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Actualizado: 16/05/2024 10:29

Lugo

Una caída y el caso Carriles

¿Qué tribunal podría condenar la risa de un grupo de cubanos ante el fracaso momentáneo de un atentado contra Castro?

La mañana del 21 de octubre de 2004 mi teléfono móvil no paró prácticamente de sonar ni un minuto. Amigos de todos los confines de España y de Europa, cubanos y no cubanos, sabedores de que habitualmente no suelo estar pendiente de los telediarios, mucho menos para estar a la caza de noticias sobre Cuba, me llamaban para darme o comentar la "espectacular" noticia: Fidel Castro había tropezado la noche antes en un acto público en Santa Clara y todas las emisoras estaban transmitiendo la imagen del comandante en el suelo.

Sintonicé el telediario de Televisión Española a las tres de la tarde y allí lo vi: efectivamente, no era una falsa alarma de las que suelen venir de la Florida, en verdad el "Hombre", el "Caballo", el "Jefe", el "Invicto Comandante" se había caído. Una caída estrepitosa, lamentable, patética. Una caída, en el fondo, como las que sufren diariamente decenas de miles de ancianos en todo el mundo. En este caso tan publicitado, sin mayores consecuencias para la integridad física del gobernante, salvo en lo que atañe, claro está, a su imagen.

La verdad es que, por mucho que lo intenté, no pude compartir el júbilo de algunos de mis compatriotas al ver la caída. Si algo me enseñaron mis padres, si algo aprendí viendo a mi venerable y querido abuelo asturiano envejecer, es que no hay nada divertido en la caída al suelo de un anciano. Eso, que conste, me lo enseñaron mis padres, es algo que me dicta en todo caso mi propia sensibilidad, pero no me lo enseñó el sistema en que nací y me formé hasta los 37 años.

Ni un mínimo de ética

Ha sido una práctica habitual de quienes defienden obcecadamente el sistema cubano —y de quienes se le oponen de una manera no menos irracional— atribuir determinadas virtudes o defectos humanos universales y ancestrales a los cambios introducidos en la sociedad cubana a partir de 1959. Por lo tanto, desde ese punto de vista, unos u otros podrían argüir que la imposibilidad de reírme de la caída del comandante se debe a un supuesto lavado de cerebro en esas casi cuatro décadas de (de)formación de mi personalidad, o, en un extremo opuesto, a una cualidad adquirida gracias al sistema educacional "revolucionario". Nada más alejado de la verdad.

Lo cierto es que un mínimo de ética ante el mal paso del enemigo no ha sido precisamente una de las enseñanzas del sistema cubano. Uno de los principios de Fidel Castro, y de ese sistema que él ha diseñado a su imagen y semejanza, es que contra el enemigo todo vale, incluido el más burdo escarnio ante cualquier simple traspié de un adversario.

No hay presidente de Estados Unidos al que la mala suerte le haya hecho cometer algún desafortunado "error de etiqueta" en público, que no haya sido blanco —ad náuseam— de las burlas de los medios de comunicación cubanos: lo mismo Bush padre en una recepción en Japón en los años ochenta, Bill Clinton y los escándalos sobre sus amoríos con Mónica Lewinsky, o Bush hijo al caerse de una bicicleta.

Y esto por tan sólo mencionar a los últimos tres presidentes, ya que la práctica se remonta a los inicios mismos de la llamada Revolución: cuando yo era niño, la tradicional copla popular conocida como La Chambelona incluía el famoso estribillo de "Nixon no tiene madre porque lo parió una mona", que también se le coreó, sin variación, al demócrata Jimmy Carter.

En ese sentido, hay que decir que una congresista furibundamente anticastrista como Ileana Ross-Lethinen ha tenido muchísima mejor suerte en la "antroponimia revolucionaria" del castrismo, ya que, en una imaginaria heráldica faunesca, una "loba feroz" tendría mucha más categoría que una "mona" a secas (Todo eso —y ahora sin sarcasmos— sin tener en cuenta que el calificativo de "mona" para aludir a las progenitoras de los presidentes estadounidenses encierra un componente profundamente racista que implica a un buen por ciento de la población femenina cubana, pues constituye un apelativo despectivo para referirse a una mujer de piel negra).

El insulto, el golpe bajo, el escarnio público, la chismografía, el rumor malintencionado, la abierta calumnia han formado parte del repertorio "defensivo" de la "Revolución" y de su larga, desconsoladora y, sobre todo, tediosa "batalla de ideas".

Blancos preferidos

Pero, volviendo a la caída, es preciso decir que los medios occidentales, al menos la gran prensa española y alemana, fueron, en la mayoría de los casos (empezando por el diario El País, uno de los blancos preferidos de los ataques de una publicación como La Jiribilla, dirigida por el llamado "Grupo de Análisis" del Instituto Cubano del Libro, una curiosísima entidad aglutinadora de la "inteligencia", ya que agrupa a intelectuales y a ex miembros de los servicios secretos cubanos), objetivos a la hora de presentar y abordar el incidente: ni un solo insulto leí en los varios diarios que cayeron en mis manos por esos días, ni un solo comentario ad hóminem.

Algunos de estos medios, incluso, apenas podían disimular cierto tono elogioso por la manera en que Castro se incorporó y determinó enseguida las fracturas que tenía, ese "¡Estoy entero!" que dio la vuelta al mundo, gracias, precisamente, a una práctica periodística de la que no puede vanagloriarse ningún medio estatal dentro de Cuba: informar con imparcialidad incluso los malos pasos de personajes con los que no simpatizan o que incluso detestan. El daño, por suerte para el gobernante, no era demasiado. Pero algo sí había sufrido una profunda y quizás irreversible conmoción: su imagen.

Todo un mito

Han sido varios, muchos, incluso muchísimos los intentos de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense para eliminar físicamente a Fidel Castro. No lo han conseguido. De todo ello, de esos intentos (cuyo número, según la reiterada versión del propio Castro, asciende a centenares) y de los obvios fracasos a la hora de materializarlos, ha surgido todo un mito: el del invencible Comandante ante cuya figura los asesinos comienzan a temblar.

El tema siempre es presentado para los cubanos de la Isla como una suerte. Según esta versión, la integridad física del Comandante ha sido una verdadera fortuna, incluso un milagro para los que viven dentro de Cuba, un milagro que ha garantizado la continuidad, hasta hoy, del liderazgo histórico de la revolución y de sus indudables logros sociales.

Pero el problema tiende a complicarse apenas se comienzan a poner en una balanza logros y fracasos, apenas se compara el triunfalista discurso oficial con la depauperada realidad de la que tan alejado se encuentra aquél. Por lógica casi física, si los deméritos empiezan a superar a los méritos, la balanza sentimental ante la integridad física del Gran Benefactor comienza a inclinarse hacia el otro lado.

Hace algunos años, mientras asistía a una apolítica y divertida fiesta organizada por un grupo bastante nutrido de amigos e intelectuales cubanos con unos alemanes que visitaban La Habana en calidad de turistas —y entre cuyos presentes había, incluso, varios admiradores de Fidel—, alguien nos trajo la noticia del por entonces último intento de atentado contra el gobernante cubano, planificado, creo (entre tantos intentos la memoria me falla), durante una visita del gobernante a República Dominicana. La reacción —casi unánime— de los compatriotas que allí estaban fue preguntar: "¿Y no lo consiguieron? ¡Pues que pena!", a lo que siguió una carcajada general.

La práctica del atentado político es sin duda condenable desde cualquier punto de vista que se la mire, incluso en una fiesta. No hay legitimidad ninguna para asesinar a nadie, ni siquiera para pensarlo, tampoco si se trata de un adversario político. Cualquier oposición a esa práctica es, a mi juicio, absolutamente legítima.

Sin embargo, la risa de aquel grupo de cubanos por el fallo de ese último atentado —como el júbilo casi unánime por la caída de 2004— no era menos auténtica y sincera —y para muchos, no menos legítima—; algo que, cuando menos, debería suscitar la reflexión de los ideólogos castristas e, incluso, del propio Castro.

Los que allí se reían no eran gente insensible o desalmada; muchos de ellos no eran ni siquiera opuestos al sistema, y en otro contexto habrían reaccionado de una manera completamente diferente, con su firme desacuerdo ante un comentario de esa índole, un tanto rayano en el humor negro.

"Choteo cubano", se dirá. Pero no, en mi modesto modo de ver ciertas cosas, las motivos de aquella risa tienen raíces mucho más profundas, las cuales apuntan directamente a la sociedad cubana de hoy y, en específico, a la manera de pensar que un sistema —y un gobernante que lo conforma y lo maneja a su antojo a través de todos los medios, un hombre prepotente e inescrupuloso que detenta un poder absoluto sobre la vida cubana desde hace casi cinco décadas— ha ido moldeando, con la práctica diaria, en el subconsciente colectivo de un sector amplio de la sociedad cubana.

¿Condenar la risa?

La risa unánime ante el inocente coqueteo con la idea de un potencial asesinato, sea de quien sea, constituye para mí (y perdonen algunos lectores que sea tan "sensible") el síntoma inequívoco de una deformación en la manera de pensar y ponderar determinadas cosas.

Se puede, sin duda alguna, culpar y condenar a la CIA de crímenes inefables contra Cuba y contra cubanos inocentes. Se puede —¡y se debe!— sentar en el banquillo de los acusados a un criminal confeso como Luis Posada Carriles, y condenarlo con severidad una vez se demuestre de manera fehaciente que es el autor de los asesinatos que se le imputan, o tan sólo con demostrar que es el promotor de cualquier intento por atentar contra la vida de cualquier persona, incluido cierto gobernante de su propia nacionalidad al que considera su peor enemigo (cualquier cuerpo jurídico democrático debe preciarse de no hacer distinciones cuando se trata de preservar la integridad física de los hombres).

Pero, ¿qué tribunal —cubano o de cualquier parte del mundo— podría condenar legítimamente la risa de ese grupo de buenos, nobles, pacíficos e inteligentes cubanos ante el fracaso momentáneo de un auténtico crimen? Esa es, por ahora, la pregunta que me asalta en este punto de mis reflexiones.

© cubaencuentro

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