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Actualizado: 17/05/2024 12:58

CON OJOS DE LECTOR

Los libros negados y malqueridos (I)

Razones literarias han llevado a algunos autores a renegar de obras que escribieron en su juventud.

Meses atrás, leí en un número del suplemento cultural del diario español ABC un trabajo acerca de las razones que llevan a muchos autores a distanciarse e incluso a repudiar algunos de sus libros. El caso que seguramente vendrá a la mente de casi todos es el de Jorge Luis Borges. El autor de Ficciones llegó a contar con una lista de obras malditas, en la cual figuraban tres títulos pertenecientes a su etapa juvenil que en vida nunca aceptó que se reeditaran: Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos. (Hubo otro, Salmos rojos, que él mismo aseguró haber destruido, antes de que llegase a ir a la imprenta).

Hay una anécdota protagonizada por él, que se conoce gracias a su esposa María Kodama. En 1971 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. En aquella ocasión sostuvo un encuentro con un grupo de estudiantes, y uno de ellos le preguntó sobre El tamaño de mi esperanza. Desde hacía años Borges negaba empecinadamente haberlo escrito, y esa vez hizo lo mismo. Le dijo al estudiante que ese libro no existía y que, por tanto, desistiera de seguirlo buscando. El joven no se dio por vencido, y al día siguiente dejó a Borges una nota en la que le afirmaba que era evidente que El tamaño de mi esperanza no sólo existía, sino que además se publicó. Prueba de ello es que había encontrado un ejemplar en una de las bibliotecas de la universidad. El escritor argentino se rindió por fin a la evidencia, y le comentó a su mujer: "¡Qué le vamos a hacer, María, estoy perdido!".

Un caso similar al del Borges maduro que rechazaba aquellas obras de juventud lo constituye el de Alejo Carpentier (1904-1980). A los veintinueve años se estrenó como novelista con Ecué-Yamba-Ó (1933), que escribió bajo el deslumbramiento de las vanguardias europeas. Se trata de un libro que posee los errores típicos de un autor primerizo, quien además se adentraba en una realidad que no conocía. Él mismo pasó a considerarlo después como "un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos, de imágenes de un aborrecible mal gusto futurista y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos los hombres de mi generación". Cuando era ya un novelista afamado, los editores le insistieron para que rescatase aquella novela, pero Carpentier siempre se negó. Eso no impidió que circulara a través de ediciones piratas, lo cual lo decidió finalmente a autorizar que se publicase de nuevo el que a juicio suyo era un péché de jeunesse.

Otro caso que sirve para ilustrar este distanciamiento de algunos autores respecto a obras de juventud es el de Orlando González Esteva (1953). Los poemarios con los cuales se dio a conocer fueron El ángel perplejo (1975) y El mundo se dilata (1979). Después de su salida no ha cesado de abjurar de ambos, y no sería extraño oírle confesar, al igual que Borges afirmaba haber hecho con los suyos, que compró ejemplares de esos libros sólo para luego destruirlos. Es cierto que son páginas escritas en una precoz juventud, y que tienen, por tanto, mucho de ejercicios preparatorios. En la nota introductoria al segundo de esos títulos, González Esteva mismo lo advierte al lector: "Versos, no poemas, justifican la publicación de este libro, escrito en plena adolescencia, anterior a todo bagaje crítico, a toda intención, por parte del poeta, de llegar a ser formalmente, esencialmente poeta. Rimas gastadas, voces ajenas, más de una estrofa traída por el pelo y cierto tono altisonante y civil (hijo del medio ambiente, a veces feroz) lo habían ido ahogando como una vergüenza, en un sordo aguaje de pudor y olvido".

Manuscritos destruidos antes de que se publicaran

Pero al lado de esos defectos, había en aquellos libros hallazgos que permitían vislumbrar la presencia de una voz original, si bien aún indecisa. En algunos poemas de El mundo se dilata, por ejemplo, estaban además en embrión los módulos de su obra posterior, y en los mismos se insinuaban ya la jocosidad y la nostalgia que luego se explayarían en las maravillosas décimas de Mañas de la poesía, que Octavio Paz elogiaría con tanto entusiasmo. Mas no existen argumentos capaces de disuadir a González Esteva, quien con el mismo tono de resignación catastrofista del escritor argentino ha comentado: "Ni modo. Aun los libros malos son más poderosos que nosotros".

Ese descontento con la inmadurez de las primeras obras ha llevado a algunos escritores a extremos cercanos a la obsesión. Juan Ramón Jiménez, quien era famoso por haber reescrito infinidad de veces muchos de sus poemas, renegaba a tal punto de sus primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, que se dedicó a robar los ejemplares de las casas de sus amigos y hasta de las bibliotecas públicas. Una vez recuperados, los arrojaba a las llamas de la chimenea de su casa. Sé que no faltarán los que le den la razón y justifiquen el proceder del poeta español. Pero personalmente pienso que en su caso cabe aplicar algo que escribió Alberto Manguel para referirse a la destrucción de obras que se han llevado a cabo en las dictaduras: "La esperanza ilusoria que acarician quienes queman libros es que, al hacerlo, lograrán borrar la historia y abolir el pasado".

Y qué decir de quienes determinan destruir sus manuscritos antes de que lleguen a ser impresos. El ejemplo más emblemático es seguramente el de Franz Kafka, quien nunca creyó que sus textos tuviesen verdadero valor literario. Se cuenta de él que no permitía leerlos, por considerarlos inacabados o bien por dudar del sentido de su imaginación creadora. Asimismo antes de morir, pidió a su gran amigo Max Brod que destruyera todos lo escrito por él. Por fortuna, éste incumplió su voluntad y en lugar de hacer lo que se le había pedido, dedicó el resto de su vida a servir de generoso y escrupuloso albacea de Kafka. Gracias a su traición, ha comentado Manuel Vilas, la historia de la literatura le debe el capítulo más hermoso y enigmático del siglo XX.

En otras ocasiones, en cambio, esa voluntad destructiva se materializó. Antes de dispararse un tiro en el vientre que la tuvo agonizando durante varios días, la poetisa María Luisa Milanés (1893-1919) destruyó todos sus manuscritos. En una autobiografía que dejó inconclusa, expresa acerca de esa decisión: "No seré yo quien deje mis dolores al descubierto ni quien profane mis goces al publicarlos". Otro suicida, el narrador Calvert Casey (1924-1969), escribió en inglés su primera novela, Gianni, Gianni, que para él era su obra más honesta y original. De ese original sólo se salvó un capítulo, del cual entregó una copia al español Rafael Martínez Nadal. Es lo único que hemos podido conocer de aquel texto en el que, según Casey, había expuesto al desnudo su íntima verdad. En ambos casos, la determinación tremenda de eliminar el cuerpo pareciera prolongarse con la de borrar también los últimos testimonios de la labor creativa, como si se buscase que la desaparición sea total.

© cubaencuentro

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