ya estamos otra vez comiendo o mordiendo tierra. Comiendo muertos. De hecho, esa pasta para untar en pan pita parece fango, lodo, barro amarillento... hambriento.

Paradójicamente, en los países más desarrollados, donde los supermercados están abarrotados de alimentos, los dictados de la moda y los regímenes de adelgazamiento hacen que muchas jovencitas padezcan anorexia. Todavía era una enfermedad elegante cuando Gide murió de esa inapetencia; ahora es una estúpida forma de inmolación que acaso refleje el afán de suicidio cultural de toda una civilización. El gran cocinero Vatel también se suicidó en su afán de perfeccionismo, simplemente, porque los pescados no llegaron a tiempo a un banquete de tres mil convidados.

Hay en el mundo tantas variedades de hambre como recetas de cocina. Abarcan desde las manifestaciones más evidentes —que producen buenas portadas de niños esqueléticos para las revistas y reportajes para noticiarios televisivos—, hasta las formas más sutiles. El hambre cubana pertenece a esta última categoría. No es tan fotogénica como una hambruna ruandesa, angoleña, haitiana o guatemalteca, razón por la cual es menos divulgable y casi desconocida.

La flaquencia de los cubanos no salta tanto a la vista como la de los cuerpos desnutridos, demacrados y con las espaldas encorvadas que describe Primo Levi en el campo de concentración de Auschwitz. Tampoco se parece al hambre paleolítica de los reos políticos que comen peces fósiles congelados en el Archipiélago Gulag, de Solzhenitsin.

No, la hambreada escasez cubana no es como la engendrada por esos dos totalitarismos del siglo XX. En cualquier caso, la penuria crónica en la Isla es un término medio, una desolación estomacal, una burocratización del hambre mucho más parecida a la novela 1984, de Orwell, cuando la gente hace manifestaciones con banderas desplegadas por las calles para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la ración de chocolate a veinte gramos semanales por persona.

En el año 1967, durante mi servicio militar obligatorio, yo pasaba un curso de sanitario en el ejército. Como parte de mi formación, me enviaron a pasar una temporada en el Infierno, o sea, en un hospital militar de La Habana. Más concretamente, fui a parar al “cuarto de las papas”, que es como le dicen a ese lugar tétrico y refrigerado, donde los patólogos abren los cadáveres para practicarles autopsias.

Mi labor allí consistía en alcanzarle instrumentos al patólogo y echar en un cubo las vísceras que aquél extraía de los cadáveres. Tras sumergir fragmentos de esos órganos en parafina, se cortaban en lascas muy finitas para examinar los tejidos bajo el microscopio. Un trabajo que, seguramente, Poe hubiera envidiado, rodeado de cerebros y fetos flotando en frascos de cristal, en medio de una atmósfera impregnada de formol.

Un día se llevaron preso a un técnico en anatomía patológica porque le hizo el amor a una muerta. Aquel devaneo necrofílico armó un revuelo de mil demonios en el hospital. Pero lo peor fue cuando arrestaron a uno de los médicos patólogos, porque descubrieron que vendía hígados humanos en la calle, en la bolsa negra.

Al principio, yo no salía de mi asombro, pero más tarde me pareció, hasta cierto punto, lógico. Al fin y al cabo, ese extraño nombre de “cuarto de las papas” hacía suponer que los difuntos almacenados en las neveras eran “papas” o cosas comestibles. Pero había otra razón más profunda, y es que dondequiera que la ganadería disminuye, desaparece o, simplemente, nunca ha existido, surge el canibalismo más o menos enmascarado como sustituto proteínico de la carne roja, que es una exigencia fisiológica (8).

Así, en un país donde las carnicerías estaban casi siempre vacías, no era tan extraño que algunos sectores de la población se estuvieran aficionando —sin saberlo— a la antropofagia. Era tanta la escasez de carne en La Habana de aquel tiempo —y del actual— que la gente podía comerse a los muertos encebollados, a sabiendas o no. ¿Cuántos patólogos no estarían haciendo lo mismo en otros hospitales de la Isla? ¿Cuántos no lo estarán haciendo hoy? Desde entonces, no he dejado de preguntarme si el origen del canibalismo —más allá de los pretextos rituales o religiosos esgrimidos— no se deberá a una carencia de proteína animal en la dieta de los pueblos sin ganadería.

Sabido es que en el México precortesiano no existía ganado mayor, ni menor. El consumo cárnico se limitaba a algunas gallináceas, como el pavo o guajolote, a ciertas razas de perros y a animales de caza, como conejos y venados. Obviamente, no era suficiente proteína animal.

Los sacrificios humanos siempre se extinguen cuando las civilizaciones pasan de la fase agrícola a la pecuaria. Ese es el significado profundo del cordero que Dios le proporciona a Abraham cuando detiene su mano para que no mate a su hijo, esa es la razón por la cual a Cristo le llaman el Cordero de Dios. Ahora bien, ¿por qué la mantis religiosa practica el canibalismo habiendo tantos grillos, moscas y escarabajos en el mundo?

Dalí vio reflejado ese insecto en uno de los cuadros más piadosos de la historia del arte: El Ángelus, de Millet, cuya imagen le hacía soñar con su madre devorándole los testículos. El pintor surrealista afirmó que la campesina que allí reza se parece a una mantis religiosa por su gesto de recogimiento, con las manos unidas.

Ese insecto —al igual que la viuda negra— devora al macho después de la cópula. Hembra con hambre de hombre. ¿Qué vínculo secreto, sagrado, existe entre la femineidad y el hambre? ¿Será cierto aquello de la vagina como rueda dentada que destroza o devora el falo del hombre? ¿Será la avidez de energía masculina que se consuma durante el coito, la absorción del semen que tantos ascetas evitan, desde los sacerdotes que hacen voto de castidad hasta los taoístas que se colgaban boca abajo de la rama de un árbol para que el semen no se les escapara y fluyera hacia sus cerebros alcanzando así la mayor potencia espiritual, la iluminación, o el nirvana de los budistas? Retención seminal del tantrismo, la serpiente Kundalini que duerme en el primero de los chakras. ¿Será verdad que la esperma —como leí en algún texto sagrado oriental— no es más que un cúmulo de goticas de cerebro derretido o licuefacto?

Sea lo que sea, para Dalí, esa pareja de labriegos que reza en el cuadro de Millet acaba de enterrar a su hijo. El ataúd infantil sería el canasto que yace en el suelo entre el hombre y la mujer. Castración maternal del hijo: una de las obsesiones infantiles del pintor. En su obra Gala con dos chuletas de cordero en equilibrio sobre su hombro, Dalí fantasea con la posibilidad de comerse a su musa por amor.“Me gustan las chuletas y me gusta mi mujer, no veo ninguna razón para no pintarlas juntas”, comentó.

Todo erotismo es una forma de absorción. ¿Qué es la felación, qué es el cunnilingus, sino aproximaciones a la deglución? ¿Acaso no dicen los españoles “comerse un coño”, “chuparse los dedos”, “afilar los dientes”, “comer con los ojos”, “me la comería a besos”...? frases reveladoras que flotan en el habla popular.

Al rozar estos temas tabuados, ineluctablemente tenemos que referirnos a Freud, a aquel conjunto de instintos vitales —como el hambre, la sed y la sexualidad— que él se atrevió a explorar por primera vez.

Los bebés constantemente lo chupan y lo muerden todo. Incluso dentro del útero ya se chupan el dedo. Vienen programados para chupar la teta de la madre. Freud estudió mejor que nadie cómo la alimentación y la sexualidad se confunden en el acto de la lactancia.

En La Edad de Oro, Buñuel nos muestra a una muchacha que lame y succiona el dedo gordo del pie de una estatua. Aquí la concupiscencia y el deseo se han mineralizado. Poco antes de esa secuencia, la mujer introduce los dedos de su mano en la boca de su amante, quien hace lo mismo con ella. De pronto, la mano del hombre aparece mutilada. No tiene dedos. Antropofagia erótica.

En Tanizaki (El Club de los Gourmets) asistimos a una circunstancia casi idéntica, cuando un comensal introduce poco a poco sus dedos en la boca de una joven que empieza a chupárselos hasta casi tragárselos.

Des Esseintes —el protagonista de Huysmans en À rebours— tenía su “órgano de boca” para disfrutar de las sinestesias o equivalencias entre sonidos y sabores. La boca como zona erógena. Pero Huysmans, en su afán de ir a contracorriente, hace que su personaje, al final, pase de la boca como entrada principal de los alimentos culturales a la nutrición por la retaguardia, con lavativas. Pasa de la fase oral a la anal. Todo esto antes de que Freud publicara sus textos fundamentales.

La desconcertante conducta de la mantis religiosa, su pavorosa voracidad, me hace evocar la célebre sentencia del Conde de Lautréamont: “bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”. La inesperada concurrencia de esos tres objetos permite que sexo, hambre y muerte coincidan en un mismo tiempo y espacio. Eros y Tánatos, dioses opuestos, finalmente conciliados.

La máquina de coser —por sus curvas sensuales y debido a su función preferentemente femenina— representa a la mujer, mientras que el paraguas, por su diseño fálico, puntiagudo, sería el dispositivo masculino. En cuanto a la mesa de disección, ¿qué otra cosa podría significar sino una cama? Una mesa es una cama alta donde se come, y una cama es una mesa baja donde también se comen las parejas.

Ignoro si Isidore Ducasse tuvo en cuenta estas correlaciones cuando escribió su famosa frase. De haber sido así, asistimos a una profunda lucidez, también anterior a Freud. Otra prueba de que el arte, a veces, avanza más rápido que la ciencia. En cambio, si no tuvo en cuenta esas analogías, entonces se trata de uno de esos golpes de iluminación poética que sólo los genios pueden permitirse.

En cualquier caso, ambos sexos reposan simbólicamente sobre una mesa donde se hace la necropsia. Una mesa que es una cama macabra, ese lecho de la muerte que, a veces, produce hasta hígados a la vinagreta.

Lautréamont no se quedó sin su recompensa. En Francia, por una antigua ley, se pueden casar los vivos con los muertos, y una mujer pidió casarse póstumamente con el Conde. Ya consiguió Ducasse en la ultratumba la coagulación de su metáfora.

En el espectáculo de la naturaleza, el hambre lo domina todo, desde los depredadores más veloces hasta las inmóviles plantas carnívoras.Todo el mundo se está comiendo a todo el mundo todo el tiempo.

Según la mitología hebrea, la historia del género humano empezó precisamente con un episodio de hambre: Eva muerde el fruto prohibido por hambre de conocimiento. Su curiosidad fue tan tentadora que nos ha conducido al drama cósmico en el que estamos sumidos.

Todo cubano, al llegar al exilio, lo primero que hace es comerse una manzana y empezar a engordar. Comen y comen para desquitarse de la libreta de racionamiento que durante tantos años ha limitado sus antojos y apetencias. Golosinean también, porque descubren en otras tierras manjares y exquisiteces cuya existencia ni siquiera sospechaban.

El desterrado busca desesperadamente un mamey, una guanábana, un canistel... pero encuentra una manzana. La manzana podrida incrustada en la espalda de Gregorio Samsa. Cualquier recién salido de la Isla de la Utopía entra en una carnicería de no importa qué país del mundo, y se queda boquiabierto, con la boca hecha agua. No puede creer lo que ven sus ojos. ¡Tanta carne junta! Es como si acabara de entrar en el Museo de la Carne, como si hubiera llegado al País de Jauja, o al Jardín de las Hespérides, donde las manzanas de oro brillan en un nuevo espejismo.

Primum manducare, deinde philosophare, dice el proverbio latino que unos atribuyen a Aristóteles, y otros, a Hobbes. Cervantes despliega una idea afín cuando pone a dialogar a Babieca con Rocinante. Babieca, caballo del Cid Campeador, le pregunta al rocín de Don Quijote: “¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?”.

Rocinante: “Porque nunca se come, y se trabaja”.

Babieca: “Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?”.

Rocinante: “No me deja mi amo ni un bocado”.

Viéndole tan flaco que es ya casi sutil y como inmaterial, Babieca asevera: “Metafísico estáis”.

Rocinante: “Es que no como”.

Como metafísicos Rocinantes —víctimas de un sueño quijotesco tan largo que devino pesadilla kafkiana—, los cubanos, cuando llegan a territorios exóticos, comen y comen sin parar, porque esa glotonería es su forma de vengarse, su juramento, a lo Escarlata, de que jamás volverán a pasar hambre. Curiosamente, la versión original de ese juramento —la literaria— ha sido alterada en las versiones cinematográficas. En la novela, Margaret Mitchell escribió: “As God is my witness, as God is my witness, the Yankees aren't going to lick me” (Dios sea testigo de que los yanquis no van a poder conmigo).

¡Los yanquis! Forma despectiva en que los confederados sudistas se referían a sus enemigos del Norte. ¡Cuba sí, yanquis no! ¡Abajo el imperialismo yanqui!... Cualquier cubano conoce esas consignas desde el útero.

Escarlata está a favor de la esclavitud. Llamar “yanquis” a los norteamericanos, como ella hace, es algo en lo que Fidel Castro se ha ejercitado con fruición durante 50 años.

¿Será este señor un esclavista del Sur que ha sobrevivido más de un siglo al final de la guerra civil estadounidense?

A juzgar por su noción medieval de la economía, no sería extraño.

¿Será Cuba el último estado sureño secesionista?

Ciudad de México, 8 enero, 2009.

(1) Hambre (Sult) (Dinamarca/Suecia/Noruega, 1966), del director Henning Carlsen, con la excelente actuación de Per Oscarsson.

(2) La libreta de abastecimientos existe en la Isla desde marzo de 1962. Al principio, se dijo que sería provisional, y ya es eterna. A finales de 2008, mientras escribo este ensayo, el Gobierno distribuye (mensualmente, y por persona) 6 libras de arroz, 3 libras de azúcar blanca, 3 libras de azúcar prieta, 2 paqueticos de 2 onzas de café mezclado con chicharos; 3/4 de libra de sal, 20 onzas de granos (chícharos, frijoles negros o colorados), 7 huevos mensuales, 2 libras de pescado (1 libra cada 15 días), 3/4 libra de picadillo de soya. La carne de res o de pollo se reparte tres o cuatro veces al año: 3/4 de libra, cada vez, por persona. Estas raciones son para los habaneros. En el interior del país, las cuotas son inferiores. Los dirigentes de alto nivel no están sometidos a la dictadura de esta cartilla de racionamiento.

(3) En España, después de la Guerra Civil, se estableció una cartilla de racionamiento que duró doce años. Vietnam tenía racionamiento en la década del 80. Veintinueve años después no existe ese sistema de distribución de víveres en un país que sufrió una guerra atroz que todos conocen. La Unión Soviética experimentó una guerra civil, dos guerras mundiales y una invasión nazi. Incluso Lenin introdujo cierta flexibilidad económica con la NEP (1921-29). Los racionamientos de alimentos en Rusia no duraron tanto como la libreta de abastecimientos cubana. Cuba nunca ha sufrido una guerra civil como la española, ni nada comparable con lo que pasó en Vietnam y, sin embargo, su cartilla de racionamiento dura ya 46 años.

(4) Como el citado en el primer capítulo de la novela El lazarillo de Tormes y que puede visitarse en el puente romano de Salamanca. El verraco o toro de piedra simboliza la importancia que tenía la ganadería en la cultura prerromana vetona.

(5) Unos 38 metros. La otra clasificación es Cañada Real, la vía más ancha, 90 varas ó 75 metros.

(6) Otras embarazadas, así como niños, comen tierra, son geófagos, y nadie sabe a ciencia cierta si se trata de una enfermedad mental o si carecen de hierro. Mi mejor amigo de la infancia se comía los pelos; se llama tricofagia. Existen otros gustos nada nutritivos, a cual más extraño: la xilofagia, la litofagia, la cautopirofagia... Los metabolismos de la humanidad son inescrutables.

(7) Este ensayo de Lezama es de diciembre de 1959, cuando todavía había frutas en La Habana.

(8) Cuando Fidel Castro llegó al poder (enero de 1959) en la Isla había seis millones de cabezas de ganado vacuno para seis millones de habitantes. Desde que la ganadería dejó de ser privada para ser estatal, las estadísticas (del mismo Gobierno) indican un descenso abrupto de la cabaña. Año 2001, cuatro millones; año 2008, tres millones y medio. Actualmente, la cabaña se ha visto reducida a dos millones para once millones de personas, porque la población sí que no ha dejado de crecer.

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