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Actualizado: 17/05/2024 12:58

NUEVA YORK

Greta Garbo, icono de una era

A un siglo del nacimiento de la gran actriz sueca que aportó un rostro inolvidable a la historia del cine.

Cien años justos se cumplieron el 18 de septiembre del nacimiento de Greta Garbo y la conmemoración ha sido profusa y variada: desde el homenaje que le tributó en abril la Academia de las Artes y la Ciencia Cinematográficas de Hollywood hasta el sello de correos que acaba de emitir el servicio postal de Estados Unidos y que estará a la venta en todo el país el próximo día 23, pasando por libros, programas especiales en la televisión, reposición de sus películas en cinematecas y museos, exposiciones, conferencias y artículos que resaltan la vida de la más glamorosa actriz del cine, un arte que nació casi a un tiempo con ella.

Greta Lovisa Gustafsson, la actriz sueca a quien Mauritz Stiller, su primer agente, director y marido, convirtió en Greta Garbo —por la palabra que en español designa la gracia de porte y movimientos—, llegó a Hollywood con veinte años y sólo dos películas en su currículo, y en muy poco tiempo se convirtió en la gran actriz que habría de representar como nadie el relumbrante y decadente período de entreguerras al tiempo de aportarle un rostro inolvidable a la historia del cine.

A poco de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial, Garbo desapareció de la escena, para ser, desde entonces hasta su muerte, ocurrida en 1990, la más fiel hacedora de su propia leyenda.

A mediados de la década del sesenta, época en que transcurre mi adolescencia, todavía se discutía si Greta Garbo, que ya llevaba más de 20 años sin actuar, volvería a la pantalla. Para mi prima Cristina, que aspiraba a ser una suerte de Elsa Maxwell cubana, docta en vida y quehaceres de las celebridades, la Garbo tenía un indisputado sitial. Ni Gloria Swanson, ni Bette Davis, ni Paulette Goddart, ni Ingrid Bergman ni Katherine Hepburn, ni, por supuesto, advenedizas como Marilyn Monroe o Elizabeth Taylor, podían discutirle el primer lugar a la Garbo.

Esta preeminencia, que todos en mi grupo terminamos por aceptar sin discusión, no se fundamentaba en nuestro conocimiento de la filmografía de Garbo, ni siquiera en el que pudiera tener Cristina, quien para esa fecha, que yo recuerde, tal vez no había visto, al igual que yo, más que un par de películas de su ídolo: Ana Karenina y La Dama de las Camelias. En general, nos hacíamos eco de las opiniones de nuestros mayores que habían sido su público treinta años atrás, y de los comentarios de la prensa sobre una mujer que, de vez en cuando, era fotografiada andando por Manhattan, en algún famoso balneario europeo o en algún trasatlántico de lujo, casi siempre medio oculta detrás de un sombrero y unos lentes ahumados.

Una rara lección...

Una rara lección de elegancia

Muchas cosas han cambiado para mí desde mi adolescencia, y muchos valores de entonces se vieron alterados por la propia vida y por un mayor conocimiento del mundo; sin embargo, el juicio que una vez me llevó a creer que Greta Garbo había sido la más radiante actriz de cine no sólo no varió, sino que se ha visto reafirmado con el paso del tiempo. A mi salida de Cuba, en 1979, comprobé que los críticos corroboraban mi opinión sobre Garbo, y esa opinión volvió a reafirmarse al tiempo de su muerte.

Contrario a lo que suele ocurrir con muchos actores y políticos, a quienes la jubilación difumina de la memoria del público, el retiro de Garbo no hizo más que acrecentar un aura ganada con sólo 27 películas en menos de 20 años de carrera. Garbo se retiró del mundo para dedicarse a alimentar su propio mito y ser testigo de su glorificación, prebendas que generalmente la humanidad concede a los muertos y que ella tuvo el privilegio de disfrutar por casi medio siglo.

La crítica coincide en que se trata del rostro más expresivo y plástico que se ha visto en el cine, en su capacidad de mostrar toda una gama de sentimientos valiéndose tan sólo de la intensidad de su mirada, en la gracia natural con que encarnaba los personajes casi siempre fatales de sus filmes; sin embargo, acaso otros actores, contemporáneos a ella o posteriores, podrían disputarle estas dotes; pero la leyenda de Garbo trascendió el ámbito estrictamente cinematográfico para convertirla en el icono de una época, alguien que se negó a transigir con la vulgaridad en que se sumiría el mundo de la posguerra, que decidió, desde el ‡pice de la fama, darnos, sin palabras, una rara lección de elegancia. En esto, ciertamente, nadie podría arrebatarle el primer puesto.

Una vez, al principio de vivir en Nueva York, creí reconocer a Greta Garbo en una mujer de edad indefinida, vestida de negro, con amplio sombrero y gafas oscuras que, a pesar de andar muy erguida, portaba un nudoso bastón. Algunos transeúntes se detuvieron a mirarla y otros, más audaces, hasta la interpelaron, sin que ella se dignara responderles. Nunca pude confirmar si se trataba realmente de Garbo; pero nuestra propia duda era un signo de su importancia: luego de más de cuarenta años de encierro, muy pocos eran capaces de identificarla, pues la "esfinge sueca", como alguien una vez la llamó, se había convertido en un atuendo, un ademán, una pose para la historia. La mujer había desaparecido completamente bajo el disfraz de su propia leyenda.

De ahí que, a un siglo de su nacimiento, aun nos cueste trabajo a algunos creer que ese símbolo tan intocado por el tiempo no siga siendo la expresión viviente de una era. Para mí en particular, recordarla será siempre una manera de recuperar mi propia adolescencia, cuando, en una sociedad donde se nos imponía el totalitarismo, evocábamos con nostalgia aprendida el sprit y el glamour de una época en que no nos tocó en suerte vivir y que nadie representó mejor que Greta Garbo.

© cubaencuentro

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