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Literatura

La historia como profanación

Rafael Rojas: «El problema de Cuba es un conflicto entre cubanos y el papel de EE UU está sobrevalorado».

Rafael Rojas, historiador y ensayista cubano, exiliado en México, ganó el XXXIV Premio Anagrama de Ensayo por su libro Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, que en estos días comenzará a circular en librerías iberoamericanas y que será presentado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el próximo 19 de mayo.

A sus 40 años, Rojas es autor de más de diez libros, entre los que podríamos mencionar dos de los más polémicos: Un banquete canónico (México, Fondo de Cultura Económica, 2000) y José Martí: la invención de Cuba (Madrid, Editorial Colibrí, 2001).

Desde 2002 ha compartido con el poeta Manuel Díaz Martínez la dirección de la revista Encuentro de la Cultura Cubana y pronto cumplirá diez años como profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

En su oficina, en esta importante institución de la ciudad de México, conversamos sobre su trabajo intelectual, el libro premiado, la izquierda mexicana, Encuentro —cuya codirección, después de cuatro años, concluirá en el próximo número 40— y, naturalmente, sobre el pasado, el presente y el futuro de Cuba.

Me gustaría iniciar esta plática, llamando la atención sobre el hecho de que en México, el país donde usted vive desde hace quince años, su trabajo más conocido no tiene que ver con Cuba, sino con la historia mexicana y latinoamericana del siglo XIX…

Es cierto. Cuando vine a estudiar a El Colegio de México, en 1991, recomendado por Manuel Moreno Fraginals, traía un proyecto de tesis doctoral relacionado con la historia intelectual de la República (1902-1959), pero tuve que descartarlo por la centralidad que tenían los temas mexicanos en el programa de doctorado.

Desde los años en que estudiaba en El Colegio comencé a investigar y escribir sobre la historia de las ideas políticas en México y América Latina, sobre todo, en el siglo XIX. Luego, cuando en 1997 fui contratado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), continué esa vertiente historiográfica.

El resultado de ese trabajo son unos cuantos libros de corte académico, como mi tesis doctoral Cuba mexicana. Historia de una anexión imposible (2001), que ganó el Premio Matías Romero de Historia Diplomática; La escritura de la independencia. El surgimiento de la opinión pública en México (2003), publicado por Taurus, y varias coautorías con historiadores mexicanos como Enrique Florescano, Josefina Zoraida Vázquez y mi colega José Antonio Aguilar.

El último de esos proyectos fue un libro a cuatro manos, con el historiador italiano Antonio Annino, sobre la historiografía de la independencia de México, que aparecerá este año en el Fondo de Cultura Económica.

Sin embargo, sus colaboraciones en periódicos y, sobre todo, en revistas como 'Vuelta', 'Nexos' y, luego, 'Letras Libres', generalmente han tratado sobre el problema político cubano…

Al principio no fue así. En los noventa, mis colaboraciones en esas revistas eran, fundamentalmente, reseñas y artículos sobre temas históricos y teóricos de México y América Latina. En realidad, yo comencé a intervenir con cierta regularidad en el debate cubano a partir de la creación de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en 1996, a la que Jesús Díaz me invitó a colaborar desde el primer número, y, sobre todo, a raíz de la aparición de dos libros míos en 1998, en los que intenté establecer una posición pública, coherente con mi biografía y mis ideas.

Me refiero a Isla sin fin (Miami, Ediciones Universal) y El arte de la espera (Madrid, Colibrí). Fue entonces cuando mis colaboraciones en medios mexicanos empezaron a centrarse, no sólo en temas de historia y política de Cuba, sino también en cuestiones literarias de la Isla y la diáspora. Sin embargo, esas intervenciones a las que te refieres han sido menos asiduas en México que en España o en Miami.

¿A qué se debe eso?

Supongo que a varias razones, más allá de que sean periódicos de Miami y Madrid, como El Nuevo Herald, Encuentro en la Red y El País, donde he colaborado regularmente en los últimos cinco años. México, en cambio, y, en menor medida, el medio universitario norteamericano, son los espacios donde desarrollo mi trabajo académico.

Por otro lado, es un hecho que en Estados Unidos y España existen menos prejuicios y estereotipos sobre la cuestión cubana que en México. Buena parte de la opinión pública mexicana sigue viviendo bajo el chantaje simbólico del gobierno de Fidel Castro y es incapaz de separar el tema cubano de la compleja relación que experimenta este país con Estados Unidos.

Pero usted mismo se ha referido al papel de intelectuales de izquierda como Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Héctor Aguilar Camín y Roger Bartra, abiertamente críticos del castrismo…

Sí, sigo pensando que luego de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, una zona importante de la izquierda intelectual mexicana, involucrada en la propia transición a la democracia que se ha vivido en México, tomó distancia del régimen de partido único y caudillo perpetuo que encabeza Fidel Castro. Un régimen que, con razón, esos intelectuales ven como una versión extrema, es decir, totalitaria, del autoritarismo príísta.

El problema es que, en México, como en la mayoría de los países latinoamericanos, el rechazo creciente a la ausencia de libertades públicas y a la represión de opositores pacíficos en la Isla se ve siempre inhibido, para su expresión, por la persistente y eficaz manipulación que el castrismo hace del tema cubano en la política interna de este país. La premisa fundamental de esa manipulación es presentar a los críticos del sistema político de la Isla como cómplices o asalariados de Washington.

Esa fue la principal acusación contra usted en la Feria de Guadalajara de 2002.

Esa ha sido, ya no la principal, sino la única descalificación a que apela el régimen de Fidel Castro contra cualquier opositor, viva donde viva y piense como piense, desde 1959. En la lógica perfectamente binaria que nutre ese régimen, viejo artefacto de la Guerra Fría, un opositor al gobierno castrista es, en realidad, un enemigo de la nación cubana, aliado del "imperialismo yanqui".

En Guadalajara, sin embargo, la campaña de difamación, dirigida no sólo contra Encuentro y Letras Libres, sino contra la nueva política hacia la Isla que intentaba desarrollar Jorge Castañeda, no surtió efecto por el respaldo de la intelectualidad mexicana a nuestras posiciones.

Y aquí no estoy pensando tanto en esos intelectuales que, con razón, tú defines como de izquierdas sino en otros, muy importantes y de varias generaciones, como Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Guillermo Sheridan, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael o Jesús Silva Herzog Márquez, que se reconocen, como sus maestros Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas y Octavio Paz, en la gran tradición del liberalismo mexicano.

Revisé la prensa habanera en los días posteriores al anuncio del Premio Anagrama de Ensayo de este año y sólo encontré una crítica en el diario electrónico 'La Jiribilla', escrita en lenguaje descalificador, sobre la Introducción a su libro 'Tumbas sin sosiego'.

No es una crítica. Es, como dices, una burda descalificación que sólo se ocupa de rebatir cuatro oraciones de un mismo párrafo, en una Introducción de 42 páginas, de la cual sólo aparecieron fragmentos de un primer borrador en El Nuevo Herald. Ese es el tipo de lectura envilecida que retrata, con la mayor fidelidad, la histeria del poder en Cuba.

En La Habana hay una soldadesca de panfletistas electrónicos, instruida para reaccionar contra cualquier crítica al régimen que recojan importantes publicaciones de Estados Unidos, Europa o América Latina. Esas milicias de la Internet hablan religiosamente de las "verdades de la Revolución" y de las "mentiras del Imperio".

A mí, por el contrario, me interesa la historia como crítica, como secularidad, es decir, el ejercicio de la memoria como un acto de profanación, en el sentido que ha dado recientemente Giorgio Agamben a ese término. Al fin y al cabo, el enterramiento y la profanación son los dos rituales básicos de la conciencia histórica.

Se nota que una de las cosas que más irrita a sus críticos es que usted hable de "guerra civil" y no de "revolución" y "contrarrevolución", que trate por igual a uno y otro bando y que disminuya el papel de Estados Unidos en el conflicto…

Permíteme aclarar algo. En mi libro sí se habla de Revolución, y así, con mayúscula. Ese concepto, que está desde la primera palabra del subtítulo, lo asumo en la acepción más moderna que ha alcanzado en historiografías como la norteamericana, la francesa, la rusa y la mexicana.

En Cuba, qué duda cabe, se produjo una Revolución encabezada por una juventud sumamente plural —católica, socialista, liberal, agrarista, nacionalista— que, en esencia, deseaba un país más justo, más soberano, pero también más democrático, con libertad de asociación, de expresión y de culto, gobierno representativo y elecciones regulares.

El impulso de aquel movimiento revolucionario, todavía en los años sesenta y ya bajo el control personal de Fidel Castro, generó un importante cambio social y una vertiginosa modernización cultural que facilitó las conexiones del campo intelectual de la Isla con las vanguardias occidentales de la época.

Sin embargo, como es sabido, entre fines de los sesenta y principios de los noventa, esa creatividad fue ahogada por la ortodoxia marxista-leninista y desde 1992 hasta la fecha se mantiene restringida por una nueva ortodoxia: la del nacionalismo revolucionario en su tosca versión castrista. De manera que en mi libro se maneja un concepto histórico y, por tanto, perecedero, de Revolución, con el fin de distinguir ese proceso, ya agotado, de las formas de control estatal que asociamos con el totalitarismo comunista y el caudillismo castrista.

Por otra parte, mi libro no trata sobre esa que, en efecto, considero la guerra civil cubana, sino sobre la polarización del campo intelectual que se produjo después de 1959 y sobre la forma en que aquel conflicto ha sido procesado por medio de la literatura y la historiografía, en la Isla y en la diáspora. Pero como en la Introducción debía esbozar el concepto de guerra civil, aproveché la mejor bibliografía sobre el tema, escrita dentro y fuera de Cuba, que, por fortuna, tenía a la mano, gracias al extraordinario dossier "La Primera Oposición Cubana", incluido en el número 39 de Encuentro.

Quien lea ese dossier difícilmente puede resistirse a considerar que en Cuba, entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, se produjo una guerra civil, y que quienes se opusieron a la radicalización comunista del proceso, impulsada por Castro, eran, en su mayoría, partidarios de una Revolución que no destruyera las bases institucionales de la República.

Nadie niega que el papel de Estados Unidos en el conflicto fue importante, pero aquellos opositores, como los de ahora, no eran marionetas de la CIA y, como es sabido, muchos de ellos, tras el desastre de Bahía de Cochinos, se sintieron traicionados o defraudados por Washington, aunque continuaran admirando la democracia norteamericana.

¿Quiere decir que fue un conflicto entre cubanos?

Sí. Me gusta insistir en que el problema de Cuba, entonces y ahora, es, ante todo, un conflicto entre cubanos porque me interesa la democratización del pasado como vía de acceso a algún futuro republicano. En esa democratización debe quedar claramente reconocida la autonomía y la legitimidad, en tanto agentes de la historia nacional, de los opositores y exiliados cubanos, con independencia del método de lucha que hayan escogido.

En otras latitudes, esta discusión sería absurda: ¿qué historiador francés, ruso o mexicano que se respete pondría en duda la pertenencia a la historia nacional de los guerrilleros de la Vendée, los "blancos" o los cristeros?

Por otra parte, la sobrevaloración del papel de Estados Unidos en ese pasado y, sobre todo, en el presente de la Isla, es uno de los recursos más valiosos de legitimación con que cuenta el castrismo, ya que al presentar el problema nacional como un conflicto entre La Habana y Washington, y no como una pugna de 50 años entre cubanos demócratas y totalitarios, justifica la dictadura como una necesidad defensiva, descalifica a la oposición y al exilio como títeres de un actor foráneo y, de paso, pretende avanzar, excluyendo a la disidencia y a la diáspora, en una posible negociación con ese vecino que supuestamente tanto odia.

El gobierno cubano sigue utilizando el calificativo de "mercenarios" para referirse a los disidentes de la Isla…

Sí, como sigue utilizando el de "gusanos" o el de "mafia cubanoameriana" para referirse a los exiliados. En Cuba se ha desarrollado todo un idioma de la exclusión y el odio, similar al estudiado por Víctor Klemperer en su libro La lengua del Tercer Reich, y que ha motivado un reciente artículo de Duanel Díaz Infante en estas mismas páginas.

En muchas de las entrevistas que le hicieron a raíz del anuncio del Premio Anagrama usted se refirió a una "sensación de cementerio" en la cultura cubana contemporánea…

Sobre eso mejor hablamos después que leas el libro.

Vicente Verdú, uno de los miembros del jurado, dijo que no había votado a favor de su premio porque el libro le pareció, por momentos, una guía telefónica…

Sí, escuché esas declaraciones de Verdú, a quien leo y admiro desde hace años. Su libro El planeta americano, que ganó el Premio Anagrama en 1996, es una excelente radiografía de la cultura contemporánea en Estados Unidos y, aunque te sorprenda, comparto no pocas de sus ideas sobre el capitalismo de ficción.

En realidad, no me ofende ni me molesta que comparen mi libro con una guía telefónica porque algo de ese modelo bibliográfico de los directorios y las enciclopedias tiene Tumbas sin sosiego. Mi libro intenta, de algún modo, dibujar un mapa o una estantería personal de la cultura cubana, como un gesto de testimonio ante la fragmentación, el canibalismo y la mezquindad en que vivimos.

Lo que no entendí, en las supuestas declaraciones de Verdú —digo "supuestas" porque sólo las reportaron dos libelos electrónicos de extrema izquierda, leales a Castro—, es eso de una "mala" guía telefónica. Las guías no son buenas o malas, sino completas o incompletas. Cuando una guía es mala es porque está incompleta. Me gustaría saber, según Verdú, quién falta en la mía.

Pero más allá del muy respetable juicio del autor de El estilo del mundo, el editor Jorge Herralde aclaró, desde un inicio, que el premio había sido concedido por mayoría, lo que quiere decir que, por lo menos, 4 de los 6 miembros del jurado votaron a favor. ¿Por qué esos libelos, como Rebelión y La Jiribilla, siempre ávidos de escarnio, no le preguntan a Fernando Savater, a Salvador Clotas o al propio Herralde qué piensan de mi libro?

Antes de esta conversación me comentó que en días pasados se cumplieron cuatro años de la muerte de Jesús Díaz, a quien está dedicado su libro.

El 2 de mayo se cumplieron cuatro años de esa ausencia, terriblemente inoportuna, costosa y, para quienes estuvimos más cerca de él, todavía traumática. En este tiempo, sin embargo, la revista Encuentro, que él fundó hace una década, ha experimentado una gran profesionalización y ha incrementado su prestigio dentro y fuera de la Isla, como puede constatarse en los tres últimos números.

El décimo aniversario de la publicación será celebrado en el número 40, de esta primavera, con un dossier sobre las principales revistas producidas por el exilio, en el último medio siglo, coordinado por el escritor Jorge Ferrer, y con un homenaje a uno de nuestros directores: el poeta Manuel Díaz Martínez.

Diez años representan la madurez para una revista como Encuentro, por lo que en la nueva etapa que ahora se inicia deberán introducirse cambios en la estructura directiva de la publicación, que contribuyan a sostener la calidad y la pluralidad alcanzadas. Uno de esos cambios será el término de mi periodo como codirector, con el fin de dedicarle más tiempo al trabajo académico y, a la vez, renovar los criterios editoriales de la revista.

¿Algún proyecto en el futuro próximo?

Actualmente estoy terminando un libro sobre los discursos de la tierra y la sangre en la cultura cubana del siglo XIX, titulado Motivos de Anteo. Después, quisiera aprovechar el año sabático que me corresponde, por mi trabajo de diez años en el CIDE, para escribir una breve historia intelectual de Hispanoamérica, con motivo del bicentenario de la crisis del imperio borbónico.

Como sabes, el origen de las naciones hispanoamericanas es uno de esos raros procesos de la historia moderna que puede ser fechado: la primavera de 1808, cuando las tropas napoleónicas invaden España y los súbditos de la Corona, en estas tierras, amanecen sin Rey y no tienen más remedio que inventar las soberanías nacionales. Me gustaría dedicar un libro a ese bicentenario, el más importante para América Latina a inicios del siglo XXI.

© cubaencuentro

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