Anillo de mármol

Atilio Caballero

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«Nuestro clima tropical…» oye decir el anciano en el parte meteorológico del noticiero matutino, y es lo último que escucha antes de salir de casa, mientras sonríe y piensa en ese vano intento por definir un estado confuso, una suma de contradicciones atmosféricas, la precariedad y la inconsistencia caribeñas que, dicen —no en el noticiero—, es la causa principal de nuestra falta de gravedad esencial, de «medianoche con Dios». No hay estaciones claras y precisas en esta isla, concluye en su cabeza casi al llegar al parque, y clima tropical es solo un eufemismo para disimular y diferenciar una temporada de lluvias de otra más seca. Nada más. Y se sienta en el banco de siempre.

Mucho menos, entonces, podría existir un otoño: aquí las hojas de los árboles no cambian su color del verde al dorado antes de caer, a lo sumo varía un poco la luz, amenaza un huracán, y esas hojas cubren los zapatos, las aceras, las superficie de los bancos de madera en los parques donde crecen los laureles, que al quedar pelados anuncian el invierno, otro eufemismo que sirve para diferenciar el bochorno en agosto de la brisa que aparece por enero, una ligera disminución de temperatura como un pretexto para disfrazarse, para caminar por estos mismos parques con una bufanda de adorno al cuello, añorando otras latitudes.

El ciclo se repite cada año, pero entre un ciclón y otro, todas las mañanas son iguales. También ésta de hoy, a no ser por el ruido de los camiones que circundan el parque al amanecer. En el centro, como siempre a la misma hora, tres ancianos conversan sentados en el banco circular que rodea el álamo centenario.

Con pereza o tranquilidad —no se podría definir bien—, sonámbulos bajo el sol tenue, los recién llegados en los camiones descargan mandarrias, martillos neumáticos, carretillas y sierras eléctricas. Parece más bien una inspección de rutina, una simple visita de arquitectos elucubradores. Se mueven con indolencia, estudian el terreno, tropiezan en las esquinas, intercambian opiniones en un lenguaje técnico que hace pensar en un proyecto que nunca trascenderá a la idea, sospechosa sin embargo por la reposada presencia de los martillos en el borde. Hablan y danzan alrededor del banco circular donde están sentados los tres viejos, los únicos a esa hora, que los miran acercarse formando una espiral concéntrica. Los ven llegar, los observan con atención despreocupada, y no comentan nada. Si algo sucede, ya se enterarán.

—Siempre-madrugando-abuelos-eh…? —Uno del grupo ha roto el silencio. Es muy joven y tiene voz de falsete. La frase intenta ser un cumplido, un saludo cordial, pero sale una ráfaga escupida lo más rápido posible para evitar el nerviosismo. De los tres viejos, el que estaba leyendo un periódico alzó la vista y lo miró.

—Pues aquí nos tiene.

Los otros dos miraron un segundo. Parecía gente común, pensaron, sin ninguna seña particular, gente que observa tranquila el banco de mármol y granito donde ellos están sentados y el legendario álamo a sus espaldas. Pero en la fría precisión de sus gestos, en la calma segura de sus facciones, en la voz de barítono frustrado, ellos intuyen la posibilidad de una intención que, de llevarse a cabo, podría ser irreversible.

—…y aquí irá la fuente —concluye el insulso cupletista.

Para estos viejos, la sorpresa era una emoción olvidada. Un recuerdo que pertenecía al período más ingenuo de sus vidas. Y la preocupación no existe si se ha vencido ya el temor a la muerte, pensaban. Pero la idea de un parque diferente estaba más allá de su capacidad para entender el mundo, al menos ese que ahora les rodeaba. Sentarse en este lugar era un derecho, contemplar otra vez lo tantas veces observado, un regalo de los dioses.

—¿Una fuente…aquí? —preguntó el mismo que al principio había respondido al saludo de los forasteros.

—Sí. No se preocupe. Vamos a hacer un parque nuevo.

—¿Un parque nuevo? ¿Para qué un parque nuevo?

—Este ya es muy viejo, abuelo. Está deteriorado.

—Entonces restáurenlo. Eso es lo que usted quiere decir, ¿no? —dijo otro de los ancianos. Encendió un tabaco y echó el humo formando una nube frente a los hombres que permanecían parados junto al banco.

—No, no. Uno nuevo —El que parecía ser el jefe, no obstante el tono de la voz, hizo una inflexión al pronunciar la última palabra que produjo un efecto semejante al que hubiera pretendido un padre que intenta recalcar al hijo testarudo el lugar por donde debe caminar para no mojarse los zapatos. Los tres viejos se miraron.

—Y éste, entonces…

—Desaparece.

—¿Por qué? ¿Porque es muy viejo?

—Exactamente.

—Entonces tendrán que derrumbar la Catedral —murmuró el anciano que hasta el momento se había mantenido en silencio. «O el Morro», añadió.

—Y lo que queda del Coliseo romano también —añade el del tabaco.

No les había gustado el tono bobalicón y afectado de aquel hombre al dirigirse a ellos, y mucho menos su demagogia prepotente. No sabían quienes eran ni qué querían; tal vez sólo bromeaban, haciendo tiempo antes de comenzar un trabajo en alguna de las edificaciones cercanas —«esas sí necesitan que le pasen la mano»—, pero tampoco querían incorporarlos a su conversación, la que habían interrumpido movidos por la curiosidad. Por tanto siguieron durante un rato con sus sarcásticas propuestas de demoliciones, hasta que se escuchó el primer golpe.

En un único giro todos, los hombres alrededor y los viejos, miraron hacia el lugar desde donde vino el ruido. Allí, en la esquina sur del parque, uno de los obreros había derribado de un mazazo el banco pequeño de granito. Los que estaban junto al banco circular comenzaron a dispersarse, mientras la mirada de los viejos se transformaba en una mezcla de incomprensión, estupor y rabia. No podían creerlo, pero ahí estaba, reducido a escombros lo que siempre creyeron que habrían de mirar hasta el fin.

La turbación o el estupor los mantienen paralizados por algunos segundos. Pero la rabia es más fuerte que el asombro. El que leía el periódico se levanta y atraviesa el parque. Cuando llega a la esquina apenas puede hablar.

—Pero…¿qué hace? ¿Se ha vuelto loco?

—¿Cómo?

—El banco…lo ha tumbado…

—Yo hago lo que me dicen que haga. No es asunto mío.

—¿Qué no es asunto suyo? Este es el parque del pueblo…

—Yo no soy de aquí.

Al decir esto, el hombre le da la espalda y levanta la maza para echársela al hombro. El anciano se abalanza sobre él: tal vez para golpearlo; tal vez sólo para arrebatarle la herramienta de las manos. De cualquier manera, era difícil adivinar la intención.

—No se me acerque, viejo. Tranquilo… —reacciona el hombre, mientras empuña la maza como una bayoneta contra el pecho del otro— Vaya a quejarse donde tiene que ir. Yo aquí sólo hago mi trabajo mal pagado, y basta —Volvió a darle la espalda y comenzó a recoger los escombros en una carretilla.

En el extremo opuesto del parque otros dos obreros comienzan su labor de demolición. Con el ruido la gente comienza a acercarse. Paseantes, merodeadores habituales, la mayoría olfatea y luego sigue su camino. Tal vez alguno proteste o gesticule con furia: en definitiva, tanto el gesto como la voz se pierden entre la multitud, que contempla en silencio la situación. Los dos viejos que aún estaban sentados en el banco circular, corren hasta el otro extremo, donde aún está su compañero, y al llegar se detienen, en completo silencio, a observar desde allí como todo se desmorona bajo la fuerza del martillo.

—¡Que no, carajo! —El viejo lanza el tabaco contra el tronco de un árbol. Mientras se apagan en el aire las últimas chispas, da media vuelta y regresa hasta el centro del parque donde está el banco de mármol. «¡De aquí me tienen que sacar con los escombros!», dice, y se sienta.

Alguien aplaude desde la acera. Tímidamente. El anciano del periódico, que aún observa cómo el primero de los obreros recoge los escombros, va también hasta el banco, y haciendo una reverencia al que ya estaba allí, se sienta a su lado. Ahora llegan más espectadores.

—Al menos no estamos solos —dice el del tabaco. Se siente observado, y por un instante le parece estar en un escenario, aunque no sabe qué debe decir. El otro abre el periódico.
 

  
Para entonces, el resto de los obreros se ha puesto en movimiento. Unos terminan de demoler los bancos que quedan, otros talan los laureles con sierras eléctricas de mano, y el resto se ocupa de recoger en carretillas todo lo que se va derribando. Las planchas de mármol y granito que se pueden salvar son apiladas en la acera, cerca de los camiones, y allí, por un instante, se transforman en lápidas de algún cementerio abandonado, para enseguida convertirse en gradas donde se sientan los espectadores. Por encima del ruido ambiente se alza el tableteo continuo y penetrante de un compresor de aire, con su barreno insistente que traza en grietas las zonas a levantar. Y por encima del compresor, un fuerte olor a resina de laurel.

El otro proceso transcurre en el rostro de los viejos. Lo que al principio podía interpretarse como una muestra de indiferencia burlona se convierte ahora en una mueca de perplejidad y de impotencia a medida que todo desaparece ante sus ojos. Los restos de la devastación llegan hasta ellos en el polvo que cubre lentamente sus zapatos, de la misma manera en que antes eran cubiertos por hojas de laurel, y como el llenante de la marea va trepando por las rodillas hasta envolver todo el cuerpo.

Tres horas después, el parque es una mole de escombros, polvo y árboles derribados, y el banco circular, con su álamo al centro, una isla con tres sobrevivientes.

Los obreros se detienen a pocos metros. El compresor cesa de golpe, el peso de la erosión se hace más denso en el silencio y más penetrante el olor dulzón de la savia. Como asaltantes cansados que reposan después del último golpe, los ancianos se habían cubierto la boca y la nariz con pañuelos para protegerse de la nube de polvo que los circundaba. Por tanto era difícil ahora deducir por sus rostros las variaciones de sus estados de ánimo. Pero cualquier observador atento enseguida hubiese adivinado que la contracción de una mano huesuda sobre la rodilla o el insistente movimiento de un pie, que parece seguir un compás imaginario, eran el resultado de una tensión que los viejos no podían ocultar.

Acercándose con pasos cortos, tenso él también, el que parecía ser el jefe de los obreros se acercó hasta el banco circular.

—Bueno, abuelos, necesitamos que ustedes nos ayuden. Queremos terminar.

—¿Pero aún no han acabado? ¿Qué falta ahora? —responde el que había estado fumando un tabaco.

—El banco, mi viejo.

—¿¡Este?!

El viejo pasó sus dedos sobre la superficie pulida dos, tres veces. Luego levantó la vista y la dejó allí, en los ojos del otro, como un barreno. «No, éste no», dijo. Luego hizo una pausa, como si contara para calmarse. Tal vez lo logró, pero la suspensión entre un número y otro aumentó la tensión en los demás. Sin dejar de mirarlo, añadió: «Mire, le voy a decir algo que de seguro usted no sabe. Cuando se comenzó a construir éste parque el álamo ya estaba aquí, ¿entiende? Por eso fue utilizado como referencia central. Es decir, tiene más de ciento cincuenta años, más que usted y yo juntos. De él se sacaron las semillas para plantar los otros, ¿me sigue? Bien, los laureles fueron sembrados después, por eso no tienen tanta importancia comparados con el tronco fundador, aunque de todas maneras son bellos, y tienen más historia que usted. O tenían…». Hizo una pausa, un intervalo de dolor, como para olvidar lo que acababa de reconocer. «Pero el álamo…».

—El álamo se quedará en su lugar, abuelo, pero el banco tenemos que demolerlo —respondió el hombre, mezclado entre los obreros.

—No trate de engañarme, jovencito. Y yo no soy su abuelo. Si van a poner una fuente como usted dijo, no pueden dejar el álamo.

—Mire, ya a mí se me acabó la paciencia. Déjese de payasadas y terminen de largarse de una vez o…

—¿Cómo? ¿Cómo dijo? ¿Payaso? Payaso será el coño de tu…

—¿Pero es que no se dan cuenta? —dijo el viejo que sólo había hablado una vez, alzando la voz para acallar a su compañero—. Esto…esto es de nosotros…parte de nosotros…no lo hizo ninguna revolución ni ninguna brigada de pioneros en vacaciones. ¿A nombre de quién lo han destruido? ¿Dónde aprobaron su destrozo? ¿A quien le molestan los árboles? ¿A ver, dígame?

Y el hombre: yo lo entiendo perfectamente, pero el banco hay que demolerlo. Hizo una seña a los obreros.

—¡Pues no! ¡Ni cojones! ¡No me levanto ni cojones! Si quieren demolerlo, tendrán que hacerlo conmigo encima, así que, ¡empiecen! —gritó el viejo del periódico mientras se agarraba fuertemente del mármol.

No había maldad en la risa de la gente, ni en los aplausos. La imagen de aquellos carcamales gritando con la mitad de la cara aún cubierta por los pañuelos podía ser patética, absurda también, pero sobre todo era inverosímil, fantasmagórica bajo el sol de las dos de la tarde. Ese sol de las islas que reblandece el cerebro.

Los otros dos viejos miraron al del periódico y movieron sus cabezas. No se iban a levantar de allí. Uno de los obreros que estaba en el grupo alrededor del banco recogió su mandarria y desapareció entre los que empujaban a su espalda. El que parecía ser el jefe se abrió paso entre la aglomeración, atravesó el parque, y al rato regresó con un policía.

—Bien, ¿qué es lo que pasa aquí? —El tono del agente es firme, pero sin convicción.

—También quieren derrumbar esto, ¿te das cuenta? —Quien habla es el tercero de los viejos, el más callado. Se conocen, a juzgar por el modo en que se dirige al policía.

—Si, claro, pero es que…ya eso está ordenado. Ellos son los que saben.

—¿Tú también?

—Bueno, ¿se paran o qué? —Otra vez la voz chillona, gritándole ahora a la autoridad.

—No se muevan de aquí. Regreso enseguida —respondió el agente, y se marchó por donde mismo había llegado.

Pero no regresó.
  

  
Al caer la tarde, poco después de las cinco, los obreros montaron en los camiones. Sin prisa dieron la vuelta al parque y se marcharon. El que parecía ser el jefe también se marchó, después de hacer una última ronda alrededor del banco circular. Por momentos, el grupo en torno a los viejos se hacía más compacto pero a la vez más efímero, coincidiendo con el fin de la jornada de trabajo. Muchos llegan, se informan, opinan y siguen su camino, ágiles, ocupados, pendientes, cotidianos. Sólo los tres viejos permanecen inmóviles.

Anochece ya, cuando una niña atraviesa el parque y llega al banco circular. Extiende su brazo de juguete hasta el viejo del periódico.

—Vamos, abuelo. Que se enfría la comida.

Los dedos del viejo tiemblan mientras sostiene la mirada en los ojos de la nieta. Ella insiste y él busca una explicación en el rostro de los otros, pero ambos miran hacia otra parte. Se levanta. Arrastra los pies detrás de la niña. Se va.

Los otros dos quedan en silencio. Así están unas horas más, escuchando los rumores que llegan desde la acera de enfrente, el volumen de los televisores sintonizados en un mismo canal, el mismo olor de sofrito con ligeras variantes, el perfume moribundo de la resina de laurel, hasta que el del tabaco murmura: «mañana será otro día».

«Mañana será el mismo día», susurra su compañero, mientras la noche termina de cerrarse y él no imagina nada mejor que una buena taza de café y dormirse frente al sonido uniforme de una pantalla de cristal.

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