En 1965, o 66, Mao le envió a Fidel un corto telegrama, felicitándolo por su decisión de mantener la ofensiva revolucionaria global y no plegarse a la doctrina soviética de “coexistencia pacífica”. Telegrama que terminaba en el muy chino (y cheo): Mao ama a Fidel. El Comandante, que no quería romper definitivamente con la URSS, y tampoco las tenía todas con los chinos, leyó el telegrama sentado ya en su jeep, y apurado por irse a ver a un toro que acababan de traerle en un avión especial desde Canadá, o a despedir a un nuevo comando guerrillero que salía a desestabilizar a algún país latinoamericano, que en eso no tenemos claridad, le pidió a su secretario, un guajirito recién sacado de la Sierra Maestra, que le respondiera al líder chino cualquier cosa.

—Pero fíjate, chico, que suene agradecida por sus palabras, pero sin comprometer a nada.

El guajirito, no muy dado a las finezas diplomáticas, estuvo así como hora y media, devanándose sus resecos sesos, sin avanzar una palabra. Hasta que llegó la hora de la merienda. Entonces, ávido por entrarle al pan con timba, y a la malta con leche condensada, le ordenó al telegrafista que enviara lo primero que le vino a la cabeza. Lo cual terminaba en el archiconocido: Fidel ama a Mao. Algo que leído con el encabalgamiento de las “a” seguidas, o sinalefa, y la velocidad tan característica de los cubanos, ya sabemos cómo suena.

De más está decir que el guajirito terminó sus días, hará par de años, de custodio en una granja agrícola en Trucutú Arriba. Todavía amaba a Fidel, por cierto.

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