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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Libros

El olor de La Habana

Mariana Lendoiro ha publicado el libro 'Cuba: no hay tal lugar', una lúcida demostración del fracaso de la utopía que se enarbola dentro y fuera de la Isla.

En Cuba no conozco a nadie que responda al nombre de Mariana Lendoiro. Sin embargo, ella ha escrito el libro estremecedor que tengo ahora entre mis manos. Se titula Cuba: no hay tal lugar (Ediciones La Cueva, 2006). Sorprende y duele como un puñetazo en pleno rostro su lúcida demostración del fracaso de la utopía que por muchos se pretende enarbolar a toda costa dentro y fuera de la Isla.

El libro está formado por varias viñetas en las que texto e imagen, además de complementarse, ofrecen el testimonio de la denuncia social: algunas en pequeñas historias individuales, y otras en reflexiones de franco tono filosófico.

Así, pues, Lendoiro narra el total agradecimiento de Nacha, una joven que nació en un caserío y que logró estudiar y superarse gracias a la revolución. Sin embargo, fustiga su oportunismo: Nacha ya no reconoce sus raíces, "recibía canastas del Consejo de Estado y cheques convertibles del Buró Político. Vivía en Miramar y nunca más se montó en una guagua. No conoce a la gente del caserío y juega siempre a la gallinita ciega. Ignacia, que no Nacha".

Cuenta sobre el alcoholismo de Miguel Elpidio, que bebe porque su vida se ha convertido en una sucesión de días tristes, los mejores los entregó a una causa en la que ya nadie cree: "pero Miguel Elpidio siempre vuelve al trago. Es su sirena personal para no acordarse de los jueves. Su forma de olvidar Angola y esto".

O cuando cuenta la historia de la tía Omara, personaje que dibuja la esquizofrenia que sufren los cubanos ante lo políticamente "correcto" y las verdaderas necesidades materiales y espirituales: "Luego despertó y vio que la ciudad era un puro escombro, que nadie entendía sus razones, que sólo ella oía el conjuro del Brujo. Volvió a tomar pastillas".

La reflexión alcanza sus momentos cumbre cuando la autora inquiere en torno al tiempo, la justicia, los derechos, las diferencias de clases y de razas que todavía persisten —aunque se niegue a diario en el discurso oficial—, el miedo, el exilio y tantos temas más que harían esta enumeración interminable. Y no sólo consigue un examen profundo de los hechos que expone, para el lector avezado no pasarán inadvertidas las alusiones a la obra de Jorge Luis Borges, Antonio Machado, María Zambrano, José Martí o a la lógica aristotélica.

Sin embargo, la atmósfera kafkiana que resulta de la contraposición entre culpa y condena, los personajes que no pueden escapar en su vida al pecado de oponerse al poder oscuro e invencible, quedan excluidos, para siempre, de una existencia libre y feliz.

No cabe duda que ese olor a callejón sin salida es el de La Habana. Aquí la subversión de los valores, muy larga ya en el tiempo, ha perpetuado el absurdo bajo el nombre de lo cotidiano. La insistencia en achacar al enemigo de siempre la sumatoria histórica de nuestras desgracias, hace años que dejó de tener la buena intención de las mentiras piadosas. En este libro la verdad restalla: "Hay un bloqueo, pero se comercia con el bloqueador cada vez más".

Discurso seductor

Hace muchos años, en 1516, el gran humanista inglés Tomás Moro escribió Utopía, su obra más importante y en la que describió su concepto de una república ideal: Estado democrático donde se practica la tolerancia religiosa y el soberano puede ser depuesto si se convirtiera en un tirano. Consideró que los peores males eran las guerras, la pena de muerte y la propiedad privada, y el trabajo y la denuncia de la corrupción y el vicio, los deberes principales de los ciudadanos. Las coordenadas que dejó Moro para situar su república en un mapa sólo han servido para trazar rutas de viajes imaginarios.

Por eso recomiendo, especialmente, la lectura de Cuba: no hay tal lugar, sobre todo a quienes no viven en la Isla y que, de buena fe, a veces nos agobian con tanto discurso seductor donde se escuchan las palabras dignidad, resistencia, justicia social, entre otras. Esas mismas personas que en sus países no conciben ningún amanecer de Dios sin acceso a internet o sin llevar un teléfono móvil en el bolsillo, algo imposible de obtener para la mayoría de los cubanos. Conste que me refiero a cosas absolutamente prescindibles.

A Tomás Moro, por ser una persona decente y no renegar de sus opiniones religiosas, Enrique VIII lo encerró en una torre y mandó a que lo decapitaran. Dicen que su cabeza estuvo expuesta muchos días en Londres. Por eso este fragmento que ahora cito, de la autora cubana, cabe dentro de la más clásica tradición utópica, esa que nunca abandonará al ser humano:

"Yo no sé cuánto dure. Diez, cinco, veinte años. Espero que no sea hasta los ciento veinte, al decir del club. Pero, como en un libro que leí, no quiero que ese momento me atrape enseñando a niños lerdos en Madrid, limpiando casas en Miami o cuidando ancianos en México o en Argentina (…) Yo quiero que ese momento me encuentre en mi criolla casa, la de mis padres y mis abuelos, contemplando la degradación implacable de mi barrio y a sus pocas gentes decentes, curiosa por ver si renacen o no, por ver cómo van a curar sus múltiples, extrañas llagas, por ver el asfalto no reparado en medio siglo y las fachadas lánguidas en el camino de su transformación, por ver los empujes y las cobardías; luego ir al Malecón a ver el mar que nunca cambia, olerlo…".

En Cuba no conozco a nadie que responda al nombre de Mariana Lendoiro. No me hace falta. Ha escrito un libro que cuenta sobre el olor de La Habana. Un libro que enseña que la utopía nunca se abandona.

© cubaencuentro

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