Golf, Reformas, Antonio Castro
Antonio Castro y sus 18 hoyos
La nueva élite emergente en Cuba se distingue de la predecesora por sus medios de vida
Cuando leí la noticia sobre la victoria de Antonio Castro en un torneo internacional de golf, no pude evitar pensar en Pierre Bordieu.
Bordieu ha sido uno de esos cientistas sociales imprescindibles que escribió sobre varias temas y siempre dijo cosas interesantes. Entre ellas, escribió sobre lo que llamó “la distinción”. Para Bordieu ésta era una suerte de condensación de hábitos de consumo y comportamientos que enmarcan un estilo de vida clasista.
Todas las élites han cultivado su propia distinción con arreglo a sus historias y sus poderes. Cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra se hicieron del poder, comenzaron a construir la suya. En un principio fue basada en un discurso de austeridad plebeya y antiurbanismo que encarnó en la figura de Ernesto Guevara con su innegable estoicismo y su conocida aversión al baño. Luego, sobrepasada la época épico/heroica, la nueva clase política tomó el gusto a las abundancias del poder.
Pero siempre tuvieron que hacerlo guardando ciertas apariencias, a expensas del Estado (nadie tenía bases propias de acumulación) y amenazados por un poder supremo que se encargaba de decapitar a los excedidos, a los escandalosos y a los desleales. Y de cualquier manera, siempre estuvieron limitados por su propia visión del mundo que generalmente confundía la prosperidad con aquello que Marc Bloch llamaba “la abundancia grosera”. Eran gente de grandes comilonas, profundas borracheras, capaces de moverse por el mundo con sus gimnasios personales a cuestas, de llenar aviones con pacotilla madrileña y consumidores incontinentes de sexo, del barato y del caro. Pero eran incapaces de entender la elegancia de un adagio o las diferencias entre los vinos del nuevo y del viejo mundo. No sé si soy excesivamente cruel, pero cuando pienso en ellos siempre me viene a la mente la imagen del último canciller destronado meneando su lipídica humanidad con una botella de cerveza en la mano y los pantalones arremangados, en aquella fiesta campestre cuyo video aún está colgado en internet.
Las reformas económicas desde los 90, y en particular desde 2008, han sido tibias en muchos sentidos. Pero no en abrir espacios de consumo y tolerancia a la acumulación a favor de lo que se perfila como una nueva base social del futuro capitalismo cubano: capos del mercado negro, herederos de fortunas políticas, gerentes invocadores de la competitividad, consultores asalariados y merodeadores de la farándula y de las artes.
Esta nueva élite emergente se distingue de la predecesora por sus medios de vida. Esta última era una clase rentista que medraba como una lamprea sobre el cuerpo productivo. Los emergentes, aunque dependen de la protección y la asignación estatal (sin ello nadie sobrevive en Cuba), sus poderes económicos provienen en buena medida del mercado. Son ellos (y ellas) los que se pueden beneficiar de la asistencia a los hoteles, de la compra de viviendas y autos, de los viajes al extranjero con visas que solo garantizan cuentas bancarias significativas, así como de otros servicios que se adquieren en el mercado negro a precios exorbitantes, internet incluido. Y sólo son ellos —y quizás esto es lo más importante— los que pueden dar continuos saltos desde lo que es privado a lo que es público, desde los CUPs a los CUCs, desde lo que es negocio a lo que es política. Y siempre obteniendo beneficios diferenciales desde los cruces de esas múltiples fronteras que caracterizan la fragmentada realidad nacional.
Y en consecuencia, la nueva élite porta otro conato de distinción burguesa que se impone en las noches de lentejuelas de lugares muy selectos, o en los convites en casas que antes solo poseían los funcionarios consagrados y los embajadores. Es sobre ellos y sus noches de lujo que han escrito varios cronistas de los tiempos, como han sido Lois Parsley y Sandra Weiss. Esta última en un artículo curiosamente titulado “Vuelve el glamour a la Habana” en que describe una hummer anaranjada machacando los baches de las calles de la ciudad.
Y es justamente aquí donde entra la figura de Antonio Castro. La indignación de muchos lectores sobre el probable costo del hobby del hijo de Dalia es lógico. Cuba es un país donde la gente discute un dólar con la misma pasión como Robinson Crusoe cuidaba su corral de cabras esquivas. Pero creo que es un asunto secundario, pues cualquier compañía pudo haberle pagado el entrenamiento y hasta haber teledirigido las peloticas de Antonio para que acertaran en los 18 hoyos disponibles. Pues un ganador tan visible como Antonio Castro vale la pena, y por eso su victoria en un torneo de segunda ha sido repiqueteado con más fuerza que si se tratara de Tiger Woods en un Majors.
A diferencia de sus hermanos —pálidos de diferentes maneras— tiene un rol público visible. Y a diferencia de sus primos, Antonio Castro se perfila como un ser apolítico. No se le ve promoviendo libros antimperialistas ni conduciendo congas LGTBs, sino fumando puros con un jet set internacional amante de la nicotina. No tiene cargos rimbombantes sino una simple vicepresidencia de la federación de béisbol, que, no obstante, le pone en la mano la llave para administrar la apertura del país al profesionalismo. Y eventualmente hacerse de un equipo, como lo han hecho muchos multimillonarios en el mundo, entre ellos Silvio Berlusconi y Sebastián Piñera.
Antonio Castro es definitivamente un hombre de pasarelas, pero eso no lo hace intrascendente. Es una pieza particular de eso que hemos convenido en llamar el Clan Castro. Y como tal, entre hoyo y hoyo, Antonio Castro es parte de un poder fáctico que incidirá en la política cubana por mucho tiempo.
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