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Actualizado: 25/04/2024 19:17

Reformas, Díaz-Canel

Anticastrismo intelectual y reforma política en Cuba

No será por reforma que el castrismo transite del partido único al partido hegemónico. Así dejaría de ser castrismo

Así como la intelectualidad orgánica del castrismo quedó para costurera remendona de las decisiones políticas, la intelectualidad del anticastrismo para sí mismo, esto es: sin lógica instrumental para tumbar al castrismo corriente, paró en monaguillo de la Iglesia de la Transición Inevitable a la Democracia en Cuba.

Esta iglesia rinde culto a los cambios dentro de la Isla como si tuvieran existencia propia —por generación espontánea o inmaculada concepción— separada del y oponible al Estado totalitario castrista. Se pasa por alto la clave aristotélica elemental «del ser primero» como esencia (Metafísica, Libro VII [Ζ], 1028a-1041b).

Aristóteles enseñaba que andar, sentarse, estar sano y todos los demás estados análogos no son seres en sí mismos, sino atributos del ser esencial que anda, se sienta, está sano y aparece bajo otros muy diversos atributos. Los cambios no se tropiezan con el castrismo. El castrismo cambia a gusto y conveniencia sin bastardear de su ser primero: el Estado totalitario.

Su esencia se define por conjunción de partido único, ideología oficial, represión política y triple monopolio de las armas, los medios fundamentales de producción y los medios masivos de comunicación. Tal como demostró el invento del raulismo, esta esencia se aprehende por la intelectualidad del anticastrismo para sí mismo, que tiene excentricidades por doquier.

El periódico madrileño El País, por ejemplo, difunde un anticastrismo para sí mismo tan adocenado que descubrió, en los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución (2011), «una nueva definición del socialismo cubano —igualdad de derechos y oportunidades— [que] es idéntica a la definición de cualquier economía de mercado, Estado de derecho o democracia política del mundo». Semejante hallazgo intelectual tendría inmediata aplicación práctica: gracias al «socialismo actualizado», los lineamientos «concebidos oficialmente como plataforma de permanencia, pueden ser utilizados por opositores y reformistas para presionar a favor del cambio».

No se han enterado en El País que desde 1976 los cubanos disponen no ya de un panfleto, sino de un capítulo entero [VI] de la constitución sobre la igualdad de derechos y oportunidades (Artículos 41-44) como clave jurídica de la relación de los ciudadanos con el Estado, sin que ni opositores ni reformistas hayan podido usarla para el cambio.

Tras las pasadas elecciones generales, este avatar del anticastrismo intelectual para sí mismo prosigue con más ideas vinculadas a las apariencias —v.g., el apellido Castro— que se amalgaman como si fueran cubanología.

Cambio y paradoja

Al tachar de tímidas y lentas las reformas en Cuba, la cubanología explica que son así por «la paradoja de que quienes reforman el sistema son los mismos que lo construyeron». Lo paradójico estriba en que las reformas pensadas se consideren el ser en lugar del castrismo cambiante, que con rigurosa lógica encarga a sus constructores cómo reformarse para preservarse.

Los cambios imaginados desde fuera son más bien un atributo del propio ser del castrismo: concitar en otros el prurito de estudiarlo a distancia y con desatino. No sorprende que los rasgos esenciales del Estado totalitario se esgriman entonces como «la mejor prueba de la ambivalencia ante el cambio» con que vendrían comportándose los líderes del castrismo, como si el cambio tuviera existencia propia y discurriera al margen del liderazgo castrista.

Transición democrática y meritocracia

Al soslayarse el Estado totalitario como ser esencial del castrismo cunden las alucinaciones por el ascenso de Miguel Díaz-Canel a primer vicepresidente del Consejo de Estado [no referirse a este premierato, sino tan solo a vicepresidente, entraña incomprensión del orden estatal en Cuba], como si no tener el apellido Castro ni pertenecer a la Generación del Centenario fuera ya un paso hacia la «creación de condiciones para una transición democrática» antes que a la continuación del castrismo por otros cuadros.

La transferencia gradual del poder a las nuevas generaciones del castrismo —no sólo el primer vicepresidente Díaz-Canel, sino también el canciller Bruno Rodríguez o el administrador Marino Alberto Murillo— viene cantada como consecuencia del declive natural y deceso inevitable de Fidel y todos los que lucharon con él, pero transcurre como está previsto y probado: por acuerdo que dicta el Buró Político, que antes de constituirse la Asamblea Nacional convocó a un pleno del Comité Central para sellar la jugada.

La cubanología adocenada sublima el ascenso de Díaz-Canel con que su fuente de autoridad es «meritocrática, no histórica ni dinástica». Esta amalgama contradice hasta del sentido común, sobre todo al remacharse con que Díaz-Canel habría conseguido «abrir una línea de sucesión institucional». Tal línea se abrió desde que la constitución socialista (1976) instituyó al primer vicepresidente como sustituto del Jefe de Estado y Gobierno «en caso de ausencia, enfermedad o muerte» (Artículo 92).

Así se mantiene (Artículo 94) en la Constitución reformada (2003). Por sucesión institucional vino ya el «político civil» Machado Ventura, sin apellido Castro, aunque tan viejo como ellos. Nada esencial cambia porque Díaz-Canel sea más joven. Sólo como remendón del cartel político despistado No Castro, no problem pueden amalgamarse la familia Castro y un problema generacional como esencia del castrismo.

Díaz-Canel no consiguió abrir nada, sino que fue investido por el grupo político de Fidel Castro. Si lo fue por calidad «meritocrática», no hay mérito sin instancias que lo reconozcan y resulta que son las mismas instancias que antes reconocieron como primer vicepresidente a Machadito y a Raúl Castro: el único partido y su parlamento.

No tiene sentido amalgamar a Díaz-Canel con el vicepresidente Carlos Lage y otros cuadros más jóvenes (Roberto Robaina, Carlos Aldana, Felipe Pérez Roque) que no pudieron llegar con Fidel adonde llegó Díaz-Canel con Raúl, porque la razón suficiente nunca dependió de ninguno de ellos, sino del calendario.

Y para saber bien de qué estamos hablando, la historia no es fuente de autoridad. Hay asaltantes del Moncada y veteranos de la Sierra o del Llano que nunca llegaron a nada. Tampoco hay fuente de autoridad dinástica si no consta derecho por nacimiento. Hasta el primogénito de Fidel Castro quedó por el camino y sólo por los mentideros de ultramar e Internet corre que tal hija o hijo de Raúl son sucesores designados.

El ser y el tiempo

Al menos desde el VI Congreso (2011), el único partido manejaba limitar el desempeño de los cargos políticos y estatales fundamentales a dos períodos consecutivos de cinco años. El anuncio de que así se fijará constitucionalmente se percibe ahora por el anticastrismo intelectual para sí mismo como indicio «de una reforma política en Cuba, que en pocos años podría modificar aspectos claves del funcionamiento del partido único y el Estado socialista».

La obsesión cubanológica con modelos y más modelos para Cuba conduce también a endilgar a esta limitación constitucional ciertos atributos ajenos a la esencia del castrismo, como eludir «una de las señas de identidad del chavismo» [como si Castro no hubiera dado esa seña antes de que Hugo Chávez pensara ser paracaidista] o avanzar «hacia una mínima estandarización del sistema político cubano dentro de las democracias latinoamericanas», que incluso «acercaría a Cuba a la tradición del PRI en México».

Antes que por estas y otras sonseras comparativas, el ser primero del castrismo se guía por el instinto de conservación en el tiempo, que Raúl Castro reveló ejemplarmente al encarar tanto al me-creo-ideólogo Carlos Aldana [«Aldana ambicionaba convertirse en el Gorbachov de Cuba. Yo lo sabía y un día, delante de él, dije que si en Cuba salía un Gorbachov había que colgarlo de una guásima»] como al me-creo-canciller Roberto Robaina [«No voy a permitir que gente como tú jodan esta revolución tres meses después de que desaparezcamos los más viejos»].

Así que «limitar a un máximo de dos períodos consecutivos de cinco años el desempeño de los principales cargos del Estado y del Gobierno, y establecer edades máximas para ocupar[los]», como adelantó Raúl Castro en la sesión constitutiva de la Asamblea Nacional, guarda estricta correspondencia con otro planteo estratégico suyo, anterior incluso a la crisis intestinal de Fidel Castro: «El Comandante en Jefe de la Revolución Cubana es uno solo, y únicamente el Partido Comunista, como institución que agrupa a la vanguardia revolucionaria y garantía segura de la unidad de los cubanos en todos los tiempos, puede ser el digno heredero de la confianza depositada por el pueblo en su líder» (San José de las Lajas, junio 14 de 2006).

Sin necesidad de «un eventual referéndum» —cosas más sustanciales se aprobaron ya en 1992 por votación nominal en la Asamblea Nacional— la reforma constitucional para limitar edad y reelección en «los principales cargos» cancelará la posibilidad de que algún futuro jefe de Estado y Gobierno se crea que es la segunda venida de Fidel Castro.

Según su hermano menor, ambas jefaturas proseguirán fundidas para preservar «la continuidad y estabilidad de la nación», pero quien venga a ocuparlas no podrá prorrogar poderes sin arrear primero con otra reforma de la constitución. A tal efecto requeriría el apoyo de dos tercios de los diputados a la Asamblea Nacional, que Fidel y Raúl Castro presuponen muy difícil de conseguir sin el respaldo de uno de ellos.

Circulación de elites y partido único

Para guardar las apariencias de cubanología suelen plantearse también problemas ficticios, como qué efecto tendría «la coexistencia de una clase política que circula y se renueva, gracias a la reelección limitada, y un partido único que persiste en autodenominarse comunista». Pues ninguno. Las elites gobernantes seguirán circulando conforme a los criterios meritrocráticos del único partido y su parlamento: desde la lealtad hasta la eficiencia.

No será por reforma que el castrismo transite «del partido único al partido hegemónico». Así dejaría de ser castrismo. Mucho menos sucederá como consecuencia de que las venideras elites gobernantes en Cuba —aun con líderes por turno— se avergonzarán de que los rasgos esenciales del régimen «se vean como lastres totalitarios» por el resto de América Latina. Tampoco se propiciará la desaparición del castrismo con «mayor contacto directo con las democracias y los Estados de derecho vecinos». En el contexto de la globalización, la integración regional se rige por imperativos de mercado y no por la orientación político-moral de los sujetos estatales.

Problemas de legitimación

Sin embargo, la integración de Cuba a Latinoamérica se valora por el anticastrismo intelectual para sí mismo hasta como facilitadora de las «garantías constitucionales y penales para el ejercicio de una oposición pacífica», ya que así se preservaría también «la paz social en la Isla». Solo que para esto no hace falta dar riendas legales a la oposición pacífica, que por ser así no amenaza ni siquiera la tranquilidad pública ni podrá hacerlo si dejara de ser pacífica.

Desde las guerras de independencia, el pueblo cubano viene encaramándose en el carro político que da indicios racionales de poder ganar la carrera. El almendrón en que viajan disidencia, oposición, resistencia o como se llame dista mucho de ser atractivo, porque sus conductores y pasajeros no han arrancado jamás una sola concesión a la dictadura castrista. Ningún pueblo sigue en masa a las víctimas.

El anticastrismo para sí mismo suena todavía la matraca del modelo chino con que el régimen castrista desconoce a «una oposición legítima», pero resulta que la oposición pacífica confunde la lucha por la democracia en el plano horizontal (derechos humanos) con la lucha en el plano vertical (gobernantes arriba y gobernados abajo), que ya sólo puede darse por la fuerza del número. Jamás ningún proyecto de la oposición pacífica ha logrado capitalizar siquiera el 5 % no ya del electorado, sino de la propia contra electoral participante (boletas en blanco o anuladas), que en las dos últimas décadas ha oscilado entre 313 mil y 552 mil votantes.

Coda

Sin oposición legítima —ni por fuerza de número ni por estrategia racional— la transición «inevitable» a la democracia en Cuba deja de ser cuestión política para convertirse en cosa de iglesia. Y como nadie sabe si el Mesías del anticastrismo triunfante vendrá de alguna futura disidencia o de las entrañas del propio régimen, lo único que cabe advertir es que ese Mesías tiene que venir también como vencedor del Anticristo para que la reforma política no sea mera transfiguración.

© cubaencuentro

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